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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Era tarde, y el sol empezaba a esconderse tras los nubarrones grises de aquel melancólico 30 de septiembre. El papeleo de mi mesa me inundaba, e intentaba poner un poco de orden en aquel reino del caos creado por mí mismo.

Como iba siendo costumbre, el sargento Carnahan irrumpió en mi despacho como una exhalación, seguido del doctor Phillips y el inspector jefe Swanson, que cerró la puerta de un golpe.

—¡Imposible! ¡Sencillamente imposible! —dijo el forense, dejándose caer en una silla pesadamente.

—¿El qué es tan imposible? —pregunté interesado.

—Thick —musitó el suboficial.

—¿Qué demonios ha hecho? —volví a preguntar.

—El sargento Thick ha atrapado a Leather Aprom —me informó Donald Swanson.

—¡No puede ser! —exclamé anonadado—. Nos lo inventamos nosotros… —añadí con voz queda.

—¡Eso es lo más inaudito, Fred! —exclamó el doctor.

—Ha encontrado a un tal John Pizer o Jack Pizer, no sé cómo demonios se llama ese desgraciado, y le ha cargado con el muerto —explicó Swanson.

—Es un tipo desquiciado y misógino que encaja a la perfección con nuestro sospechoso inventado —argumentó el sargento—. No sé cómo coño ha logrado Thick encontrarle.

Phillips carraspeó antes de dar su opinión.

—Yo pienso que ya lo conocía —aventuró—. Ese Thick siempre hace lo mismo; si no encuentra un culpable, se lo inventa… Y más en este caso que no logró resolver —añadió con media sonrisa.

—¡Qué cabrón! —gruñó Carnahan.

—Y ha salido en todos los periódicos. No quiero ni pensar qué dirán de nosotros —indicó Swanson.

Los cuatro estuvimos el resto de la tarde discutiendo sobre nuestras maneras de proceder, pero ninguna de ellas daría resultado. Al final, renunciamos a toda esperanza. Me dejaron solo hacia las once y media de la noche cuando, resignado, volví al interminable y tedioso papeleo.

Más tarde —no sabría precisar cuánto tiempo pasó— unos golpes quedos resonaron en mi puerta. Mason entró en mi despacho.

—Inspector Abberline, dos señoras quieren verle —anunció circunspecto.

—Que pasen —respondí mecánicamente, sin levantar la vista de los papeles.

El agente a mis órdenes les franqueó la puerta y desapareció del despacho. Mi corazón dio un vuelco al reconocer a Natalie Marvin. ¿Qué tenía esa mujer para que me pusiera en tensión? Le acompañaba una de sus amigas de profesión, la sueca. Venían preocupadas.

—¿Puedo ayudarlas en algo? —pregunté educadamente.

—Claro que sí, inspector —repuso Natalie—. Me dijo que si necesitaba ayuda, recurriera a usted y eso hago ahora.

—Y ha hecho bien —confirmé mientras aguantaba su intensa mirada—. ¿Qué desean?

—Hemos reunido el dinero para pagar a los McGinty, inspector, pero nos han dicho que ellos no mataron a nuestras amigas. Quiero saber quién coño está detrás de todo esto.

Suspiré un instante. Estábamos como al principio.

—Como yo, señorita Marvin —contesté, levantando ambas manos—. Pero no sé nada de momento.

Natalie cayó en una de las sillas rendida. Tenía la moral a ras de la encerada tarima.

—Ya que están aquí, les pido que me ayuden… Díganme, por favor…, ¿les ha ocurrido algo extraño o fuera de lo normal, a excepción de las muertes de sus amigas y de los McGinty?

Las dos mujeres guardaron silencio. Dejé escapar otro suspiro más largo que el anterior.