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(NATALIE MARVIN)

Hacía una semana que Nathan se había marchado y mis nervios estaban ya muy crispados. No teníamos comida ni dinero y habíamos vuelto a trabajar. Estábamos todo el día en la calle para eludir las visitas de nuestro casero. Ya llevábamos dos meses sin pagar el alquiler y el hombre se impacientaba por momentos.

Lizie se había puesto a coser, aunque seguía trabajando con nosotras, pero su sueldo no nos valía para nada. Kate se fundía lo poco que ganaba en borracheras escandalosas.

Un día logramos reunimos las cinco. Sentadas ya en la mesa de la cocina, empecé a hablar sobre nuestra ingrata existencia.

—Chicas, esto va mal… —me limpié los mocos con un pañuelo—. No ganamos una mierda y nos van a echar de aquí… Nathan lleva días sin aparecer y temo que le haya ocurrido algo. Estoy abierta a todo tipo de ideas.

—Si alguien que yo sé dejase de gastarse el dinero en bebida, tal vez podríamos pagar el alquiler —opinó Mary a mala idea y mirando inquisitivamente a Kate.

—¡Ja! —exclamó la aludida—. ¡Yo no tengo la culpa de ganar una mierda porque me folien unos borrachos! ¡Además, el dinero es mío y hago con él lo que quiero! —añadió con acidez. Mary se levantó de un salto.

—¡Y una mierda, Kate! —bramó bastante alterada—. ¡Vives en esta casa y comes como las demás! ¡Te aprovechas de lo que ganamos!

—¿Me estás llamando gorrona, Mary? —Kate se incorporó también de la silla y se encaró con su compañera. Esta echaba fuego por los ojos.

—¡Sí, y lo repito! ¡Te bebes nuestro dinero, zorra! ¡No te creas que no te he visto robando del hueco a veces!

—¡Yo no soy ninguna ladrona! —gritó Kate descompuesta—. ¡Me gasto mi dinero!

—¡Y comes con el nuestro! ¿Te crees que vives en una pensión? —acusó Mary.

Por aquel entonces, Lizie, Annie y yo nos habíamos levantado y tratábamos de apaciguarlas.

—¡Chicas, por favor! —pidió Annie—. ¡Dejad de gritar!

Pero Kate no se podía calmar ya y escupió toda su rabia.

—¡Eres una cerda! ¡Te crees guapa y más lista que las demás, Mary Kelly! —toda la miseria salió a flote—. ¡Pero no eres más que una guarra! ¡Sé que te guardas parte del dinero que traes a casa!

—¡Eso es mentira! —replicó indignada—. ¡Catherine Eddows, repite lo que has dicho, so mentirosa!

Las chicas se habían acercado ya, y los puños y manotazos no tardarían en sonar. Intenté separar a Mary de Kate, pero aquella me apartó bruscamente.

—¡Joder, Kate! —forcejeaba Annie con la alborotada mujer—. ¡Basta ya!

—¡Déjame, Annie! ¡Le enseñaré yo a esa zorra quién es Catherine Eddows!

—¡Sí, suéltala, Annie! —exigió Mary—. ¡Que venga, que me va a encontrar!

—¡Vale ya, joder! —gritaba yo cada vez más preocupada por el cariz que adquiría aquella amarga discusión.

En esas estábamos cuando la puerta de la casa se abrió bruscamente. En el umbral, John Campbell, el casero, aguardaba empuñando una sartén.

—¡Os he atrapado, zorras! —exclamó agriamente—. ¡Me debéis dos meses de alquiler!

—Perdone, señor Campbell, le pagaremos… —intentó decir Annie, pero el indignado casero la amenazó con la sartén.

—Cállate, vieja gorda —advirtió él—. Más vale que me paguéis en el plazo de dos semanas u os echaré a todas a patadas… ¿De acuerdo? ¡Y ya son cinco libras lo que me debéis! —rugió rabioso.

Campbell salió de nuestra vivienda, cerrando la puerta tras de sí con estruendo.

—¡Vaya una mierda de vida! —dijo Annie sentándose de nuevo. Todas la imitamos.

—Necesitamos dinero, chicas… Y rápido —advirtió Mary.

—Pidámosle ayuda al inspector ese —sugirió Lizie—. Tal vez él responda de nosotras e intente ayudarnos. Parece todo un caballero…

—¡Y una mierda! —contestó Kate, que seguía muy nerviosa—. No me fío de ese poli. Es un maldito cabrón muy listo.

Annie dejó escapar un prolongado suspiro.

—Pues chicas, si no tenemos nada que hacer, más vale que vayamos recogiendo nuestras cosas… —nos avisó con voz queda—. Nos queda poco tiempo aquí…