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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Después de nuestra rápida huida del diabólico manicomio de Islington, que todavía no comprendía del todo, el doctor Phillips nos trasladó a su casa. Al entrar, una figura morena y alta se me echó a los brazos, mientras una forma muy pequeña y de pelo corto se arrojaba en los de Nathan Grey. Natalie lloró en mi hombro, a la vez que la pequeña Alice reía y tiraba de la barba del viejo asesino a sueldo.

Amanda, la mujer del doctor, nos esperaba sentada en un sillón en la sala de estar. Había preparado un té que ya humeaba en las pequeñas tazas de porcelana. Abrazó a su marido con gran ternura.

El sargento ayudó a Grey a sentarse en el sillón y yo lo hice a su lado. Carter denegó la silla que le ofreció el doctor, diciendo que aún tenía las piernas entumecidas y que prefería permanecer de pie para activar la circulación sanguínea. El doctor Phillips se sentó en una butaca frente a la chimenea y el sargento Carnahan hizo lo propio en una silla. Natalie y Amanda se marcharon a intentar dormir a Alice en el piso de arriba de la vivienda adosada.

—Antes de agradecerles lo que han hecho por nosotros, he de preguntarles algo… ¿Cómo sabían dónde estábamos y cómo sacarnos? —pregunté intrigado al sargento y al doctor.

Carter metió baza.

—¿Y lo de los tratamientos alpha y omega? Creí que eran secretos —quiso saber.

Fue Donald Swanson quien finalmente nos sacó de dudas.

—He investigado durante muchos años a Sir Charles Warren.

Y en mi búsqueda descubrí su pertenencia a la hermandad de los masones, de la que es el jefe. Y el tratamiento alpha no es, ni mucho menos, secreto. Circulan miles de leyendas urbanas acerca de las misteriosas entradas de locos en Islington, de ciertos líderes socialistas que sencillamente desaparecen… Ya había oído algo parecido, así que decidí investigar en el despacho de Monro cuando me informaron de vuestra entrada en Islington.

—¿Quién le informó de eso? —preguntó Carter, ceñudo.

—Algunos agentes me deben favores —repuso Swanson—. Y curiosamente, casi todos son los que patrullan el barrio de Sir Charles Warren.

—Cometer un error ante las propias narices de Sir Charles es un asunto delicado, y muchos agentes del Departamento de Investigación Criminal ya lo han hecho. Más de una vez hemos tenido que encubrir ciertos errores garrafales —expliqué.

Swanson asintió en silencio. El sargento empezó su relato.

—He de decir, no sin modestia, que yo también indagué entre sus cosas, inspector, y descubrí el libro acerca de la masonería que Carter le trajo. Además, pude ver sus notas en el mapa —arqueó las cejas—. Lo primero que hicimos fue ir al Ten Bells, donde usted me había dicho que Grey y la señorita Marvin se escondían, inspector. Buscábamos a Grey, pero, al no hallarle en casa, deducimos que estaba con usted, preso en Islington. Cogimos a la señorita Marvin y a Alice y las escondimos en casa del doctor Phillips.

—Obraron sabiamente —convino el sicario—. Se lo agradezco de veras.

El suboficial hizo un gesto con la mano diestra para quitarle hierro al asunto.

El agente especial fue directo al grano.

—Ahora, lo que tenemos que hacer es sacar a la señorita Marvin de Londres y, a ser posible, de Inglaterra —aconsejó en tono grave.

—No hay problema en eso —nos avisó Grey—. Un amigo mío que trafica con inmigrantes la llevará a Irlanda. El barco saldrá el 31 de diciembre, así que hay que esperar… —añadió preocupado.

—Pueden ocultarse aquí todo el tiempo que deseen… —dijo Bagster Phillips.

Decliné la invitación por razones obvias.

—No, gracias. No queremos crearle complicaciones, doctor, cosa que seguro tendría si permaneciésemos más de lo debido en esta casa… Somos prófugos, amigos míos; sabemos cosas que no deberíamos saber —expuse con deliberada lentitud, matizando cada palabra— y que no repetiré en este salón para no poner en riesgo sus vidas.

—El inspector tiene razón —intervino Nathan Grey—. Y no solo Natalie debe abandonar Londres, los tres tenemos que hacerlo, Carter, el inspector y yo.

—Les ayudaremos en lo que podamos —se ofreció el sargento.

Junté las palmas de las manos.

—Se lo agradezco infinitamente, pero ya han hecho suficiente por nosotros —reconocí con tono muy afectuoso.

Un trueno se dejó oír al otro lado de la ventana del salón del generoso anfitrión. Una vez más, comenzó a llover. Nos sumimos en un melancólico silencio, solo roto por la pregunta del forense:

—Fred… —susurró. Le miré con atención—, sé que lo habéis descubierto todo —elevó su tono de voz. Carter y Grey se miraron interrogativamente—. ¿Quién es?

—Doctor, si le respondiera, estaría en muy serios apuros… Y al igual que usted, Swanson y el sargento; así como sus respectivas familias —tragué saliva con cierta dificultad antes de proseguir—. Vendrán a preguntarles y cuanto menos sepan, pues mucho mejor —concluí, firme en mi postura.

—Solo dime una cosa… —el doctor me miró con extraordinaria fijeza a través de sus lentes redondas—. ¿Es un hombre culto? ¿Se confirmó nuestra teoría?

Temblé al recordarlo.

—Sí —repuse con voz queda—. Se confirmó.

Un rayo iluminó la estancia con su cegadora luz blanca.

Al día siguiente, 30 de diciembre, Carter, Grey, Natalie, Alice y yo salimos de la acogedora casa del doctor Phillips de madrugada y pasamos por el Ten Bells, a por el equipaje y el arsenal de Grey —compuesto por un rifle de cañón largo pesado, un Winchester 44 de repetición, un revólver de gran calibre, el cuchillo militar Bowie y otra recortada de dos cañones—, y al hotel donde Carter se alojaba —vigilado por unos tipos extraños que deducimos que eran de Seguridad Interior—, al que el agente especial tuvo que entrar por las cocinas para volver al instante con una maleta y un nuevo bastón. También fuimos a mi apartamento, en Whitehall, donde debí introducirme a escondidas, ya que el fornido capitán Hawk —el marido de mi portera— la había emprendido a golpes con unos asaltantes que habían entrado en mi casa a revolverlo todo.

Por desgracia, aquellos tipos se habían topado con mi diario y habían arrancado las hojas que hablaban del caso del Destripador. Recogí una pequeña libreta, dispuesto a plasmar en ella lo acaecido desde la muerte de Mary Kelly, y mi equipaje y salí de nuevo a escondidas de mi apartamento. Lo hice resuelto a no volver más.

Aquella noche, reunidos en el Ringer, Carter, Grey, Natalie y yo —la pequeña Alice descansaba en una habitación alquilada por mí encima del mencionado local—, ultimamos los detalles respecto al embarque de Natalie y la niña a la mañana siguiente. Carter, Grey y yo las escoltaríamos de madrugada y las dejaríamos sanas y salvas en el barco. Cuando todo estuvo dispuesto, Natalie se retiró a dormir y nos dejó a nosotros ultimando los detalles de nuestro plan de acción.

A la mañana siguiente, de madrugada, nos dirigimos a London Docks, donde el barco del amigo de Grey nos esperaba. No recuerdo haber estado tan nervioso en toda mi vida. Miraba hacia todos los lados y veía sospechosos y agentes de Seguridad Interior por todas partes. El contacto con la fría y metálica superficie del revólver, que llevaba en mi bolsillo, solo acrecentaba mi nerviosismo. Pero lo nuestro era ya un camino sin retorno.

A mi lado, Grey se mostraba vigilante como un perro de caza; sujetaba las maletas de Natalie y mantenía la escopeta recortada oculta tras su gabardina. Al otro lado, Carter, con su eterno rostro imperturbable e inflexible, oteaba el puerto a través de su monóculo.

Había mucha gente aquella fría y húmeda mañana. Vimos incontables estibadores, mozos, marineros, pescadores, inmigrantes ilegales, borrachos…

No tardamos en localizar el King Albert, que no era más que un viejo y ruinoso buque mercante, con sus cuadernas casi a punto de reventar. La pasarela estaba llena de gente. Y entonces ocurrió.

Oímos dos disparos. Saqué mi revólver y Grey hizo lo mismo, pero con su escopeta. Carter nos detuvo a tiempo con manos de hierro. Se trataba de un grupo de gente que se golpeaba por entrar en uno de los barcos, y un policía los disuadía de mala manera. Intentamos alejarnos de allí, pero la muchedumbre acabó por arrollarnos. Perdí de vista a los demás. El caos parecía absoluto.

En medio de aquella inefable barahúnda, grité con todas mis fuerzas a Grey o a Natalie, pero mis llamadas no pudieron traspasar la espesa cortina de insultos, alaridos, silbatos de policía y tiros al aire. Logré abrirme paso a empujones entre la gente y entonces el alma se me cayó a los pies.

Alice lloraba en el suelo, rodeada por las maletas de Natalie. El pánico se apoderó de mí y fue entonces cuando lo vi todo…

Había un coche en medio del puerto. Distinguí, a su lado, varios hombres de negro. Natalie estaba gritando mientras la arrastraban al interior del vehículo. Saqué mi revólver y disparé a lo loco. Oí un estampido más fuerte detrás de mí y pude ver a Grey corriendo y disparando a la vez con su recortada. Los tipos metieron a Natalie en el coche y fustigaron a los caballos, que corrieron a toda prisa, saliendo del recinto de London Docks.

Perseguí al coche, disparando sin darle. Me arrodillé cansado en el asfalto y proferí una maldición. La tenían. Tenían a Natalie… Alguien me cogió bruscamente y me levantó del suelo.

—¡Vámonos, joder! —exclamó Nathan Grey. Tenía los ojos inyectados en sangre.

Carter llevaba a Alice en brazos, que lloraba desconsoladamente y llamaba a Natalie a gritos. Los cuatro salimos de London Docks y corrimos desesperados calle abajo, sin saber adonde ir. Nos refugiamos en un callejón y, cuando Grey hubo maldecido una y otra vez y golpeado unos cuantos cubos de basura, salimos a las calles principales y pedimos un coche.

Nos detuvimos en el Ringer y, jadeando, ocupamos una mesa. Natalie nunca permitía que metiésemos a Alice en una taberna, pero en ese crítico momento ni reparamos en ello.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Carter.

—Debemos encontrarla como sea —afirmó Grey. Tenía el rostro muy contraído.

—¿Dónde pueden haberla llevado? —volvió a preguntar el agente especial.

La nítida imagen de mi mapa de Whitechapel y alrededores me vino a la cabeza súbitamente. Descarté ese pensamiento, pues lo consideré inútil, y me concentré en pensar en el lugar donde podrían haber llevado a mi Natalie.

La señora Ringer colgaba adornos y reponía las bebidas, esperando que la noche festiva de fin de año hiciera que los clientes se acercasen por el bar, consumieran más y, por tanto, ella podría costearse un ganso magnífico que había visto horneándose en la tahona.

—¿Y si la han llevado a Piccadilly Circus? —preguntó una vez más Carter.

—No lo creo… —respondí. Desalentado, me encogí de hombros—. Sir Charles Warren dijo que no quería que la hermandad se implicase más de lo debido en el asunto —añadí a continuación.

Otra vez la imagen del mapa de Whitechapel me vino a la cabeza. Decidí pensar en él…

—¿Y a la casa del doctor loco? —inquirió Grey.

—Me parece muy improbable…

—¡Ya lo tengo! —exclamé gozoso, interrumpiendo a Carter.

El sicario me miró sorprendido.

—¿Cómo dice…? —quiso saber.

—¡Que ya lo tengo, coño! ¡Es Christ Church! —acababa de recordar el templo que quedaba en el centro del pentáculo.

—¿Christ Church? —repitió Nathan Grey—. ¿La casa de dios de Spitalfields?

—Sí. Esa misma —contesté sin titubear.

El agente especial cayó entonces en la cuenta.

—Ya le estoy entendiendo, inspector. Christ Church queda en el medio del pentáculo. Además, fue construida por el arquitecto Hawksmoor… ¿Adivinan a qué orden pertenecía Hawksmoor? —nos preguntó con media sonrisa.

—Déjeme adivinar —intervino el sicario—. A esos… —se cortó al ver a la pequeña Alice—, a los masones…, ¿verdad?

—¡Premio! —repuso Carter.

—Ahora únicamente nos queda saber cómo rescataremos a Natalie —resumí.

—Pero solo somos tres y ellos cuentan con todo el Departamento de Seguridad Interior… —nos previno Carter—. ¿Soy el único que lo considera una utopía? —su pregunta quedó en el aire.

—No del todo —argumentó Grey—. Hemos de ser, por fuerza, más astutos que ellos. Contamos con la ventaja de que no nos esperan… Solo debemos planearlo todo con cuidado —añadió meditabundo.

A continuación, el viejo soldado expuso su audaz plan.