(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)
¿Kominsky? En cuanto las dos mujeres abandonaron mi despacho, me puse a dar vueltas a ese nombre sin ningún sentido. Necesitaba ordenar mis pensamientos. No podía ser. Según la amiga de Natalie Marvin, ella había visto a Kominsky en su ático de Leman Street el 27 de septiembre. ¡El 27! Aarom Kominsky llevaba muerto dos días por esa fecha. ¿Cómo diablos…?
No sabía qué pensar y menos qué hacer. Los McGinty no iban a por las chicas, este era un dato harto sabido, aunque no confirmado hasta ahora. Ellos solo querían a Grey.
Pero ¿por qué las chicas?
Aplasté furioso el último cigarrillo contra el cenicero y miré a través del ventanal. Llovía. Otro día triste, sombrío, como sin vida… Entonces se me ocurrió.
No sabía por qué el humo, el ático, las chicas… Pero acababa de plantear una hipótesis que encajaba con la supuesta resurrección de Kominsky y la desaparición de Ostrog, porque enseguida supe el nombre de otro de los misteriosos hombres, que no era otro que Michael Ostrog…
Michael Ostrog y Aarom Kominsky desaparecían —el médico era secuestrado y el judío, simplemente, desaparecía—, sus vecinos comenzaban a notarlos más raros de lo habitual, se aislaban, impedían por todos los medios que les viesen… Alguien les había suplantado. Claro, era eso… Alguien había hecho que les secuestrasen. Alguien usurpaba sus vidas y la de otro hombre. ¿Con qué fin? Matar a las chicas de Grey… Pero ¿por qué?
Me puse la gabardina y de dos zancadas llegué a la puerta de mi despacho. Una vez fuera de la comisaría, pedí un coche y me dirigí resuelto al Ten Bells.
Aquella noche el Ten Bells estaba abarrotado. Me acerqué a la barra lo más deprisa que pude y a punto estuve de tirar al suelo a un borracho. Ignorando sus groseros insultos y huyendo de su desagradable aliento, llamé la atención del tabernero.
—Busco a Clive —dije lacónico.
El tabernero, un hombre calvo, de bigote canoso y poblado, me miró con desconfianza y me indicó con señas que le siguiera fuera de la barra. Obedecí y me condujo hasta una puerta trasera del local. Después de lanzarme una mirada inquisitiva, se marchó a sus quehaceres.
Abrí la puerta y la cerré nada más pisar el pequeño patio interior, sin más luz que la podía proporcionar la luna menguante.
—Buenas noches, inspector —la voz de Nathan Grey me sobresaltó.
—Buenas noches, señor Grey.
—¿A qué se debe su visita? —preguntó fríamente.
—Las chicas han pagado a los McGinty y han descubierto que no van tras ellas. Ellos no mataron a las otras mujeres.
El viejo sicario se quedó de piedra.
—¿Quién si no? —repuso. Su voz había sonado apagada.
—Salgamos de aquí y se lo contaré todo.
Ambos abandonamos el patio y salimos a la calle. Comenzamos a andar. Mientras, le referí la historia de los especiales clientes de las chicas.
—¿Pero por qué querrían matarlas? —me interrogó él, una vez le transmití mis sospechas.
—No lo sé. No tengo ni idea… ¿Qué quiere que le diga, hombre?
Nos adentramos en las callejuelas oscuras del barrio, sumidos en la profundidad de la conversación. Cuando llevábamos un rato caminando, Grey me hizo parar a la altura de unas caballerizas abiertas y oteó la calle como un felino africano.
—¿Qué pasa…? —pregunté despistado.
El me chistó.
—A la de tres, entre en las caballerizas de su izquierda y saque su revólver —me susurró al oído izquierdo—. Una…, dos…, ¡tres! —exclamó sin titubear lo más mínimo.
Me lancé hacia las caballerizas abiertas y caí entre la paja. Entre tanto, Nathan sacó su recortada y disparó hacia la oscuridad antes de tirarse al suelo de paja de las caballerizas. Una salva de disparos se dejó oír al otro lado de la oscura calle.
—¡Hijos de puta! —bramó mi acompañante, introduciendo luego con sobresaliente pericia dos nuevos cartuchos en su recortada.
Yo, por mi parte, disparé con mi revólver reglamentario hacia la negrura de la lúgubre calle. Ellos, nuestros misteriosos enemigos, me los devolvieron por triplicado.
—Son tres, inspector —me dijo Grey entre el ruido de disparos.
El antiguo soldado del Imperio británico salió de nuestro parapeto y disparó dos salvas más. Al cabo de un rato que se me antojó interminable, los disparos cesaron en la otra parte.
Una siniestra pregunta me martilleaba el cerebro, así que la solté sin más:
—¿Por qué cada vez que me reúno con usted nos disparan? —inquirí, resoplando luego dos veces.
—Esta vez era distinto. En Mitre Square no los oí hasta que no amartillaron sus armas. Esta vez les he captado desde que abandonamos el Ten Bells… No querían matarnos.
—¿Entonces qué? —quise saber cada vez más confundido.
Nathan Grey me miró a través de sus ojos glaucos.
—Entretenernos —susurró amargamente—. ¡Corramos, inspector! ¡Las chicas están en peligro!
Las luces de las ventanas de las casas más cercanas se encendieron. Grey echó a correr calle arriba.
—¿Adonde vamos? —pregunté, aún sorprendido.
—A Miller’s Court.
Ichabod Crow descansaba sentado en el asiento del conductor del lujoso coche negro, esperando ante la puerta del número 74 de Brook Street. Esta se abrió y una figura oscura que llevaba una maleta avanzó con paso firme hacia el vehículo.
—¿Qué tal se encuentra, señor? —preguntó Crow al verlo llegar.
—Mejor, muchas gracias… El doctor dice que estoy fuerte para enfrentarme de nuevo a mi destino —respondió el ocupante del coche.
—¿Adonde lo llevaremos esta vez, señor? —quiso saber el conductor.
—A Berner Street, Crow… ¿Tienes el vino?
—Listo y cargado, señor.
—Muy bien —dijo el ocupante, introduciéndose al fin en el coche.
Crow tomó las riendas y apremió a los caballos para que se movieran en un alegre trote.