42

(NATALIE MARVIN)

Miré a Lizie con extraordinaria fijeza. Era el momento de decir la verdad, de contarlo todo… Siempre nos había parecido un hecho inusual a todas luces, pero nunca nos habíamos preocupado por ello. Vamos por partes. La primera vez había ocurrido hacía algunos meses. Un tipo bien trajeado había encontrado a la pobre Polly por la calle y le había propuesto el extraño trabajo. Algún tiempo después, la propuesta se la había hecho otro hombre, también bien vestido, a Lizie y luego a Mary, por parte de otro individuo similar.

—Nunca le hemos contado nada de esto a nadie, inspector; ni siquiera a Nathan —dije yo—. Lizie, por favor… —añadí para animarla.

Mi amiga miró prolongadamente al inspector y se decidió a hablar.

—Me dijo que no le contase nada a nadie, pero acabé por confesárselo a las demás —relató en voz baja—. Para mi sorpresa, a Mary y a la pobre Polly también les habían ofrecido lo mismo —el inspector Abberline arrugó mucho su frente en un gesto de no comprender nada—. Recuerdo vagamente haber seguido durante varios días a aquel tipo hasta un ático de Leman Street… —Lizie calló al ver el respingo que había pegado el policía—. ¿Le ocurre algo, inspector?

—Nada…, continúe —musitó él nervioso, con un hilo de voz.

—Recuerdo muy bien el humo, el vino y también el sonido del carboncillo rasgando el papel… Me pintaba… —explicó Lizie, alzando luego los hombros antes de continuar su historia—. No puedo decirle más, porque no me acuerdo.

Observé que Abberline se había puesto realmente pálido, pero escuchaba con un interés sobrehumano la conversación.

—Es lo mismo que Mary y Polly nos contaron —expliqué al inspector—. La historia es la misma. Como el tipo siempre permanecía entre las sombras, nunca le vieron el rostro. Incluso llegamos a pensar que no eran tres, sino uno, pero fue imposible comprobarlo. Mary conoce el nombre de su cliente; Lizie, también, y pongo la mano en el fuego a que la pobre Polly también lo sabía, pero se lo llevó a la tumba —añadí, pesarosa.

Daba gusto comprobar el respeto con que el inspector nos trataba.

—Dígame, señora… —dijo él, mirando cara a cara a Lizie—. ¿Cuál era el nombre de ese sujeto?

Ella se revolvió en su asiento, inquieta, y resopló.

—Puedes decírselo, Lizie. Solo quiere ayudar —la animé.

—No sé qué tiene que ver con nuestro problema, Natalie… El me dijo que nunca revelase su nombre.

—¿Quién? —preguntó Abberline, respirando con rapidez.

—Tenía un apellido extranjero… —mi amiga se esforzaba en hacer memoria—. Pero su acento era impecable… ¿Kominko? Ko… ¡Kominsky! ¡Eso era! —exclamó aliviada.

El inspector se puso rígido en su asiento. Extrajo una tabaquera de un cajón de la mesa y, nervioso, lió un cigarrillo. Lo encendió con manos temblorosas y aspiró varias bocanadas del humo gris, como si le fuese la existencia en ello.

—Dígame, Elizabeth, y le ruego que sea totalmente sincera conmigo… —pidió con voz trémula—. ¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Kominsky?

Lizie lo miró extrañada, sin comprender adonde diablos quería llegar aquel poli.

—El día 27 de este mes, inspector —recordó. Después se mordió el labio inferior.

Abberline se levantó de su silla. El sonido de un trueno se dejó oír lejano, al otro lado del ventanal de su despacho.

—Váyanse a su casa, por favor —nos rogó él—. Pero antes debo prevenirlas; no se acerquen a estos hombres si los ven y díganselo a su amiga Mary. No se fíen de ellos y corran a avisarme si ven a alguno. Tengan mucho cuidado…, ¿de acuerdo?

—¿Por qué? —pregunté más intrigada que nunca.

—Ahora no puedo decírselo, señorita Marvin… Todavía hay cosas que no entiendo —reconoció con evidente nobleza.

Nos incorporamos en silencio. Miré al techo de aquella oficina y solté la última pregunta, la que me abrasaba la garganta.

—¿Cree que esos tipos mataron a Martha, Annie y Polly?

—No creo nada, señorita, aún no sé nada… —susurró, incómodo por mi insistencia—. Por favor, no salgan de casa y si ven a esos tipos, avísenme.

Salimos del despacho turbadas, sin saber qué decir o hacer.