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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Por primera vez desde hacía casi tres meses dormí en una cama mullida, en mi estudio de Whitehall. Concilié el sueño hasta casi mediodía, pero al levantarme, un gran pesar me invadió el corazón. La dura realidad se alzaba ante mí como una pesada losa. Estaba fuera del cuerpo de Policía.

Devoré con ansiedad los huevos y el beicon que la señora Hawk subió hasta mi estudio. Después, me aseé y afeité con premeditada calma. Tenía que pensar…

Decidí no moverme en todo el día, sentado cómodamente en una butaca, leyendo un libro de filosofía y fumando cigarro tras cigarro; me lo tenía ganado a pulso. No obstante, al final acabé saliendo a la calle, pidiendo un coche que me llevase a Whitechapel y penetrando con paso firme en la comisaría.

Un bullicio general invadía el local policial. Todo era un ir y venir constante de agentes y secretarias, de funcionarios e inspectores.

Fui hacia mi despacho pasando ante la mesa de Mason —quien permanecía concentrado en algo que tenía en su escritorio— y penetré sin más en él. Carter, el jefe Swanson y el sargento se encontraban allí. Al parecer, el agente especial había convertido mi estancia en una especie de base de operaciones. El mapa de mi corcho tenía muchas chinchetas y marcas clavadas, además de las recientes fotografías de las dos nuevas víctimas colgadas, las cuales se sumaban a mi pequeña colección, formada por Martha Tabram, Polly Nicholls y Annie Chapman.

Los tres me miraron con sorpresa al verme entrar. Carnahan arrugó la frente.

—Inspector, ¿qué hace aquí? —preguntó un tanto azorado.

—Hasta ayer, yo vivía aquí, sargento —él sonrió al captar la ironía—. Me alegro de verles.

—Buenos días, Fred —dijo el jefe Swanson en tono neutro—. ¿Qué te ha hecho venir a vernos?

Con las manos en los bolsillos de mi gabardina, me encogí de hombros.

—Me sentía solo y aburrido, y he venido aquí dando un paseo, a ver qué tal les iba… —expliqué con media sonrisa, que me salió forzada—. Ya veo que ha cundido el pánico… —añadí para tirar de la lengua a alguno de los presentes.

—Tiene razón, inspector —convino Carter—. La gente está como loca. Se han abierto comercios… He visto alguno que decía vender las entrañas de Catherine Eddows… ¿Qué le parece? —torció el gesto. La miseria humana no conocía límites—. También circula todo tipo de historias…

—Como la que yo he oído esta mañana de boca de un comerciante de bastones —intervino el sargento, más relajado ante mi inesperada presencia—. Decía que los asesinatos los había cometido el fantasma de un monje loco… ¡Y yo qué sé que más gilipolleces! —añadió, alzando las manos.

El jefe Swanson me puso al día de asuntos más serios. Las noticias eran poco alentadoras.

—Lusk y el Comité de Vigilancia han organizado una manifestación en Victoria Park para boicotearnos —aseguró con voz queda—. Los ciudadanos cada vez están más asustados y furiosos. Los judíos han cerrado sus comercios… East End parece el infierno a diario, Fred, pero hoy, solo en Whitechapel, estoy seguro de estar en él.

—Les estaba explicando al jefe Swanson y al sargento la disposición de las patrullas de ahora en adelante. El sargento asignará los turnos y el jefe informará directamente a Sir Charles —me explicó el agente especial.

—Otra cosa, inspector… —intervino de nuevo Carnahan—. El doctor Phillips me ha dicho que nos espera en Golden Lane a las tres y media… Creo que ya es hora de que nos dejemos caer por allí.

—Yo me quedaré controlando esto —aseguró Donald Swanson—. Carter, usted acompáñeles.

Dejamos al jefe Swanson al mando directo de la comisaría y pedimos un coche. Al poco, el vehículo se detuvo ante las puertas de la comisaría y los tres subimos. Carter le dio la dirección del depósito y nos pusimos en marcha.

Al cabo de un rato, el coche se detuvo. Carter pagó al cochero y nos apeamos.

Una multitud increíble se agolpaba ante el depósito. Parecía una manifestación. Estaba formada por periodistas, curiosos, fotógrafos… Nos abrimos paso a empujones, con grandes dificultades, y logramos entrar en el edificio.

Me alegré de que Mann, alentado por Warren, nos hubiese permitido realizar la autopsia en un quirófano y no en la mierda de sótano de abajo, entre el gélido viento reinante, las moscas y el insoportable hedor a descomposición.

Subimos unas escaleras y penetramos en la habitación. El cadáver yacía sobre una mesa de madera cubierta de sangre fresca. Los dos ayudantes del doctor lo examinaban metiendo las manos dentro de la abertura vertical de su cuerpo y sacándolas después tintas de sangre. A su lado, el doctor Phillips y otros dos médicos tenían instrumentos de cirugía y sumergían sus sangrientas manos en la palangana de agua que había a un lado, sobre una mesita auxiliar. Bagster Phillips se acercó a nosotros y dudó en estrecharnos las manos, un placer que todos denegamos con sumo gusto.

Mientras Carter y yo nos acercábamos a la mesa de operaciones, el sargento se sentó en una silla apartada y se dedicó a beber largos tragos de su petaca. Tenía el semblante muy pálido.

El doctor Phillips hizo las presentaciones.

—Estos caballeros —les indicó haciendo un arco con su mano diestra— son el doctor Duke, de Spitalfields, y el doctor Gordon Brown, de la City, que atendió a Catherine Eddows antes de que yo llegase —tras una pausa para carraspear un poco, nos tocó el turno. Su índice nos fue marcando—. Queridos amigos, estos son el inspector Abberline, el sargento Carnahan y el agente especial Carter.

—No les estrecharé las manos, caballeros, aunque me alegro de conocerles —repuso el doctor Brown.

—Yo también, señores —añadió el doctor Duke—. Pero volvamos a nuestra distinguida dama.

Los tres facultativos volvieron a centrar toda su atención en la siniestra figura, destripada y horriblemente desfigurada, que yacía en la mesa de operaciones. Carter y yo nos acercamos hacia ellos venciendo nuestra repugnancia. Había que escuchar con suma atención lo que allí se trataba.

—Nos hablaba de la causa de la muerte, doctor Phillips —declaró uno de los ayudantes.

—Gracias, Tom… —contestó el aludido—. ¿Serías tan amable de recoger todo lo que digamos en un informe? Gracias de nuevo, muchacho. Veamos… La causa fue, sin duda, este corte horizontal en el cuello, que cercenó la aorta y provocó que la víctima se desangrase sin remedio. Pero vean con atención el corte… —el doctor Phillips empuñó unas pinzas y levantó la piel del cuello—. Es realmente increíble. El tajo seccionó las cuerdas vocales, la laringe, así como toda la grasa subcutánea, la piel y los músculos.

—Sin duda, el arma estaba empuñada por una mano diestra —añadió el doctor Brown, mientras afirmaba con la cabeza—. Por lo menos, eso pensé yo al verlo bajo las linternas de los agentes.

—El corte mide unas seis pulgadas de largo —precisó el doctor Duke, tras medir la letal incisión con un compás y comprobar luego la abertura con una escuadra—. Comienza justo debajo de la oreja izquierda y acaba a tres pulgadas de la derecha.

—De izquierda a derecha… —murmuré para mí.

—Quiero que conste en el informe que estamos realizando que este detalle del cuello, cortado de izquierda a derecha, se da en todas las víctimas desde Martha Tabram —señaló Phillips.

El ayudante del doctor Phillips escribió esto en su cuaderno y esperó a que los forenses siguieran hablando.

—El abdomen está abierto en canal, desde el pubis hasta el esternón, con un corte rápido y rasgado —dijo el doctor Duke—. Mi opinión es que clavó el cuchillo en el esternón y rasgó hacia abajo. No es un corte tan difícil.

El doctor Brown esbozó una tenue sonrisa, a tiempo que ladeaba la cabeza.

—Discrepo, estimado colega. Al asesino le interesan los órganos reproductores, no los órganos del pecho —los fue señalando—. Más bien creo que clavó el arma en el pubis y subió hacia el esternón, posiblemente víctima de una furia asesina —concluyó.

—Estoy de acuerdo con la opinión del doctor Brown —añadió Bagster Phillips—. Es más tangible y precisamente concuerda con el perfil que el inspector Abberline ha elaborado acerca del asesino.

—Muy bien. Continuemos —propuso el doctor Brown. Enarboló unas pinzas más grandes que las de Duke y separó los pliegues del corte del pubis. Phillips le ayudó con sus pinzas, mientras el doctor Duke observaba el interior a través de sus lentes de aumento.

—Por estos cortes, se puede deducir que el asesino estaba arrodillado a la derecha de la víctima —precisó el doctor Brown.

En un momento dado, Duke no pudo reprimir su entusiasmo profesional.

—¡Pero miren esto, colegas! ¡Impecable! —exclamó al ver con más atención el interior de la prostituta asesinada—. ¡Me atrevo a decir que es el trabajo de un especialista!

El doctor Phillips arqueó las cejas de forma exagerada.

—¿Comprenden ahora por qué les avisé? —me miró de reojo un solo instante—. Ya me había dado cuenta de esto antes, pero deseaba conocer sus opiniones —añadió satisfecho.

—Miren esto —apuntó el doctor Duke—. Se han extirpado unos dos pies[6] aproximadamente de colon. Y… y el forro del peritoneo ha sido seccionado en el lado izquierdo y se ha extraído con cuidado el riñón izquierdo.

—También se ha cortado la capa de músculo que protege el útero y falta parte de la matriz —señaló Phillips—. Estarán de acuerdo conmigo, estimados colegas, en que la localización del riñón izquierdo requiere conocimientos básicos de cirugía.

—No necesariamente —Brown arrugó algo la nariz—. Pudo haber sido pura suerte —concluyó escéptico.

—Caballeros, ya han visto el excelente trabajo realizado por el asesino en la parte inferior del cuerpo. Si eso no demuestra cierto conocimiento quirúrgico, yo cuelgo el delantal ahora mismo, me hago fraile e ingreso en un convento —avisó Bagster Phillips, sonriendo irónicamente—. Los riñones están ocultos por una membrana. Extraerlos sin apenas luz, y a toda prisa, requiere habilidad y conocimiento quirúrgico… Un conocimiento quirúrgico amplio —murmuró pensativo—. ¿Qué me dicen?

Los facultativos se miraron largamente. Finalmente, el doctor Brown rompió el incómodo silencio, aunque lo hizo en voz baja.

—Creo que deberíamos dejar esta discusión para más tarde. Si les parece, pasemos ya a examinar con detenimiento los cortes faciales.

Los tres se acercaron al rostro desfigurado de Catherine Eddows.

—Los dos párpados están cortados, así como la punta de la nariz, mediante una incisión oblicua —declaró el doctor Brown, aproximándose más al desfigurado rostro de la furcia.

—Hay dos incisiones triangulares en cada mejilla, que han levantado parte de la piel facial y han dejado al descubierto algunos fragmentos de mandíbula —precisó Bagster Phillips.

Duke miró a los otros dos forenses.

—¿Estaba sobria? —inquirió.

—El análisis de toxicología demuestra que no. Antes de la muerte había bebido en gran cantidad, pero los efectos del alcohol estaban ya remitiendo hasta casi la hora de la muerte, cuando ingirió más —contestó el doctor Brown—. He percibido un olor fuerte que salía de su boca, pero reconozco que no sé qué es.

Phillips me miró y adiviné sus pensamientos: «El láudano debe quedar entre nosotros… Por lo menos hasta que estemos seguros de que se trata de esa droga».

—¿El alcohol se lo pudo proporcionar el asesino? —quiso saber el doctor Duke.

—Posiblemente —dije yo.

—¿Con qué fin? —preguntó el doctor Brown.

La respuesta era obvia.

—Atontarla… y ganarse su confianza —respondí con firmeza.

Todos nos quedamos en silencio, contemplando la masa sanguinolenta de la mesa. Una vez más, el sargento Carnahan bebió de su petaca para soportar aquel horrible espectáculo. Bagster Phillips puso punto final a las primeras conclusiones de la autopsia con nosotros delante.

—Bueno, caballeros, estos son los detalles más relevantes —declaró con tono neutro—. Ahora, mis colegas y yo debemos ultimar otros aspectos… Si no les importa, nos gustaría hacerlo en privado.

Carter asintió y nos miró a todos.

—Muy bien, doctores —repuso grave—. Gracias por habernos permitido asistir a la autopsia.

El doctor Phillips me observó un momento.

—No se merecen —comentó, haciendo un aligera inclinación de cabeza—. Fred, nos veremos mañana en Vestry Hall, en Wapping. Elizabeth Stride será trasladada allí… ¿Irás?

—De acuerdo, doctor —contesté, complacido de comprobar que aún contaba conmigo a pesar de estar suspendido de empleo y sueldo.

Carter, el sargento y yo salimos de la sala. Cuando avanzábamos por el pasillo, la puerta se abrió a mis espaldas y el doctor salió presuroso.

—Solo una cosa más, Fred.

Me acerqué a él. El forense, mirando de reojo a Carter y al sargento, me murmuró:

—Será mejor que controles a tus asociados, Fred —me miró con severidad—. Esta noche ha aparecido un tipo muerto en la puerta de una taberna cercana a Mitre Square. Al parecer, le han clavado un cuchillo militar parecido al que se usó para acabar con la banda McGinty hace unos meses… ¿Me comprendes?

La imagen de Nathan Grey se me vino a la mente.

—Mucho me temo que sí, doctor —respondí cabizbajo.

Bagster Phillips volvió a meterse en la sala de autopsias, y yo salí del depósito tras el agente especial y Carnahan. Pedimos un coche y regresamos en silencio a la comisaría. Íbamos meditabundos. Nadie tenía ganas de hablar sobre algo trivial después de ver el espectáculo de la autopsia.

Grey se había pasado. Por la proximidad de la taberna con Mitre Square, en la que el tipo había sido acuchillado, deduje que el viejo sicario había hecho aquello por dolor. Debía de estar destrozado. Llevaba media vida protegiendo a aquellas chicas y ahora un hijo de puta las estaba matando a todas, poco a poco, sin que él pudiese hacer absolutamente nada para evitarlo. Me propuse acercarme a hablar con Grey cuando tuviera tiempo.

Como mi presencia en la comisaría no era necesaria, quedé con el sargento en que nos veríamos en Wapping al día siguiente y volví sin más a mi casa. Pasé el resto del día allí, leyendo libro tras libro, aburrido a más no poder, maldiciendo a la reina Victoria una y otra vez por haber sacado a Sir Charles Warren de su puto frente militar en África.