(NATALIE MARVIN)
Llegué a casa por la mañana a la hora de comer y volví a pillar a María Harvey y a Mary besándose con pasión en la cama, y no solo en los labios precisamente… Aquello, cada vez más frecuente, al igual que las borracheras de Mary, empezaba a molestarme.
María Harvey se excusó diciendo que había venido a dejar unas ropas a Mary para que las guardase y se marchó tan campante. Se pensaba que yo era tonta…
Comí en silencio y me marché asqueada de la habitación. Cuando salía, me tropecé en la puerta con Lizie Albrook, una de las chicas del barrio, a la que conocía. Pensé en si venía a comerse a Mary o no, pero al final lo dejé estar y me marché al trabajo. Y para colmo, Nathan, al igual que la llave de la casa, había desaparecido.
El viejo Grey hacía días que no daba señales de vida. Pregunté a Fred, quien solo me respondió que últimamente varios políticos y algunos jefes de las bandas más conocidas de West End estaban apareciendo muertos. Parecía ser que el viejo Grey se estaba empleando a fondo antes huir de Londres con nosotras.
Mientras, yo no daba abasto con los gastos de Mary y los míos, además de los de la casa —la cual temía que nos fuese retirada, y es que ya no contábamos con la mitad del capital de Joe Barnett para el alquiler—. Cada vez veía menos a Fred, debido a mi trabajo, lo cual también me enfadaba.
Mary tenía peor aspecto con el paso de los días. Su rostro, atractivo antes de empezar todo esto, era cada vez más cadavérico y ojeroso. Y yo no hacía nada por evitarlo; pensaba, en mi incredulidad, que mi amiga recuperaría el color y las ganas de vivir cuando escapásemos de aquella mierda. Pero eso estaba muy lejos…
Llegué tarde a casa aquella noche. Mary aún no había vuelto. Antes de irse, me comentó que se acercaría al Ringer a tomarse una copa con una amiga suya, Julia, y también con Joe Barnett, con quien, a mi pesar, se había reconciliado.
Cené sola algunos restos de la comida y luego me dediqué a amontonar la ropa de María Harvey al lado de la chimenea, para que no molestase.
Al cabo de un rato Mary llegó a casa, borracha y tambaleándose. Aquello me hizo estallar.
—¡Mary, estoy harta! —estallé colérica a más no poder—. ¡Te pasas el día emborrachándote! ¡No ganas ni un puto penique, y estoy hasta los cojones de tener que trabajar yo sola para mantenerte! —añadí, elevando la voz hasta hacerme daño en la garganta.
—¡No me… grites, Natalie! ¡No tienes… derecho! —balbució ella—. ¡Solo estoy divirtiéndome un poco! ¿Es que no lo ves? —me preguntó con ojos erráticos—. ¡Nathan nos ha abandonado! ¡Tu amiguito el poli también lo ha hecho! ¡Solo podemos esperar… a que nos maten a nosotras también! ¡Diviértete, Natalie! ¡Hazlo mientras… puedas!
Rió amargamente y se dejó caer en la cama, rendida.
Suspiré resignada y la ayudé a desvestirse y a meterse en la cama, esperando hablar con ella cuando estuviese lúcida. En ese momento, Mary me miró extrañamente mientras se ponía su camisón blanco.
—Natalie, los hombres son unos cabrones… Nos pegan, nos maltratan… Solo podemos confiar en nosotras, proporcionarnos amor entre nosotras… ¿Me entiendes? —susurró.
Se acercó a mí y me rodeó con sus brazos. Acercó su rostro y me besó apasionadamente en la boca, mientras sus manos intentaban desabrocharme el corpiño para acariciar mis pechos. La empujé y cayó encima de la cama, como un fardo. Me limpié la boca con asco y furia. Las lágrimas afloraron en mis ojos.
—¡Eres… eres una cerda, Mary! —mascullé, al sentir cada vez más repugnancia—. ¡Déjame en paz! —grité, fuera de mí. Fui hacia la puerta, la abrí, salí muy deprimida de la habitación y dejé a Mary ahí sola.
Anduve errante por Whitechapel, furiosa conmigo misma y con Mary. En aquellos momentos la odiaba. No pretendía luchar por su vida, sino, muy al contrario, se emborrachaba y pretendía ignorar lo que ocurría.
Deambulé con el estómago algo revuelto por las sucias calles, entre los borrachos, prostitutas, vagabundos, niños y enfermos… Anduve sin rumbo fijo hasta más de las dos de la madrugada, cuando decidí meterme en el Ten Bells a tomar una copa que me reconfortara algo aquella sensación nauseabunda. Fue entonces cuando alguien me tocó por detrás.
—Natalie…
Me di la vuelta. Era Fred. Sonreí y me eché a sus brazos.
—¿Qué haces aquí? —quise saber.
—Fui a buscarte a Miller’s Court, pero allí no había nadie. Me pasé por el Ringer y me dijeron que solías venir aquí.
—Vaya —le hice un mohín—, eres todo un sabueso.
Nos besamos con dulzura. Después le conté todo lo referente a Mary, sin obviar nada. No sé si fue para disculparse por no haber venido a verme en toda la semana o porque sí, pero el caso es que Fred me dio un estuche negro. Lo abrí con emoción. Dentro estaba la pulsera más hermosa que jamás habían contemplado mis abiertos ojos. Me eché a sus brazos en señal de agradecimiento y me la puse con manos temblorosas. Al cabo de un rato, fuimos a Miller’s Court e hicimos el amor en la habitación con más pasión si cabe. Después Fred se marchó y me prometió que volvería a verme al día siguiente. Dejé la maravillosa pulsera en la mesilla y me acosté dichosa. Un poco más tarde, logré conciliar el sueño.
—Crow, estoy listo —declaró, tras encasquetarse el sombrero de copa y coger su maletín.
El aludido hizo descender la escalerilla metálica del coche y su señor ascendió por ella hasta meterse en el vehículo.
—Es el fin de nuestra epopeya, Crow… Hoy ascenderemos hasta el cielo —murmuró su señor.
Ichabod Crow bebió un buen trago de su petaca, mientras su señor se acomodaba en el interior del vehículo.
«Que así sea», pensó con lúgubre determinación.
Tiró de las riendas y los caballos empezaron a moverse. Poco después llegaron a Miller’s Court, donde su señor se apeó del coche y penetró en el patio. Crow lo miró antes de irse y se preparó para montar una paciente guardia.
Anduvo con paso firme y se plantó frente a la puerta del número 13. Respiró hondo y sacó la llave de su bolsillo. Introdujo el pequeño objeto de metal y lo hizo girar. El cerrojo se descorrió con un agudo chasquido metálico. Penetró en la oscura habitación y cerró tras de sí la puerta con suavidad.
Oía la respiración acompasada de la chica en la cama. Se acercó a ella y sacó el bisturí de Liston del maletín. El objeto brilló siniestro, letal, a la casi consumida luz de las brasas. La mujer se revolvió en la cama. Este era el momento. La última víctima.
Aquella noche haría nacer una nueva era. Ascendería al cielo. Estaría al lado de los grandes maestros. Al lado de Jah-Bul-On.
Sin embargo, la chica se inquietó de repente. Parecía tener un sexto sentido. Algo pasaba. Sentía una presencia extraña en la habitación. Se incorporó y se frotó los ojos con pereza.
El se quedó clavado en el suelo, aunque reaccionó deprisa. Se tiró encima de la muchacha, tapándole la cara con las sábanas. Ella se debatió angustiada y gritó fuerte:
—¡Asesino! ¡Socorro!
El tipo retiró la sábana. Empuñó con locura asesina el bisturí y, de un potente tajo, le cortó la garganta, manchando la pared de una sangre que manó a chorros por el cuello cortado. La chica siguió moviéndose durante unos segundos, pero finalmente dejó de respirar.
El estaba sudando. Notaba su espalda y su frente perlada de sudor. Sin embargo, tenía frío. Observó a la chica que acababa de degollar y sintió pena por ella. Le acarició el pelo y contempló el parecido que tenía con su esposa. Eran casi iguales.
—Siempre te quise más que a las otras… —murmuró entre dientes—. Porque te parecías a mi mujer —declaró solemne.
Cogió una caja de cerillas de la mesilla y prendió la vela que había en ella. La luz inundó la miserable habitación. Dejó el maletín, el abrigo y el sombrero encima de la mesa. Se agachó junto a la lumbre medio apagada y observó la tetera que pendía sobre ella. Echó más palos al fuego, junto con dos cerillas, pero aquello no prendía. Se mascaba cierta humedad. Observó la habitación y descubrió un montón de ropa apilada a lado de la lumbre. Cogió un gorro de niño y lo echó al fuego, seguido de una camisa y unos pantalones de hombre.
Sintió el calor de la chimenea, pero aún tenía frío. Se acercó de nuevo a la cama y empuñó con decisión el bisturí. Rajó el camisón de la muchacha y se deleitó viéndola, al igual que había hecho meses antes, cuando la pintaba y drogaba en su estudio.
Hundió el bisturí en su vientre y lo abrió hacia arriba, hasta el esternón. Con el bisturí y las manos, arrancó pedazos de intestino y los depositó en la mesilla, junto a la vela. Después introdujo sus manos en el cuerpo vacío de la chica y, ayudado por el bisturí, saco el útero. Lo contempló fascinado a la luz de las velas.
—No… Esta vez no te robaré —aseguró en voz muy baja.
Cogió el útero con la mano izquierda, mientras que con la derecha asía los cabellos de la joven, y le levantó la cabeza; dejó el útero debajo de ella.
Con la manga izquierda se limpió el sudor de la empapada frente. Seguía teniendo frío. Se acercó al montón de ropa, escogió otra prenda y la metió en la chimenea. Volvió a su tarea.
Introdujo las manos en el abdomen de la mujer y extrajo el hígado con sumo cuidado. Después de mirarlo detenidamente, lo colocó a los pies de su nueva víctima.
Empleando con suma pericia el bisturí, le cortó el pecho y, apartando las costillas y empleando todas sus fuerzas, arrancó el corazón de la chica. Lo cogió con ambas manos y lo miró con especial deleitación. Lo dejó en la mesilla, junto a los intestinos. Había terminado.
Tomó asiento en una silla y observó extasiado la macabra obra, que era capaz de intimidar al hombre más curtido. No sabía por qué, pero aquel cuerpo abierto le excitaba en demasía. La erección parecía ir en serio. Se metió la mano en la bragueta del pantalón y se masturbó con cuidado, mirando el cuerpo que acababa de destripar. Sintió un placer enorme cuando terminó de eyacular sobre aquella desgraciada. Cogió una de las prendas del suelo y se limpió con ella. Después arrojó la prenda al suelo y se puso en pie. Colocó el cadáver de la chica con las palmas abiertas y los brazos extendidos y separó sus piernas. Ya estaba.
La estrella.
Se dio la vuelta, metió el bisturí en el maletín y se preparó para el sublime instante tan esperado… Elevó las manos al cielo y esperó a que los grandes maestros bajasen a por él, pero nada sucedió.
Una áspera risa femenina le hizo volverse. Asustado, se dio la vuelta y miró a la chica. Se reía de él.
—¡Eres estúpido, estúpido! —bramó ella—. ¡No ascenderás al cielo! —añadió con acidez, riéndose de forma estentórea.
Empuñó el bisturí con furia y corrió hacia la muchacha. Cogió uno de sus pechos con rabia y lo cortó limpiamente. Pero ella seguía jactándose. Tiró el pecho a sus pies e hizo lo mismo con el otro pecho, que depositó en la mesilla. La chica continuó con sus insoportables explosiones de hilaridad.
Se sintió alucinado.
—¡Eres una puta! —exclamó, encendido de odio—. ¡Eres una zorra! ¡Subiré al cielo y te castigaré! ¿Me oyes?
Nadie contestó.
Cogió el bisturí y rajó sus mejillas, inscribiendo un triángulo. Después levantó toda la piel de la cara de la muchacha, hasta llegar a los huesos faciales. Le amputó la nariz y los labios. Rajó las pestañas. La chica paró de reírse.
Se sentó en la silla, jadeando por el esfuerzo y limpiándose el sudor. Como tenía más frío, echó otra prenda al fuego. Se incorporó y miró el pecho que yacía en la mesilla. Lo cogió y lo colocó en la nuca de la chica, junto al útero.
Empuñó otra vez el bisturí y flexionó la pierna derecha. Siguiendo su particular orgía de sangre, rajó todo el músculo hasta llegar a la rodilla y extrajo la carne, hasta que vio el fémur. Dejó la carne de la pierna en la mesilla, junto a los intestinos y el corazón. Extirpó los riñones.
Miró la puerta de la habitación, por si alguien venía, pero pensó que Crow se encargaría de él, así que no se preocupó. En ese momento se le ocurrieron varias ideas tétricas. Colocó la cabeza de la chica de forma que mirara directamente a la puerta.
—Así los recibirás a todos cuando vengan a verte y yo esté en el cielo —dijo en tono triunfal.
Cogió el corazón y lo observó con detenimiento bajo la tenue luz de la lumbre.
—¿Sabes…? —preguntó con voz queda—. Hubo una vez tres traidores que mataron a un gran maestro en la antigüedad; tres traidores a los que cortaron los órganos reproductores, les sacaron las entrañas y luego se las colgaron por encima del hombro derecho. Les sacaron el corazón, para después quemarlo y esparcir sus cenizas por venganza… Te honraré con ello. Mañana, todo Londres tendrá un pedacito tuyo.
Llevó el corazón hasta la tetera que pendía encima de las llamas y lo introdujo dentro. Avivó el fuego con otra prenda. Ya solo quedaba un raído abrigo, pero no haría falta. El fuego ardía con fuerza, iluminando toda la habitación.
Vio como de la tetera salía un líquido rojizo y espumoso. Por el pitorro comenzó a salir vapor. El corazón se estaba licuando. Comenzaba a hervir… Un fogonazo repentino le advirtió que el órgano había estallado. Se protegió los ojos con las manos y miró a través de sus dedos. El fondo de la tetera se fundió y el corazón cayó al fuego, entre las brasas, negro como el carbón y disminuido de tamaño. Lo pinchó con el bisturí y lo guardó en su pañuelo.
Ahora sí había terminado.
Apagó la vela, que ya se había convertido en un charco de cera, pero dejó que el fuego se extinguiese solo. Guardó el bisturí en el maletín y se puso el abrigo y el sombrero.
Se dirigió a la húmeda calle, al frescor nocturno de la gigantesca capital del Imperio británico. Ya no tenía frío.
Cerró la puerta con llave y salió de Miller’s Court. No obstante, algo había ido mal. No había subido al cielo. Comenzó a marearse y a ahogarse. Notaba convulsiones. Se apoyó en la pared del pasadizo y anduvo tambaleante hasta el vehículo de tracción animal. Su cochero bajó rápido de un salto y le ayudó a montar.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó preocupado.
—No me encuentro bien, Crow —dijo con voz apagada—. Algo ha ido mal. No he subido al cielo… —musitó, compungido.
Ichabod Crow subió al coche y empuñó resuelto las riendas. Fustigó a los caballos y los hizo partir a toda prisa, en dirección a West End, en un galope regular.
Si el doctor no atendía a su señor a tiempo, este moriría sin remedio. Por eso arreó a los caballos una vez más.
En el interior del coche, y en un último esfuerzo antes de desmayarse, su señor sacó las cenizas compactas del corazón de la chica de su pañuelo y las desmenuzó en sus trémulas manos. Después, el asesino en serie de fulanas las sacó por la ventanilla del coche y las soltó, esparciéndolas por las mojadas y embarradas calles de Londres.