(NATALIE MARVIN)
Retomo la narración, pues a Fred se le hace angustioso contar todo esto. Charlamos toda la tarde, paseando entre la gente y contándonos nuestras respectivas vidas. Yo creía que aquel tipo era un sujeto acomodado, alejado de la vida miserable de East End, sumergido en la misma burbuja en la que estaban todos los habitantes de Londres, los que pretendían ignorar la precaria situación en la que nos encontrábamos en aquella parte de la ciudad. Pero no. El inspector era distinto. Entre otras cuestiones, era muy consciente de la brutal explotación a la que se sometía a la población infantil. Me confirmó que odiaba East End. Sus calles —al igual que a mí— le deprimían y apenaban. Observaba la vida miserable de la gente. Contemplaba a diario el horror de nuestras almas condenadas a una vida terrible y no podía hacer nada por evitarlo, como ya me había dicho él tiempo atrás, cuando acudí a visitarlo a la comisaría y lo insulté y culpé de todo.
No nos demoramos mucho en llamarnos por nuestros respectivos nombres y a perder la vergüenza… Tampoco tardamos en abrazarnos en un callejón y en fundirnos en un largo beso que duró —o al menos a mí me lo pareció— horas.