65

(NATALIE MARVIN)

Algo me preocupaba. No tenía noticias de Nathan ni de Fred. La pequeña Alice, nerviosa, saltaba encima de mi cama al estar tanto tiempo metida en casa. Probé a apaciguarla un poco.

Me sentía mal por dentro. Algo no iba bien. Algo que me impedía marcharme de Londres de una vez por todas. Mi fardo y el de la pequeña Alice estaban puestos en un rincón cercano a la puerta, esperando a que me decidiera a salir de una vez por todas. Por fin lo hice. Me levanté de la silla en la que había estado sentada toda la tarde y fui derecha hacia la puerta. Unos golpes resonaron en ella, haciéndome dar un salto hacia atrás, asustada. Alice paró de saltar encima de la cama mecánicamente. La bajé a toda prisa y la puse en la esquina de la habitación, lo más alejada posible de la puerta. En ese ínterin, los golpes remitieron.

La niña, presintiendo que algo iba mal, comenzó a llorar. Traté de calmarla, pero los golpes volvieron a sonar y me asustaron de verdad. Metí la mano debajo del colchón y saqué el revólver de Nathan. Se me antojó demasiado pesado para mí. Miré si estaba cargado y, como sí lo estaba, lo amartillé con decisión. Me acerqué a la puerta, temblando como una hoja de papel, y la abrí. Dos hombres entraron en tropel por la puerta y la cerraron a su paso. Uno de ellos, un anciano, me quitó enseguida el arma de fuego. Muy asustada, grité y supliqué, abrazándome a la niña. Un hombre gordo de bigote pelirrojo se acercó a mí.

—Tranquilícese, señorita Marvin. Hemos venido a ayudarla —dijo en tono educado y convincente.

Reconocí de inmediato al hombre. Era el gordo sargento amigo de Fred.

—¿Qué pasa? ¿Por qué han venido? —pregunté inquieta.

Los dos varones se miraron largamente. El anciano, de pobladas cejas, me contestó:

—Fred y el señor Grey están en apuros, señorita Marvin. Debemos esconderlas a usted y a la niña ya —me previno con voz grave.

Puse los ojos en blanco ante semejante aviso.

—¿Qué les ocurre? —inquirí angustiada, temiendo lo peor.

—Ahora no, señorita. Debemos salir de aquí y esconderla —repuso Carnahan.

—Muy bien —acepté de inmediato—. Vamos con ustedes.

Tomé de la mano a la pequeña Alice y seguí obediente a los dos policías fuera del Ten Bells. Casi se me olvida coger nuestros respectivos fardos.