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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Le proporcioné a Natalie el dinero necesario y el vestido que le había comprado días atrás. De ese modo, ataviada como una señora burguesa, se dirigió al deprimente hospicio de Marylebone para sacar de aquel lugar a la pequeña Alice Margaret Crook.

En honor a su madre, había decidido sacarla del hospicio y proporcionarle un nuevo hogar junto a nosotros. Era en pago por no haber descubierto el motivo de su ejecución. Se lo debía…

La niña era muy simpática y enseguida se adaptó a vivir con Natalie y Grey en la habitación situada encima del Ten Bells. Yo iba todas las semanas a verlas a ambas y pude comprobar, con inmensa alegría, que entre la niña, Natalie y Grey comenzaba a formarse un vínculo parecido al establecido entre abuelo-madre-hija de una familia normal, como tantas.

Parecía que no todo iba a ser tan malo después de todo. Solo cabe decir que tanto el sargento Carnahan como el doctor Phillips fueron informados de mis futuros planes; los dos se mostraron de acuerdo, aunque con profunda tristeza.

En aquellos días, mi vida volvió a la normalidad relativamente. En el ínterin nos llovían cartas de protesta, de amenazas y ahora, también de colaboradores pasados de rosca. Un tipo que decía ser amigo de Sir Arthur Conan Doyle —el famoso escritor y creador del detective Sherlock Holmes, al cual yo no profesaba mucho cariño, ya que nunca me ha gustado mezclar la fantasía con la vida real, cosa que el referido autor hacía a menudo en sus libros— nos indicó que podíamos espolvorear el escenario de la muerte de Mary Kelly con un producto químico para sacar las huellas del asesino. Por si no había ya bastante mierda en el escenario del crimen, querían echarle más…

También recibí en mi despacho a diversos criminólogos y videntes de diferente pelaje, charlatanes a los que fui echando del lugar musitando excusas sobre que sus ayudas no eran necesarias en el caso. Entre ellos, se presentó ni más ni menos que el famoso vidente de la reina, el señor Lees.

Eran unos malditos gilipollas.

En realidad, yo no podía culpar a esos tipos, pues, como miles de personas antes que ellos, solo pretendían hacerse un hueco en la historia. El afán de protagonismo de algunos individuos era patológico.

Jah-Bul-On se dirigía a él solamente.

Le miraba entre las aviesas sombras de su subconsciente, iluminado por una tenue luz blanca. Veía la estrella de cinco puntas dibujada en la negrura en un brillante color rojizo. En cada punta de la estrella se situaba una de las víctimas. Excepto en el centro, que no ocupaba nadie…

Veía Christ Church, un templo de Spitalfields creado por el Gran Arquitecto y maestro Hawksmoor, siempre en el medio del pentáculo. Oía un incesante repiquetear de campanas. Una voz profunda le gritaba:

—¡La puerta al siglo XX! ¡La puerta hacia el cielo!

Pero esta no podía abrirse. Estaba cerrada por su culpa.

Ahora lo vio todo claro. Faltaba otra prostituta…

En la habitación, su madre le consolaba en su turbulento sueño, le secaba el sudor e intentaba tranquilizarle. Su hijo llevaba delirando y con fiebre desde la noche del 9. No sabía lo que le estaban haciendo, pero su instinto maternal le alertaba que no podía ser nada bueno.

Como vio que no podía apaciguarle, hizo llamar al doctor. Este se presentó al rato. Se sentó en la cama y observó al paciente, que se revolvía inquieto.

—Está en un estado de delirio profundo. Intentaré hablar con él, pero necesito estar a solas. Le ruego que nos deje solos —la madre abandonó la habitación. El doctor se inclinó al oído del paciente y le habló—. Mi buen discípulo, soy yo, el caballero de Oriente, quien te llama.

El muchacho se agitó.

—¡Maestro! —imploró, agarrando los brazos del doctor—. ¡Maestro, no subimos al cielo!

El galeno asintió comprensivo.

—Ya lo sé. Algo salió mal. Todo debía haber acabado.

—Lo he descubierto, maestro. Jah-Bul-On me lo ha mostrado —afirmó el joven.

—¿Le has visto? —quiso saber el facultativo.

—En… mis… sueños —farfulló.

—Yo también lo he visto en toda su grandeza. Hace poco, cuando mi corazón se paró durante unos instantes, pude verlo… Por fin se nos ha revelado a los dos, mi buen discípulo —explicó el doctor con voz queda.

—Me ha advertido, maestro. Me ha dicho… Todo debe acabar el fin de año, maestro. El año infernal debe acabar en Christ Church.

—¡Christ Church! ¡Christ Church de Hawksmoor! ¡Uno de los maestros, mi buen discípulo! —exclamó el médico—. Dime…, ¿qué te ha indicado el Gran Arquitecto? —quiso saber.

El muchacho susurró algo.

—¿Qué…? ¿Qué te ha comunicado el gran maestro? No te entiendo…

El muchacho tomó aire y luego se debatió un poco. Murmuró otra vez. Le ardía la garganta. El doctor se acercó a su boca y el chico le susurró al oído.

—Hay otra… Queda otra…

—¿Qué…? —inquirió Sir Charles Warren, desabrido.

—Lo que oye… El mismo lo ha dicho, Gran Visitante.

Lo fusiló con su airada mirada.

—Por favor, doctor, no emplee mi título con tanta ligereza… —dijo el antiguo jefazo de Scotland Yard, lanzando una ojeada rápida a Sir Howard Livesey, James K. Stephem, Crow, Carter y Monro—. Recuerde que todo lo referente a la hermandad ha de quedar en secreto.

El médico bufó. Sin duda, Sir Charles no merecía el alto título que todavía ostentaba.

—Pero, doctor, eso no puede ser. Según el ritual del que usted habla, él debe exterminar a cinco… y ya ha exterminado a seis —aventuró Stephem.

—La primera estaba fuera del ritual —contestó el facultativo—. Y Elizabeth Stride no fue completada… Sin embargo, en el plano, la estrella está completa ya. Sugiero que la última víctima sea eliminada en cierto lugar sagrado… que les indicaré más adelante.

Sir Howard Livesey suspiró.

—Esto lo complica todo —argumentó, ladeando la cabeza—. ¿Es necesario que la última sea asesinada?

—Por supuesto que sí. Es esencial. De ello dependen el siglo XX y sus futuros, caballeros —tras esa solemne declaración, el doctor se colocó su sombrero y salió de la sala.

—¡Por el amor de dios, ese hombre está loco! —se quejó James Monro.

—Ya lo sé —admitió Sir Charles con pesar—. El doctor ha llevado al extremo los saberes arcanos de la hermandad. Al parecer, le ha instruido no solo en el manejo del bisturí, sino también en la práctica de un antiguo ritual de la hermandad… —respiró hondo antes de continuar—. Ahora, ambos creen que están haciendo algo realmente decisivo y mágico por la humanidad.

—Yo pienso que si el doctor cree que este… tratamiento es beneficioso para él… no debemos discutirle, caballeros —opinó James K. Stephem.

—Pero, señor Stephem, eso es peligroso para Sir Charles y la hermandad, para Monro y la Policía, y también para mi Departamento de Seguridad Interior… —avisó Livesey, ceñudo—. Caballeros, los distintos organismos a los que representamos pueden verse seriamente comprometidos con esta sarta de locuras. Sugiero que nos retiremos de este plan de inmediato.

—¿Qué está usted diciendo, Livesey? —preguntó Monro, irritado—. ¡Eso es traición! —exclamó, alzando los brazos en pose teatral.

Sir Charles Warren miró uno a uno a todos los presentes y habló después.

—Este asunto se está complicando demasiado —aseguró, mientras se acariciaba el bigote—. Propongo dejar que elimine a la última chica, y con ella, procuraremos hacer desaparecer a los demás implicados, como el doctor, el asesino a sueldo y, por supuesto, el inspector Abberline.

—¿Y cómo pretende hacer todo eso? —preguntó Stephem.

—Mediante el inspector Abberline… —contestó el antiguo jefe de Scotland Yard, exhibiendo de paso su diabólica media sonrisa—. Deja que husmee en la bomba… Hasta que le explote en la cara y se los lleve a todos con él —añadió en tono fúnebre.

—Parece que el inspector ha dejado de investigar —aventuró Carter.

—Eso da al traste con nuestros planes —señaló Livesey.

—No necesariamente —repuso Sir Charles—. Conociendo a Abberline como lo conozco, creo que solo necesita un pequeño estímulo que lo empuje de cabeza a la investigación… Y creo que sé qué es.

—De acuerdo —convino Sir Howard Livesey—. La hermandad se centrará en alentar a Abberline y de eliminar al doctor. A su vez, mis hombres se ocuparán de la seguridad de nuestro común protegido y de la eliminación de ese asesino a sueldo.

Stephem, que había arrugado mucho la frente, puso el dedo en la llaga.

—¿Y el culpable? —inquirió preocupado—. ¿Es que no lo han pensado…? La prensa y la gente de a pie quieren un culpable, un sospechoso. Si no se lo damos, el malestar seguirá aumentando y temo que, con tanto loco suelto, alguien decida seguir los pasos de Jack el Destripador.

—Estoy de acuerdo con el señor Stephem —admitió Monro—. No podemos arriesgarnos a eso. La Policía no puede verse mancillada más, señores. Eso sería catastrófico… Debo recordarles que es el único organismo de esta conspiración que está dando la cara.

—Tiene usted razón, señor Monro —dijo Livesey—. En cuanto al culpable…, ¿y si empleásemos la identidad de algunos de nuestros sujetos comodín?

Sir Charles Warren se ajustó el monóculo pensativo. Después comentó:

—El judío está muerto, recuérdelo, Livesey… Y el médico ruso ya está más que tratado por los periodistas. Necesitamos algo nuevo…

—¿Qué me dicen del abogado? ¿Sigue en el Guy’s Hospital? —quiso saber Sir Howard Livesey.

—Creo que sí —contestó James Monro—. Los tratamientos alpha y omega están mermando su cerebro. Ahora cree que está volviéndose loco… Y en cierto modo, así es.

—¿No les parece poco ético manipular así la consciencia de una persona? —preguntó James K. Stephem.

—Señor Stephem, nada es poco ético si hay que salvaguardar la seguridad del Imperio —le replicó un tanto ácido Sir William Warren—. Usted, al no haber sido en su vida soldado ni patriota, no puede entenderlo —se volvió a Livesey—. Podemos utilizar al abogado… Que le apliquen el tratamiento omega y le suelten algunos días, para que aparezca por algún lugar público y la gente le vea. Luego, podemos hacer que sufra… un pequeño accidente —dicho esto, le dio una profunda calada a otro apestoso cigarro hindú que acababa de encender.

Durante el tiempo que precedió a mi vuelta a la vida policial, solo puedo decir que el sargento Carnahan y yo nos vimos envueltos en un largo y complejo proceso de falsificación de pruebas.

Escondimos todo lo que pudimos que hacía referencia a Natalie y Grey, para que nadie pudiese encontrarlos, ni recordarlos. Se puede decir que prácticamente destruí yo mismo la vida de Natalie Marvin y Nathan Grey.

Gracias al agente especial Carter y a mis contactos en los archivos policiales, Grey fue borrado de la faz de la historia, al igual que el certificado de residencia en Inglaterra de Natalie. Al final, resultó que Natalie y Grey ya no existirían más bajo sus auténticos nombres y apellidos…

Aunque pensaba que los asesinatos habían concluido y que Natalie estaba a salvo, algo en mi interior me inquietaba. Mi sexto sentido, el de la intuición, estaba siempre alerta. Presentía que era mejor marcharse cuanto antes de allí, así que lo dispuse todo con sumo cuidado.

Pedí un préstamo al banco, y me dijeron que me lo concederían sin problemas al cabo de unos días. Avalé mi casa, pero aquello no me importó. Cuando estuviese en Irlanda, ya se podrían quedar con ella.

El día 19 fue el entierro de Mary. Grey y yo acudimos, pero prohibimos a Natalie acercarse. Ella se quedó en la habitación del Ten Bells, con la única compañía de la pequeña Alice. Más tarde, Nathan Grey me contó que se había pasado todo el día llorando. Mary era su mejor amiga y las últimas palabras que Natalie le dedicó no fueron las apropiadas, según me contó ella misma.

Al día siguiente —20 de noviembre— tuve que vérmelas con un sastre de avanzada edad, que se hacía llamar Maurice Lewis, que decía que había visto a Mary Kelly en el Ringer a las diez de la mañana. Como supuse que Lewis confundía a Natalie con la difunta Mary, intenté disuadir al buen hombre e hice que el sargento destruyera inmediatamente su confesión. Pero algo ocurrió esa misma noche cuando salí de mi despacho. Un hecho que he de referir en este relato, pues dio pie a mis posteriores averiguaciones.

Caminaba solo por Commercial Street. Era de noche y una fina cortina de agua caía incansablemente sobre Londres. Me dirigía al Ten Bells a ver a Natalie y también a la pequeña Alice, cuando cuatro tipos salieron de un callejón, me cogieron y me internaron en la oscuridad del hediondo callejón por el que habían salido.

Dos de ellos me agarraron con fuerza de los brazos, mientras otro me golpeaba en la cara y en el estómago. Me debatí con las piernas libres, golpeando con ellas el ancho pecho del tipo que me había pegado hasta tirarlo al suelo. Otro me pegó un puñetazo en la cara, mientras el que había caído me sujetaba de las piernas. El segundo puñetazo me llegó como una descarga eléctrica.

Me libré de quien agarraba uno de mis brazos y sujeté la mano del hombre que me golpeaba, deteniendo el tercer puñetazo. Rasgué la manga de su camisa y pude ver un extraño tatuaje que llevaba dibujado en la muñeca. Era una estrella de cinco puntas inscrita en un pentágono. El hombre se soltó de mí y me golpeó de nuevo, mientras el otro volvía a apoderarse de mi brazo. Me golpearon dos veces más en el estómago. Escupí sangre por la boca. Me soltaron al fin y caí al suelo. Uno de ellos me pegó una patada en el estómago.

El tipo del tatuaje se arrodilló y me levantó la cabeza para que le mirase a los ojos. Un extraño anillo brillaba en su mano. Parecía un sello con algo dibujado…

—Míreme, inspector —dijo el hombre en tono amenazante—. Le traemos un mensaje… Deje de meterse en los asuntos que no le importan. Deje de una puta vez el caso de las mujeres destripadas…, ¿de acuerdo?

Me golpeó la cabeza contra el suelo, lo que hizo que me desmayara al instante.

Un brusco zarandeo me despertó.

Estaba tumbado boca arriba en el callejón y la lluvia caía incesantemente sobre mi cara. La boca me sabía a sangre y me dolía todo el cuerpo.

Nathan Grey me zarandeaba.

—¡Vamos, Abberline! —exclamó con energía—. ¡Vamos, levántese! —me hizo incorporarme.

—Grey… —articulé con mucha dificultad.

—No hable o le dolerá más —repuso él, cogiéndome a continuación de un brazo y levantándome. Me ayudó a caminar—. Tiene suerte de que le encontrase y de que Natalie se preocupe por usted.

Cuando llegamos a la habitación del Ten Bells, Natalie me curó las heridas y me tumbó en la cama. Allí mismo dormí aquella noche.

A la mañana siguiente, Grey me acompañó hasta la comisaría, donde desapareció tras un breve saludo. Entré en ella y, posteriormente, en mi despacho. Mi aspecto era deplorable.

—¡Joder, inspector! ¿Qué diablos le ha ocurrido? —preguntó el sargento Carnahan, ayudándome a sentarme en una silla y sirviéndome un poco de güisqui que decliné con un ademán.

Le relaté todo lo acaecido durante la noche anterior.

—¡Bastardos! —masculló mi noble subordinado—. ¿Pero por qué le dijeron eso?

—No lo sé, pero puedo adivinarlo; mis investigaciones estorban a alguien. Lo único que me intriga es el tatuaje de ese tipo y el anillo —dije con voz queda. Aún me dolían los labios—. Me suenan de algo…

El suboficial y yo continuamos hablando del tema. Un poco más tarde, Carter penetró en mi despacho.

—Vaya, Abberline, veo que le han dejado hecho un guiñapo —comentó el agente especial.

—Buenos días, agente Carter. Me alegro de verle —repliqué con ironía.

Carter sonrió y, seguidamente, me preguntó por lo que me había pasado. No tardé en contárselo todo con pelos y señales y en referirle mis sospechas.

—A mí también me recuerda algo ese símbolo… Si me lo permite, Abberline, ahora que estoy ocioso otra vez gracias a su vuelta, le ayudaré a disipar esas dudas —frunció el ceño.

—Se lo agradezco infinito, Carter… Así podré cerrar de una vez este caso —dije con una buena dosis de cinismo, refiriéndome al del Destripador.

Perplejo, el agente especial arqueó las cejas.

—¿Usted cree que ya ha terminado? —me preguntó. Sentí la intensidad de su inquisitiva mirada.

—Eso creo —concluí, encogiendo luego los hombros.

Creo que metí la pata, pero si Carter se dio cuenta, lo disimuló muy bien.

El sabía, tal y como yo, que quedaba otra chica del grupo de Grey. Sabía que no había acabado. E intuía que le ocultaba algunas cosas. Pero no me preguntó nada más…

John Montague Druitt era profesor en una escuela, pero recientemente le habían expulsado de ella por asuntos escabrosos que no vienen a cuento en este relato. Había estudiado para abogado y, junto a un conocido suyo, Bedford, tenía un despacho en King’s Bench Road, que únicamente frecuentaba él, pues creía que Bedford había abandonado el negocio.

Druitt había sido siempre un sujeto solitario y raro. Raro era el calificativo que le concedían por no llamarle de otras formas más malsonantes.

La gente pensaba que Druitt era homosexual, solo porque creía en un ideal demasiado novedoso y censurado a lo largo de la historia, la libertad de la mujer. No obstante, Druitt no era homosexual, ni mucho menos. Solamente era un hombre sencillo, solitario, sin apenas amigos, alguien que pretendía luchar por una causa justa en un tiempo injusto para el sexo femenino.

Todo en la vida parecía haberle ido mal desde que le habían expulsado del colegio donde ejercía. Sus ideales políticos, que la gente detestaba, y la debilidad mental de su madre habían incidido en su personalidad hasta convertirlo en un sujeto más melancólico y torturado. Más tarde comenzó a sufrir lagunas en su memoria y sueños.

Todo había empezado con la visita de dos hombres a su despacho, de la cual solo recordaba haberles abierto la puerta. Del resto, únicamente tenía presentes imágenes vagas y confusas. Rememoraba una habitación oscura… un extraño uniforme y una placa con un número y un nombre en ella… Más tarde se despertó en su casa, tendido en el sofá. Había perdido completamente la noción del tiempo y pensaba que había sufrido una especie de sueño extraño que le había asaltado de improviso. Pero esto se repitió varias veces.

Druitt creía que estaba volviéndose loco, por lo que una noche, nostálgico, cogió el tren y se dirigió al psiquiátrico de Chiswick con intención de hacerse pruebas para comprobar el estado de su cordura. Pero jamás llegó allí. Cuando caminaba solo, de noche, en dirección al manicomio, dos hombres lo asaltaron.

—¿John Montague Druitt? —preguntó uno de ellos.

—Sí —respondió él, lacónico, con un miedo que le recorría todo el cuerpo.

Los individuos se abalanzaron sobre él y Druitt sintió un pinchazo en su hombro. Miró hacia esa parte de su cuerpo con espanto y vio como el segundo desconocido le administraba una inyección. Perdió la consciencia al momento, a medida que iba sintiendo como el líquido circulaba por sus venas.

Le despertó una opresiva sensación de falta de aire en los pulmones. Abrió los ojos y se horrorizó al ver que estaba inmerso en un agua verdosa. Intentó nadar hacia arriba, pero algo le empujaba al fondo del río. Trataba de gritar.

Tanteó sus bolsillos al sentir un extraño peso en ambos; había dos ladrillos. Intentó desprenderse de ellos, pero ya era demasiado tarde. La falta de oxígeno le hizo perder la consciencia de nuevo. Angustiado, Druitt supo lo que iba a ocurrir en el último instante de su vida.

Unos segundos más tarde, John Montague Druitt había muerto ahogado.

Michael Curtis seguía insistiendo en su eterna frase:

—El cuervo y el demente… Los juwes.

Mientras, yo yacía tumbado en el centro de una estrella de cinco puntas, rodeado de los cadáveres de las víctimas. Un hombre se inclinaba sobre mí y me destripaba, pero yo no sentía dolor.

Oí el repiquetear de una campana de iglesia…

Un trueno me despertó. Estaba en mi despacho, a oscuras. Miré por la ventana. Llovía y ya se había hecho de noche.

Habían pasado muchos días desde mi conversación con Carter y el sargento Carnahan. Diciembre había llegado a Londres, un mes frío y lluvioso como en casi todas las estaciones. La Navidad había pasado excelentemente, sin ninguna novedad.

Era 28 del primer mes invernal, y mis planes respecto a Natalie y la huida de Inglaterra estaban negando a buen puerto.

Por una extraña razón, dirigí mi mirada al gran mapa de Whitechapel y los distritos circundantes, que decoraba el tablón de anuncios en una de las paredes de mi despacho. Prendidas de él, y acompañando al punto que señalaba el lugar de sus muertes en el mapa, estaban las fotografías de los cadáveres de las víctimas del Destripador, cada una mirándome desde un ángulo diferente. Seis ángulos diferentes…

Un trueno iluminó el mapa y fue entonces cuando me percaté de algo. Cogí un lápiz y una escuadra y me precipité con ansia sobre el mapa.

—Algo falla… Son seis puntos… —susurré nervioso. Estudié la situación desde esa perspectiva y descubrí que lo que fallaba era la muerte de Martha Tabram. No era como las demás.

Recordé su situación. Vientre abierto, entrañas extraídas y abandonadas en el lugar del crimen, 39 puñaladas… ¿39 puñaladas? ¿Órganos abandonados? Era raro. Podría ser el primer caso del Destripador, pero lo mismo había sido una especie de ensayo antes de la gran obra.

Así pues, decidí empezar por Polly Nicholls. Dibujé una línea recta que detuve en Hambury Street, en el punto de Annie Chapman. Tracé otra línea desde este mismo lugar hasta Miller’s Court. Luego repetí el proceso de la misma forma hasta Mitre Square y, desde allí, terminé en Berner Street.

Era un pentágono.

Entonces me fijé en algo más. Un edificio señalado que estaba en el centro de aquel pentágono. Distinguí un templo, el de Christ Church.

Mecánicamente, tracé más líneas dentro del pentágono. Cuando acabé, me separé del mapa y contemplé lo que acababa de hacer. Había dibujado un símbolo, el mismo que estaba tatuado en la muñeca del tipo que me había golpeado en el callejón. Un rayo más iluminó el mapa.

Ante mis atónitos ojos tenía una estrella de cinco puntas.

—¡Joder! —exclamé mordiéndome la lengua a continuación.

Aquello me preocupó todavía más. Al parecer, mi mundo onírico no era pura coincidencia ni producto de mi subconsciente agobiado. Recordé que ya me había ayudado tres veces y, a través de un extraordinario esfuerzo mental, intenté relacionar todo lo que mis sueños me habían revelado.

Christ Church, la estrella de cinco puntas, los juwes… Esos tres conceptos tenían algo en común. Pero yo no sabía aún qué.

Christ Church era un templo de Spitalfields construido por un arquitecto llamado… Hawksmoor. Pero aquello no me decía absolutamente hada. ¿Y la estrella y los juwes?, ¿qué significaban? Me rasqué la cabeza pensativo.

La puerta de mi despacho se abrió bruscamente y el agente especial Carter entró en la habitación. Cerró la puerta de un golpe y miró por la ventana. Cuando estuvo seguro de que nadie le había seguido, corrió las cortinas y así nos sumió en la más absoluta oscuridad. Le miré interrogativamente, sin entender lo que pasaba.

—Carter…, ¿se puede saber qué…? —intenté decir.

La luz de la lámpara de gas de mi mesilla se encendió, de modo que al principio me deslumbró hasta que me acostumbré a ella. Entonces pude fijarme en que Carter llevaba un libro y una carpeta amarillenta en sus manos.

—Vaya buscando la forma de pagarme, pues le estoy haciendo un gran servicio —dijo con voz grave—. Estoy arriesgando mi empleo —añadió misterioso.

En ese momento, se dio la vuelta y miró el mapa y el dibujo de la estrella de cinco puntas. Su rostro se tornó lívido en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué ocurre? —pregunté muy interesado ante su reacción.

El agente especial torció el gesto. Después se dejó caer en una silla y me indicó con el índice derecho que echase una ojeada al libro que había traído.

Sobre la elegante portada de cuero, en grandes letras doradas, se leían las siguientes palabras:

Bajo aquellas letras áureas pude ver, estupefacto, el pequeño dibujo de una estrella de cinco puntas y también el de un extraño símbolo que pude reconocer enseguida. Se trataba del mismo signo que el tipo del callejón llevaba en el anillo.

Vi un compás y una escuadra abierto el uno sobre la otra.

—Y si eso no le parece suficiente… —comentó él. Pasó las hojas del libro y se detuvo en unas páginas—, lea —me indicó con un movimiento de mentón.

Lo que allí se relataba era la ejecución de tres traidores que asesinaron al fundador de la masonería, Hiram Abbif. A estos tres traidores se les llamaba juwes. Los ejecutaron cortándoles el cuello de izquierda a derecha; después les sacaron las entrañas, las colgaron por encima del hombro derecho y les seccionaron los órganos reproductores.

Un trueno se dejó oír al otro lado de la ventana. Carter y yo nos miramos en medio de un pesado silencio. Fue mi insólito informador quien lo rompió en voz baja:

—Actualmente, todavía quedan francmasones en Inglaterra. La hermandad está formada por médicos, políticos y hombres importantes, además de un sinfín de subordinados a sus órdenes.

—No puede ser… —farfullé, absorto en un sinfín de dudas.

Tenía noticias de aquella hermandad. Eran hombres poderosos que se reunían en una especie de club privado y que, a veces, llegaban a influir incluso en los asuntos de Estado.

—He indagado en los archivos de la Policía —me confesó Carter— y he encontrado esto —me tendió la carpeta amarillenta.

En ella había varios planos de lo que parecía ser un subterráneo. Señaló uno, donde se encontraba la estatua de Eros.

—Es su lugar de reunión habitual. Está debajo de Piccadilly Circus, en West End, y se extiende por toda la plaza. Antiguamente era un templo griego o romano —dijo el agente especial con voz firme—. Se accede por este local —me lo señaló con exactitud.

—Una taberna —musité, cada vez más asombrado.

—En efecto.

Otro trueno sacudió mi despacho hasta los cimientos.

Encaminé mis pasos hacia el perchero.

—Gracias por todo, Carter —le dije, muy concentrado en mis pensamientos y descolgando a la vez mi chaqueta.

—¿Adonde va? —inquirió él.

—¿Usted cree que, después de haberme enterado de que el Destripador actúa según un antiguo ritual masónico, voy a quedarme sentado sin investigar? —contesté rápido, en tono ciertamente áspero.

Carter abrió los brazos de forma un tanto teatral.

—¡Abberline, por dios! —exclamó con fuerza—. Puede buscarse la ruina. Imagine que es cierto. Imagine que uno de esos hombres es su Destripador…, ¿qué hará entonces?

Resoplé tres o cuatro veces.

—Carter, desde el principio he sospechado que el asesino era un hombre culto… —afirmé, arrugando mucho la frente—. Sinceramente, eso no me importa a la hora de culparle y detenerle por la muerte de seis mujeres inocentes.

Mi interlocutor parecía que luchaba consigo mismo. Al final, suspiró largamente y me comunicó:

—Está bien… —susurró resignado—. Ya que le he contado demasiadas cosas, voy con usted. Necesitará que alguien le mantenga en su puesto de trabajo cuando todo esto acabe —su voz recobró firmeza por momentos.

—¿Y quién le mantendrá a usted en su empleo, Carter? —pregunté con media sonrisa irónica.

El aludido sonrió entre dientes.

Temblé un instante solo al pensar lo que íbamos a hacer juntos. Y a fe que tenía motivos para ello…

Antes de enfrentarnos a la orden de los masones, tomé mis medidas.

Había conseguido el dinero suficiente para completar el salario que debíamos entregar al tipo que llevaría a Natalie a Irlanda. Logré sacarlo de mi cuenta bancaria y con él, Carter y yo nos dirigimos al Ten Bells. Entregué todo el dinero a Grey y Natalie, y referí al primero nuestras averiguaciones. El viejo Grey escuchó mi informe con seriedad. Cuando terminé, frunció el ceño, se agachó debajo de la cama —donde la pequeña Alice estaba sentada— y sacó de debajo una escopeta recortada de dos cañones.

—Voy con ustedes —afirmó, apretando el arma con fuerza. Carter negó con la cabeza.

—No puede ser. Media Inglaterra le busca, Grey, y no vamos precisamente a un buen lugar y a meternos con vulgares ladrones o criminales —precisó—. Vamos a acusar de asesinato a un hombre importante; quizá a varios… No puede acompañarnos…

Intervine para quitar hierro al asunto.

—Además, Natalie y la pequeña Alice le necesitan —dije yo con voz convincente.

Grey nos miró fijamente a los dos y después se dirigió a Natalie.

—Prepara el equipaje y ve hacia London Docks el 31 de diciembre —indicó a mi chica—. Busca el carguero King Albert y pregunta por Louis. El te meterá en el barco junto con el resto de pasajeros. Cuando llegues a Irlanda, envíame una carta —añadió preocupado—. Ya estoy listo para echarles una mano —insistió ceñudo.

Si la idea de embarcarse sola asustó a Natalie, no lo demostró en ningún momento. Tenía temple.

—Muy bien —se limitó a decir en voz baja.

Grey la estrechó con ternura entre sus brazos y luego besó con delicadeza a la pequeña Alice en la frente. Como la dura barba del sicario le produjo un cosquilleo en la frente, la niña soltó una espontánea risilla.

Me despedí de Natalie con un fuerte abrazo y un fugaz beso y le deseé suerte. Abracé con cariño a Alice.

Grey, Carter y yo salimos del Ten Bells y pedimos un coche que nos llevó hasta Mitre Square. Al final, no tuvimos fuerza moral para impedir que el viejo soldado del ejército británico nos acompañara. Tal vez así tendríamos las espaldas bien cubiertas…

En el interior del vehículo, tras explicarle con cierto detalle la situación del subterráneo y la disposición de la entrada a Grey, decidimos fraguar un plan de acción. Tomé el mando de la operación.

—En primer lugar, vamos a indagar, no a matar a nadie —previne a mis colaboradores—. Queremos buscar indicios sobre la identidad del culpable o, en su defecto, de alguien que le conozca, para interrogarle posteriormente.

—Pero debemos pensar en cómo entrar. Si la entrada está en el sótano de esa taberna, es seguro que estará vigilada —nos previno Carter con criterio.

—Eso no es problema —afirmó el experimentado sicario, metiendo dos cartuchos en su escopeta y cerrándola de un siniestro chasquido.

Moví la cabeza a ambos lados.

—No, Grey. Debemos ser silenciosos —argumenté—. Vaya pensando algo, Carter, porque llegaremos dentro de nada.

El agente especial asintió levemente y luego se sumió en un profundo silencio.

Poco después, los tres bajamos del coche ante la entrada de una lujosa taberna, en Piccadilly Circus. Detrás de nosotros se alzaba la imponente estatua de Eros, que, desde su pedestal, parecía lanzarnos miradas de ira por nuestra profanación a su quietud nocturna. La amplia taberna se encontraba todavía abierta, pero solo vimos un camarero en ella, al parecer con intenciones de cerrar, que se vieron turbadas con nuestra entrada en el local. Nos miró con mala cara.

—Señores, el local está cerrado… Les ruego que se marchen y vuelvan otro día —dijo el camarero con fingida cortesía.

Carter se puso a la altura del empleado en cuestión y le miró directamente a los ojos. Gracias al feroz aspecto del exótico agente especial, con el tatuaje en el rostro y la cabeza rapada, el camarero se amilanó. Fue entonces cuando Carter, empleando su mano derecha, descargó un poderoso golpe en la nuca del pobre hombre, quien se desplomó al instante. Se encogió de hombros intentando justificar su contundente acción.

—Descuiden, no lo he matado —explicó con frialdad—. Estará inconsciente durante horas… Ahora, busquemos ese sótano.

Cerré las puertas del local público y saqué mi revólver. Grey hizo lo propio con su escopeta recortada, que había llevado todo el rato oculta en su gabardina. Carter no sacó arma alguna. Simplemente, ayudado por su bastón, comenzó a buscar el sótano. Yo ya le había visto emplear su personal arma, así que me dije que el agente especial no necesitaba otra mejor.

Encontramos pronto una pequeña escalera que llevaba al sótano, con peldaños de madera que crujían, tras una puerta situada al otro lado de la barra de la taberna. Descendimos con cuidado, pero solo dimos con un sótano húmedo y frío. Grandes toneles lo ocupaban.

—Ingenioso —alabó Carter—. Prueben los toneles y miren si alguno tiene bisagras —los señaló uno a uno con su temible bastón.

Así lo hicimos. Fue Nathan Grey el que encontró la puerta, escondida en el fondo de uno de los toneles vacíos, la cual se abrió enseguida al mover el pequeño grifo metálico.

Pasamos dentro del gran tonel y abrimos después una puerta situada en el fondo, para penetrar en un largo pasillo iluminado por lámparas de gas colgadas en las paredes, a la altura de los ojos de un varón de estatura normal.

Seguimos pasillo adelante, hasta toparnos con otra puerta. El agente especial de Su Majestad se paró ante ella y pegó el oído a la superficie de madera. Cuando nos miró para indicarnos que no se oía nada, la puerta se abrió para horror nuestro y apareció la silueta de un tipo alto, con extrañas vestiduras, que portaba una espada.

El sujeto aquel lo comprendió todo en una fracción de segundo, justo lo que tardó en descargar un formidable golpe de espada contra Carter, que lo detuvo ipso facto con su bastón. Nuestro especialista en lucha personal se desprendió de la espada del hombre y le golpeó a este en la cabeza con el pomo de metal del bastón. El tipo cayó al suelo inconsciente y, a su lado, la pesada espada, que produjo un estridente sonido. El portero había quedado anulado.

—Continuemos —susurró Carter—. Mucho cuidado ahora.

Seguimos andando por un pasillo largo, repleto de anchas puertas con cortinajes rojos.

—Deben de ser balcones —aventuré yo, intrigado a más no poder por aquel impensable lugar subterráneo.

En efecto.

A medio camino nos topamos con uno cuyos cortinajes estaban abiertos. Se oían voces lejanas. En un silencio sepulcral, nos aproximamos de rodillas al balcón y nos cubrimos tras la barandilla de mármol. Levanté un poco la cabeza y pude ver entonces una gran sala iluminada por antorchas. En medio de ella había una estatua enorme de piedra, cuya forma estuvo a punto de hacerme soltar un penetrante alarido.

Era una estatua de tres cabezas. Cada una miraba a un lado, excepto la del medio, que lo hacía hacia delante. La primera cabeza era la de un hombre joven, con perilla alargada y tiesa. La del otro representaba un hombre anciano, de luenga barba blanca. Y la del centro, la que más temor inspiraba, era la de un ciervo de largos y retorcidos cuernos. Por lo demás, las tres cabezas se unían en un solo torso musculoso y sujetaban con sus dos brazos una escuadra y un compás, que inscribía el uno sobre la otra.

Reconocí la estatua de inmediato: eran los tres rostros de mi sueño.

Unas palabras expresadas en tono solemne interrumpieron mis pensamientos. Se trataba de un grupo de hombres jóvenes guiados por un anciano, que era el que hablaba.

—… Todos habéis pasado la prueba y habéis alcanzado el grado decimotercero, exaltando el arco real de Enoc. Es el momento de que conozcáis el verdadero nombre del ser supremo, del Gran Arquitecto del universo.

Los jóvenes se mostraron nerviosos.

—Él es tres deidades a la vez y una sola al mismo tiempo. El es, en parte, Osiris, dios de los antiguos egipcios. El es, en parte, Yahvé, el dios hebreo y cristiano. Y también es Baal, el dios cornudo de los cananeos, llamado cernunos por los celtas. Así pues, conoced su verdadero nombre, Jah-Bul-On.

Las palabras resonaron amplificadas por el eco hasta penetrar en mi alma.

Jah-Bul-On.

Grey me tocó el brazo, indicándome que le siguiera. Continuamos por el pasillo de los balcones hasta llegar al final de este, que terminaba en un balcón de cortinas descorridas. Nos agachamos y nos acercamos al balcón. Asomamos las cabezas con mucho cuidado de no hacer ruido y lo que vi me dejó literalmente helado.

El balcón daba a una gran sala cuadrada, de suelo con baldosas negras y blancas, como un gran tablero de ajedrez. En las paredes había una gran cantidad de frescos pintados que reflejaban diferentes escenas de medicina: una autopsia, una curación… Había cuatro palcos en la sala, uno en cada pared. Todos ellos estaban vacíos, a excepción del que teníamos enfrente, que, aparte de encontrarse tras una larga mesa, lo ocupaban unos individuos de negro, con largas bandas doradas y medallas en sus torsos.

Cuando me dispuse a reconocerlos, mi corazón dio un vuelco, al igual que el de Carter.

Era el mismísimo Sir Charles Warren quien presidía el palco, como en un juicio. Parecía estar más cargado de medallas y bandas que los demás, los cuales le trataban como si fuera en realidad un ser supremo. A su lado, sin las bandas ni el traje, estaban sentados Sir Howard Livesey y el jefe James Monro. Al otro lado de Sir Charles, se encontraba Robert Anderson y al lado de este, James K. Stephem. El resto de asientos los ocupaban diversos personajes que, aunque yo sabía que eran miembros de la alta sociedad, no conocía sus nombres.

—Que entre el caballero de Oriente —exigió Sir Charles a uno de los cuatro varones que estaban de pie empuñando espadas como la del guardia de la puerta.

Un hombre se dirigió a una puerta de dos hojas cercanas, se cuadró y la abrió.

Un personaje de pasos enérgicos, al que yo conocía muy bien, entró en la sala, se colocó en el centro y dirigió una mirada de desafío a los ocupantes del palco.

Sir William Whithey Gull estaba allí, vestido de negro y con las mismas bandas y medallas que los demás.

¿Qué coño significaba todo aquello?