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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Me desperté bruscamente. Natalie me zarandeaba con fuerza.

—¡Levanta, Fred! —Me movió, mientras se ajustaba las cintas de su corpiño blanco.

—¿Qué pasa? —pregunté soñoliento.

—¡Nathan y Mary estarán a punto de llegar! —me avisó, poniéndose una falda—. ¡Vístete, rápido!

Miré hacia la ventana. Aún no había amanecido. Tras la intensidad amorosa de antes, encontré mi pene laxo.

Me levanté con torpeza y retiré mi ropa de la silla, donde la había tirado de mala manera la noche anterior. Me puse los pantalones mientras me recreaba con lascivia mirando las delicadas y sensuales formas de Natalie, sus turgentes senos, sus prietos muslos, su trasero respingón… Ella me descubrió y preguntó:

—¿Qué miras? —inquirió con picardía femenina—. No me mires así, Fred… Ya sé que tengo demasiado culo.

Levanté las cejas.

—¿Qué dices…? Tienes un culo perfecto.

Me levanté y la besé con ternura. Me sonrió dichosa y me respondió con otro beso. De repente, Natalie pareció recordar que tenía prisa, así que me urgió a ponerme el resto de la ropa.

Salimos de la casa, que Natalie cerró con una llave antes de abandonar Miller’s Court y la escondió debajo del desvencijado felpudo. En la calle, antes de mirar si venía alguien, nos dimos un beso furtivo y nos marchamos en direcciones opuestas.

Pedí un coche y regresé satisfecho a mi apartamento de Whitehall. Una vez allí, me senté en un sillón y dormí hasta bien entrada la tarde. Tuve un sueño muy extraño.

Catherine Eddows yacía en el suelo, destripada y en medio de un mar de sangre y vísceras. Una estrella de cinco puntas brillaba en el suelo, debajo de ella. Un hombre de negro, arrodillado, enarbolaba un largo cuchillo con el que desfiguraba su rostro. Varios tipos rodeaban la escena, yo entre ellos.

A mi lado estaban Sir Charles Warren y el agente especial Carter. También distinguí al sargento Carnahan y al doctor Phillips. Allí se encontraban el jefe Swanson y Sir William Gull. Después vi a Nathan Grey, James K. Stephem y a Sir Howard Livesey, así como al fallecido periodista Michael Curtis, a Natalie y a Mary. Pude apreciar a Annie Crook con su hija en brazos. También estaban presentes las demás fallecidas, ensangrentadas y pálidas, como las habían descubierto; Annie Chapman, Polly Nicholls, Elizabeth Stride y Martha Tabram. Nadie me miraba, excepto el fallecido Curtis, que, con el torso chorreando sangre por el balazo recibido el día de su muerte, me señalaba y repetía:

—El cuervo y el demente… Los juwes

Miré a Annie Crook, que también me observaba. Tenía el espantoso agujero de bala en la frente y repetía, al igual que Curtis:

—El cuervo y el demente… Los juwes

De repente, el hombre de negro se levantó y pude ver su rostro, que me hizo soltar un alarido. En realidad, debo decir que me espantaron sus rostros, ya que eran tres. El que tenía de frente era como el de una especie de ciervo enorme, con grandes ojos rojos y cuernos alargados; el de la derecha era el rostro de un hombre viejo y barbudo, y el último, el de un hombre joven y alto, con una perilla alargada y tiesa. Los ojos de las tres caras eran blancos, sin pupilas ni iris. Los tres rostros irradiaban a la vez temor y grandiosidad, respeto y pavor.

—El cuervo y el demente… Los juwes

Me desperté de un salto temblando y encharcado de un incómodo sudor. En la calle llovía y, probablemente, un trueno me había despertado a deshora.

Analicé con calma mi sueño, como el doctor Phillips me había aconsejado, pero no logré sacar nada en claro. ¿Qué era lo que Curtis y Annie Crook intentaban decirme? Hubiera jurado que se trataba de la última frase del periodista antes de morir. Era algo de un cuervo y un demente. Y una palabra extraña: juwes. Juwes… ¿Dónde diablos había oído yo aquella palabra? «Los juwes…, los juwes son personas… ¡A las que nadie echará la culpa de nada!», cavilé profundamente ensimismado. Corrí como un loco hacia el cajón del escritorio donde guardaba mi informe sobre el caso y las notas que había ido recogiendo el sargento Carnahan. ¡Sí, allí estaba! El pequeño cuadernillo de mi fiel subalterno. Pasé las hojas furiosamente y por fin lo hallé.

El mensaje…

The Juwes

are the

raen

who

will not

be blamed

for this

for nothing.

¡Los juwes son personas a las que nadie echará la culpa de nada!

Los juwes… Michael Curtis había intentado decirme algo relacionado con el Destripador y su mensaje. Ahora solo me faltaba saber qué diablos significaban aquellas palabras; quién o qué era el cuervo; quién o qué era el demente y, sobre todo, quién o qué eran los juwes

Pasaron los días y ninguna novedad atrajo mi atención hasta el 23 de octubre, cuando los sucesos acaecidos me obligaron a levantarme de mi reposo aburrido y a volver a ponerme en acción, a expensas de lo que dijesen Sir Charles Warren o tal vez el jefe Swanson.

Alguien aporreó mi puerta con nervio.

Malhumorado por aquel inoportuno asalto a mi intimidad. Me levanté del sillón y abrí la puerta. En el umbral estaban Carter, el doctor Phillips y el sargento Carnahan.

Les dejé pasar y ellos se acomodaron enseguida en los sillones de mi salón. Pude observar que el forense traía consigo su maletín.

—¿Qué ocurre? —pregunté inquieto.

—Hemos recibido algo muy interesante esta mañana y queríamos saber su opinión, inspector —explicó el agente.

—¿Qué es?

El doctor abrió su maletín.

—El señor Lusk, del Comité de Vigilancia de Whitechapel, lo recibió hace unos días… —explicó con voz grave—. El 16 de este mes. Lo llevó al London Hospital a que lo viese el doctor Opensaw, quien nos lo ha enviado esta mañana con esta nota.

Phillips colocó un recipiente semejante a un tarro de cristal encima de la mesa de mi escritorio. Dentro flotaba medio riñón humano en un líquido amarillento.

Carter me alcanzó la nota.

Estimado señor Lusk: Le hembío la mita del riñón que me yebé de una muger. Es un regalo pa usté. El otro trozo lo e freío y me lo e comió, estava muy vueno. Puede que le embíe el cuchiyo ensangrentao con el que se lo saqué si espera un poco más.

Firmado: Atrápeme si puede, señor Lusk.

Jack el Destripador

—Parece escrita por un gilipollas —declaré después de una segunda lectura.

—Se burla de nosotros y de Lusk… —opinó Carter, mientras arqueaba las cejas—. Recuerde que decimos que está loco… —concluyó un tanto irónico.

—¿Y no es así? —inquirí algo extrañado.

—Por lo menos, él no lo cree así —respondió el agente.

Bagster Phillips señaló el recipiente de cristal.

—El riñón pertenece a Catherine Eddows —me informó en tono neutro, muy profesional—. El doctor Brown y yo lo comprobamos ayer.

—Y eso no es lo peor, inspector —el sargento sacó de su bolsillo un fajo de papeles y los esparció por mi mesa—. Mire… —me indicó con la mano—. Desde que salió en los periódicos, nos llueven cartas como estas. Vea: «Le dije que era Jack el Destripador y me quité el sombrero». O esta otra: «Esta vez les cortaré las tetas a esas zorras asquerosas». O esta misma: «Preparaos, astutos polizontes». Las cartas le llueven al Star y a la Agencia Central de Prensa, así como a Sir Charles Warren y a la comisaría… El otro día detuvieron a una mujer en Bradford que escribía las mismas misivas —añadió hastiado.

—Dios, sargento…, ¿es que toda Inglaterra se ha vuelto loca? —pregunté, torciendo el gesto a continuación.

—Así parece ser —declaró el doctor Phillips, aunque luego se encogió de hombros.