(NATALIE MARVIN)
Era tarde, como siempre, y Lizie y yo volvíamos juntas a casa, después de otra dura jornada de trabajo soportando babosos y borrachos, para variar… Menos mal que habíamos ganado bastante aquella noche.
Ahogando el sonido de las monedas en mis bolsillos con las manos, para evitar que nos atracasen ante tan tentador ruido, caminamos por Dorset Street lo más rápido que pudimos.
Mi corazón se calmó un poco al adentrarnos en Miller’s Court.
—¡Joder! —mascullé asqueada—. Estoy reventada y…
Unos gritos de discusión nos alertaron de inmediato. Procedían del interior de nuestra casa. Giré el picaporte.
Mary estaba de pie con los puños apretados y el rostro desencajado, discutiendo con un hombre alto y fornido, con barba de tres días y bastante atractivo por cierto.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Lizie, ceñuda.
—Chicas, este es Joe Barnett, que ya se iba —dijo Mary, apretando luego los dientes.
El no se mostró de acuerdo.
—Tú no puedes echarme de mi casa, Marie Kelly.
Uno de los apodos de Mary era Marie, es decir, su nombre en francés. Ella solía contarles a todos que había estado una temporada en Francia, lo cual era mentira. Yo sabía que le gustaba el nombre porque uno de sus innumerables amantes la había bautizado así.
—¿Tu casa? ¡Querrás decir nuestra casa! —bramó Mary.
—La mantenemos entre los dos, Marie, y tengo poder sobre ella. Esta casa era para nosotros… para que follásemos en paz. ¡Y tú la has llenado de tus asquerosas amigas! —gritó Joe, sin importarle nuestra presencia.
—¡Eh, tú, cabrón de mierda! ¡Sin faltar! —le espeté con furia.
—¡Cállate, furcia! —me miró con gesto amenazador antes de seguir con la discusión—. Marie, solo te pido que las eches de aquí. Es nuestra casa y yo no mantengo putas. Esto no es una pensión.
Los ojos encendidos de Mary advertían cómo iba a ser su réplica.
—¡Son mis invitadas, Joe! ¡Y vendrán aquí cuando a mí me salga del coño!
—¡Pues muy bien! —estalló él—. ¡Paga tú sola la puta habitación! ¡Te quedas sin mi dinero!
—Joe, no me hagas esto… —rogó ella, con el miedo metido en el cuerpo—. No te atrevas… —le avisó, cambiando radicalmente el tono de súplica.
Todas éramos conscientes de que sin la parte que pagaba Barnett el alquiler se nos subiría bastante y no podríamos pagarlo. Pero el varón se mantuvo inflexible en su postura.
—Está bien, Joe. No puedo darte dinero para que cedas… —Mary se desabrochó su blusa—. Chicas, esperad fuera, por favor.
Al final, Lizie y yo salimos cabizbajas de la habitación. Me senté en el suelo, apoyada contra la pared, y mi compañera de desventuras se dejó caer a mi lado, con expresión de abatimiento. Poco después, los gemidos de gozo de Mary —fingidos o reales— y el rítmico chirriar de la cama se dejaron oír desde el interior de la habitación. En un momento dado, ella debió sentirse sacudida por unos grandes espasmos de placer, que la forzaron a lanzar escandalosos gritos.
Lizie y yo no abrimos la boca para decir anda, ni siquiera nos miramos.
Entonces odié con toda mi alma al género masculino. Nos trataban a patadas, se creían superiores a nosotras y pensaban que solo existíamos para follar con ellos con numeritos diferentes, lavarles la ropa y hacerles la comida.
En ese momento llegó Kate haciendo eses. Olía fuertemente a alcohol barato y nos miró con sonrisa de boba antes de hablar.
—¿Qué hay de nuevo, mis zorras amigas? —graznó.
—¡Cállate, borracha! —le espetó Lizie malhumorada.
Me levanté y la cogí para evitar que se cayese. Kate se agarró a mí, riéndose de continuo. Temí que me echase la papilla de un momento a otro. Lizie la miró con disgusto, ladeando la cabeza.
—¡Ya has vuelto a gastarte todo el dinero en bebida! —le regañó, alzando una mano amenazadora.
—¿Y qué más te da? —repuso ella, quitándose la saliva de la comisura de los labios—. ¡Pronto moriremos, tonta sueca! Moriremos todas… Tú, Natalie, la guarra de Mary y yo, que estoy como una cuba… Moriremos como Annie, Polly y Martha. ¡Y yo moriré borracha! ¡Ja, ja, ja! —estalló en una alocada risotada.
—Deja de decir gilipolleces, Kate —intervine con desgana, cada vez más amargada ante aquella existencia que nos llevaba al abismo—. Nadie va a morir. La Policía detendrá a los McGinty… Ya sabes, o ellos o Nathan.
Kate se rió y lanzó un gran escupitajo contra una desconchada pared.
—¡Moriremos, tontas! ¡La palmaremos todas! Y yo subiré al cielo borracha y le diré a San Pedro: «Aquí estoy» —la infeliz volvió a reírse.
—¡Y él te mandará al infierno derecha, imbécil! —gritó Lizie.
Los chirridos de la vieja cama cesaron por completo. Unos pasos se aproximaron a la puerta y esta se abrió con fuerza. Joe Barnett salió de la habitación abotonándose los pantalones. El muy cabrón se quitó la gorra, nos saludó con guasa y se marchó del patio como si nada.
Lizie y yo cogimos a Kate de los brazos, entramos en la habitación y cerramos la chirriante puerta de aquel sucio cubil. Mary estaba desnuda y se cubría con una bata. Tenía los pechos blancos muy enrojecidos. Nos miró avergonzada.
Lizie cerró la puerta y yo senté a Kate en una silla, apoyándola contra una pared.
—Debía hacerlo, chicas… Si Joe no pagara la mitad del alquiler, no reuniríamos el dinero para los McGinty ni en seis meses… —intentó disculparse Mary.
—No tienes que explicarnos nada, Mary. Has hecho lo que has podido —argumentó Lizie.
Tomé asiento a su lado y, cariñosa, la rodeé con mis brazos. Lizie hizo lo mismo. Mary lloró quedamente en mi hombro. Eso era bueno, tenía que soltar tanta tensión, tanta humillación…
—Saldremos de esta situación, chicas —afirmé con poca voz y menos convencimiento, pero rezando para que así fuera.
Apoyada en la mesa y a la tenue luz de una vela de cera medio consumida, Kate comenzó a roncar como si tal cosa.
—Nos falta solo una libra, Mary, una puta libra… —comenté silbando las palabras—. Mañana, Lizie y yo iremos hasta Mulberry Street y buscaremos a esos cabrones y les pagaremos. Ya lo verás.
—¿Y yo? —preguntó Mary.
—Tu cuidarás de esta puta borracha —repuse con amargura, señalando a Kate.
Las tres nos quedamos en silencio, mirando el repicar del fuego en la chimenea.
—Odio a esos cabrones —dijo Mary en un susurro.
Se refería a los hombres en general. Para ellos, solo éramos fardos de carne para manosear y follar. Éramos pechos, caderas y muslos siempre dispuestos a ser sobados con lascivia, mientras soportábamos sus alcohólicos alientos. Ahora, además, nos habíamos convertido en sacos de carne a los que alguien debía destripar…