45

(NATHAN GREY)

El inspector y yo recorrimos medio Whitechapel en nuestra veloz carrera hacia Dorset Street. Estaba claro. Alguien había mandado a aquellos tipos para entretenernos, con objeto de intentar atacar a las chicas. Sencillo y obvio a un tiempo.

Penetramos en Miller’s Court por el angosto pasadizo que daba a la habitación que las chicas tenían alquilada. La oscuridad inundaba la vivienda, lo que revelaba que se hallaba vacía.

—¡Joder! Hay que encontrarlas, inspector. Sus vidas corren peligro —dije nervioso.

Los dos salimos de Miller’s Court y corrimos calle arriba, hacia el Ringer.

Kate había bebido demasiado. Se balanceaba de lado a lado de la calle, apoyándose en las farolas rotas y en las paredes. Estaba furiosa con esa zorra de Mary Kelly por rechazarla, por negar que la había besado apasionadamente.

Era tarde, así que se dirigió a la pensión de Shoe Lane en busca de un lugar donde dormir. No podía regresar a casa después de lo ocurrido. Consiguió una cama en la cutre pensión, después de haber contado unas cuantas mentiras a la gente de allí, simplemente para sentirse mejor al ver sus caras de asombro.

—He estado cogiendo lúpulo en Kent… —había afirmado con lengua de trapo.

El cabrón del guarda de la pensión le tocó la moral con sus comentarios, así que Kate le regaló algunas de sus típicas lindezas. El resultado fue que la echaron fuera con cajas destempladas.

Deambuló por las calles, se topó con dos clientes con los que quedó para más tarde, y volvió a beber de un modo incontrolado. Un policía la despertó; se encontraba en medio de la calle, dormida en la acera.

—Venga, cariño. Vamos. No puedes dormir aquí, levántate… —le indicó mientras la ayudaba con un brazo.

Cuando quiso darse cuenta, dos agentes la conducían casi a rastras hasta la comisaría de Bishop’s Gate. Oía las voces de los policías:

—¿Así que la has encontrado en Aldgate High Street, Lou?

—Totalmente borracha y dormida en medio de la calle, George. Metámosla dentro y fichémosla.

La metieron en la comisaría y se la presentaron al sargento encargado de los calabozos.

—Metedla en el calabozo y cuando esté más lúcida, nos dirá su nombre —ordenó el seco suboficial.

Los policías condujeron a Kate a un sucio calabozo, donde unas cuantas cucarachas campaban a sus anchas, y la tumbaron en un jergón que olía a orines.

Todo le daba vueltas.

Lizie acababa de despedirse de su último cliente y se limpiaba la boca con un pañuelo, después de haber practicado con él una larga felación, y andaba calle abajo entre la llovizna gris que había comenzado a caer. Caminó por la empedrada calle, sorteando charcos.

El sonido del relinchar de unos caballos y del entrechocar de unas ruedas le hizo darse la vuelta. Un enorme y lujoso coche negro se detuvo a su lado.

—Buenas noches, señorita…, ¿es usted Lizie Stride? —preguntó el cochero.

—Buenas noches, señor…, ¿necesita compañía?

—¡Yo no! —repuso el cochero. Por una extraña razón, aquello le hizo gracia—. Se trata de mi señor… Se ha fijado en ti —afirmó él con media sonrisa.

—¿Le gusto? —preguntó Lizie incrédula.

—Mucho. Me ha pedido que te dé un regalo.

El cochero descendió de su vehículo. Lizie vio que una cicatriz enorme le surcaba el rostro. El le prendió una rosa en su blusa.

—Toma, de parte de mi señor —precisó.

La ramera olió el perfume que emanaba la rosa.

—Es preciosa —musitó muy complacida.

—Debes hacerme un favor, Lizie —le dijo el desconocido en tono confidencial—. Voy a ir a por mi señor a su casa y lo llevaré dentro de una hora cerca de aquí, al patio del número 40… ¿Conoces el lugar?

—Sí.

—Muy bien. Nos veremos en la puerta del número 40, en el patio de al lado del IMWC[5]. ¿De acuerdo? —inquirió él, a la vez que la sujetaba con suavidad de un brazo.

—Por supuesto. Tienes mi palabra —afirmó sin titubear lo más mínimo.

—¡Ja! —se jactó a media voz—. Claro, sabía que ibas a decir que sí.

Un hombre cruzó la calle en ese momento. El cochero subió al coche de un salto y se despidió de Lizie con la mano, antes de apremiar a los caballos para que se moviesen.

Ella estaba alegre. Por fin había encontrado a un hombre sensible y cariñoso; tan cariñoso, que le enviaba una flor. Y es que a Lizie Stride, como a muchas otras mujeres de East End, los hombres no la habían tratado muy bien.

Se topó con otro cliente más y, después de ganarse unos cuantos peniques y de darse casi de bruces con un guardia cuando acompañaba a aquel calle abajo, se dio cuenta de que la hora se acercaba. Se encaminó resuelta hacia el patio, ajustándose el pecho para parecer más sensual. En la puerta, el cochero se encontraba fumando un cigarrillo. Asintió con la cabeza.

—Muy bien, Lizie, estás aquí. Mi señor te espera en el patio, pero antes…

El cochero extrajo una botella del interior de su gabardina.

—Toma —le ofreció mientras se la acercaba—. Es para ti.

Lizie bebió un trago por pura cortesía. Le habían enseñado que nunca se debía rechazar un regalo. Sabía muy fuerte y al instante comenzó a marearse. El cochero la cogió del brazo y la condujo hasta la entrada del patio.

—Ve hasta el final. Mi señor te espera.

Lizie avanzó dando tumbos hasta el lugar de encuentro. Las voces y los cánticos que salían del IMWC indicaban que ese día había una importante reunión de socialistas y judíos en el local. La mujer llegó hasta el fondo del patio.

—¿Hola? —articuló con dificultad. Todo la daba vueltas.

—Hola, Lizie.

Una figura se materializó tras ella. Se quedó paralizada de horror. Allí se encontraba la oscura silueta del supuesto Aarom Kominsky. Intentó retroceder.

—¿Por qué huyes, Lizie? —preguntó con media sonrisa—. ¿No me reconoces…? Soy Aarom.

La prostituta dio algunos pasos hacia atrás. El hombre se quedó desconcertado.

—Lizie, yo te quiero —aseguró como en un susurro—. No huyas de mí. No voy a hacerte ningún daño.

El judío avanzó decidido hacia ella, empuñando un largo cuchillo. Lizie gritó y salió corriendo hacia la oscura calle. El cochero se echó encima de ella y la tiró al suelo, a la vez que le tapaba la boca con las manos. Un hombre cruzó la calle. Lizie quiso gritar de nuevo y suplicar ayuda desesperadamente, pero la férrea mano del cochero agarraba con fuerza su mandíbula como la zarpa de un oso de los bosques rusos, impidiéndola de este modo articular ningún sonido.

—¿Qué coño estás mirando, judío? ¡Lárgate de aquí! —escupió el cochero.

Ante la mirada de espanto de la mujer, el hombre salió corriendo. Acto seguido, el conductor agarró a Lizie de los brazos y la condujo a empujones hasta el callejón, donde el supuesto Aarom esperaba con el bisturí en la mano.

Crow se apoyó contra la pared y sujetó a Lizie por el pelo, hasta obligarla a levantar la cabeza y mostrar el cuello a su agresor. El hipotético Kominsky levantó el cuchillo de Liston por encima de su cabeza y con un rápido movimiento cercenó el cuello limpiamente de la indefensa mujer. La sangre manó a chorros de la yugular cortada.

Lizie sintió como se ahogaba, como la vida se le escapaba poco a poco, y se desmayó enseguida. El cochero soltó el cuerpo inerte de la mujer degollada y sacó un pañuelo, con el que se limpió las gotas de sangre que le habían salpicado en la cara. El cuerpo se desplomó sobre el húmedo y frío pavimento, donde permaneció inerte manando sangre a borbotones de la herida recién abierta.

Crow no las tenía todas consigo. Alguien podía venir en ayuda del maldito descendiente de los deicidas. Desconfiado, miraba con ojos alertados en dirección a los cuatro puntos cardinales.

—No complete el ritual por esta noche, señor. No hay tiempo. Ese puto judío puede estar avisando a la Policía —aconsejó con voz queda.

—Muy bien —convino el supuesto Aarom, guardando a continuación el bisturí de Liston en su estuche.

En los calabozos de Bishop’s Gate, Kate comenzó a desperezarse y a pedir que la sacasen de allí. El tufo a orina vieja se hacía insoportable por momentos. Un policía la reprendió con notable acritud.

—¡No saldrás hasta la una en punto! ¡Así que cállate!

Pasado el tiempo, el mismo carcelero sacó a Kate de la celda y la ayudó a penetrar en otra dependencia de la comisaría.

—¿Cómo te llamas, querida? —preguntó él para elaborar la ficha. Su tono era menos agresivo.

—Me llamo Mary Jane Nelly y soy una jodida zorra asquerosa —reconoció mordaz. Se rió de su propio chiste.

—Solo el nombre —matizó él, ahora con voz neutra—. Sobran los detalles…

El agente la acompañó hasta la salida y la dejó en la puerta. Kate comenzó a balbucear sin saber lo que decir.

—¿Qué hora es? —preguntó amodorrada.

—Demasiado tarde para beber, así que vete ya a casa.

—No mencione la bebida… No pienso beber nunca más. Cuando llegue a casa me darán una buena tunda —afirmó ella, recordando sus borracheras cuando salía con John Kelly, ese palurdo haragán que la había dejado hacía varios meses. Por alguna extraña razón, aquello le hizo sentir nostalgia, aunque en modo alguno añoraba el tiempo que pasó con aquel varón.

—¡Y te la habrás merecido! —la áspera voz del carcelero la sacó de sus recuerdos de alcohólica.

El le franqueó el paso a la calle y le estiró un brazo.

—Por aquí, señorita —expresó con sorna.

—Muy bien… —farfulló—. Buenas noches, capullo —contestó Kate, a modo de despedida.

El carcelero volvió a su mesa de trabajo y comenzó a leer el periódico. De repente, recordó no haberle pedido a la mujer la dirección. Salió fuera de la comisaría y, como no la vio, volvió a meterse dentro refunfuñando. Empuñó un plumín de metal y comenzó a escribir el informe. Al llegar al apartado de dirección del sospechoso —con un llamativo borrón, debido al flujo irregular de la tinta—, el carcelero dudó entre inventarse el domicilio o no. Al fin de cuentas, la mujer podría haber mentido y él solo hubiese hecho su trabajo. Nadie le descubriría. Con letra segura, escribió en el informe: «Mary Ann Kelly, número 6 de Fashion Street». ¿Era Ann?, ¿o Jane? No lo recordaba, así que, un tanto hastiado al descubrir que había un nuevo borrón, decidió dejar el nombre puesto y volver a su periódico.

—Crow, no me siento muy bien. Necesito completar el ritual —dijo el caballero.

—Pero ya es tarde, señor. Ya localizaremos a las demás…

Miró fijamente a su cochero ladeando la cabeza.

—No, debe ser esta noche —insistió, ajustándose mejor el guante izquierdo—. Déjame en Mitre Square y busca a la siguiente. Es Catherine Eddows… Búscala y tráela, Crow.

—Sí, señor —admitió servicial el conductor del coche y paró debajo de una farola averiada. Una gran arruga de preocupación surcaba su entrecejo.

Kate deambuló por las calles de Whitechapel de lado a lado, sin rumbo definido, pues su embriaguez todavía no había pasado del todo. Un coche se detuvo a su lado.

—Buenas noches, señorita Eddows.

La aludida miró hacia el vehículo y, a la luz de sus faroles, distinguió la pálida figura de un hombre que empuñaba las riendas.

—Buenas noches —contestó Kate, amodorrada todavía por el alcohol barato ingerido.

«Está borracha. Será fácil», pensó Crow.

—¿Le gustaría disfrutar con un hombre de verdad y ganarse unos cuantos peniques de paso? —inquirió aquel cochero con una sonrisa maliciosa.

Kate rió con sarcasmo.

—¿Ese hombre es usted? —preguntó irónica.

Crow refrenó su furia.

«Rece a dios porque yo no lo sea», caviló el hombre.

—No se trata de mí. Se trata de un caballero que está bajo mi protección. Deseo que disfrute con una mujer de verdad, ya que es… —bajó la voz— un poco inexperto… Quiero que usted le enseñe cuanto hay que saber de la vida —añadió entre dientes.

Kate pareció halagada con aquella proposición.

—Me encantará enseñar mis artes a ese caballero… Siempre me gusta estrenar novatos —afirmó convencida.

—¡Muy bien! —exclamó el cochero triunfal—. ¡Suba al coche! Pero antes… —extrajo una botella de vino de Aquitania medio llena—. Tome, es un regalo de mi señor.

Ella cogió la botella con manos ávidas y bebió un largo trago hasta saciarse. Ichabod Crow sonrió maligno. Kate subió sin temor alguno al coche por la escalerilla metálica que el cochero hizo descender y cerró la puerta del carruaje con cierto estrépito.

«Ya está en el bote», pensó él, soltando después un suspiro de alivio. Tiró de las riendas y los caballos comenzaron a moverse con nervio en dirección a Mitre Square.

Crow detuvo el coche unas yardas más lejos de Church Passage, ante el pasadizo que conducía a la plaza, y se bajó. Abrió la puerta y vio a la furcia en el interior profundamente dormida. «El láudano debe de estar haciéndole efecto», conjeturó mentalmente. Zarandeó sin contemplaciones a la mujer, que se despertó entre bostezos y mal aliento.

—Ya hemos llegado —anunció él, lacónico.

Ayudó a bajar a Kate del coche y la cogió del brazo, ayudándola a andar. Caminaron hasta el pasaje y Crow se detuvo frente a él.

—Este es el lugar —señaló con el índice derecho—. Mi señor te espera en la plaza.

—De… acuerdo —balbució ella. La cabeza le daba vueltas. Además, sentía una sensación rara en el estómago. ¿Iría a vomitar allí mismo?

Tres hombres cruzaron la calle ante ellos. Iban charlando y riéndose de sus cosas. Crow los miró con desconfianza. Por eso apremió a la prostituta para que cruzara el pasadizo. Ella accedió al instante y se dejó conducir por aquel cochero tan refinado.

Atravesaron el angosto pasadizo, que olía a excrementos humanos y animales, y desembocaron en Mitre Square. El hedor se hacía insoportable.

—Mi señor te espera. Yo debo volver con el coche —aseguró él mientras desaparecía a continuación por entre las sombras del fétido pasadizo.

Kate anduvo haciendo eses hasta el centro de la plaza. Estuvo a punto de tropezar, lo que hizo que estallase en sonoras carcajadas. Llamó al apocado cliente.

—¡Señor! —exclamó riéndose—. ¡Venga aquí! ¡Mi coño está listo para su polla! ¡Venga, que le enseñaré lo que es bueno!

Algo se movió tras ella. Se dio la vuelta con dificultad y entonces se topó con una silueta oscura que surgió delante. Antes de que tuviese tiempo de decir nada, la figura movió rápidamente su mano derecha y empuñó un largo cuchillo. Cuando la prostituta se dio cuenta de lo que estaba pasando, ya era tarde, el hombre le rebanó el cuello limpiamente, de izquierda a derecha. Kate cayó al suelo y se sintió morir. La sangre se le escapaba sin control.

El misterioso hombre se arrodilló a su lado y le extendió los brazos. La sangre manaba abundantemente del cuello cortado, hasta manchar los puños de la camisa del elegante agresor.

Solo unas yardas atrás, Crow observaba la escena indiferente, fumándose un cigarrillo. Mientras, el hedor de los cercanos excrementos ofendía el olfato.

El agresor abrió las piernas de la desgraciada y hundió el cuchillo en su vientre. Con toda su fuerza, lo rajó hasta el esternón y le arrancó pedazos de hueso y carne, así como trozos de la desgastada tela barata del vestido femenino. La sangre desprendida le manchó la pechera de la chaqueta y también la cara. Estaba caliente… El asesino en serie introdujo las manos en el vientre abierto y sacó pedazos de intestino, que seccionó hábilmente con el bisturí y colocó encima del hombro derecho de la mujer, de acuerdo con el ritual. Después extrajo un riñón y el útero. Los miró con fascinación y los guardó cuidadosamente en su perfumado pañuelo. Había acabado. Se levantó y se dispuso a marcharse. Antes, echó un último vistazo al cuerpo, a la orgía de sangre.

Aquella zorra le miraba y se reía de él. Corrió hacia el cuerpo y volvió a arrodillarse a su lado. Con furia, empuñó de nuevo el bisturí de Liston y cortó los párpados de la mujer. No contento con ello, dibujó dos triángulos en sus mejillas y se las arrancó de la cara. Después, ansioso, trazó una línea desde la boca hacia la frente, de modo que le seccionó los labios y le levantó la carne de la parte derecha de la cara. Finalmente, le cortó la nariz para que aprendiese.

Observó el lugar. Era Mitre Square. Aquella plaza irradiaba conocimiento, poder y sabiduría. Dirigió su mirada a la Taberna de Mitre. Aquel era el centro. Quería que sus hermanos viesen la gran tarea que estaba llevando a cabo. Quería demostrarles que no era un asesino vulgar. Ni mucho menos. El lo veía. Sentía a Jah-Bul-On, su presencia… En tributo a su dios, colocó los brazos de la nueva víctima abiertos, con las palmas hacia arriba. Separó sus piernas y le dobló una ligeramente. Ya estaba formado el pentáculo.

Se levantó y miró al cochero jadeando.

—He terminado —declaró solemne.

Ichabod Crow se aproximó al cuerpo de la furcia, lo miró con satisfacción y extrajo su navaja. Cortó un pedazo del delantal blanco que ella llevaba bajo la ropa y se lo tendió a su señor para que se limpiase. Salieron de Mitre Square y subieron al carruaje. Crow fustigó a los caballos y estos iniciaron la marcha. Apenas un minuto más tarde, se oyó una voz que llamaba desde el interior del carruaje.

—¿Crow…?

—¿Señor? —respondió el cochero.

—Para por aquí —explicó el asesino de meretrices—. Necesito un sitio donde tirar este trapo.

Crow detuvo el coche en Goulston Street.

—Tírelo en ese portal de ahí, señor. Es el más oscuro —recomendó el cochero.

Su señor bajó del coche y se metió donde le había indicado. Enseguida salió y miró fijamente a Crow.

—¿Llevas algún trozo de tiza? —quiso saber él.

—Tome, señor —el cochero le tendió un pedazo de tiza blanca—. ¿Qué va a hacer, señor?

—Quiero dejar un mensaje, Crow —repuso el criminal más buscado por la Policía metropolitana del Reino Unido.

Dejó el trapo ensangrentado en el suelo y comenzó a escribir encima, en la pared, bajo el oscuro friso de esta.

Louis Diemschutz condujo a su pony tirando hacia su casa, después de un duro día de trabajo como vendedor ambulante. El animal comenzó a cabecear y a encabritarse al pasar por el patio cercano al IMWC. Louis vio que las puertas estaban abiertas de par en par y eso le extrañó bastante, puesto que se cerraban alrededor de las nueve.

—¿Qué pasa, amigo? —preguntó a su caballo—. ¿Por qué te inquietas?

Louis apreció una figura tumbada en el suelo, al lado de su carro. Cogió el látigo y lo pinchó, esperando que fuese pestilente basura, ante el hedor que despedía el lugar. Con manos temblorosas, encendió una cerilla e iluminó el suelo. Era una mujer. Tenía el cuello cortado y yacía muerta en medio de un gran charco de sangre. Salió del patio a toda prisa y entró en el IMWC. Los cánticos cesaron al verle entrar.

Louis regresó al lugar con una vela encendida y pudo observar con horror el cadáver degollado de la pobre mujer, así como la sangre que llegaba hasta la misma puerta del Club Educativo de Clase Obrera. Algunos afiliados salieron a ver qué pasaba y se quedaron igual de sorprendidos que él. Alguien gritó:

—¡Policía! ¡Asesinato!

Al oír la siniestra llamada, el agente Smith corrió hasta el lugar de los hechos. Había ido hacia el patio con la intención de ver qué puñetas hacía a aquellas horas una mujer alta con una rosa prendida en la blusa rondando, además, por el club socialista. Su sorpresa fue enorme al descubrir a la misma mujer que había visto hacía un rato, aunque ahora espantosamente degollada.

El agente Watkins entró en Mitre Square por el pasadizo de Leadenhall Street y observó la calma del lugar. Iluminó el suelo con su lámpara de ojo de buey por pura rutina, cuando descubrió algo cerca de él, a una yarda de distancia más o menos, tirado en el suelo. Dirigió el haz de luz hacia el extraño objeto y halló con profundo horror que se trataba de una mujer tumbada en un charco de sangre, con las manos extendidas, la pierna derecha flexionada y la izquierda estirada. La habían abierto en canal, igual que a un cerdo, desde los genitales hasta el esternón; además, le habían desfigurado el rostro.

El agente Watkins corrió hacia los almacenes de Kearley & Tongue, un establecimiento de venta al mayor de comestibles, donde sabía que había un vigilante. Abrió la puerta de par en par y se lo encontró. Estaba fregando la escalera mientras silbaba una insulsa cancioncilla.

James Morris le miró con estupefacción al descubrir que presentaba el rostro descompuesto.

—¡Por el amor de dios, amigo, venga a ayudarme! —pidió el agente Watkins.

—¿Qué ocurre? —preguntó Morris intrigado.

—¡Han despedazado a otra mujer!

Watkins y Morris corrieron hacia el lugar con sendas linternas e iluminaron el destrozado cadáver. Morris se llevó las manos a los ojos y exclamó angustiado:

—¡Vive dios!

Mientras Watkins se quedó rastreando Mitre Square en busca de un posible asesino escondido, Morris corrió hacia Mitre Street tocando su silbato y pidiendo ayuda a gritos, y después hacia Aldgate, donde se topó con dos policías.

—¡Vayan a Mitre Square! —les indicó alargando el brazo en la dirección correcta—. ¡Ha habido otro terrible asesinato!

Eran las tres de la madrugada, y el agente Alfred Long se caía literalmente de sueño haciendo su ronda por Goulston Street.

Al pasar por el oscuro pasadizo que conducía a un edificio habitado por judíos, algo se le enredó en el pie. Se agachó presto y lo desprendió de su bota. Su mano se manchó entonces de un líquido viscoso que empapaba el pañuelo. Encendió una cerilla y observó que lo que impregnaba un pedazo de tela arrugada en el suelo era sangre. Pero había algo más. Alguien había escrito en la pared este texto:

The Juwes

are the

men

who

will not

be blamed

for this

for nothing

El agente Long sacó un cuadernillo de su bolsillo y copió el mensaje con letra nerviosa; después, corrió hacia la comisaría de Commercial Street.