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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Tal y como el sargento Carnahan había vaticinado, aquella noche hubo disturbios en el barrio judío. Decenas de tipos de Whitechapel se presentaron de madrugada en el lugar de los hechos. Portaban antorchas, diversas armas y muy mala opinión sobre los semitas.

Por suerte, los componentes de aquel vociferante grupo se contentaron con romper algunas ventanas a pedradas y con pintar escritos amenazantes en las tiendas y casas judías. No hubo ningún herido. Para cuando algunos agentes de la División J de la City se presentaron al ver que nosotros no acudíamos, la referida turba, compuesta por gentuza histérica y muy violenta, se había esfumado por completo. El sargento había suspendido las guardias por el barrio judío, para evitar que nuestros muchachos saliesen mal parados al intentar disolver aquella muchedumbre enfurecida.

Como el tiempo había mejorado al fin, aquella mañana me había dirigido en una calesa descubierta hasta Manor Park, el cementerio donde enterraron a Annie Chapman.

Mi intención era encontrarme con el viejo Grey y preguntarle sobre los posibles datos que hubiese recogido, pero, una vez más, el tiro me salió por la culata; el viejo Grey no se presentó al entierro.

Fue una ceremonia íntima. Solo acudieron los escasos familiares de Annie y sus amigas. Entre ellas, se encontraba la chica esa que se hacía llamar Natalie, quine me miró con mal talante al pasar junto a ellas.

Sus allegados acudieron al depósito a las siete de la mañana y se llevaron el cuerpo de manera clandestina y en un coche fúnebre hasta Manor Park. Era curioso que los familiares de la víctima, los mismos que habían rehuido de ella por ser una borracha, una sucia puta, fueran los únicos que se ocuparon de ella en su entierro, en el lúgubre adiós final.

Después de que mi visita al cementerio no diese ningún fruto, me dirigí hacia la comisaría en la misma calesa, donde el juez Baxter iba a citar a los testigos del asesinato.