(NATALIE MARVIN)
Al día siguiente y aunque parecía imposible, conseguimos las dieciséis libras de los McGinty, a pesar de que debimos renunciar a algunos caprichos. Era 30 de septiembre por la tarde, cuando Kate trajo los últimos peniques a casa. Juntamos todo el dinero en la mesa y lo pusimos a la luz del charco de cera en el que se había convertido nuestra última vela, pues la oscuridad comenzaba a cernirse de forma siniestra sobre Dorset Street.
—Bueno, ya está todo —afirmó Mary satisfecha—. Ahora viene lo difícil, chicas —añadió, dejando escapar luego un largo suspiro.
—Los McGinty solían parar por Mulberry Street. Lizie y yo iremos y les pagaremos…, ¿de acuerdo? —pregunté a mis tres compañeras.
—¡Muy bien! ¡Tomemos una copa en el Ringer antes! —exclamó Kate, siempre dispuesta a empinar el codo con cualquier cosa que contuviera alcohol—. ¡Por nuestras asquerosas vidas!
Nos pareció una buena idea, así que nos encaminamos hacia el Ringer. Pasamos el resto de la tarde allí, de trago en trago, hasta que Mary y la insaciable Kate comenzaron a ver las cosas bastante nubladas. Las dejamos en casa, y Lizie y yo marchamos hacia Mulberry Street.
Íbamos nerviosas. El peso de las dieciséis libras ganadas tan duramente nos acobardaba en demasía. Nunca habíamos llevado tanto dinero junto y temíamos a los ladrones y atracadores; por eso, no nos aventuramos por las callejuelas, sino que tomamos las calles principales, con más luz y gente.
Después de una caminata que se me antojó muy corta, penetramos en Mulberry Street y no tardamos en encontrarnos a dos tipos mal encarados, sucios y malolientes —¡y cómo les cantaba el aliento!—, que nos saludaron con las gorras al pasar.
—Disculpen, señores…, ¿pertenece alguno de ustedes a la banda de McGinty? —preguntó Lizie ingenuamente y de buenos modales.
Los hombres se pusieron tensos. Vi que uno hurgaba en su bolsillo. Temí entonces lo peor y, por lo que pude ver de reojo, mi compañera también.
—No se preocupen. Solo queremos pagarles el tributo establecido —dicho esto, Lizie extrajo el dinero y lo depositó en las ávidas manos de uno de aquellos impresentables hombres.
Nos guardamos muy bien de decir quiénes éramos. Ello nos hubiese costado la vida, dada nuestra proximidad con Nathan Grey.
—Deberían ser veintiocho, pero solo quedamos con vida cuatro de nosotras… —aventuró Lizie.
—Muy bien —repuso uno de los tipos. Me daba la impresión de que no sabían de qué diablos les hablábamos.
—¿Así que no nos harán nada a las que quedamos? —pregunté preocupada como estaba.
Aquellos tipos se miraron un segundo interrogativamente.
—¿Nada de qué…? —me preguntó uno de ellos.
—No…, no nos matarán…, ¿verdad que no? —insistió mi amiga—. No nos matarán como a Annie la Morena, Polly Nicholls o Martha Tabram… —se llevó las manos a la boca al nombrarlas.
—¿Sois las chicas de Nathan Grey? —inquirió el que había hurgado en su bolsillo.
Lizie se puso mortalmente pálida. Reaccioné de inmediato.
—¡Nathan Grey! —exclamé con fingida furia. Escupí al suelo—. ¡Ese maldito viejo! ¡Nos deja solas y se va por ahí! ¡No me hable de ese cabrón, de ese mal nacido!
Eso pareció calmar a los dos tipos.
—Muy bien, furcias. Marchaos de aquí y que no os volvamos a ver más —indicó uno de ellos.
—¿Pero no nos matarán? —preguntó Lizie con un hilo de voz.
—A ver si te enteras, puta. Nosotros no matamos a esas tipas… ¿Crees que seríamos tan tontos de echarnos a toda la poli de Londres encima? —dijo el de la navaja en el bolsillo.
Como para indicar que la conversación había acabado, ambos nos dieron la espalda y se marcharon satisfechos calle arriba.
Lizie y yo estábamos de piedra. Aquella nueva noticia nos había desconcertado. Me di cuenta de que necesitaba ayuda, que no podía conseguirla ya de Nathan.
Decidí hacer lo que debía haber hecho hacía mucho tiempo. Comencé a andar con decisión hacia la salida de la calle. Lizie me siguió, un tanto sorprendida de mi ritmo.
—Natalie… ¿adonde vas? —quiso saber, extrañada.
—A ver a la Poli…