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(NATALIE MARVIN)

Atravesé el oscuro pasadizo que conducía a Miller’s Court. Eran cerca de las dos de la madrugada. Mi itinerario de aquella noche se había alejado bastante de Whitechapel, por lo que no me enteré de lo acaecido hasta mucho después.

Había luz en la casa, lo que me hizo suponer que alguna de las chicas ya había llegado. Llamé a la puerta y el cerrojo de dentro se descorrió. El semblante preocupado de Mary me recibió en el umbral. Me franqueó el paso y cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido.

—Natalie… —susurró. Mary intentaba buscar las palabras adecuadas para disculparse, pero no pudo. Se sentó en la cama bruscamente y metió su rostro entre los brazos.

El largo paseo que había dado por la City no había logrado desvanecer de mi cerebro la amorosa escena de Kate y Mary juntas. Todavía estaba fresco en mi memoria.

Si bien era cierto que lo que Lizie y yo habíamos presenciado era fuertemente sentenciado por la Iglesia anglicana, yo no lo veía tan malo. Solo eran dos personas que se daban apoyo mutuo en tiempos difíciles. No hacían nada malo. Así se lo dije a Mary.

—Pero yo me siento mal, Natalie… Kate es mi amiga y yo… la he rechazado y negado, aunque he sido tan culpable como ella. Soy asquerosa… —Mary, inconsolable, lloraba a lágrima viva.

La miré con ternura.

—En absoluto, cariño. No eres asquerosa —afirmé convencida, tras morderme el labio inferior.

No lo era, en efecto. No era la primera vez que veía esto. Había chicas de mi misma calle que se besaban y tocaban, confundiendo sentimientos de amor, seguramente al sentirse heridas y maltratadas por los hombres. Buscaban el amor en las de su mismo sexo y algunas lo encontraban de verdad… Normalmente aquello siempre acababa mal, aunque afirmaban que las relaciones íntimas eran más tiernas, más placenteras, sin sobresaltos…

Sequé las lágrimas de mi amiga con los pliegues de mi falda y abracé su delgado cuerpo intentando reconfortarla. Unos repentinos golpes en la puerta nos sobresaltaron. Mary dio un respingo y enseguida se levantó de la cama. Oíamos voces masculinas al otro lado de la puerta. Me acerqué a ella y pegué el oído. Nuevos golpes me asustaron. Reconocí una de las angustiadas voces que me llamaba por mi nombre:

—¡Natalie, abre, por favor!

Era Nathan. Se lo dije a Mary, que me instó a abrir. Así lo hice y dos hombres penetraron en nuestra habitación. Cerré la puerta tras él.

Entró Nathan, en efecto, pero venía acompañado…

—Buenas noches, señorita Marvin, me alegro de verla de nuevo —dijo el inspector Abberline.

—¿Qué coño significa esto? —preguntó Mary, ceñuda, mirando al policía con estupor.

Nuestro protector se encaró con ella.

—Ha venido a ayudar —la tranquilizó Nathan—. ¿Os encontráis bien? ¿Dónde están Lizie y Kate?

—Trabajando, supongo… —contesté yo—. ¿Por qué?, ¿qué ocurre?

—Podrían estar en peligro —dijo el inspector—. Ya he descubierto quién las persigue.

—¡Muy bien! ¡Bravo! —exclamó Mary sarcástica—. ¡Tres hurras para este poli! —añadió, ahora encolerizada—. ¡No hacía falta que lo descubriera usted, inspector! ¿Es que no le habéis hablado de los Me…?

—Los McGinty no mataron a Martha, ni a Polly, ni a Annie, Mary —expliqué yo.

La sorpresa que se llevó mi compañera fue de las que hacen época.

—¿Qué…? —inquirió a tiempo que nos miraba a los tres uno a uno.

—Lizie y yo hemos acudido esta noche a pagarles y nos lo han dicho —precisé con voz queda.

—¡Dios! ¿Y entonces quién? —preguntó Mary.

—Yo responderé a eso… Pero necesito su ayuda, señorita Kelly —afirmó el inspector.