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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Cuando llegué a la comisaría y entré en el salón, los miembros del jurado, el doctor Phillips, el sargento Carnahan, el agente especial Carter, el juez de primera instancia Wynne Baxter y el viejo Swanson me esperaban, así como varios agentes de la División H. También vi algunos periodistas y curiosos, un jurado compuesto por funcionarios y varios testigos, hombres, mujeres y… ¡niños!

Me senté en una silla, al lado del sargento Carnahan y de la silla vacía del forense, y me limité a observar la escena.

El doctor Phillips estaba levantado y se dirigía al jurado leyendo su detallado informe.

—La víctima tiene un corte profundo en la garganta de izquierda a derecha, realizado, probablemente, con un pequeño cuchillo de amputar o uno de carnicero estrecho y delgado, de hoja extremadamente afilada y de entre siete y ocho pulgadas de largo. Un miembro del jurado interrumpió al galeno.

—Perdone, doctor…, quisiera saber si se tomaron fotografías de los ojos de la señora Chapman.

Phillips torció primero el gesto y después miró al tipo con expresión desconcertada.

—No…, no se tomó ninguna —reconoció.

—Recientemente se ha estudiado que si se toman fotografías de los ojos de una difunta, la imagen de su agresor, o lo último que vio, se queda grabado en la retina de la víctima —explicó el tipo con toda la candidez del mundo.

Reprimí una carcajada y el doctor pareció hacer lo mismo. Aquello era sencillamente ridículo.

—El cadáver no está ya en el depósito, caballero —señaló el forense con energía—. Informaré al señor Maguire, fotógrafo del Departamento de Investigación Criminal, de su propuesta por si se presentase —«Dios no lo quiera», pensé yo mientras me mordía la lengua— la ocasión de fotografiar los ojos de otra víctima —repuso el doctor Phillips en tono neutro. Satisfecho, el tipo en cuestión volvió a sentarse—. Con esto, caballeros, acabo mi testimonio… Creo que la información que he dado es suficiente para justificar la muerte de la víctima. Pienso que entrar en más detalles solo serviría para herir los sentimientos del público y los miembros del jurado. Me atendré a su decisión, señoría.

Era evidente que el doctor no pensaba decir nada más, así que se sentó.

Hubo un murmullo de desaprobación entre el variopinto público y los miembros del jurado. Querían saber más cosas sobre la autopsia, pues el médico había olvidado dar cuenta de las mutilaciones de la parte inferior de la víctima.

—Malditos cabrones —musité. Miré a Phillips, que se había sentado a mi lado, y le soplé al oído izquierdo—. Tenga cuidado, doctor. Ahora irán a por usted.

En efecto, el juez Baxter se levantó y los murmullos se acallaron como por arte de magia.

—Doctor Bagster Phillips, por doloroso que sea, y siempre en interés de la justicia, es necesario que usted revele el resto de la autopsia —indicó su señoría.

—Si he de referirme a las heridas de la parte inferior del cuerpo, quiero decir que, en mi opinión, sería sumamente imprudente hacer públicos los resultados de mi examen —añadió, mientras miraba de reojo a los ávidos periodistas allí presentes—. Estos detalles son aptos para usted, señoría, y para el jurado, pero, a mi juicio, darlos a conocer ante toda esta gente sería de muy mal gusto.

Abrumado, el juez Baxter resopló dos veces.

—Bien, doctor Phillips —convino el magistrado. Después se dirigió a los agentes de la autoridad—. Que sean desalojados de la sala todas las mujeres y niños.

Los agentes me miraron a mí y, al ver que yo asentía, procedieron a cumplir la orden del juez. En unos minutos, todas las mujeres y niños abandonaron en relativo silencio la sala.

El doctor se levantó y miró a los profesionales de la información.

—Señoría, quiero que sepa que me mantengo en mi postura. Solicito que no se hagan públicos el resto de detalles de la autopsia.

—Denegado, doctor Phillips —repuso el juez—. Puede empezar cuando quiera.

El galeno suspiró, resignado, y comenzó a exponer todos los datos que conocía sobre la muerte de Annie Chapman.

—… He de añadir —recalcó a tiempo que miraba a todos los presentes— que si yo hubiera sido el criminal, no hubiese podido tardar menos de quince minutos en infligir heridas semejantes. Y si yo, como médico que soy en ejercicio, hubiese causado esos daños con deliberación y habilidad, hubiese necesitado aproximadamente la mayor parte de una hora —metió su informe en una carpeta y se la pasó al juez Baxter—. No tengo más que decir, señoría.

Bagster Phillips tomó asiento a mi lado.

El juez se levantó de su asiento y fue llamando a los testigos. Un hombre corpulento, que respondía al nombre de Albert Cadosh, se presentó y se colocó ante su señoría.

—Dice usted, señor Cadosh, que hacia las cinco y veinticinco de la madrugada salió al patio del número 25 de Hambury Street, que está separado del patio del número 29 por una valla de madera… ¿No es así? —preguntó el juez.

—Así es, señoría —respondió Cadosh, retorciendo una gorra de paño marrón.

El magistrado sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón para ahogar un inoportuno estornudo. Lo logró a medias.

—Muy bien… —dijo mientras aspiraba aire por la nariz—. Y usted afirma… —repasó brevemente una parte del informe— que a esa misma hora oyó voces quedas al otro lado de la valla, seguidas de un no femenino y después un golpe contra la verja… ¿Me equivoco?

—En absoluto, señoría —admitió Cadosh.

—¿Y no se molestó en averiguar qué había causado el golpe? —preguntó Baxter.

—Con el debido respeto, señoría, llegaba tarde al trabajo y no me podía entretener —respondió Cadosh de forma contundente.

—No tengo más preguntas —concluyó el magistrado, flemático.

Después de Cadosh, el mozo que había descubierto el destrozado cadáver fue llamado a testificar. Posteriormente se presentó el subinspector Chandler, ya que fue el primer agente policial que se acercó al cuerpo.

Como estas confesiones ya las había oído, me dediqué a cavilar sobre algunos detalles de la muerte de la señora Chapman. Volví mentalmente a la sala cuando el juez Baxter llamó a testificar a una tal Elizabeth Long, quien afirmaba haber visto a la víctima en compañía de un hombre alto, de pelo negro y que vestía una gabardina negra.

—¿Está segura que vio a la chica? —inquirió el magistrado.

—Sí, lo juro, señoría… —repuso la mujer nerviosa, que no cesaba de abrir y cerrar las regordetas manos—. Ya la había visto otras veces por allí —añadió con marcado tono chismoso.

—¿Hacia qué hora? —preguntó el juez.

—¡Oh! No sabría decirle. Yo volvía de trabajar…

Baxter miró unos de sus papeles antes de continuar con el testimonio de aquella oronda fémina.

—Usted dice que escuchó un fragmento de la conversación mantenida entre la víctima y su posible agresor… ¿Puede repetir lo que escuchó?

—Sí, señoría… —Elizabeth carraspeó antes de continuar hablando—. El le preguntó: «¿Lo harás?», a lo que ella respondió que sí.

—No tengo más preguntas que hacerle, señora Long —dijo el magistrado. La mujer se marchó.

Los que vinieron a continuación fueron una serie de personajes, cada uno más incoherente y estúpido que el anterior, los cuales pretendían, sin lugar a dudas, hacerse un hueco en la investigación abierta. Cada uno exponía ridículas confesiones acerca de hechos que no sucedieron más que en su imaginación y de ridículos testimonios.

Al final, el juez Baxter, furioso por tantos personajes absurdos, acabó de citar testigos y nos dijo que podíamos salir del salón.

En mi despacho reinaba la penumbra.

Como un fantasmal manto que todo lo abarcaba a ras de suelo, la niebla había vuelto a abatirse sobre Londres y, aunque el ventanal de mi despacho tenía las cortinas descubiertas, apenas entraba luz en él.

A mí no me molestaba. Prefería estar así, sobre todo cuando trataba de concentrarme en mis pensamientos profesionales.

La situación se complicaba día a día. Los periódicos habían recibido miles de notas del supuesto asesino, así como Sir Charles Warren y yo. Ya no eran simples mensajes escritos con sangre. Las escuetas amenazas se habían convertido en cuartillas llenas de advertencias, insultos y chanzas macabras sobre los crímenes. La gente que no tenía otra cosa que hacer vertía allí todas sus miserias morales.

Nadie lo había advertido, excepto el doctor y yo. Las cartas ya no estaban escritas por el asesino, por lo menos las de Sir Charles y las mías, que fueron las únicas que Phillips —debido a su falta de trabajo, este se entretenía ayudándome— y yo pudimos analizar. Las transcribía alguien con el pulso firme, que cometía fallos adrede para que creyésemos que era un inculto. Veamos un ejemplo:

Estimado jefe:

Estaré en Whitechapel el 20 del corriente… y comenzaré una tarea delicada a eso de medianoche, en la misma calle donde ejecuté mi tercer examen del cuerpo humano.

Suyo hasta la muerte

Jack el Destripador

Atrápenme si pueden

P.D. Espero que pueda leer mis palabras y lo pondré todo por escrito, sin dejarme nada. Si no puede ver las letras, hágamelo saber y las haré más grandes.

La palabra grandes mal escrita es propia de un analfabeto, sin duda alguna. Pero el doctor y yo nos percatamos de que el asesino había escrito bien los vocablos examen y ejecuté, los cuales resultaban mucho más difíciles para un analfabeto. Había gato encerrado en todo aquello.

Por supuesto, el forense y yo solo hablamos de aquel sutil detalle con el sargento Carnahan y el jefe Swanson. Nos guardamos mucho de comentárselo al agente Carter y menos aún a Sir Charles Warren.

Como decía antes, me encontraba en soledad aquella neblinosa tarde meditando a oscuras en mi despacho, cuando el agente Mason me sacó de mis cavilaciones al entrar tras dar dos toques en la puerta y después de que le contestara con un gruñido de aprobación.

—Inspector, hay una mujer ahí fuera… —señaló hacia fuera con una mano extendida—. Insiste en verle solo a usted, señor… ¿Qué hago? —preguntó mientras se encogía de hombros.

—Ya… Hazla pasar, Mason.

El aludido desapareció al otro lado de la puerta. Cuando volvió a aparecer, lo hizo acompañado de una chica joven. La reconocí de inmediato.

Natalie Marvin entró en mi despacho y aguardó hasta que el agente cerró la puerta y yo, claro está, hubiese encendido la lámpara de gas de mi mesa para ahuyentar las tenebrosas tinieblas de mi despacho.

—¿He interrumpido su trabajo, inspector? —preguntó ella, contemplándome con mucha desenvoltura de arriba a abajo.

—En absoluto —repuse a la vez que me incorporaba para tenderle una mano e indicarle la silla que tenía enfrente de mi escritorio.