(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)
Atravesé el angosto pasillo y salí al patio interior. El sargento y el doctor Phillips me esperaban allí. Les acompañaban Maguire, varios agentes de la División H —entre ellos, Mason y Barrett, el subinspector Chandler, que estaba lívido y tembloroso— y algunos periodistas que empezaron a lanzarme miradas furtivas al entrar, como si pensaran que no les vería. Los miré fijamente y uno de ellos se adelantó.
—Inspector Abberline, represento los intereses de los distintos periódicos interesados en este asunto… ¿Ha oído hablar de la libertad de prensa? —preguntó ufano. Pretendía timarme.
—No —mentí con todo descaro—. Pero tampoco quiero oír hablar de ella —añadí ceñudo—. Caballeros, si me hacen el honor… —les señalé la salida con un brazo bien extendido.
Uno a uno, con la cabeza en alto, todos los buitres de la información más escabrosa abandonaron el patio, murmurando entre ellos la forma en la que me humillarían en sus respectivos artículos.
Me encaré con Carnahan.
—Sargento, tiene usted poder para echarlos cuando quiera. No hace falta que me espere a mí —le comenté en tono frío, muy profesional.
—Quien manda, manda, inspector. Yo solo soy un subordinado —repuso él, encogiéndose de hombros.
Me fijé entonces en el escenario del nuevo crimen. La gente se agolpaba en las ventanas, y puede descubrir que algunos ocupantes las alquilaban a individuos que tenían la morbosa pretensión de ver el cadáver desde alguna de ellas.
El doctor Phillips estaba en cuclillas junto al cuerpo de una mujer obesa y de mediana edad, de cabellos negros y rostro magullado. Le habían rajado el cuello, de modo que casi separan la cabeza del cuerpo, y le habían abierto el vientre. Los intestinos yacían encima del hombro derecho. Su chaqueta negra estaba abotonada. Tenía la falda levantada, por lo que se dejaba ver la mitad inferior de su cuerpo, y las piernas, enfundadas en desgastadas medias de lana, estaban flexionadas y abiertas de forma grotesca.
—Annie Chapman o Annie la Morena, como se la conocía por aquí —dijo el sargento en tono neutro.
—Otra del grupo de Grey. ¡Vaya racha lleva! —concluí pensativo—. ¿Quién la descubrió? —quise saber de inmediato.
Henry Carnahan se ocupó de ello.
—John Davis, un mozo que es inquilino en este edificio —lo señaló con un índice—. Después cubrió el cuerpo con una lona y avisó al subinspector Chandler, que pasaba por aquí —concluyó mi subalterno.
Miré al lívido Chandler y este asintió con mirada vidriosa.
—Avisé al doctor Phillips de inmediato, inspector —me informó.
—Buen trabajo, sin duda, Chandler —alabé.
Me acerqué al cuerpo de la mujer y me acuclillé junto al experto forense.
—Es el mismo trabajo, Fred; el mismo método, incluido el vino de calidad —me indicó el doctor.
Tosí un par de veces antes de preguntar:
—Pero… ¿por qué vino?
—No lo sé… no lo sé —repitió Bagster Phillips—. Pero esta vez hay algo más. La anterior solo lo echó en pequeñas cantidades, tan pequeñas que incluso me costó identificarlo… Pero esta vez se ha pasado… Huele.
Me acerqué al cadáver y me arrodillé junto a él. Olí su boca. Un aroma familiar emanaba de ella.
El doctor confirmó lo que pensaba.
—Es láudano.
He de recordar que mi reciente experiencia con las drogas para intentar dormir había hecho que probara varios experimentos con diversos narcóticos —entre ellos el láudano— y que, por tanto, conocía de sobra aquella sustancia y sus efectos.
—¿Con qué fin? —inquirí, sin darme cuenta de que la respuesta era obvia.
—Atontarla, digo yo… No lo sé con seguridad, Fred. Cada vez sé menos —el galeno se levantó exasperado y guardó los útiles de cirugía en el maletín que solía llevar. Seguidamente se dirigió a Mason y a Barrett—. Agentes, metan a la señora Chapman en una caja y trasládenla en ambulancia hasta el depósito. Si el supervisor se queja, añadan que el inspector jefe Swanson lo ha autorizado.
—Bien, doctor —respondió Mason—. Lo que usted diga.
Ambos levantaron con evidente asco el cadáver de la prostituta —envuelto en una lona— y lo introdujeron en una caja de madera. Les oí mientras ultimaba detalles con el doctor.
—Fíjate qué casualidad. En esta caja cargaron el cuerpo de la otra mujer, la Nicholls esa.
Casualidad…
Cogieron la caja y la sacaron del patio, ante las protestas y quejas de los ansiosos mirones de las ventanas. Merodeé por el solar, pero solo logré encontrar un sobre roto lleno de pastillas —luego descubrí que pertenecían a la víctima— y un pedazo de muselina.
Un fogonazo me alertó de la presencia de otro fotógrafo, además de Maguire. Busqué de dónde procedía la llamarada de magnesio y localicé a un tipo con una cámara montada en un trípode, en lo alto de una azotea.
Allí estaba. Era el puto periodista que se me escapó la otra vez.
—¡Maldita sea! —grité irritado—. ¡Es él, sargento! ¡Que no escape! —ordené.
El hombre descubrió que le había visto y echó a correr con la cámara bajo el brazo, hasta que desapareció en la azotea del edificio.
—¿Adonde coño da esa azotea? —grité a Chandler.
—Al número 31… Justo aquí al lado, inspector —repuso el policía, señalándolo.
Corrí con nervio por el pasillo hasta salir a la calle, abriéndome paso entre los curiosos y los agentes. El sargento Carnahan y el subinspector Chandler me seguían.
Esta vez no se escaparía.
Vi como el periodista abandonaba el edificio número 31 y que corría calle abajo.
—¡Alto a la autoridad! —avisé a pleno pulmón—. ¡Deténgase! ¡Policía!
El hombre, como es natural, no me hizo el menor caso.
En mi loca carrera, desenfundé el revólver y disparé al aire con intención de asustarlo. Lejos de conseguirlo, el periodista corrió aún más. Parecía un galgo. Decidí frenar su avance disparándole en las piernas. Sabía que era difícil y que podía fallar, pero comenzaba a cansarme. Fue entonces cuando un coche tirado por negros caballos apareció galopando desde el final de la calle. Se detuvo ante el presunto periodista, que subió de un ágil salto. El cochero apremió a los caballos, que se lanzaron calle abajo, y pasó por donde nos encontrábamos el sargento, el subinspector y yo, con la respiración entrecortada por la loca carrera. Me di la vuelta y disparé al fotógrafo sin darle.
—¡Joder! —exclamé a la vez que desfogaba mi rabia y mi impotencia en un tiro al aire.
El maldito periodista se me había vuelto a escapar.
Para colmo de otra jornada de trabajo aciaga, Carter me esperaba en mi despacho.
Cuando entré, el agente especial observaba detenidamente mi mapa del distrito y se detuvo con especial interés en los lugares de las muertes. Me dedicó una enigmática mirada, que yo ignoré por completo. Fui hacia mi escritorio, cogí una tiza roja y escribí el nombre de Annie Chapman justo en el número 29 de Hambury Street, seguido de una cruz roja, como había hecho con los otros dos asesinatos de las rameras.
—¿Por qué no me ha avisado? —quiso saber Carter.
—Era una urgencia —me disculpé, encarándome con él sin problemas. La verdad era que no le había avisado porque no me había dado la real gana. No me gustaba nada aquel tipo de cabeza afeitada. Además, ignoraba su lugar de residencia.
Carter me miró con desconfianza y después articuló una sonrisa. Tamborileó el cabezal de su bastón sobre mi escritorio. Fue tremendamente sincero.
—Mire, inspector, sé que no le caigo bien y el sentimiento es mutuo, créame. Pero no estoy aquí para obedecerle ni mantenerme al margen. Hay un asesino suelto y debo atraparlo… Con su ayuda o sin ella. Usted decide. Yo no soy partidario de las limpiezas de personal, ni de suspender a nadie de su cargo y privilegios, pero tengo licencia para hacerlo. Recuerde lo que le digo ahora, cara a cara… me ayuda o lo aparto.
Alcé una ceja inquisitoriamente.
—¿Está amenazándome? —pregunté irritado.
—Tómeselo como quiera. Como amenaza o como advertencia. Como ya le he dicho antes, usted decide. Pero quiero que quede clara una cosa: a partir de ahora usted me informará de todos lo pasos que dé y deberá avisarme para que le acompañe. Mi trabajo también consiste en elaborar un informe sobre el caso… ¿He hablado con claridad? —insistió.
En ese momento, yo apretaba los puños con ira. Por si no tenía bastante con Sir Charles, la reina Victoria enviaba a otro hijo de puta más para molestarme, para sentir su aliento a todas horas.
—Lo suficiente —respondí gélidamente.
—Bien —Carter tomó asiento tras mi escritorio y me miró con mucha intensidad—. Ahora, va usted a hablarme de todos los pormenores inherentes al caso… —se ajustó su monóculo al ojo y observó mi informe sobre el caso—. Aquí es donde usted afirma que cabe la posibilidad de que el asesino sea un hombre culto… ¿Se basa en alguna evidencia, inspector? —quiso saber.
—En varias —contesté en tono neutro— y, además, bastante reveladoras. Pero no ha de consultarme a mí solo, agente Carter. Hable con el doctor Phillips, el forense de la División H… El sabrá decirle más cosas que yo, puesto que parto de sus informes para afirmar mis sospechas.
Asintió con la cabeza.
—Lo haré, inspector Abberline, téngalo por seguro.
En ese momento, la puerta de mi despacho se abrió lentamente y el sargento Carnahan asomó la cabeza por la puerta.
—¿Inspector? —me interrogó con la mirada y descubrió al instante mi alicaído estado de ánimo.
—¿Sí…? Dígame, sargento…
—El doctor Phillips me envía a buscarle. Va a practicar la autopsia a la mujer.
—Ahora mismo voy, sargento. Dígale a Lancaster que prepare el coche —ordené a media voz.
Carnahan abandonó el despacho. Descolgué mi gabardina y me la puse con premeditada lentitud. Vi que Carter cogía su sombrero y su bastón.
—¿Viene usted? —la pregunta estaba de más, pero era una sutil muestra de la animadversión que sentía hacia su persona.
—Las autopsias me interesan mucho, inspector —dijo el agente especial, calándose a continuación el sombrero de copa para ocultar su poco estético cráneo rapado—. Cuándo guste —añadió con helada cortesía.
Salimos de mi despacho y, posteriormente, de la comisaría. Subimos al coche de Lancaster con el sargento Carnahan, y el conductor dirigió los caballos hacia Old Montague Street.
Las moscas bullían alrededor de los cadáveres de las camillas. El insoportable hedor que estos despedían no era sofocado por las sábanas que los cubrían.
Oímos gritos iracundos al entrar. Procedían del doctor Phillips y del señor Mann. Al parecer, el primero increpaba al supervisor del depósito, quien se defendía como podía ante la ira del forense. Tenía el rostro rojo, congestionado por la ira que sentía.
—¡Esto es inadmisible, doctor Mann! —estalló—. ¡Una barbaridad propia de un principiante! ¡Digo más! ¡Es propio de un analfabeto!
Carter, el sargento y yo nos acercamos a ellos.
—¿Qué ocurre, doctor? —inquirí preocupado. Jamás le había visto en aquel estado de excitación.
Phillips resopló dos veces con fuerza.
—¡Estos asnos, Fred! —me miró con los ojos desorbitados—. ¡Esta panda de inútiles! ¡Han lavado el cuerpo y lo han desnudado! —gritó su impotencia—. ¡Dios santo! ¡La de datos que hemos podido perder!
Me fijé en el cuerpo. No había rastro de sangre ni vísceras. Se encontraba desnudo en todo su frío esplendor. Su ropa estaba a su lado, cuidadosamente doblada y limpia.
—¡Debería agradecérnoslo, doctor Phillips! ¡Con esta carnicería le hemos ahorrado trabajo! —se disculpó a gritos el supervisor.
Mi amigo el forense estaba al borde de sufrir un ataque al corazón ante tamaña incompetencia. Mann nos había dado problemas en el asesinato de Martha Tabram y ahora había vuelto a hacerlo con el de Annie Chapman. Por lo visto, no sabía ya de qué manera molestarnos.
—¿Y los órganos, desgraciado? —Bagster Phillips no se cortó lo más mínimo al usar ese adjetivo tan ofensivo—. ¿Qué diablos ha hecho con ellos?
Mann tragó saliva con mucha dificultad antes de contestar.
—Incinerarlos, doctor. Sobraban y, como puede ver, no tenemos sitio aquí para guardarlos.
Temí que el facultativo le fuese a propinar un puñetazo a aquel imbécil, así que agarré del brazo al supervisor del depósito de cadáveres.
—Váyase a otro lado, señor Mann —le invité con tono mesurado—. Ya nos ocuparemos nosotros de la autopsia.
El aludido me obedeció presto y se alejó del cuerpo de la mujer.
—Dime si has visto a alguien más idiota en todos tus años de policía… Dímelo y te juro que no lo mataré. ¡Dios! ¡Ordené que no lo tocaran! —me dijo el doctor Phillips.
—Ya no hay nada que hacer, doctor… —me percaté de la presencia de Carter e hice las presentaciones de rigor—. Perdone, agente Carter… —él, comprensivo con la tensa situación, bajó la cabeza levemente—. Doctor Phillips, es el agente especial Carter, llegado de la India para resolver estos asesinatos… —se estrecharon las manos—. Ahora, si tiene el gusto de apuntar, sargento, el doctor nos informará de los pormenores del nuevo caso.
El forense se aproximó hasta su maletín y sacó el puntero de metal.
—Mujer blanca, de cabello negro y obesa, aunque a pesar de todo desnutrida. Presenta un grave tajo en el cuello, que a punto estuvo de decapitarla. Extracción del útero y los intestinos. El primero se lo llevó y los segundos los dejó encima del hombro derecho. Esta colocación puede resultar simbólica o puede no serlo… La boca… —el doctor le lanzó una rápida mirada a Carter y se detuvo. Advirtió en mi mirada y en como arrugué la frente que el detalle del vino no debía ser expuesto ante el agente especial—. No despide ningún efluvio a alcohol, así que deduzco que no estaba bebida. Pero necesitaré pedir un lavado de estómago para realizar el examen toxicológico.
—¿Murió degollada? —preguntó Carter.
—No, asfixiada —corrigió el forense en su clásico estilo académico—. La estrangularon antes de degollarla. Esto se advierte al observar el tono de la piel, en la falta de oxígeno. Eso explica por qué la sangre no manó con intensidad. La sangre de alguien muerto no sale a presión de sus arterias —concluyó.
—¿Con qué fin la estrangularon para después degollarla? —volvió a preguntar el de la cabeza rapada.
Sentí que me tocaba intervenir.
—Nuestro asesino es un demente misógino. Es ese odio hacia las mujeres lo que le hace cometer esta clase de crímenes —le informé sin apartar la vista del cadáver de la furcia.
—Pero es evidente que sigue un método —opinó Carter.
—Obviamente. Les corta el cuello y las destripa, para después quedarse con algún que otro trofeo. Es típico de un demente en toda regla —intervino de nuevo el doctor Phillips—. En esta ocasión, se llevó el útero y la otra vez hizo lo mismo, aunque se vio interrumpido…
—¿Y la sangre? —señalé interesado—. Los cortes de la parte inferior del cuerpo deben haber despedido más fluidos —afirmé más que pregunté.
Phillips sonrió satisfecho.
—Pude observar que la ropa de la mujer, de paño grueso, la absorbió casi toda, al igual que ocurrió con el caso de la anterior —matizó el forense—. También me he dado cuenta de otro detalle… La señora Chapman sufría en el momento de su muerte una enfermedad, ya en fase avanzada, que le afectaba a los pulmones y al cerebro. Parece ser que la pobre mujer estaba destinada a morir de todas formas.
Miré a la desgraciada fémina que tenía delante. La cara magullada por alguna pelea, enferma, desnutrida… Sentí lástima y alivio al mismo tiempo. Ella había escapado de East End para siempre, pero otras no tendrían la misma suerte… Miles de mujeres sobrevivirían para no ver otra cosa que miseria, horror y muerte. Otras, las menos y más afortunadas, en otros barrios, pasaban por la vida en la más insultante abundancia. ¿A quién le importaba la estratificación social de la sociedad victoriana?
En ese momento, Sir Charles Warren y el supervisor del depósito entraron en el sótano, pasaron entre las camillas y se dirigieron hacia nosotros. Ni se molestaron en saludarnos. El engreído jefe de Scotland Yard fue directo al asunto que reclamaba su intervención.
—Doctor Phillips, el señor Mann me ha informado de algunas irregularidades…
Todavía no he descubierto cómo Sir Charles Warren se enteraba tan rápidamente de nuestra presencia en el depósito y la forma en que se trasladaba tan velozmente, como una enfermedad incurable, hasta llegar hasta Old Montague Street.
Pero el caso es que allí estaba. Había que soportarlo de nuevo.
Phillips, siempre sin pelos en la lengua, no se cortó lo más mínimo en sus acusaciones profesionales.
—El señor Mann es un incompetente, Sir Charles. Francamente, me resulta absurdo que el único depósito de East End esté a cargo de él y expuesto a sus barbaridades —expuso el forense, tranquilo.
—¿En qué se basa para soltar tales insultos a la ligera, doctor? —preguntó Sir Charles aplacado. Pero era la calma que precedía a la tempestad de nuevo.
Sin embargo, el doctor Phillips no le temía.
Alguien carraspeó detrás de nosotros. Carter se adelantó y miró a Warren.
—Con el debido respeto, Sir Charles, el doctor Phillips lleva razón. El señor Mann ha destrozado algunos detalles al limpiar la ropa de la mujer y el cuerpo, como por ejemplo rastros de pólvora, sangre de otras heridas o quizá del propio asesino… Detalles que, estará de acuerdo conmigo, son bastante relevantes. Además, creo entender que el señor Mann ha incinerado los restos que el asesino no se llevó —precisó el agente especial.
Al supervisor del depósito de cadáveres se le subió la sangre a la cabeza.
—¿Y qué quería que hiciese? —inquirió encolerizado—. ¿Que los guardase en un cajón?
—Al menos debería haberlo descrito en un informe o, en su defecto, haberlos conservado en formol, hasta que se presentase alguien capaz de analizarlos correctamente —argumentó el doctor Phillips con aplastante lógica.
—No veo para qué —repuso aquel cretino.
—Pero yo sí, señor Mann, son pruebas… —añadió el forense.
El aludido se limitó a encogerse de hombros. Tras una breve pausa, tuvo el descaro de preguntar:
—¿De qué?
—De que mis suposiciones sobre que el asesino posee altos conocimientos sobre anatomía son acertadas —contestó el doctor Phillips.
Al jefe supremo de Scotland Yard se le agotó la paciencia ante aquel duelo verbal entre galenos.
—¡Ya basta! —rugió, pegando después un golpe en la camilla donde reposaba el cuerpo de Annie Chapman—. ¡Doctor Phillips! ¡Estoy harto de estas absurdas suposiciones suyas! ¡Ese demente no es ningún hombre culto! ¡Es un carnicero o un judío, por el amor de dios!
—Con el debido respeto, Sir Charles, no debemos… —comencé a decir yo.
Sir Charles clavó en mí su reluciente monóculo y me quedé sin habla al percibir tanta furia en su hosca expresión.
—Inspector Frederick Abberline, cuando necesite su opinión, ya la solicitaré —me dijo con marcado sarcasmo—. Le ruego que mantenga la boca cerrada —teníamos algo en común; los dos odiábamos que nos interrumpieran—. Quiero que algo les quede claro a todos, caballeros… Ese hombre que buscamos es un judío loco, un demente escapado del Guy’s o un carnicero, pero… —recalcó con énfasis este punto— ¡no es un hombre culto! —gritó irritado—. Sepan que esta tarde he citado a algunos miembros de la prensa para hablarles sobre este tema. Se destacarán a los sospechosos y se descartará por completo la idea de que ese demente pueda ser un hombre culto. Desde ahora, Abberline deberá informar a la prensa sobre algunos detalles del caso… Y, al igual que el inspector Abberline, ustedes también tendrán que hacerlo —concluyó mirando fijamente a Phillips y a Carnahan.
Intenté protestar.
—Pero, Sir Charles…
—¡Basta! —me interrumpió sin ninguna consideración por su parte—. Inspector Abberline, sargento Carnahan y doctor Phillips, no quiero encontrar nada en ningún periódico o en ningún informe que aluda a algo que tenga que ver con la suposición de que un hombre culto haya perdido la cabeza… ¿Me oyen? A no ser que quieran correr el riesgo de perder sus empleos —se dirigió a continuación al agente especial—. Señor Carter, ocúpese usted de supervisar todos sus informes y de impedir que comuniquen sus extravagancias en la prensa. Solo deben informar de los detalles más nimios.
—Así lo haré, Sir Charles —convino el agente especial.
—¡Y nada de fotografías! —nos advirtió Warren—. Solo quiero palabras, caballeros… ¡Buenos días!
Y diciendo esto, el mandamás de Scotland Yard salió del depósito de cadáveres seguido de un ser tan servil e inútil como el señor Mann.
En el ínterin, yo temblaba de pies a cabeza debido a la furia interior que sentía. El doctor Phillips apretaba con fuerza su puntero de hierro, y temí que lo rompiese en cualquier momento. El sargento sacó su petaca y bebió grandes tragos de su contenido para templar los nervios. Únicamente el agente especial seguía con su misma postura imperturbable. Se colocó su sombrero de copa y cogió el bastón. Tras despedirse con un seco buenos días, salió del depósito.
Unos segundos después, le pegué una patada a la camilla de Annie Chapman.
—Calma, Fred —me recomendó el doctor—. Recojamos esto un poco —conteniendo su furia, el doctor Phillips recogió sus bártulos y los metió en el maletín.
—¡Usted lo ha oído, doctor! —grité indignado, fuera de mí—. ¡Ahora quiere que hablemos con la prensa!
Ninguno de los dos dijo nada. Bagster Phillips recogía sus útiles y el sargento miraba el techo. Solo se oía el tintineo metálico de los instrumentos, que chocaban unos contra otros, al ser introducidos en el maletín del forense, amplificado todo por el eco del depósito.
—¿Y el cuerpo de la señora Chapman? —preguntó el sargento, rompiendo el silencio que habían creado nuestras respectivas furias contra el jefe de la Policía metropolitana.
—El juez Baxter citará a los testigos, a lo sumo, dentro de tres días. Sus amigas solicitarán el cadáver… O ellas o sus familiares —explicó el doctor con voz queda.
Tras la humillación sufrida y compartida, los tres salimos del sótano buscando la frescura de la calle, donde corría el aire más o menos puro y las moscas no reinaban como en aquel ambiente tan tétrico, y dejamos el cadáver de Annie Chapman haciendo compañía a las decenas de cuerpos del depósito.
Al día siguiente, cuando llegué a mi despacho, había recibido una carta que me esperaba encima del escritorio. La miré con sospecha y, empuñando un abrecartas, desprendí la solapa del sobre.
Me sobresalté al reconocer la tinta y la letra:
¿Ha visto al Demonio?
Si no es así, pague un penique y entre.
Jack el Destripador.
—¡No se lo va a creer, inspector! —el sargento entró en mi despacho con estruendo. Colgó su gabardina en el perchero y se acercó a mí. Venía acalorado y con un periódico londinense en las manos. Se paró en seco al ver mi expresión de desconcierto y me preguntó preocupado—. ¿Qué le ocurre?
Le pasé la breve misiva. Vi como el sargento movía los labios a la vez que leía y releía el contenido de esta.
—¿Tiene algún sentido para usted? —quise saber.
Carnahan se sentó en su mesa, pensativo. De repente, saltó como si le hubiesen insultado.
—¡Ya lo tengo! —exclamó agitado—. El otro día, cuando encontramos a la señora Chapman, observé que alguno de los vecinos había alquilado su ventana a los curiosos para ver el cuerpo. Y eso significa… —dejó la última frase inconclusa.
—Que el hijo de puta estuvo allí… —le di un puñetazo a la mesa—. ¡Podríamos haberle atrapado, joder! —añadí furioso.
El sargento me pasó un periódico.
—Y eso no es lo peor, mire… —apuntó con su índice.
La portada la ocupaba una instantánea, a tamaño cuartilla, del cuerpo de Annie Chapman antes de ser lavado. Se veían a la perfección sus vísceras desparramadas y su cuello cortado.
—¿Nuestro esquivo periodista? —pregunté mecánicamente.
—En efecto, inspector.
—¿Ha averiguado algo?
El suboficial aspiró aire antes de informarme.
—Solo que es un tipo raro. Al parecer, no trabaja para ningún diario. Simplemente hace las fotografías, las envía y recibe un cheque con la cantidad que solicita por sus servicios —Carnahan me miró interrogativamente.
—¿Y Ostrog…? ¿Qué me dice de él? —quise saber.
Destripador al margen, este continuaba siendo nuestro caso y aunque ninguno de los dos indagase ya para localizar al médico ruso, el incomprensible asunto de Michael Ostrog seguía en mis pensamientos, exigiéndome que le diese la importancia que merecía, algo que yo no entendía. ¿Por qué mi cerebro se empeñaba en recordarme que alguien había secuestrado a un doctor?
El sargento alzó los hombros, en signo de impotencia.
—Nada, inspector —reconoció con amargura—. Es como si se hubiese evaporado.
Hubo dos toques en la madera, di permiso y la puerta se abrió con suavidad. El agente Mason entró en mi despacho.
—Señor… —me saludó tímidamente—. Siento interrumpirle. Hay un hombre ahí fuera que insiste en hablar con usted.
—Déjelo pasar.
Mason desapareció por la puerta, la cual dejó abierta.
El sargento me lanzó una mirada de advertencia y yo, sabiendo de sobra lo que significaba, saqué el revólver de un cajón de mi mesa y lo coloqué con cuidado en mis rodillas.
Había personas peligrosas en East End, y yo tenía la desgracia de haberme enemistado con la mayoría.
Detrás de Mason, un hombre alto y bastante corpulento, de hombros grandes y separados, entró en mi despacho. Lucía un desgastado sombrero modelo hongo que se quitó al entrar, por lo que dejó a la vista su cabello repeinado con pulcritud.
—¿Es usted el inspector Abberline? —preguntó cuando Mason se fue y cerró la puerta tras de sí.
—En efecto —contesté lacónico.
—Soy George Lusk, constructor y miembro de la Junta Metropolitana de Obras Públicas —se presentó él, estrechándome la mano que le tendí desde el otro lado de la mesa.
—Tome asiento, señor Lusk —repuse con fría cortesía; a continuación le indiqué una silla frente a mi mesa.
El señor Lusk se sentó frente a mí, mientras yo cerraba mi mano diestra alrededor del arma, que descansaba sobre mis piernas y notaba su superficie fría.
—Me han asegurado que usted es el representante del Departamento de Investigación Criminal en el distrito de Whitechapel y también el encargado del caso del Destripador —expuso el constructor.
—Le han informado bien.
—Verá… —tragó saliva con dificultad—. Tanto yo como el resto de vecinos del distrito estamos bastante consternados con esos tres asesinatos que han ocurrido recientemente…
Sabía por dónde iban los tiros, así que aflojé la mano que empuñaba el revólver.
—Estamos trabajando en ellos, señor Lusk, no le quepa la menor duda —aseguré en tono firme.
Lusk dejó escapar un leve suspiro.
—Pero no muy satisfactoriamente, inspector —argumentó él abriendo las manos—. La gente tiene miedo, las mujeres no andan seguras por las calles y ustedes no parecen hacer nada.
—Ya… —murmuré molesto—. Hablando francamente, señor Lusk, y siendo un poco grosero, he de decirle que lo que la Policía haga o deje de hacer no es asunto suyo —elevé el tono de voz—. Si echa un vistazo a los periódicos, podrá usted comprobar que la propia reina Victoria ha designado a un agente especial para la investigación de este caso y puedo decirle…
Mi interlocutor me interrumpió ladeando la cabeza.
—Es lo que hago, inspector: leer los periódicos y las cartas de ese maníaco que dicen que asesinará a todas las putas que vea —insistió ceñudo—. Personalmente, cuantas más furcias haya en la calle, mejor, pero no sabemos si ese loco la tomará con el resto de las mujeres, los niños o algunos hombres también… —sonreí con malicia al imaginarme al Destripador sacándole las entrañas a un rudo marinero—. Por ello, tanto yo como algunos vecinos descontentos hemos decidido formar el Comité de Vigilancia de Whitechapel para triunfar donde ustedes fracasan. Le voy a enseñar el documento que hemos preparado de común acuerdo entre nosotros… —antes de que el sargento y yo asimiláramos la novedad, Lusk sacó un papel de su chaqueta y lo leyó en alto—. «En vista de que, a pesar de los asesinatos que se están cometiendo a nuestro alrededor, el cuerpo de Policía es incapaz de descubrir el autor o autores de dichas atrocidades, los abajo firmantes hemos resuelto crear una comisión y nos proponemos ofrecer una generosa recompensa a todo aquel ciudadano que facilite cualquier información que sirva para llevar ante la justicia al asesino o asesinos».
Estuve a punto de soltar una carcajada, pero logré frenarme. Me costaba imaginar a unos cuantos alhamíes y tenderos armados, patrullando todo Whitechapel en la afanosa búsqueda de Jack el Destripador.
El señor Lusk dejó el papel en mi mesa y me miró fijamente. Comprobé que debajo del texto escrito estaban plasmadas varias firmas.
—Creo que no tengo más que decir… —el señor Lusk pareció recordar algo—. Quiero que sepa que no desconocemos que ustedes sospechan de esos judíos. Desde ahora, los vigilaremos, téngalo por seguro, inspector Abberline. Que tenga un buen día.
Diciendo esto, el constructor se caló el sombrero hongo y salió de mi despacho.
Sonreí al sargento Carnahan, pero él me miró preocupado.
—¿Qué…? —inquirí extrañado.
El suboficial se paseó por el despacho y, después de dar algunos pasos, se plantó frente a mí.
—Ordenaré a los chicos que se alejen lo más que puedan del barrio judío —afirmó tajante—. Esta noche habrá pelea allí —añadió con voz queda.
—Buena idea. No me extrañaría nada que esos imbéciles se presentaran allí y armasen disturbios. Además, creo que Sir Charles Warren puede ocuparse solo del Comité de Vigilancia. Ya ha demostrado más de una vez que puede encargarse de las manifestaciones y de los disturbios diplomáticamente —apunté con malicia, recordando los sucesos del 13 de noviembre del año anterior.
Carnahan arqueó mucho las cejas.
—¿Insinúa que no acudirá a extinguir los disturbios? —me preguntó asombrado.
—Ni yo, ni usted, ni ninguno de los agentes de las Divisiones J y H de este distrito —ordené sin dudar un instante—. Póngase en contacto con el comisario Smith, en Bishop’s Gate, y comuníquele lo mismo… Que Sir Charles se ocupe de todo. El ha sido quien ha encendido la mecha para que se desencadenen esos posibles disturbios étnicos cuando habla de la implicación de los judíos en los crímenes… Que él se las componga solo —concluí.
Lo alabó.
—Curtis, ha hecho un buen trabajo con esta fotografía, capitán.
—Eso todavía es el principio —afirmó Crow—. Vamos a empezar a formar un pequeño caos… ¿Y el inspector?
—Sigue dando palos de ciego, al igual que ese sargento —dijo el otro—. En cuanto al asesino…, no sé nada de él, señor.
—Seguirá igual que los otros —repuso Ichabod Crow, esperando que fuese así.
—¿Qué órdenes hay en cuanto a ese agente especial, señor? —preguntó su interlocutor.
—Las mismas —replicó Crow secamente—. ¿Algo más que informar?
—No… —sin embargo, el hombre pareció recordar algo—. Bueno, sí. Son las prostitutas, señor… Digamos que ya no están localizadas.
—¿Qué…?
—Las echaron de su casa la noche de la muerte de la tercera, señor —informó el hombre bajando la voz.
Crow pareció profundamente contrariado. Aquello complicaba sobremanera las cosas.
—Vigila al inspector y al sargento. Olvídate del asesino —el hombre asintió inclinando la cabeza—. Y transmite a Curtis este mensaje. Dile que puede empezar a bombardearles con cartas. El comprenderá…
El hombre asintió otra vez, sumisamente, y desapareció del callejón. Crow se dio la vuelta y caminó hasta el coche de caballos que lo esperaba al otro lado del callejón. Se subió en el asiento del conductor e, irritado, fustigó con energía los caballos.