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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Tras haber llamado y obtenido el correspondiente permiso verbal, el agente Mason abrió la puerta de mi despacho y le cedió el paso a la persona que yo aguardaba desde que todos los periódicos de Londres publicaron nuestro cuento de Leather Aprom. Era el sargento Thick, alias Jolinny el Recto. Sonreí. Le esperaba desde hace días.

Conocía a aquel hombre taciturno y serio, de mostacho y nariz prominentes. El apodo le venía por su habilidad para arrancar confesiones y su creencia de que East End se enderezaría con unos buenos golpes de su vieja porra.

—Buenos días, inspector Abberline —me saludó en tono correcto.

—Igualmente, sargento. Pero siéntese, por favor. Lo hizo ante mi mesa.

—Creo que usted ha venido por lo de Leather Aprom… ¿no es así? —fui directo al grano.

Thick asintió en silencio. Después se disparó él solo. Había picado en el anzuelo.

—Vengo a solicitarle que me permita investigar por mi cuenta el caso. Lo llevé hace años y se convirtió en algo personal —explicó mientras arrugaba el gran apéndice nasal.

Sonreí otra vez.

—Su ayuda es verdaderamente estimable, Thick —le adulé con tacto—. No tengo ningún inconveniente para no aceptarla —añadí, señalando las paredes llenas de papeletas y fotografías.

Parece ser que Thick esperaba que le hubiese mandado al diablo o algo parecido, porque se mostró sumamente desconcertado.

En honor a la verdad, he de decir que en otras circunstancias jamás le hubiese cedido el caso a aquel bestia de mierda. Si lo hacía, era sencillamente porque Thick se consideraba a sí mismo un «héroe de East End». Además, en su insoportable pedantería, gustaba que los periodistas le preguntasen y publicasen artículos que le favorecieran. Su presencia en el caso podía alejar a los posibles informadores del antipático inspector Frederick Abberline, para dirigirla sin tregua al honrado sargento Thick.

—¿Puedo ayudarle en algo más? —pregunté con mi mejor cara, fingiendo ser solícito.

—No, gracias, inspector Abberline —repuso Thick.

Se colocó el casco y se marchó de mi despacho con un seco buenos días.

Otra de mis piezas había entrado en juego en el imaginario ajedrez. Satisfecho, consulté mi reloj de bolsillo. Las cinco.

Como Lancaster estaba ocupado, pedí al agente Mason que me consiguiera un coche y, sin más, me dirigí hacia mi casa.

Ataviado como un mecánico y tras alquilar una calesa, me fui a la sede del Star con la esperanza de ver cumplido mi plan. Lo cierto es que me costó bastante conseguir el disfraz apropiado, y no digamos ya los útiles de trabajo.

No había avisado al sargento Carnahan de mis intenciones, pues prefería hacerlo solo.

La razón por la que me encaminé hacia la sede del conocido periódico londinense fue ese maldito periodista desconocido, ese cabrón que publicaba aquellas fotografías y artículos. Y solo el Star, uno de los diarios más conocidos y polémicos de Londres, podría darme la respuesta.

La calesa se detuvo frente al vasto edificio de oficinas y yo me apeé. Pagué al cochero y esperé hasta que se hubo marchado. Había unas cuantas boñigas frescas en la calle, que nadie había recogido aún.

Me dirigí hacia un oscuro callejón cerca del edificio, donde mi agente encubierto me esperaba.

—Buenas tardes, señora Dilber —saludé cortés.

La limpiadora pegó un respingo y suspiró aliviada al verme. Di por buena mi apariencia, porque al primer vistazo no me reconoció.

—Buenas tardes, inspector.

—¿Me ha conseguido lo que le pedí? —pregunté interesado.

Indagando en la familia de un viejo borracho, el cual se pudría en la comisaría por agresión, encontré a la señora Dilber, que trabajaba en el Star. Me puse en contacto con ella de inmediato.

La buena mujer había conseguido tomar prestada una llave de los archivos del citado diario, a cambio de que le hiciese un pequeño favor. Me tendió una pequeña llave de hierro.

—Logré quitársela al director ayer, inspector. Debe darse prisa y actuar rápido. Y procure que no le atrapen, pues me vería en un serio aprieto —me informó la gruesa mujer, a tiempo que, desconfiada, miraba a su alrededor.

—¿Y lo otro?

—Le arreglé una de las máquinas de imprimir —me comunicó como en un susurro.

—Perfecto. Muchas gracias, señora Dilber. Su marido será soltado mañana, a eso de la medianoche. Vaya a recogerlo —le anuncié y su rostro se iluminó de inmediato. Aparte, le entregué tres fibras por su ayuda.

—Descuide, que así lo haré, inspector —la mujer recogió el dinero sin ninguna vacilación—. ¡Ah! Y tenga cuidado con el archivero —me advirtió—. Es un viejo gruñón que se pasa el día en el archivo.

Los dos salimos del callejón. La señora Dilber lo hizo antes que yo para que no sospecharan de ella. Así pues, me introduje en el gran edificio.

Después de subir unas cuantas escaleras, llegué hasta la sede del Star.

Varios periodistas corrían de un lado para otro, y el incesante y rítmico teclear de las máquinas de escribir me dañaba los oídos. Oí voces estentóreas, gritos y comentarios por todos lados. Aquello parecía un manicomio. Había un tipo tras un mostrador cercano. Me acerqué si vacilar.

—Buenas tardes —me saludó el tipo en cuestión—. ¿Qué desea? —inquirió con cara de aburrimiento.

—Soy el mecánico que solicitaron. Vengo a arreglar la impresora —dije con voz segura.

Mi plan era sencillo y obvio.

La señora Dilber me había indicado que las máquinas de imprimir estaban cerca de los archivos del periódico. Ella había estropeado una sin que nadie la viese, y ahora me tocaba a mí hacer como que la arreglaba… Por eso me había presentado vestido de mecánico y con una caja de herramientas. Llevaba la cara y la ropa con manchas de grasa.

—Le llevaré hasta la sala —me comunicó el gris empleado.

Seguí al tipo por unos cuantos corredores, hasta que se detuvo frente a una puerta.

—Aquí es. Las pararon esta mañana y todos los técnicos tienen el día libre. Así podrá trabajar sin que nadie le moleste —dijo el hombre con aire cansino.

—Gracias.

Entré en la sala y el abúlico empleado cerró la puerta tras de mí.

Las máquinas de impresión estaban delante, descansando. Las ignoré y pegué el oído a la superficie de madera de la puerta. Cuando los pasos del tedioso empleado de la entrada dejaron de oírse por el corredor, abrí la puerta y salí con sumo cuidado.

Me acerqué a la puerta de al lado —coronada con el letrero metálico de «Archivo»— e introduje la llave que me había proporcionado la señora Dilber. La hice girar y el ruido que produjo la cerradura al abrirse se me antojó demasiado escandaloso.

Penetré en el archivo y cerré la puerta tras de mí. Saqué mi caja de cerillas, froté un fósforo contra la pared y la prendí al segundo intento. Un pequeño resplandor iluminó la sala tenuemente. Varias estanterías ocupaban toda la estancia.

No tardé en localizar lo que buscaba. En una ancha y abultada carpeta, con tapas de grueso cartón, encontré una etiqueta donde se leía: «East End: Jack el Destripador».

¡Bingo! La cerilla se consumió. Saqué otra.

Extraje el pesado volumen y lo trasladé hasta una pequeña mesa situada en el fondo de la solitaria sala. Lo abrí y observé las distintas instantáneas de las prostitutas muertas, los artículos anónimos que se debían publicar próximamente… «¡Joder!», pensé sorprendido; allí había suficiente material para hundir toda mi carrera en la Policía.

Contuve mis deseos de quemar todo aquello con la cerilla que empuñaba, pero esta, como alentada por un divino deseo, se apagó y con ella, mis turbias ansias de arruinar el maldito diario Star. Encendí un nuevo fósforo y me concentré en buscar nombres. Nada.

El tiempo se me echaba encima y no hacía más que lanzar frecuentes miradas a la puerta, temiendo que alguien la abriese de pronto y me cazase fisgoneando donde no debía. ¿Cómo explicar allí la presencia de un supuesto mecánico? Comencé a sudar.

¿Dónde podía encontrar el nombre de ese cabrón de periodista?

Miré las fotografías y el informe del Destripador y acabé soltando un prolongado suspiro de impotencia. Lo encerré todo en la cargada carpeta y me resigné ante lo evidente. Guardé el informe en la estantería.

Se me llevaban los demonios. ¡Y pensar que algún cabrón estaba en su casa, llenándose los bolsillos a costa de todas esas mentiras que yo podía destruir en esos momentos! ¿Llenándose los bolsillos? Caí al fin en la cuenta.

Busqué desesperadamente el informe de los pagos a los informadores. Allí tenía que estar. Lo localicé en una estantería cercana a la puerta y lo abrí allí mismo, sin llevarlo a la mesa. La excitación y los nervios hacían temblar sin control mis ansiosas manos.

Había varios tipos que recibían dinero constantemente, pero entre ellos destacaba uno en particular. «Michael P. Curtis», leí.

—¡Te he cazado, listo hijo de puta! —mascullé triunfal.

Apunté la dirección del periodista en una pequeña libreta y me guardé luego el papel en un bolsillo. Después dejé el informe en su lugar correspondiente y me dirigí con paso sigiloso a la puerta. Por desgracia, el inconfundible ruido de la vieja cerradura corriéndose y las voces de tres hombres resonaron al otro lado de la puerta.

Corrí a ocultarme detrás de una estantería de la segunda fila, con la puerta a punto de abrirse, y me refugié allí momentáneamente, procurando que no me descubrieran. Apagué la última cerilla justo antes de que tres personas penetrasen en la sala.

—¿Lo ve, señor director? —decía el tipo que me había recibido en la entrada—. Todo está en orden.

—Mire, Watkins… He perdido la llave y no la encuentro. Y sería grave que me la hubiesen robado —dijo un hombre viejo al que no pude ver el rostro.

Los tres se aproximaron a las estanterías, siguiendo el recorrido de la primera fila. Cuando los tuve lo bastante lejos, salí veloz de mi escondite y me precipité hacia el pasillo. Oí la voz del otro de los tres hombres, que daba explicaciones al director.

—… En la sala de máquinas está el mecánico reparando la tres, que se ha estropeado…

Abandoné el corredor y salí a la sala central.

No respiré a gusto hasta que no hube salido del Star y pedí un coche. Tenía por fin a mi hombre al alcance de la mano.

—Creo que lo he encontrado, señor —informé a Sir Charles Warren en su propio despacho.

Me había inventado una historia bastante convincente para explicar cómo había logrado identificar al periodista. Pero no pude engañar al agente Carter, que me miraba con creciente desconfianza.

«¡Joder…! ¡Ojalá no diga nada!», pensé con el corazón en un puño y rezando por que el agente no abriese la boca. En aquel despacho era el único que podía cazarme.

—Buen trabajo, inspector —reconoció Sir Charles, pero había un tono extraño en su voz—. ¿Cuándo piensa detenerlo? —quiso saber.

—En cuanto usted o el jefe Swanson firmen la orden —le tendí el documento que ya tenía preparado. Con un rápido movimiento de pluma, el jefe de Scotland Yard estampó su aparatosa rúbrica sobre el papel—. Muchas gracias, señor.

El agente especial carraspeó con suavidad.

—Sir Charles…, solicito que se me permita acompañar al inspector.

—Por supuesto. Tiene mi permiso —dijo el aludido, haciéndonos un ademán con la cabeza para indicar que podíamos irnos.

Ambos abandonamos el despacho de Sir Charles Warren y, posteriormente, el edificio de Scotland Yard.

—¿Adonde quiere llegar con todo esto, Carter? —le espeté mientras un coche nos conducía hasta la comisaría.

—Debo supervisarle, inspector. Le recuerdo que mi deber es informarme de todos los pasos que usted dé.

—No me refiero a eso… ¿Por qué no le ha contado nada de Nathan Grey a Sir Charles? —pregunté intrigado.

—Como ya le he dicho, inspector, mi deber consiste en seguir sus pasos, no en dirigirle a usted. Sir Charles es quien se encarga de supervisarle, no yo… —matizó, tras torcer el gesto—. Además, él solo da el visto bueno a mi acción; no me supervisa ni me dirige. Mis órdenes llegan de mucho más arriba. Ya me entiende… —concluyó.

Nos sumimos en un profundo silencio, que yo rompí al introducirnos en el barrio de Lambeth, donde le di las indicaciones pertinentes al cochero. El coche se detuvo frente a una casa de gente pudiente, ante la cual nos apeamos. Pagué al conductor, y este se fue silbando una cancioncilla de moda en las tabernas del puerto.

—Número 59… —indiqué con voz queda—. Es en el segundo piso.

Penetramos en el edificio. Un portero nos salió al paso para pedir explicaciones. Le enseñé mi placa y el hombre se amilanó.

Subimos hasta el segundo piso y llamamos al timbre de la casa del señor Curtis. Un varón relativamente joven, con un inequívoco aspecto de rata de biblioteca y que ya estaba empezaba a sufrir de alopecia, nos interrogó con la mirada al abrir la puerta.

—¿Qué desean, señores? —preguntó con frialdad. El tono de mi réplica fue grave.

—Soy el inspector Abberline, del Departamento de Investigación Criminal. Este caballero es el agente especial Carter.

El rostro del hombre se tornó pálido. Profirió algo parecido a un gemido y luego salió corriendo hacia el interior de su casa. Sin lugar a dudas, aquel era nuestro hombre. No solo por su repentina huida, sino porque conocía demasiado bien aquella espalda.

Blasfemé y corrí tras el periodista. Carter me siguió en silencio, pero con el rostro crispado. Ninguno de los dos había traído armas. En otra situación, un tiro al aire habría bastado para acobardar a ese personajillo de la prensa más chapucera.

Lo primero que vi fue un pequeño pasillo que comunicaba con otras habitaciones. Corrí hasta la que tenía la puerta entornada y entré. Era un despacho profesional, ocupado tan solo por estanterías repletas de libros y por una mesa abarrotada de papeles.

Curtis estaba con medio cuerpo en el exterior, intentando saltar una estrecha ventana abierta. Pretendía escapar… Tiré con fuerza de uno de sus brazos y lo conseguí meter en la habitación. El hombre cayó al suelo.

—Está detenido… —le avisé con voz áspera—. Por resistencia a la autoridad y por publicar fotografías no permitidas.

—¿Por qué lo hizo? —inquirió Carter, impaciente.

El hombre se puso en pie y titubeó antes de responder.

—Supongo que mi confesión servirá de ayuda en mi juicio.

—Puede ser —repuso el agente especial.

—Está bien. Me pagaron para que escribiera todo eso. Los artículos, las fotografías… Son todos míos —confesó cabizbajo. Sudaba por la tensión interior.

—Ya…, ¿y las cartas? —quise saber.

—Solo son mías las escritas con tinta. Les juro que yo no soy el autor de los mensajes en sangre —argumentó Curtis.

Me pasé la lengua por los labios.

—¿Y sabe quién es? —le pregunté cara a cara.

—Claro que no… —balbuceó el periodista—. Se lo juro: no lo sé. A mí me pagaban por las fotografías y el material escrito… No sé nada más —añadió. Movía sus manos de forma intranquila.

Carter le apuntó con el cabezal de su bastón.

—¿Quién le contrató? —preguntó con voz gélida.

El profesional de la información temblaba de pies a cabeza.

—No…, no puedo decirlo… —farfulló con la angustia reflejada en su expresión—. Me matarían… —musitó aterrado.

El agente especial lo miró inquisitoriamente. Su orden sonó tan terminante como lacónica.

—¡Dígamelo!

—Está bien —se secó el sudor de la frente con el puño de su camisa—. Si repiten lo que voy a decirles, caballeros, nuestras vidas no valdrán ni un penique. Esto es algo grave. No es un simple asesino de prostitutas. Es algo que va mucho más lejos…

Carter y yo cruzamos una rápida e inquieta mirada.

—¿Qué insinúa? —inquirí alterado—. ¡Hable de una vez, hombre! —le espeté con rabia mal contenida.

—Verán…, los tipos que me contrataron…

El agente especial de Su Graciosa Majestad se había puesto recto y oteaba la habitación con sus ojos de halcón buscando presas. ¿Acaso intuía algo? ¿Tenía oído de cazador experimentado? De improviso, tiró la mesa al suelo y los papeles volaron libres. Me empujó al suelo y él se tiró también.

En ese preciso instante, un tipo con una gabardina negra pegó una patada a la puerta del despacho y apuntó al periodista con su revólver.

Curtis recibió un tiro mortal en el pecho y se desplomó como un fardo que se arroja al suelo.

Carter saltó de detrás de la mesa de trabajo empuñando su bastón. Ni me fijé en la magnitud de aquel acto suicida del agente especial.

Curtis cayó a mi lado, escupiendo sangre. Me asió con ambas manos y me susurró al oído:

—El cuervo y el demente… Los juwes… —no pudo pronunciar más palabras. Escupió más sangre y soltó un estertor de muerte. Exhaló el último aliento y falleció.

Saqué la cabeza por encima del parapeto y lo que vi me dejó helado.

Carter se batía contra tres hombres, solo con su inseparable bastón, y con una rapidez inusual; si alguien me hubiera hablado de esta cualidad del agente especial la primera vez que le vi, no lo hubiera creído.

Mi acompañante asió su bastón con ambas manos y obligó a uno de los tipos a levantar el revólver que empuñaba. La bala chocó contra el techo. Mientras, le propinó una brutal patada en el pecho a otro hombre que, traicionero, venía por detrás y cayó pesadamente al suelo. Después, Carter le pegó una tremenda pata en el estómago al tipo al que había desviado su disparo, todo ello en una terrible y veloz sucesión de movimientos, lo que hizo que este cayese de espaldas contra el suelo. Me arrojé contra otro de los hombres que intentaba atacar a Carter y le propiné un sonoro puñetazo en pleno rostro.

Todavía tiemblo al pensar en lo que nos hubiese pasado a Carter y a mí si aquellos personajes hubiesen tenido la oportunidad de disparar sus armas.

Los tres yacían en el suelo inconscientes.

—¡Joder! —exclamé maravillado por lo que acaba de contemplar—. ¿Dónde ha aprendido usted a hacer eso? —quise saber muy intrigado.

El agente especial esbozó una tenue sonrisa de triunfo, mientras no dejaba de vigilar a aquellos sicarios.

—En Japón —contestó conciso.

—¿Artes marciales?

—Algo parecido —se limitó a decir.

El sonido de varias armas amartillándose me sobresaltó bastante. Tres hombres nos encañonaban con sendos rifles. Un tipo con una cicatriz en la cara se adelantó. Vestía la misma gabardina que los demás.

—¿Quién coño son ustedes? —interpeló fríamente.

—Eso mismo es lo que nos preguntamos nosotros —respondí con todo descaro.

—Agente Ichabod Crow, del Departamento de Seguridad Interior —repuso con soberbia el hombre que llevaba la voz cantante, como si aquellas palabras lo resolvieran todo.

Me tocaba a mí hacer las presentaciones.

—Soy el inspector Abberline, del Departamento de Investigación Criminal, y este señor, el agente especial Carter. Han interrumpido una acción policial —añadí con cierta dureza.

—Y ustedes han interrumpido una operación que llevábamos meses planeando —avisó Crow con sequedad.

—¡Ese nombre iba a confesar! ¡Era vital que viviese! —grité.

—No es mi problema, inspector. Para mí era vital que muriese —argumentó Crow—. Era un sujeto peligroso que amenazaba la seguridad del Imperio.

Carter y yo nos miramos con furia.

—¿Un periodista, amenazar la seguridad del Imperio? —le espeté raudo e incrédulo—. ¡Por favor!

El tipo aquel me miró de forma amenazante.

—Se acordará de esto, inspector. Elevaré una queja en toda regla a su superior. No le quepa duda —recalcó—. Y ahora, si me disculpan…

Nos invitó a marchar con un gesto adusto que pretendía ser amable.

—¡El Departamento de Seguridad Interior! —exclamó el sargento Carnahan.

Donald Swanson me miró con preocupación. Lo hizo mientras fumaba de su inseparable pipa. El doctor Phillips bebía café en silencio. Aunque la cafetería de Larry estaba más llena que de costumbre y había un bullicio general, le recriminé al suboficial a mis órdenes:

—¡Joder, sargento, hable más bajo por el amor de dios!

Swanson tenía el ceño muy fruncido, y tanto de su boca como de su nariz salía humo.

—Esto ya es serio, Fred —me previno en voz baja—. No se trata de tres mujeres despedazadas simplemente… Hay algo gordo detrás de todo esto —afirmó casi en un susurro y mirando alrededor por precaución.

—¿Qué te hace pensar que el objetivo de ese Crow era impedir que Curtis hablase? —preguntó el doctor.

—Creo que Curtis tenía algo que ver con el Destripador. Alguien le pagó para que tomase las fotografías y escribiese esas chorradas. Es alguien al que le interesa que se dé mucha publicidad al asunto… O tal vez alguien a quien le conviene que estemos fuera del caso —argumenté convencido de lo que expresaba en tono mesurado.

—¿Por qué dices eso? —quiso saber Swanson.

—Recordad las palabras de Sir Charles desde el asesinato de Martha Tabram: «No quiero darle publicidad al asunto… A riesgo de perder sus empleos». Podría querer que abandonásemos el caso. Sir Charles podría estar ocultando a alguien —respondí, bajando aún más la voz.

Swanson puso los ojos como platos. No daba crédito a lo que acababa de escuchar.

—¡Por dios, Fred, estás hablando de Sir Charles Warren! —estalló—. ¡Estás acusando al mandamás de Scotland Yard!

Me encogí de hombros.

—Por eso precisamente —insistí con voz queda—, aunque quizás no esté ocultando algo… A lo mejor simplemente se oculte a sí mismo…

—Eso es una acusación más seria, Fred —intervino Phillips.

El galeno ladeaba la cabeza pensativo.

—Pero encaja —aventuré, aun a riesgo de parecer un lunático.

Por las miradas de los tres hombres que me acompañaban, deduje que pensaban igual que yo. Los cuatro nos sumimos tras ello en un incómodo silencio, que el buen sargento Carnahan logró romper al contarnos algunos de sus chistes. Sin embargo, solo reímos a medias. Con lo que se nos venía encima, no estábamos precisamente para bromas…