28

(NATALIE MARVIN)

Nunca me habían gustado ni las comisarías ni los policías, pero de todas formas allí estaba, en un despacho en penumbra, con un inspector que se creía listo y al que yo, todo hay que decirlo, no apreciaba mucho.

El policía parecía nervioso cuando entré. Me indicó que me sentara frente a él y apartó los desordenados papeles que abarrotaban su mesa de un manotazo; algunos cayeron al suelo por un extremo.

Observé el despacho con irrefrenable curiosidad. Había decenas y decenas de notas clavadas en las paredes con chinchetas y clavos, acompañadas de fotografías de espantosos cuerpos mutilados, de reos escapados de sus penales, asesinos… Se supone que el lugar idóneo para clavar las notas era un tablón de corcho que había en una de las paredes, pero este estaba ocupado por un mapa de Whitechapel, un largo vestido gris desvencijado, varias notas y cartas escritas con lo que parecía tinta roja y… varias fotografías de Martha, Polly y Annie después de morir. Reconocí la ropa en ese momento. Era el vestido de Polly.

Intenté no mirar las imágenes, pero el estómago se me retorció de angustia y un repentino frío se apoderó de mí. Me arrebujé en mi desgastado chal de lana.

El inspector percibió mi reacción.

—Lo siento —dijo con voz queda.

—No es culpa suya. Es su trabajo —repliqué comprensiva.

Se produjo un silencio incómodo. La mirada del inspector, tan clavada en mí, me molestaba.

—¿Por qué ha venido, señorita Marvin? —quiso saber él.

—Venía a preguntarle por Nathan Grey, inspector…

—Yo no sé nada de él —reconocí.

La preocupación por Nathan me había arrastrado hasta allí. Eso y también las sospechas de que algunos de los McGinty estuviesen vivos y ansiosos por despedazarnos.

—Precisamente, señorita Marvin, yo quería preguntarle a usted lo mismo.

Me quedé helada. Si aquel hombre no sabía nada de Nathan…

—¡Joder…! —mascullé preocupada.

Abberline observó la honda preocupación que se reflejaba en mi descompuesto rostro. El se ofreció solícito.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita Marvin?

Estaba furiosa con todo. Con Nathan, por no estar con nosotras cuando nos estaban matando; con aquel policía cabrón, por no protegernos de los McGinty; con mi asquerosa vida…

—¿Ayudarme? —repetí irritada—. ¿Ayudarme? —mi tono era desabrido. Después estallé—. ¡No ha hecho más que joderme, puto poli! ¡Desde que le conozco, han muerto tres amigas mías! ¡Tres mujeres que no habían hecho nada a nadie, hijo de puta! —me levanté e, impotente, le seguí gritando. Lo hice apretando los puños hasta sentir dolor—. ¡Y usted sigue ahí! ¡Cómodamente sentado en su puta silla, sin hacer nada mientras mis amigas están muriendo! —mis ojos echaban llamas.

—Señorita Marvin, le juro que intento hacer todo lo que puedo… —argumentó el inspector con tono mesurado a pesar de mis insultos.

—¡Y una mierda! —le interrumpí histérica—. ¡Los polis no valéis para nada! ¡Sois unos putos mierdas! ¡Unos redomados cabrones!

La puerta se abrió de golpe y dos policías entraron en el despacho empuñando sus pistolas. Sin duda, habían oído el escándalo que yo provocaba. Abberline se levantó de golpe. Lo vi un tanto irritado por aquella interrupción.

—¡No pasa nada, agentes! ¡Vuelvan a sus puestos! —ordenó con voz autoritaria.

Estos salieron del despacho consternados y cabizbajos; creo que incluso se sintieron ridículos.

Había agotado mis escasas fuerzas en gritar al inspector, por lo que me dejé caer derrotada en la silla. Las lágrimas afloraron en mis ojos. Sollocé sin control. Acababa de tocar fondo en mi desdichada existencia.

El inspector, nervioso, se frotó los ojos y después se acercó a mí.

—Puede que tenga razón en lo que dice, señorita Marvin, no digo lo contrario —su tono era relajante—. Hay muchos cabrones en el cuerpo de Policía, doy fe de ello, y eso lo dice alguien que está acostumbrado a tratar con policías a diario, créame… —suspiró unos segundos—. Pero póngase por un instante en nuestro lugar, señorita Marvin. Vemos la miseria a diario en las calles, así como la impotencia de no poder hacer nada para evitarlo… Usted me comprende, señorita. Usted vive en ella y puede haber tenido ante sus ojos cosas más horribles de las que veré yo en toda mi vida… Pero créame, se lo pido por favor, solo quiero ayudarla.

Alcé la cabeza al fin. Se había acuclillado y comprobé que me miraba directamente a los ojos.

—Necesito que usted y las chicas me ayuden. Y no puedo hacerlo si me rehuyen o me insultan cada vez que me acerco a ustedes… Necesito conocer cosas. Saber quién quiere hacerles daño y por qué. Y para eso, necesito que hable conmigo. Tome… —me tendió un pañuelo, con el que me sequé las lágrimas. Se lo devolví luego—. ¿Qué es lo que le ocurre? Vamos, no ponga esa cara de desconfianza, sé que le aflige algo —añadió al ver el desconcierto reflejado en mi rostro.

Había que colaborar…

—Los McGinty quieren que les paguemos cuatro libras cada una —le confesé en voz baja.

—No puede ser. Los McGinty están muertos —afirmó él con rotundidad.

—Podrían haber escapado algunos —razoné mientras miraba una pared llena de notas e imágenes— y tengo pruebas que lo demuestran.

—¿De qué pruebas habla?

—Antes de morir Martha Tabram, McGinty me abordó en un callejón. Me dijo que si no le pagábamos, nos cortaría el cuello a todas —el inspector me miró muy concentrado, pensativo—. ¿No pueden buscarlos y detenerlos? —pregunté preocupada.

Abberline resopló con intensidad antes de dar una cumplida respuesta.

—Es imposible detener a los McGinty, señorita Marvin. Su jefe estaba muy bien relacionado con los funcionarios de justicia… Ya me entiende —me explicó, arqueando las cejas después—. Pero supongo que con McGinty muerto, se podría intentar…

—¡Haré lo que sea, inspector! —prometí, en un impulso emocional—. ¡Testificaré contra ellos si hace falta!

—No. Entonces si que estaría condenada, señorita Marvin, y yo no podría hacer nada por ayudarla. Hay que esperar, pues solo les están avisando —me aconsejó él—. Yo me ocuparé de buscar a los McGinty y de detenerlos en el acto, señorita Marvin.

—Gracias —musité lacónica.

—No hay por qué darlas —respondió él suavemente, como en un susurro apenas audible pero reconfortante.

Me levanté de mi asiento y, deseándole buenos días, abandoné el despacho. Dejé al inspector en la penumbra de la habitación, rodeado de las fotografías de mis amigas muertas. No supe explicar por qué en ese momento, tras hablar con Abberline, el nudo que había oprimido mi estómago desde que habían matado a Martha se relajó y desapareció casi por completo.