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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Mi mente bullía entre ideas.

El caso Ostrog, que estaba enterrado en las profundidades de los archivos de la comisaría, volvió a mi mesa y acompañó al Kominsky. Dos casas, dos áticos y ambos alejados lo más posible de la gente. Eran dos tipos desaparecidos, dos tipos solitarios. También había dos estufas expendedoras de opio…

«¡Joder!», volví a pensar, aunque cada vez más desorientado.

Mi cerebro reventaba a cada nueva hipótesis y temí que estallase. Además, el juez Baxter y Sir Charles Warren habían comenzado a mandarme informes realizados por otros agentes, cada cual más absurdo. Había apuntado algunos interesantes en mi bloc de notas, pero el resto era pura basura.

«Dios…, ¿en qué puta locura estoy metido?», cavilé en la soledad de mi despacho.

En cuanto a la mujer de mis sueños, con su nombre se nos facilitaría la búsqueda de la niña, así que el sargento —además de buscar al desaparecido Kominsky— comenzó a husmear en los diferentes hospicios y orfanatos de Londres. Ahora solo faltaba el padre, al que, por extraño que me pareciera, yo había visto en alguna parte…

Miré el calendario que tenía ante mí. El buen sargento Carnahan se había molestado en arrancar las hojas —era el 7 de agosto hasta que mi fiel subordinado lo puso al día— y un vistoso 20 de septiembre se dejaba leer en él. Hoy era el día de la convención de medicina en el London Hospital.

Decidido a desobedecer todas las órdenes de Sir Charles, me puse mi chaqueta y salí de la comisaría. Y una vez fuera, pedí una calesa.

Puesto que el sargento Carnahan estaba buscando a Kominsky, Swanson no me dejaría ir y el doctor Phillips se encontraba agobiado de trabajo, decidí que mi acompañante idóneo para esta visita sería el agente especial. En el hotel donde este se alojaba —uno bastante lujoso, en Grosvenor Square—, me dijeron que el señor Carter había ido, como todas las mañanas, a ejercitarse al Hyde Park. Fue después cuando descubrí lo que significaba la palabra ejercitarse, pero en aquel momento no entendí aquella expresión.

Así que, más tarde, mi calesa se detuvo ante las férreas puertas del Hyde Park, el parque más grande de la capital británica. Me apeé y recorrí los caminos principales, entre señoras ricas y bien ataviadas, acompañadas de sus maridos y amigas. Imaginé el contraste que se daría si metiese en aquel hermoso recinto a alguno de los miserables elementos que poblaban East End.

No me costó dar con el agente especial. Estaba al lado del lago de serpenteante silueta. Se había situado en el centro de un enorme círculo de bustos de escayola, que representaban a personajes tales como Franklin, Newton… La camisa, el chaleco y la chaqueta estaban cuidadosamente doblados en el suelo, al lado del sombrero de copa. El agente estaba desnudo de cintura para arriba, y el dragón que nacía en su cabeza y que rodeaba el ojo se extendía por todo el tórax hasta que se perdía bajo los pantalones. Carter empuñaba el bastón y mantenía los ojos cerrados. Dos circunspectos criados le observaban.

Cuando abrí la boca para saludarle, el agente especial, aún con los ojos cerrados, cogió el bastón con ambas manos y me apuntó con el cabezal. Movió el bastón hacia atrás y golpeó el busto más próximo con la punta final de este. La figura cayó al suelo, donde Carter, con un rápido y mecánico movimiento de su arma letal, lo rompió en mil pedazos. El agente especial movió el bastón en círculos, por encima de su cabeza, y propinó un potente golpe a otro busto, que también rompió. Casi al instante, golpeó otro más con una fuerte patada y obtuvo idéntico resultado destructivo. Unas veces con los pies y otras ayudado de potentes puñetazos y bastonazos, Carter siguió pegando con furia las esculturas, hasta que de las doce que había en un principio solo quedó una en pie, a la que se quedó mirando fijamente. Sin previo aviso, Carter le lanzó su bastón con una fuerza increíble, todavía con los ojos cerrados. El cabezal de metal golpeó en la frente de la figura, que se rompió de inmediato. Aquello era en verdad impresionante. El agente pareció salir de su trance.

—Ah, inspector —me dijo—. Me alegro de volver a verle.

El agente especial recogió la camisa, el chaleco, el sombrero y la chaqueta, y luego se vistió con parsimonia.

—¿Qué desea? —inquirió ceñudo.

—Vengo a invitarle a un congreso de medicina en el London Hospital.

—Ya… Tengo entendido que Sir Charles le prohibió acercarse a cualquier congreso de medicina de Londres… —aventuró él.

Sonreí con sorna.

—Un amigo mío, el doctor Treeves, me dijo que estaría por allí durante el congreso —añadí, encogiéndome de hombros—. Solo quiero visitarle.

Carter sonrió también. Salió del círculo de bustos rotos y después de indicar a los criados que lo recogieran todo, tomamos uno de los senderos de Hyde Park hacia la salida.

—Inspector… —me habló luego de un largo silencio—, he de decirle que si hubiera querido suspenderle y privarle de su sueldo y privilegios, ya tendría más que motivos suficientes —no me lo tomé a mal porque su tono era marcadamente confidencial.

—He tenido suerte entonces —repliqué al instante. Observé como el agente especial extraía un reluciente monóculo de la chaqueta y se lo colocaba en el ojo derecho.

—¿Qué significan? —pregunté interesado.

—¿El qué…?

—Me refiero a sus tatuajes… ¿Qué son? —insistí.

El agente especial se había quedado ensimismado en la contemplación de dos ardillas que trepaban por un árbol próximo al sendero de gravilla y luego fijó su penetrante mirada en mí.

—Simbolizan un dragón. En Asia, estos seres míticos representan la fuerza y la suerte. Se supone que quien esté marcado con ellos no podrá ser herido en batalla.

—¿Y usted lo cree de veras? —pregunté perspicaz.

—No me han dado motivos para no creerlo… —mi interlocutor volvió a sonreír—. Pero, aunque exóticas, no dejan de ser supersticiones.

—¿Cómo se los hizo?

—Hace algunos años, en mis viajes por Asia, en Shanghai, salvé a un viejo hombre santo de unos tipos que pretendían robarle. Me hirieron, y el viejo se ocupó de mí, o al menos eso creo. Lo único que sé es que a la mañana siguiente me desperté sano y salvo en un olvidado callejón, con la mitad del cuerpo marcado por estas extrañas pinturas —explicó, mientras observaba el grisáceo cielo.

—Una historia interesante…

—No lo crea —afirmó; luego suspiró—. Estas pinturas bien pueden ser una bendición o una maldición. La gente me rehuye o se asusta. Creen que puedo matarlos o hacerles daño solo porque tengo una parte del rostro pintado.

—La sociedad actual se rige por esas ideas —opiné convencido.

Unas damas pasaron a nuestro lado y, corroborando mi última afirmación, miraron a Carter como si fuese un monstruo.

—¿Qué le había dicho? —repuso el agente especial con voz queda—. Me miran como si perteneciese a otra raza, a otra inferior, aunque cuando les enseño un fajo de billetes, me toman como uno de los suyos. Todo es divertidamente insultante —añadió irónico.

—Ya… Tendría usted que vivir Whitechapel como yo lo hago y observar la insultante miseria de las calles. Imagínese solo por un momento que una prostituta se colase en este parque tan señorial. Les importaría una mierda que les enseñase un fajo de billetes, y disculpe la vulgar expresión.

—Entonces esas señoras de antes no me mirarían con mala cara. Se fijarían estupefactas en la pobre mujer.

—En efecto —convine, mientras arrugaba la nariz—. Pero me atrevo a aventurar que esto no durará mucho. Cuentan por ahí que, con la entrada del siglo XX, muchas cosas encontrarán su final…, como la aristocracia y los imperios, para dejar paso a un gobierno democrático del pueblo y para el pueblo —saqué mi tabaquera y me lié un cigarro. Lo encendí y aspiré, con deleite de fumador empedernido, varias bocanadas de humo.

Carter me miró de arriba abajo, con el ceño aún más fruncido.

—Habla usted de forma muy liberal, inspector… —afirmó en voz baja—. ¿Es socialista…? No, no se preocupe —dijo al ver que me ponía en guardia—. Yo no estoy aquí para juzgar la manera de pensar de nadie.

—No, no soy socialista. Aunque pienso que algunas ideas de Marx bien podrían llevarse a la práctica y yo estoy totalmente de acuerdo con ellas. De todos modos, creo que el socialismo es una utopía. Bueno, soy de clase obrera… Por lo menos nací en ella, y si he de serle sincero, Carter, me gustaría poder ver que las cosas de las que le he hablado antes sucedieran algún día… No obstante, no soy muy optimista al respecto. Desconfío totalmente de la mente humana. Las ideas de Marx están muy bien sobre el papel… pero con la mente de la gente de este siglo que nos ha tocado vivir, sería imposible llevarlas a la práctica.

Llegamos hasta las puertas de Hyde Park, bordeando el lado sur y junto al fastuoso Royal Albert Hall —inaugurado diecisiete años antes, en honor al prematuramente fallecido marido de la reina—, donde mi calesa nos esperaba aún. Subimos y le grité al conductor la dirección del London Hospital.

—Si va a buscar al Destripador en un congreso de medicina, he de decirle que es un buen lugar para comenzar —afirmó el agente especial—. Posiblemente se reúnan allí miles de destripadores.

Sonreí al captar su ironía.

—Tenemos que localizar a uno —contesté tras un breve silencio—. El doctor Treeves me recomendó un tal doctor Neil, que es cirujano. Tal vez nos pueda contestar a unas cuantas preguntas sobre el tema.

La calesa se detuvo en la entrada del London Hospital. Pagué al conductor y nos apeamos. Varios hombres eminentes entraban en el edificio con sus respectivas señoras. Carter y yo penetramos en el edificio tras ellos, y atravesamos la planta baja del hospital en dirección a la sala de conferencias.

Había varios bancos amontonados en las paredes de la lujosa sala, donde tomamos asiento junto con miles de hombres ilustrados del país, como médicos, escritores, filósofos, aristócratas de todo tipo… E incluso pude avistar entre la multitud al joven príncipe Albert Victor Christian Edward, o como solían llamar cariñosamente al primogénito del eterno príncipe de Gales, el príncipe Hedí. Sí, sin duda era él, el mismo personaje de sangre azul, lánguido y linfático. Me quedé mirándolo mucho tiempo. Se decía que el príncipe era un poco retrasado y que creaba más molestias a su augusta abuela que los hindúes que se revelaban contra ella en la India. Se comentaban muchas cosas sobre él. Algunas eran ciertas…, otras no estaban todavía confirmadas. Un hombre de mediana edad se sentó a su lado y le apoyó una mano en el hombro. El príncipe le miró con un gesto de furia dolorosa, y el caballero de su lado le pidió perdón. Recuerdo que un tipo me dijo un día que al primer nieto de la reina Victoria no le gustaba que le tocasen. Nunca me lo había creído hasta ahora. Estos aristócratas de tan alta alcurnia…

Después de una tediosa charla en la que el propio doctor Treeves participó y de que se mostrasen varios sujetos con enfermedades —pude volver a ver al señor Merrick entre los aullidos de las sofocadas damas y las exclamaciones de horror de los hombres—, se sirvió vino francés y los médicos comenzaron a charlar en los pequeños corrillos profesionales que se formaron.

—¡Inspector Abberline y agente Carter, qué agradable sorpresa! —expresó una voz a nuestras espaldas.

Nos volvimos. Sir Howard Livesey y el hombre de mediana edad que había visto al lado del príncipe nos observaban.

—Buenos días, Sir Howard —saludé enseguida, pero con desgana.

—Permítanme que les presente al señor James K. Stephem, el tutor del príncipe Albert Victor —señaló el jefe de Seguridad Interior.

—Es un placer —dije en tono neutro, estrechándole a continuación la mano al personaje en cuestión.

Stephem era un tipo alto, pálido, con una perilla de chivo que le cubría casi toda la barbilla. Sus ojos eran de un azul acuoso, que le daban el aspecto de estar casi ciego.

—Tengo entendido que usted se ocupa del caso del Destripador, inspector —habló el referido tutor de la Casa Real—. He oído que afirma que ese asesino es un médico… Si es así, ha venido al sitio adecuado, inspector —abarcó la gran sala con los brazos—. Elija al que más le guste. Aquí hay sospechosos de sobra.

Livesey le rió la gracia.

—Siempre tan ocurrente, señor Stephem —comentó jocoso el máximo responsable del Departamento de Seguridad Interior—. Aunque me parece absurdo que sospeche de un médico, inspector, este país nuestro está lleno de miles de asesinos y desquiciados. Elija donde quiera, que aquí hay judíos, socialistas, anarquistas… Son gente que quiere desestabilizar la Corona y el Imperio con historias burdas y ridículas como la de ese Destripador. A ellos debería usted perseguir y no a eminentes médicos.

—Muy acertado —convino Stephem.

Ambos se marcharon al poco, de modo que Carter y yo nos quedamos solos en medio de aquellos corrillos de médicos.

—¡Cabrones! —mascullé asqueado.

—Déjelos… Busquemos a ese doctor Neil —razonó el agente especial.

Un hombre anciano, alto y de anchas espaldas se dio la vuelta y nos miró con mucha atención.

—Disculpen, caballeros, pero no he podido evitar escuchar su conversación… ¿Buscan al doctor Neil? —preguntó cortés.

—En efecto, señor… ¿Lo conoce usted? —inquirió Carter, a su vez.

El anciano asintió.

—Sí, sí le conozco, pero debo informarles de que el doctor Neil se ha sentido indispuesto y no ha podido acudir a la convención. Si puedo ayudarles en algo… —se ofreció solícito.

—¿Es usted cirujano? —sabía cuál sería la respuesta de antemano.

—Soy Sir William Whithey Gull y sí, claro que sí, soy cirujano —el hombre me tendió la mano, la cual estreché, al igual que Carter.

—Aparte de ser el médico personal de Su Majestad, la reina Victoria —añadió mi acompañante—. Soy el agente especial Carter y este caballero es el inspector Abberline, del Departamento de Investigación Criminal.

—Mucho gusto, caballero —dijo el doctor Gull—. Tengo entendido que están ustedes a cargo del caso de ese Destripador. He leído algunas de sus antiguas declaraciones, inspector, y he de decirle que me parecieron muy interesantes.

—Gracias —dije lacónico.

El doctor Gull bebió de su copa antes de seguir hablando.

—Sin embargo, sus declaraciones han variado mucho últimamente, inspector. Dicen que ha descubierto a otros dos posibles sospechosos; ese tal Leather Aprom y el judío Aarom Kominsky —apuntó, penetrándome con su escrutadora mirada.

—He de decirle que tengo mis dudas sobre la implicación de Kominsky en el caso, doctor —reconocí.

—Como yo —afirmó el galeno de la soberana—. No quiero que crean que soy un impertinente, pero como el doctor Neil no les ha sido de mucha ayuda… tal vez yo pueda echarles una mano, si ustedes me lo permiten, claro está.

—Por supuesto, Sir William. Será un honor para nosotros contar con su colaboración —repuso Carter cortésmente.

El doctor Gull acercó una cerilla a la lámpara de gas y esta se encendió con una llama azulada. Pude ver con claridad la sala a la que el anciano médico real nos había conducido. Esta parecía ser una especie de aula, lo que obviamente supuse por los bancos en las paredes y la pizarra en el centro; era como un extraño dios que mostraba a los alumnos todos los saberes se escribían en ella. El galeno se colocó detrás de una imponente mesa de operaciones que había delante de la pizarra y nos miró con fijeza.

—Han venido a hablar con un cirujano y eso es lo que les traigo. No se sientan violentos por esto, caballeros. Estoy acostumbrado a responder preguntas, pues es a lo que me dedico desde hace algún tiempo. ¿Qué desean exactamente?

Me adelanté a cualquier iniciativa verbal de Carter.

—Hay ciertos aspectos que el forense de la División H, el doctor Phillips, ha observado en su informe y que le ruego que eche un vistazo —precisé.

Saqué el informe de mi chaqueta y se lo puse encima de la mesa. Gull sacó unos pequeños anteojos y, con cierta dificultad, se los colocó.

—Disculpen… —su rostro se contrajo en una mueca—. Ando un poco mal de los huesos últimamente, sobre todo de las articulaciones de los brazos —se frotó los hombros dolorido—. ¿Saben ustedes cuál es la única enfermedad que un médico moderno no puede curar? Su propia vejez…

—Y la de los demás —añadí yo, aunque con un poco de sorna.

El médico de Su Majestad me sonrió comprensivo.

—Volvamos al informe, caballeros —apuntó con sus exquisitos modales, a tiempo que observaba el legajo de papeles y las fotografías—. Interesante… —murmuró—. El doctor Phillips acierta en muchas cosas, por lo que veo. Falta parte de la matriz del útero y varios trozos de intestino seccionados magistralmente. Si lo que buscan es una confirmación, he de decirles que el buen doctor Phillips está en lo correcto; se enfrentan a un demente, pero a un demente muy bien instruido en el arte de la disección humana.

Aquella confirmación sobre mis suposiciones —aunque no por esperada— me dejó plantado en el sitio. Hasta ahora solamente había manejado hipótesis, pero su ratificación había supuesto un fuerte golpe.

«Dios, ya no hay duda. Es un hombre culto», cavilé mentalmente. Pensé también en la manera en la que iba a presentarme en casa de un médico eminente y preguntarle: «Perdone, ¿es usted Jack el Destripador?».

—¿En qué datos se basa? —preguntó Carter interesado.

—Bueno, principalmente me centro en las fotografías —respondió Sir William con calma—. Los cortes pos mortem son precisos y hábiles, lo que nos indica que la persona en cuestión es muy ducha en el manejo de los útiles quirúrgicos y que está bien familiarizada con este trabajo con los cadáveres…, tanto en la extracción como en la localización. Les cortó el cuello de izquierda a derecha, por lo que deduzco que es diestro.

Asentí en silencio antes de preguntar:

—¿Y el arma? Si se tratase de un objeto quirúrgico…, ¿podría decirnos cuál sería el adecuado? —insistí ansioso.

Gull se paseó por la sala pensativo. Se tomó su tiempo.

—Verá, por el diámetro y grosor de las heridas infringidas… yo apostaría por un bisturí de Liston.

El veterano galeno cogió una tiza y dibujó en la pizarra un cuchillo afilado y largo.

—Lo inventó un cirujano de la guerra de Crimea. La gangrena obligaba a amputar miembros con rapidez, y Liston se vio forzado a fabricar este instrumento tan afilado. Puede cortar una pierna en menos de un minuto. Debido a su ligereza y rapidez, es un instrumento posible.

Carter arqueó mucho las cejas.

—¿No podría haber utilizado otra arma? ¿Tal vez una daga oriental? —aventuró un poco al azar de las conjeturas.

Sir William Whithey Gull sonrió comprensivo, pero enseguida negó suavemente con la cabeza.

—Si se refiere usted a un kukri o a un cuchillo pesh kabz, solo puedo decirle que es posible, aunque yo apostaría por un cuchillo de Liston. Lo digo porque todo parece indicar que el asesino es un hombre culto. Piénsenlo bien… —apuntó sagaz—. Para un médico sería mucho más útil el bisturí de Liston que un cuchillo hindú… ¿He resuelto su duda?

El agente especial asintió convencido.

—Si no les importa, hablemos ya de los crímenes —sugirió, abriendo las manos en paralelo—. En el último, el asesino prefirió jugar con ventaja. Me explico… Estranguló a Annie Chapman por la espalda, para después cercenar su cuello y extraerle las vísceras… Esto es, a todas luces, un ritual, señores, un macabro ritual. Este asesino no se conforma con matarlas, pues hace con ellas una tarea casi de cirugía y, además, con un fin que todavía desconocemos.

—¿Y la otra mujer? —preguntó el doctor Gull.

—¿Mary Ann Nicholls…? —intervine presto—. Por la ausencia de sangre, suponemos que la mató en otro lugar… La señora Nicholls murió a causa del tajo en el cuello, como es de suponer, pero antes fue debilitada con otro más pequeño en el cuello.

—Es obvio que el asesino se vio amenazado e intentó asesinarla de forma impulsiva, y eso le llevó a cometer el error de la primera herida —apuntó Carter, siempre incisivo en sus apreciaciones.

El doctor Gull suspiró hondo. Nos observó con renovado interés antes de dar su docta opinión.

—Recuerden, caballeros, que solo barajamos hipótesis —nos previno.

—Por supuesto, Sir William —convino Carter—. Créanme, caballeros, he visto muchos crímenes en mi vida y me parece que sé reconocer las manos que los cometen… Nuestro hombre puede ser ducho en el manejo del cuchillo, así como en materia de disección y anatomía humana, pero… es un tipo débil, asustadizo e inexperto en asesinatos —añadió con absoluto convencimiento.

—Ha enfocado bastante bien su mentalidad, agente Carter. Pero olvidan ustedes un detalle, Martha Tabram. Siento decirle que treinta y nueve puñaladas antes de que se desangrase por completo es puro ensañamiento… lo que nos conduce a ese sentimiento humano tan común que es la ira… Y la ira no es algo metódico precisamente. ¿No creen ustedes?

Tras un titubeo, volví a intervenir en aquella reveladora conversación.

—Yo ya había pensado en ello, doctor Gull —respondí cauto—. Deduje que el asesino perdió la cabeza a causa del nerviosismo que le produjo matar a su primera víctima.

—También es una buena explicación, sin duda —dijo Sir William, que carraspeó luego—. Lo que a mí me intriga es el motivo… Me refiero al hecho por el cual una mujer se deja guiar hasta un callejón oscuro y sucio por un tipo al que no conoce de nada y del que se fía plenamente.

—Creo que puedo responder a eso, doctor —contesté seguro—. Pude oler el aroma del vino en boca de las dos últimas víctimas. Era vino de cosecha, muy caro. Y hay algo más… Pude reconocer el olor a láudano en sus bocas.

—Comprendo… —admitió el facultativo de la reina—. El fin podría ser atontarlas, emborracharlas y drogarías para hacerlas después más vulnerables.

Los tres nos sumimos en un silencio profundo que Carter rompió.

—Muchas gracias, doctor Gull. Nos ha sido usted de mucha ayuda.

—El placer ha sido mío, caballeros —sonrió satisfecho de su aportación—. No duden en preguntarme si necesitan más datos.

—No querríamos molestarle más, doctor —incidí para comprobar su buena disposición.

—No es molestia… ¿Conocen esa vieja máxima que dice qué pide el Señor de ti, pues es mi favorita. Ustedes luchan contra el mal, señores. Tal vez lo que el Señor pida de mí es que les ayude… ¡Ojalá atrapen pronto a ese monstruo! —exclamó mientras miraba el techo de la sala.

«Dios le oiga», pensé.

La conversación con el médico real me turbó profundamente. Estaba claro ya. El asesino era un hombre de alta cuna y, además, tenía una misión muy definida. Su obsesión era asesinar al grupo de prostitutas de Grey… ¿Por qué razón? No lo sabía aún. Ahí podía estar la clave del caso que tanto me obsesionaba. Y luego estaban Kominsky —a quien el buen sargento Carnahan buscaba incansablemente— y Ostrog.

Para distraerme, y dado que el suboficial estaba ocupado con el rastro de Aarom Kominsky, me dediqué en persona a recorrer todos los orfanatos y hospicios de Londres, en busca de la pequeña de mi sueño. Tenía a la madre, Annie Crook, y gracias a su nombre encontraría a la pequeña y, posiblemente, al padre. Esto me aclararía algunas cosas, ya que en mi sueño la niña y el padre no eran asesinados… Mi mundo onírico había vuelto de nuevo y se repetía cada noche.

Como decía, recorrí todos los hospicios de la ciudad en busca de la niña, hasta que al final di con ella en Marylebone. Una enfermera me dejó pasar al jardín para que la viera. Tenía unos años más, pero era la misma de mi sueño. La pequeña jugaba con otras niñas a pillarse.

—La pequeña Alice —me indicó la esquelética enfermera—. Su madre la tuvo aquí hace tres años, el 18 de abril. Durante un tiempo no volvimos a saber nada de ellas, hasta que una mañana la niña apareció en la puerta del hospicio.

Pedí a la enfermera que me enseñase la partida de nacimiento, pero no se conocía el nombre del padre.

Joder. Tampoco sacaría nada en claro de allí.