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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

El hallazgo de la pequeña Alice Margaret Crook no había puesto ni un poco de orden en el desconcierto en que se hallaba sumido mi cerebro. Es más, planteaba más interrogantes; ¿quién era el padre? ¿Por qué diablos esos hombres mataron a su madre y no a su padre, ni tampoco a ella? ¿Por qué en vez de asesinarla la dejaron a las puertas de un hospicio? Eran demasiadas preguntas sin respuesta.

Desde la muerte de Michael Curtis no habían vuelto a enviar más cartas firmadas por el Destripador, así que tuve la suerte de vivir una especie de calma respecto a ese caso. No obstante, era la que precedía a la tempestad. Y digo especie de calma porque ya habían vuelto a aparecer nuevos sospechosos que decían ser nuestro inventado Leather Aprom, tales como Joseph Issenschmidt, un carnicero judío del que una vieja tabernera sospechó porque llevaba las manos tintas de sangre al acabar de degollar una ternera, y otro habitual, William Henry Piggot, un jodido loco que se creía a pies juntillas el asesino, pero que no sería capaz ni de degollar a una ternera, como hizo el señor Issenschmidt. Respecto a este tuve que mentir varias veces a la confiada prensa. Recuerdo mis propias palabras llenas de cinismo: «De todas las personas que hemos investigado, esta es la que mejor encaja en el perfil». Como siempre, me tocó citar a testigos para reconocer a los culpables e ingresar a uno de los sujetos en la prisión y al otro en un sanatorio de enfermos mentales.

Kominsky y Ostrog los había dejado por imposibles de momento, pues no veía forma de echarles el guante. No sabía cómo analizar aquellas dos desapariciones idénticas y encauzarlas para que encajasen. El buen sargento Carnahan recorría Londres sin descanso en busca de una pista que nos condujera hasta los dos desaparecidos. Hasta que llegó ese día, el 25 de septiembre.

El sargento entró en mi despacho como una exhalación, de modo que me despertó de un intranquilo sueño que tenía sobre mi escritorio.

—¡Arriba, inspector! —bramó con su vozarrón, zarandeándome a continuación sin contemplaciones.

—¿Se puede saber qué diablos quiere ahora, sargento? —protesté soñoliento.

—Creo haber encontrado al señor Kominsky, inspector. Tengo a la señora Kominsky abajo para proceder a la identificación. ¡Arréglese y baje de inmediato! —su tono era muy enérgico, como si fuese mi superior.

Carnahan salió del despacho.

Yo me desperecé y me incorporé con movimientos pausados. Era un crimen despertar a un ser humano de esa manera. Me puse mi gabardina y salí del habitáculo en el que prácticamente vivía.

El coche de Lancaster me esperaba en la puerta de la comisaría, acompañado de la pálida señora Kominsky y del sargento Carnahan. Saludé a la afligida mujer y los tres subimos al coche, que comenzó a moverse sobre unas ruedas a las que les faltaba grasa en los ejes.

—Y bien, sargento…, ¿adonde vamos? —preguntó Lancaster desde el asiento del conductor.

—Al Guy’s Hospital, Benjamin. Y date prisa.

Avanzamos por un oscuro corredor lleno de puertas metálicas a los lados. Olía a heces, orines y humedad vieja. Nos tapamos la nariz. Tras las puertas se dejaban oír las conversaciones sin sentido de los dementes, los alaridos lastimeros y las lágrimas. Aquello era un averno en vida.

La señora Kominsky temblaba a mi lado, mientras seguíamos a un celador y al sargento Carnahan hasta la celda número 49. El hombre abrió la puerta metálica y nos dejó entrar.

—Dos tipos lo trajeron hace una semana. Murió hace algunos días y creemos que de sífilis —informó con voz impersonal—. No tenemos mucho sitio, así que le dejamos aquí —añadió tras encogerse de hombros, a modo de una justificación que no hacía falta.

Un escalofrío recorrió mi espalda, de hecho, alcanzó el final de la columna vertebral, al ver el horrible lugar que estábamos descubriendo con el alma en vilo. Era una sucia celda, maloliente, de escasas dimensiones y con pésima ventilación. Una camilla ocupaba el centro de la sala y una sábana blanca cubría un cadáver depositado en ella.

Carnahan dejó unas monedas en la palma del celador.

—Por las molestias… —susurró con media sonrisa forzada—. Y también por dejarnos a solas.

—Gracias, sargento.

El celador se marchó silbando entre dientes.

Mi subordinado cogió un pico de la sábana y yo hice lo propio con otro. Ambos descubrimos a un tiempo el rostro del difunto, tirando del tejido hacia el tórax. Un hombre de mediana edad, sucio, de tez pálida y demacrada se nos reveló al descubrir parte de la camilla. Maldecí mi profesión mientras sentía un nudo en el estómago.

—¿Es su marido, señora Kominsky? —pregunté con voz queda.

A modo de respuesta, la señora Kominsky comenzó a llorar de un modo desconsolado.

—¡Oh, dios! —musitó apenada—. ¡Mi pobre Aarom! La mujer sollozó con más fuerza, apoyándose ahora en el frío cuerpo de su marido muerto.

El sargento y yo nos miramos sin saber qué decir al respecto. Kominsky estaba muerto. Había sido trasladado a un sanatorio para enfermos mentales por dos tipos. Esto planteaba más interrogantes aún.

Sin embargo, la pregunta principal seguía siendo la misma, ¿por qué…?