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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Era ya medio día cuando penetramos en el elegante barrio donde Sir Charles residía. Yo conocía su casa, pues había tenido el privilegio de visitarla un día, hacía mucho tiempo, en compañía de Swanson.

Otra vez, Carter y yo insistimos en que Grey se quedase vigilando al otro lado de la calle y nos aguardase allí.

Un mayordomo estirado, pero de aspecto cadavérico, nos abrió la puerta cuando la golpeé con la aldaba.

—¿Qué quieren? —preguntó con fría cortesía.

—Queremos ver a Sir Charles Warren —respondí.

—Sir Charles no recibe visitas… —repuso el mayordomo. Quizá fuese por el exceso de tensión, o la noticia que acababa de recibir minutos antes, o porque aquel tipo estirado me ponía histérico, pero el caso es que le empujé y penetré con pasos firmes en la casa, con Carter detrás de mí.

El mayordomo nos lanzó improperios de taberna de puerto por toda la casa, intentando detenernos. Logré llegar hasta el salón del ex jefe de Scotland Yard y abrí las puertas de doble hoja de una violenta patada.

En gran el salón estaban reunidos Anderson, Monro, Sir Charles y Sir Howard Livesey. Sir Charles se puso en pie de un salto.

—¡Abberline! ¿Qué demonios significa esto? —gritó.

—¡Cállese! —mi ira le dejó mudo—. ¡Lo sé todo! ¡Los masones, los juwes, Gull y el príncipe! ¡Todo!

Los cuatro hombres se quedaron clavados en el suelo y se lanzaron entre sí miradas furtivas, nerviosas.

—Maurice…, puedes retirarte —indicó Sir Charles al mayordomo con poca voz, quien obedeció, no sin antes observarme de forma furibunda.

—¿Cómo lo ha averiguado? —inquirió Anderson.

—Les he visto esta noche en Piccadilly Circus —contesté con aspereza—. Y Gull lo ha confesado todo delante de mí y de Carter.

James Monro puso los ojos como platos.

—¡Ese hombre está loco, por dios! —dijo, mientras movía las manos—. No habrá creído ni una sola de sus palabras, inspector…

—No ha dicho nada que no fuera verdad.

—¡Maldita sea! ¡Nos ha arrastrado a la ruina! —gritó Monro, desencajado—. ¡Todo es culpa suya, Warren!

—Cálmese de una vez, Monro —exigió Livesey.

—Lo que no entiendo, caballeros, es la relación de ustedes con ese maldito loco… —aventuré.

—¡Por dios, Abberline! ¡Está usted hablando del príncipe! —exclamó Sir Charles, indignado.

—No, Sir Charles, se equivoca… Estoy hablando de un jodido loco que ha asesinado a seis mujeres inocentes —insistí, asqueado de vivir aquella impensable situación.

Sir Howard Livesey me observó con soberbia antes de hablar:

—¿Y para qué acude a nosotros, inspector? —preguntó Livesey—. Intente detenerle…

—Por alguna razón, ustedes tienen algo que ver en el asunto… Es algo que quiero averiguar. Y si no puedo detenerle a él, puedo arruinar sus vidas… —recalqué incisivo—. Además, los desvaríos del doctor Gull no han conseguido aclararme del todo la situación —concluí.

—Si caemos, le arrastraremos con nosotros, inspector —aseguró Monro, fríamente.

—No me dan ningún miedo —afirmé con el ceño muy fruncido—. Cuéntenme toda la historia.

Sir Charles suspiró, resignado ante una situación que se les iba de las manos.

—Todo empezó hace algún tiempo… —relató con voz queda—. Su Alteza Real siempre ha sido de salud y temperamento débil, pero recientemente tuvo algunos achaques —el antiguo jefazo de la Policía metropolitana se ajustó su monóculo—. El príncipe comenzó a desarrollar una especie de histeria asesina contra toda mujer…, que se manifestó en su juventud, al ver la forma en que desollaban a un buey delante de él. A la mañana siguiente, después de este sangriento episodio, uno de los perros de Su Majestad apareció degollado en su habitación. Livesey continuó el relato.

—Fue el propio doctor Gull —elegido por Sir Charles adrede por su condición de hombre respetable y de masón— el que dictaminó un complejo sistema para satisfacer los deseos macabros del príncipe, asegurando que, cuando estos desaparecieran, lo haría también la enfermedad.

Aquello me indignó en grado sumo.

—¿Me están queriendo decir que soltaron a un maldito demente en medio de Londres y le dieron carta blanca para cometer todo tipo de atrocidades? —pregunté con voz trémula y horrorizado.

—¡Abberline, por dios! —exclamó Anderson exasperado.

—¿Qué demonios habría hecho usted? —me inquirió Sir Charles en tono muy agrio—. ¿Le habría dejado cometer sus atrocidades en el Palacio de Buckingham? ¿Acaso se hubiese hecho usted cargo de la situación cuando todos los periódicos del mundo publicasen la noticia de que la reina Victoria había sido asesinada por su propio nieto? ¿Se haría usted responsable de la situación, Abberline?

Anonadado por las excusas que estaba escuchando, estallé.

—¡No tienen un puto pretexto para hacer lo que hicieron! —grité colérico—. ¿Qué ocurre con su conciencia, caballeros? ¿Acaso esas prostitutas no eran mujeres?, ¿no eran seres humanos?, ¿no tenían derecho a vivir en sus miserias cotidianas? Además, ¿por qué no encerraron al príncipe en un castillo si ya sabían que estaba loco?

Livesey obvió mi última pregunta.

—Todas ellas hubiesen muerto de hambre o de alguna enfermedad con el tiempo —sentenció el hijo de perra con todo su cinismo.

—¡Oh, muy bien! ¿Así que usted piensa que ese puto loco hizo un trabajo misericordioso con ellas? —le pregunté a Sir Howard Livesey.

—No he querido decir eso, inspector… —me contestó bajando la voz—. Déjeme continuar… —entornó los ojos—. Lo primero fue difícil. Debíamos encontrar a un grupo de prostitutas que estuviesen localizables. La fortuna quiso que diésemos con el grupo de Grey… Y allí empezó todo.

Sir Charles Warren tomó el relevo del macabro relato.

—El príncipe citó a tres de las mujeres, con las que mantuvo una relación… bastante personal. Las drogaba y les pagaba bien para que mantuvieran la boca cerrada y así, poco a poco, fue adquiriendo conocimientos de todas ellas.

—Y al descubrir la pasión por la bebida de la mayoría de ellas, ideó el sistema del láudano y el vino francés de cosecha… Se ganaba su confianza y las drogaba a la vez —continué la siniestra historia.

—Así es… —admitió Livesey—. Para relacionarse con las mujeres, el príncipe se valió de la identidad de tres personajes que le facilitamos nosotros… Los tres eran hombres reservados y solitarios, por lo que no nos fue difícil eliminarlos y colocar al príncipe para suplantarlos.

Llegado este punto, todo tomaba forma en mi mente. Acababan de entrar en el rompecabezas los señores Ostrog, Kominsky y Druitt, este último al que, a propósito, no había encontrado.

—Usted conoce la identidad de los dos primeros sujetos, pues los anduvo investigando —dijo Sir Charles.

—En efecto —contesté con sequedad—. Seguridad Interior raptó a Ostrog una noche y, más tarde, al ver que yo había investigado y había entrado en su apartamento, quemaron el edificio y con él todas las pruebas referentes a Ostrog. Sin embargo, no tuvieron la misma suerte con Kominsky, puesto que el sargento Carnahan lo encontró en el Guy’s Hospital muerto como un loco más sin nombre.

Sir Charles se sentó en un sillón de su lujoso salón y continuó:

—Con el arma del conocimiento en su poder, el príncipe ya estaba listo para poder cumplir su tarea. Así, vigilado por un selecto grupo de hombres de Seguridad Interior, empleando los conocimientos académicos básicos de los que le dotó el doctor Gull y utilizando un rústico cuchillo de comando, el príncipe cometió su primer crimen. Después, tras haber descargado toda su furia con la mujer, recayó… Y en ese momento fue cuando todo se echó a perder definitivamente —añadió cabizbajo.

Livesey siguió con la macabra historia.

—Gull había sufrido un ataque al corazón un año antes y, desde entonces, no era el mismo. Días antes del primer asesinato del príncipe, el doctor volvió a sufrir uno de sus ataques y su cerebro quedó afectado. Desde entonces —y su yerno, el joven Thed Acland, nos lo confirmó—, el buen doctor comenzó a padecer alucinaciones. En ellas veía como ese Gran Arquitecto Masónico le ordenaba misiones descabelladas, todas con el único fin de abrirle las puertas al siglo XX… Teníamos ahora a dos dementes en vez de uno.

—¿Y por qué no acabaron con todo? —pregunté, mientras cruzaba mis brazos sobre el pecho, sintiendo así el contorno de mi revólver.

—Decidimos seguir el plan que Gull elaboró cuando aún estaba cuerdo —afirmó Sir Charles—. Un mes más tarde, el príncipe cometió otro de sus crímenes, esta vez basándose en un antiguo ritual masónico que le enseñó Gull. Pero el príncipe fue herido en su hazaña, por lo que decidimos encomendarle la misión de protección a un agente solo. Designamos un hombre que no se despegara de él ni a sol ni a sombra. El elegido fue Ichabod Crow, de Seguridad Interior.

—Y mientras Crow le protegía, un selecto grupo de agentes de Seguridad Interior se entretenía en distraernos a Grey y a mí, para evitar que interrumpiéramos al príncipe —continué por mi cuenta.

«El cuervo y el demente… Los juwes… El cuervo es Crow», pensé.

Ahora fue cuando comprendí lo que Michael Curtis intentó decirme el día en que fue asesinado. El periodista conocía toda la historia que me acababan de contar en aquella lujosa casa.

—¿Y qué me dicen de Curtis y toda esa pantomima de las cartas? —pregunté incisivo.

Warren exhibió una sonrisa irónica.

—Eso formaba parte de nuestro plan para alejarle a usted del caso, inspector —respondió después—. Pretendía apartarlo del caso haciendo que usted fracasara, para mantener todo lo que refería a los crímenes en secreto. No obstante, usted encontró a Curtis, por lo que tuvo que ser eliminado.

Livesey siguió con las explicaciones, las cuales exponía sin asomo alguno de remordimiento de conciencia.

—En cuanto a las cartas, solo puedo decirle que las primeras las escribió el príncipe en persona. Al parecer, encontraba divertido burlarse de la Policía —carraspeó dos veces antes de continuar con su cínico relato—. Para silenciar esto, hicimos que Curtis le bombardease con más y más misivas, fotografías y artículos. Imagínese cuál fue nuestra sorpresa cuando descubrimos que algunos locos y gilipollas lo imitaron y le enviaron cartas fingiendo ser el Destripador —concluyó arrugando la nariz.

—La prensa y el Comité de Vigilancia le acosaban, Abberline. Así que usted, el doctor Phillips, Swanson y el sargento Carnahan inventaron el chisme de Leather Aprom para desviar los rumores y la atención de la prensa… —Sir Charles sonrió fugazmente—. Fue un duro golpe. Habían demostrado ser más inteligentes que nosotros, pero la historia no acabó ahí… A instancias de mi orden de que no se aproximase a ningún reputado médico, usted acudió a la conferencia de medicina del London Hospital y allí conoció al doctor Gull, lo que trastocó nuestros planes por completo. Debíamos alejarle de Gull, ya que era usted peligroso… —hizo una pausa para ajustarse mejor el monóculo—. Mientras, el príncipe siguió matando poco a poco, gracias a la ayuda de Crow y de nuestras distracciones oportunas para con usted y el viejo Grey… Más tarde, tras las declaraciones de ese yanqui presuntuoso de Byrnes, el príncipe sintió deseos de ir a Nueva York y darles una lección a los norteamericanos. Allí asesinó a una vieja en un tugurio del puerto de Nueva York, pero no siguió las normas del ritual.

Sir Howard Livesey continuó con el sangriento relato:

—Solo quedaba una mujer a la que matar… El príncipe y Gull estaban ansiosos por acabar, pensando en que iban a ascender al cielo cuando terminasen su epopeya… El príncipe mismo acudió a ver a la última víctima, Mary Kelly, pero un hombre le vio, aunque no supo reconocerle. Días más tarde, el príncipe cometió el que debía ser su último asesinato. No obstante, algo no fue bien. Se volvió a sentir mal y estuvo al borde mismo de la muerte. Pero aquello ya era exagerado. Gull había dado demasiadas pistas sobre la hermandad, la prueba es su presencia aquí, inspector, por lo que decidimos apartarle… Sin embargo, algo trastocó nuestros planes de nuevo —reconoció con pesar—. En medio de los delirios del príncipe, Gull oyó de sus labios que faltaba una mujer por eliminar. Y usted la conoce bien, Abberline… Ahora, ya que está aquí, le exijo que nos diga dónde está escondida Natalie Marvin —me espetó con asombroso descaro aquel hijo de mala madre.

Saqué mi revólver reglamentario y encañoné uno a uno aquellos canallas. Los cuatro levantaron los brazos. Por si acaso, retrocedí hasta la puerta.

—¡Quietos! —les ordené enérgico—. ¡No se muevan!

—¡Abberline, no sea estúpido! —exclamó Monro—. Se buscará usted la ruina —añadió, cerrando los ojos un instante.

—Y ustedes también como se muevan una pulgada… Carter, abra la puerta del salón y salgamos fuera —le indiqué al agente especial.

—En realidad, ninguno de los dos va a salir de este despacho, inspector —expresó una voz harto conocida justo detrás de mí.

Ante mi asombro, Carter había sacado su revólver y me encañonaba con él.

—Tire el arma —me ordenó ceñudo. Obedecí, al leer en sus ojos su letal decisión—. Lo siento, inspector, pero se lo advertí…, ¿recuerda? —insistió muy serio—. Le advertí que se marchase lejos y lo olvidase todo.

—Maldito traidor… —mascullé con la moral por el suelo.

Sir Charles se rió con ganas. El agente especial me miró con el semblante inexpresivo.

—Ha caído en nuestra trampa, inspector —dijo triunfal el antiguo mandamás de Scotland Yard.

—¿De qué habla? —pregunté con una ira apenas contenida.

En ese preciso momento dos hombres entraron en el salón. Uno de ellos era Crow, el cual me saludó con un gesto burlón que pretendía imitar al saludo militar. Delante de él iba Nathan Grey, al que el cochero del príncipe psicópata apuntaba con la escopeta del sicario. Grey fue forzado a ponerse a mi lado.

—¿Qué coño significa esto, Abberline? —me preguntó, sin dejar de mirar a los presentes y evaluándolos a todos.

—Como ve, estamos los dos igual —contesté con voz queda.

Grey miró con profundo desprecio a Carter, que nos apuntaba con su revólver.

—Cabrón… Lo sabía. Nunca me ha gustado este tipo. ¡Es usted un maldito hijo de puta! —le espetó.

—Eso, Grey, ya se lo había dicho antes de que usted entrara, pero con otras palabras —argüí yo.

Sin Charles Warren nos fulminó con su prepotente mirada.

—Cállense los dos —exigió furioso. Después me enfiló con agrias palabras—. Es usted grotesco, Abberline… ¿Se figuraba acaso que le íbamos a contar todo y que le dejaríamos marchar tranquilamente? —rió con insultante desdén—. Es un crédulo y un confiado, Abberline, un ingenuo, un pobre hombre en suma… Esos son sus mayores defectos. Usted, al igual que su colega Nathan Grey, las mujeres asesinadas y Gull, no son sino engranajes en la potente maquinaria de esta trama.

Incrédulo todavía ante el inesperado giro que había tomado la situación, miré a Sir Charles sin comprender aún el alcance del asunto.

—¿Qué está diciendo? —inquirí.

—Se lo explicaré de forma que hasta un individuo descreído, depravado y proletario como usted pueda entenderlo —me escupió a la cara su odio de clases—. Usted, inspector, aun en su ignorancia, ha sido engañado y utilizado… Deje que se lo explique mejor… Los organismos a los que estos señores y yo representamos están viéndose perjudicados con todo esto. Fíjese bien, Abberline… Si hasta usted ha conseguido encontrar a los francmasones y acceder a sus más recónditos secretos, cualquiera podría haberlo hecho. Bueno, cualquiera con la ayuda de Carter, por supuesto —sonrió mordaz.

—Es un maldito traidor, Carter. Por lo que se ve, no es usted mejor que ellos —le solté rabioso, a su inmutable rostro—. Me ha estado ayudando en todo momento para que me fiase de usted y darme después una puñalada por detrás… Y yo he caído como un imbécil. Le felicito —los miré a todos asqueado—. Les felicito a todos. Son la escoria de la humanidad —añadí con desprecio.

Ichabod Crow me golpeó en la cabeza con la culata de la escopeta del sicario.

—¡Crow, por favor! —exclamo Livesey. El agente de Seguridad Interior se excusó entre dientes—. Como le íbamos diciendo, Abberline, usted fue atraído gracias al bien construido plan de Sir Charles. Todo comenzó haciendo que algunos de sus hombres le diesen una paliza y le obligasen a investigar de nuevo, pues se había relajado en sus investigaciones… Eso le hizo indagar de nuevo y, con un pequeño empujón por parte de Carter, buscó información sobre la hermandad y descubrió que Gull pertenecía a ella.

—¿Con qué fin hicieron todo esto? —pregunté.

Fue Warren quien me ofreció una fría explicación.

—Gracias a la reina Victoria, Gull es una especie de intocable al estar bajo su directa protección. Pero gracias a usted, eso tía pasado a mejor vida. Gull nos ha traicionado al revelárselo todo, por lo que deberá ser eliminado sin más.

—Son repugnantes —dije con rabia—. La verdad, todo hay que decirlo, es que el plan había sido muy bien urdido.

—Ahora, inspector, necesitamos saber dónde se encuentra Natalie Marvin.

Nathan Grey se me adelantó.

—¡Jamás la encontrarán! —bramó—. A estas horas debe de estar ya fuera de su alcance. Jamás volverán a verla —añadió, satisfecho de nuestra carta oculta.

—En ese caso…, ya no les necesitamos —repuso Sir Charles.

—¿Nos van a matar? —pregunté en un impulso. La respuesta era obvia.

Livesey desplegó todo su cinismo, que era mucho.

—¡Oh, no! —exclamó, haciéndose el ofendido—. ¿Nos toma por unos bárbaros? ¡Estamos a las puertas del siglo XX, caballeros! —clamó histérico—. ¡Con la de adelantos médicos que hay! No, su destino será diferente —concluyó misterioso.

—Los dos ingresarán en el psiquiátrico de Islington esta noche, y no se volverá a saber de ustedes —explicó Anderson en tono sepulcral.

Me fijé en que Anderson y Monro habían permanecido en silencio durante toda la conversación. Livesey y Sir Charles eran los artífices de todo, y deduje que a Robert Anderson y a James Monro los habían implicado en contra de su voluntad, aunque no por eso deseaban salvarnos la vida. Si hablábamos, ellos también se irían al infierno, acompañando a Sir Charles, Livesey, Gull y todo el Imperio británico.

La voz aguardentosa de Grey me sacó de mis pensamientos.

—¿Nos harán pasar por locos? —se rió amargamente—. ¡Que alguien haga el favor de pegarme un tiro! —gritó con ojos desorbitados.

—No les haremos pasar por locos, Grey —explicó Sir Charles Warren—. Al contrario, ustedes serán auténticos locos —matizó con siniestra entonación.

—Supongo que no han oído hablar del tratamiento alpha… —empezó Livesey.

—Es imposible, pues es secreto, Howard —terció Sir Charles con diabólica sonrisa.

—Tiene razón —convino Livesey—. Islington es un manicomio muy peculiar… No están locos todos los que entran…

—Pero al cabo de un tiempo de tratamiento alpha, este pequeño detalle se pasa por alto —completó Sir Charles.

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

—¿Recuerda usted los sacos de carne con los que enseña el doctor Gull, inspector? —preguntó Livesey. Al percibir mi sorpresa, una sonrisa déspota surgió de su rostro. Después añadió—. Digamos que los dementes sobran y son valiosos para la medicina… ¿Quién sabe? Lo mismo ustedes sirven para curar algún trastorno mental —concluyó mordaz.

Esta vez el escalofrío me sacudió como si me hubiesen azotado.

—Muy bien, caballeros. Ha sido un placer conocerles…, pero llegó la hora de la despedida —concluyó Sir Howard Livesey.

Sir Charles y él se volvieron hacia Monro y Anderson, y comenzaron a hablar entre ellos, sin prestarnos más atención. Crow y Carter nos instaron a darnos la vuelta. El siniestro cochero del príncipe empezó a ponerle unas esposas a Grey, mientras Carter, ceñudo, me encañonaba.

—Carter, sé que usted sirve a su país y es fiel al Imperio… Sin embargo, no lo es a sí mismo, a sus principios —le hablé en voz baja, con tono marcadamente confidencial—. ¿De veras le parece que esto está bien? ¿Es esta la sociedad que usted quiere? —insistí. Lo hice mirando de reojo a los poderosos que ahora nos daban la espalda—. ¿Una sociedad en la que el dinero y el rango pueden permitir que una persona escape impunemente de la justicia? —añadí suplicante.

—Yo solo acato órdenes, inspector —argumentó fríamente—. No puedo permitirme tener un código moral…

—Recuerde a aquel viejo hombre santo de Shanghai, Carter. El sí tuvo un código moral. A pesar de que usted era un blanco de los que espoleaban a su gente, él le salvó la vida —dije con absoluto convencimiento.

Carter me miró fijamente a los ojos, con extraordinaria intensidad. Arrugó mucho la frente. Su cara reflejaba una profunda lucha interior.

—Lo siento —musitó al fin.

Me resigné. No había nada que hacer.

Crow terminó de ponerle las esposas a Nathan Grey y procedió de igual forma conmigo. Pero una mano le detuvo. Era el agente especial.

—Encañónele con su arma mientras le esposo —indicó, enfundando su revólver en el cinturón y sacando a continuación unas esposas.

Ichabod Crow obedeció al instante y me apuntó con la escopeta recortada de Grey. Carter me hizo juntar las manos.

—El revólver… —me susurró al oído. Para mi mayúscula sorpresa, el enigmático tipo llegado de la India se abrió la chaqueta negra y me mostró su revólver prendido en el cinturón—. A la de tres, empúñelo y apúnteles —me mandó.

Carter sacó las esposas.

—Uno… —hizo como que las abría—, dos… —se abrió más la chaqueta— y… ¡tres! —me avisó.

Al tiempo que yo empuñaba el revólver y apuntaba a la cabeza de Sir Charles, que era el más próximo a mí, Carter se dio la vuelta y le propinó una formidable patada a Crow en el torso, que le hizo caer al suelo como un fardo, soltando la escopeta. El cochero intentó cogerla, pero el agente especial rescató mi revólver del suelo y le apuntó.

—No es necesario que muera, Crow —le advirtió.

—Igualmente… —les dije a Anderson, Sir Charles, Monro y Livesey, que pusieron con desgana los brazos en alto. Nos miraban estupefactos.

—Grey, tome las llaves de las esposas —dijo Carter mientras se las tendía—. Libérese y coja la escopeta.

Con algún que otro esfuerzo, Grey se quitó las esposas y recogió su escopeta recortada. Después, frunciendo el ceño con ira, apuntó a la cabeza de Livesey con ella.

—Cambian las tornas, mis queridos amigos —anunció de forma irónica el sicario.

—Inspector, no sabe lo que está usted haciendo —me amenazó Sir Charles.

—Perfectamente —respondí con aplomo.

Livesey torció el gesto, muy contrariado.

—Carter, es usted un traidor de la Corona —anunció con voz grave—. Le perseguirán desde este momento por todo el mundo. Le aseguro que no tendrá un día de reposo hasta que muera —añadió cuando el odio le salía ya por sus pupilas.

—Correré el riesgo —repuso el aludido—. ¡Levántese! —ordenó ásperamente mirando a Ichabod Crow.

El agente al servicio del nieto mayor de la reina Victoria se levantó con dificultad y se unió a los demás.

—Muy bien, caballeros. Vámonos de aquí —dijo Grey.

Los tres andamos hacia atrás, sin dejar de apuntar a los cinco hombres. Carter abrió la puerta del salón y lo que vimos en el recibidor nos dejó helados.

Cuatro tipos con rifles nos apuntaban. James K. Stephem los guiaba.

—Parece que hemos llegado en el momento oportuno —comentó Stephem.

Respondiendo a mis pensamientos, Grey masculló:

—Ahora sí que estamos jodidos.

Y así era. Jodidos de verdad.