59

(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Unos estridentes ruidos sacudieron la puerta de mi apartamento. Por el sobresalto sufrido, me caí de la cama, aterrizando de forma grotesca en el frío y duro suelo de madera. Los golpes remitieron. Miré el reloj de mi mesilla. Eran las doce y media de la mañana.

Me puse una bata a toda prisa y salí al recibidor. En la puerta estaba el agente Mason. Movía su gorra entre los dedos, nervioso.

—¿Qué coño ocurre, Mason? —pregunté autoritario, molesto por aquel repentino despertar.

—El sargento Carnahan me envía, inspector —repuso el agente.

Me encogí de hombros mientras contestaba.

—¡Mason, por dios! —bramé un tanto molesto por el tratamiento—. ¡Ya no soy inspector…! —Comenzaba a estar harto de que, aun cesado y expulsado del cuerpo de Policía, la gente siguiese refiriéndose a mí como inspector Abberline.

—Es urgente, señor —por el tono empleado, parecía que el agente quería explicarme algo serio.

—¿Qué ocurre, Mason? —inquirí ansioso.

—Han matado a otra mujer, señor —respondió pesaroso.

«Dios, no», pensé, primero conmocionado, luego aterrado, temiendo descubrir quién era…

Dorset Street ardía en curiosos y desocupados peatones, que con insaciable y anhelante morbo se agolpaban ante el pasadizo de Miller’s Court. El coche de Lancaster traqueteaba por la calle empedrada, pillando algún bache de vez en cuando.

Jamás había rezado como en ese momento lo hacía, pues a esas alturas sospechaba que algo malo les había ocurrido a las dos chicas de Nathan Grey. Tal vez fuese un pensamiento egoísta para con Mary, la amiga de Natalie, pero imploraba profusamente al Altísimo para que la asesinada fuese ella.

El coche se detuvo, y uno de los agentes que acordonaban el pasadizo me abrió la puerta educadamente. Bajé de un salto y, apartando a los pegajosos curiosos y periodistas, penetré en el patio. El sargento Carnahan y el doctor Phillips estaban ya allí, acompañados del subinspector Chandler y del agente especial Carter. Los cuatro se asemejaban a un siniestro grupo de preocupados enterradores. Ninguno mostraba precisamente signos externos de alegría, sino más bien de profundo estupor, de tristeza, de abatimiento por aquella depravación sanguinolenta.

—La quinta víctima, Mary Kelly —me anunció el forense. Nunca podré pagarle por sus rápidos reflejos.

Un repentino alivio se apoderó de mi interior. Noté entonces que tenía la espalda empapada de un sudor frío. Carter arrugó la nariz antes de ponerme al corriente de la situación, de los detalles.

—La puerta de la casa está cerrada con llave y no podemos pasar —apuntaba con la cabeza—. Estamos esperando a que el inspector Arnold vuelva de telegrafiar a Scotland Yard y traiga las oportunas órdenes de Sir Charles —concluyó.

—He mandado avisar a un forense del Departamento de Investigación Criminal para que me ayude —me informó Phillips—. Puede que esta vez sí que necesite ayuda.

—¿A qué se refiere? —pregunté.

El sargento sacó su petaca y bebió grandes tragos de su contenido.

—Mírelo usted mismo —repuso, pasándose la lengua por las gotas de alcohol que tenía en el labio inferior.

El suboficial me indicó que mirase por la ventana. Ya me había percatado en su momento del cristal roto, pero no le había dicho nada a Natalie acerca de ello. Me acerqué a la ventana, retiré la andrajosa cortina y un hedor nauseabundo se coló en mis fosas nasales.

Juro que jamás vi cosa tan espantosa como aquella. Me aparté de la ventana y volví junto al doctor, el sargento y Carter.

—Horrible de cojones… ¿Verdad? —comentó Carnahan.

Asentí con la cabeza. Noté que me flojeaban las piernas. Un silencio sepulcral se coló entre nosotros.

—¿Por qué no tiran la puerta abajo y entramos? —pregunté al cabo de un rato.

—Porque esperamos a que Sir Charles Warren traiga a sus sabuesos —repuso el agente especial Carter.

En otras circunstancias, aquello me habría hecho hasta gracia. En ese preciso momento, el inspector Arnold entró en Miller’s Court y nos saludó con cara de circunstancias.

—¿Qué noticias hay de Scotland Yard, Tom? —pregunté ansioso al recién llegado.

El aludido torció el gesto en una extraña mueca.

—¡Joder! —exclamó. Después escupió al suelo—. Os aseguro que aquello es un puto gallinero… ¿Sabéis la nueva? Sir Charles Warren ha dimitido.

Puse los ojos como platos. Aquello no me lo esperaba.

—¿Qué…? —repliqué incrédulo.

—Lo que oyes, Fred. Ha sido esta mañana. Creo que el inspector jefe Monro le sustituirá… ¡Ah! Y otra cosa más. A Swanson le han obligado a dejar el Departamento de Investigación Criminal y le han enviado a Cleveland Street. El departamento está ahora en manos del jefe Anderson —explicó Arnold. Se encogió de hombros.

«¡Joder! Esto es demasiado», cavilé furioso.

Me encaré con Carter.

—¿Usted sabía todo esto? —pregunté incisivo.

—No, Abberline, claro que no lo sabía. Todo esto es nuevo para mí —dijo el agente especial con gravedad.

Bueno, calculé enseguida que, al fin y al cabo, el viejo Donald estaría mejor como inspector en Cleveland Street que como inspector jefe del departamento.

—¿Quién encontró a la mujer? —quise saber.

—Fue un viejo soldado jubilado llamado Thomas Bowyer, apodado Indian Harry, que trabaja para el señor McCarthy, propietario de la tienda de al lado y de la habitación —informó el sargento—. Les están tomando declaración a los dos —precisó.

En efecto, el agente Barrett hablaba con dos tipos en un rincón del patio. Uno de ellos era obeso y calvo, de aspecto rudo. Supuse que se trataba de McCarthy. El otro, un hombre maduro, de anchas espaldas y regio porte, pero que ahora temblaba como un animal enfermo, debía de ser Indian Harry.

La áspera voz del inspector Arnold me sacó de mi ensimismamiento.

—¿Quién se ofrece a abrir esta puta puerta? —inquirió cabreado—. ¡Queremos que los doctores entren hoy! —gritó.

Presuroso, McCarthy se ofreció para hacerlo, ayudado de un pesado pico que guardaba en su tienda. Nos arremolinamos a su alrededor, mientras el hombre arremetía contra la cerradura con la pesada herramienta de peón, hasta que la hizo saltar. La puerta se abrió con un chasquido y todos entramos dentro.

El ambiente era nauseabundo. El sargento Carnahan profirió una arcada y salió corriendo del lugar, para vomitar fuera con ruidosa fuerza. El doctor Phillips, Carter y yo nos cubrimos la nariz con sendos pañuelos. Había que echarle mucho valor para entrar allí. Aquello era para estómagos blindados.

Las paredes aparecían cubiertas de sangre, al igual que la cama donde reposaba el horriblemente mutilado cadáver. El rostro, desfigurado por salvajes cortes, nos observaba desde su sangriento lecho como si quisiera darnos la bienvenida. ¿Qué demente podía haber causado aquella espantosa carnicería? Por lo demás, un calor sofocante reinaba en la habitación.

Aquel espectáculo era terrible, lo nunca presenciado por todos los presentes.

Me fijé en la chimenea apagada, llena hasta los topes de cenicientos restos de combustible. Pendiendo por encima de la chimenea había una tetera cuyo fondo se encontraba fundido.

—Bueno, doctor Phillips, ¿cuándo llegará ese forense amigo suyo? —quiso saber Arnold.

—Estoy aquí —anunció una voz ronca tras el susodicho inspector—. Tho… Thomas Bond, forense —farfulló el recién llegado. Se presentó un hombre bajo con aspecto facultativo, que saludó al doctor al entrar. Estaba pálido y temblaba como una hoja de papel dejada al viento.

El agente especial tomó la dura decisión.

—Muy bien, ya que no falta nadie, denla por muerta y acabemos de una vez —señaló con gravedad.

—Eso es más que evidente, agente Carter —respondió muy serio el doctor Phillips—. Bond, examínela in situ y que la trasladen al depósito enseguida. Les esperaré allí… ¡No se le ocurra dejar que el señor Mann la toque, Bond!

Bagster Phillips se dirigió a mí en voz baja.

—Voy a ver a Donald, para saber cómo está. Luego nos veremos en la comisaría.

El galeno abandonó la habitación, mientras el doctor Bond examinaba el cadáver en alto y dictaba los detalles al inspector Arnold.

Algo brillante en la muñeca del cadáver me hizo mirar el cuerpo de la muchacha pavorosamente mutilada. Mientras, Bond seguía hablando en tono neutro, muy profesional.

—… El cuerpo está en una posición céntrica en el lecho, con los hombros planos. La cabeza está girada hacia la izquierda y…

Lo que brillaba estaba manchado de sangre… Y nadie parecía haberla visto, excepto yo.

—Dios… No —musité aterrado. Creí que iba a caer desfallecido allí mismo.

Pero allí estaba, pendiendo de la muñeca del cadáver. Era la pulsera de Natalie. La que yo le había regalado.

—No, por favor —susurré sin fuerzas para seguir.

Era ella. No era Mary, era Natalie…

Los minutos transcurrieron interminables. No podía hablar, no podía moverme. Me sentía paralizado. Me encontraba ausente de todo. Carter musitó algo a mi oído, pero no pude contestarle.

El doctor Bond acabó de examinar el cuerpo y me indicó que podía observarlo yo, si quería. Todos se marcharon.

Me arrodillé ante el cuerpo e intenté reconocer, en la faz desfigurada y sangrienta del cadáver, el rostro de mi pobre Natalie. No había nada en esa masa ósea y sanguinolenta que revelase los hermosos rasgos que antaño había tenido aquella muchacha que me había devuelto la alegría de vivir.

Con manos temblorosas, desprendí la pulsera manchada de sangre de su muñeca fría y me la guardé. Era suya; era mía; era nuestra…

Luché por contener las lágrimas. Salí de la habitación como un sonámbulo hacia el frescor de la mugrienta calle. El sargento seguía vomitando. Su recio rostro aparecía descompuesto.

Dios. Era ella. Era Natalie… Aquel bastardo había matado a Natalie.

No salí de mi casa en días. Me limité a permanecer exánime en mi cama y no comí. A veces me incorporaba para observar el ir y venir de la gente por las calles mojadas desde la ventana de mi habitación, mientras gruesos goterones repiqueteaban monótonamente contra el vidrio.

El sargento Carnahan vino a verme al día siguiente. El buen hombre había supuesto que me ocurría algo, y así era, en efecto. Una mitad de mi alma había muerto aquel maldito 9 de noviembre, cuando entré en la habitación y vi el cuerpo desfigurado de Natalie.

Nadie más que yo sabía que la verdadera asesinada era Natalie. Como la habitación la había alquilado Mary hacía años, todos pensaban que el cadáver desfigurado era de ella, de Mary Nelly; además, yo no hice nada para sacarlos de su error.

No me atrevía a ir a ver a Nathan Grey, ni acercarme a East End. Ni siquiera tenía valor para salir a la calle. No tenía fuerzas para vivir…

Terminé por confesarme al sargento Carnahan, lo que me fue de gran ayuda.

—Bueno… Lo siento mucho, inspector… —dijo con voz queda—. ¿Va a decir quién es la chica asesinada entonces? Me refiero a que, si no es Kelly, habrá que decir quién es… ¿No le parece?

Levanté mi ojeroso rostro.

—No —contesté con un susurro—. Si Kelly está viva, habrá huido con Grey hacia Irlanda y no les interesa que el que los persigue sepa que está viva… No, sargento —elevé algo el tono—. Es mejor dejarlo así.

El me miró con lástima.

—Entonces, todo ha acabado —expresó. Luego soltó un suspiro.

Me acerqué a un mueble de mi salón y saqué una botella de ginebra y dos vasos. Los llené con generosidad y le ofrecí uno al suboficial del cuerpo de Policía.

—Sí. Me temo que todo ha acabado, sargento —admití con profunda tristeza.

Ambos apuramos en silencio el vaso de ginebra, hasta la última gota. Afuera seguía lloviendo…

Como Natalie Marvin había sido asesinada fuera de la jurisdicción de Baxter, el juez de primera instancia McDonald presidió la investigación abierta. Esa misma tarde citó a los testigos del crimen que había horrorizado a la ya de por sí muy sensibilizada opinión pública. Entre ellos figuraron Indian Harry, McCarthy, la supuesta pareja de Kelly —Joe Barnett—, María Harvey y también dos vecinas de Mary, una tal señora Elizabeth Parter y la señora Cox.

Ninguno de los testigos explicó nada digno de mención en este relato, a excepción hecha de Indian Harry, quien aseguró haber visto a Mary en compañía de un hombre joven, con bigote y unos ojos peculiares. Este llevaba unos puños de camisa y un cuello extremadamente largos y blancos.

Todo el mundo seguía pensando que la asesinada era Mary Kelly. Y yo deseaba que fuese así. Se lo debía a Grey y a las demás chicas, por no haber hecho nada por ayudarlas. Se lo debía a mi querida Natalie…

Volví a casa por la noche y me sumí en mi letargo, solo profanado por las imágenes de cuando Natalie y yo paseábamos juntos por Hyde Park, entre los árboles, felices, viviendo en nuestro mundo.