19

(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Estábamos estancados en ambos casos: en el de Ostrog y en el del Destripador. Sir Charles Warren y yo habíamos recibido varias cartas más. Algunas resultaron ser falsas, pues de cerca se notaba que eran imitaciones de otros dementes, aunque varias eran verdaderas, redactadas con la mano del asesino que buscábamos con ahínco. En la última me amenazó con escribir a la prensa y, de hecho, lo cumplió a rajatabla. «Ya ven que sigo en la brecha», transcribió para el Times.

Los periódicos siguieron divulgando toda clase de embustes y mentiras, dado que se les había privado de la verdad, y nuestro periodista misterioso continuó publicando escabrosas fotografías de los cadáveres de las víctimas. Creo que se coló en el depósito sin que Mann lo viera, o con su permiso, como agregó el doctor Phillips.

Tampoco lograba dar con él.

En cuanto al caso de Michael Ostrog, solo puedo añadir que nuestras pistas habían acabado con el incendio de su casa. Asigné al sargento Carnahan de paisano por la zona para que intentase descubrir algo, pero siempre volvía con las manos vacías.

Tampoco había noticias de Grey.

Mi trabajo peligraba.

Tanto el viejo Swanson como Sir Charles me reprendían a diario por mi incapacidad para encontrar al periodista que estaba escandalizando a la población. Aunque Swanson me defendía ante Warren, él también se ganaba sus buenas reprimendas por mi culpa. También su trabajo pendía de un hilo.

¡Y encima, a la siguiente semana llegaría el maldito agente desde la India!

Me hallaba aquel día fumando sentado tras mi escritorio y a oscuras, meditando sobre los distintos problemas que me acosaban, cuando el sargento Carnahan abrió la puerta del despacho con estruendo. Estuve a punto de caerme de la silla del sobresalto. Como ya dije antes, él era como un rayo de luz que iluminaba mi sombría y solitaria vida.

—Levántese y arréglese —me indicó enérgicamente, fiel a su estilo—. Nos vamos de visita —añadió misterioso.

—¿A quién visitaremos, sargento?

—La gente me ha hablado de un extraño hombre encapuchado que reside en uno de los inmuebles de enfrente del London Hospital. Todos los días, a medianoche, varios tipos lo bajan por las escaleras cubierto con una sábana y lo conducen hasta el hospital. Nadie le ha visto el rostro desde que llegó… ¿Qué le parece? —inquirió, sonriendo brevemente.

—¿Y eso qué tiene de interesante? —pregunté escéptico a más no poder.

—Es lo único raro y fuera de lo normal que he encontrado —se justificó Carnahan—. Bueno, inspector, debo decir, como apunte final ya, que la gente sí le ha oído hablar… Lo hace con un extraño acento… nórdico, parece ser —el sargento me miró con malicia en sus ojos.

Me removí inquieto en mi asiento.

—¡Ostrog! —exclamé y me quedé luego boquiabierto.

—No me atrevería a aventurar nada, señor. Pero podríamos investigarlo —convino el suboficial.

Como única respuesta, me levanté, apagué el cigarro y me puse con prisa mi chaqueta. Henry Carnahan me miraba con mucha atención.

—¿Y…? —inquirí, a sabiendas de que había más novedades.

—Una cosa más, inspector —me advirtió—. Ostrog ha sido secuestrado, así que sus secuestradores deben estar armados. Haría bien si usted hiciese lo mismo.

Seguí al instante su consejo.

Me aproximé a mi escritorio y abrí uno de los cajones. Extraje mi revólver y la sobaquera, que puse debajo de la chaqueta, y enfundé el arma tras cargarla.

El sargento también había sacado su arma corta y comprobaba que estaba bien cargada. La guardó y me observó con preocupación.

—Inspector, ignoro la cantidad de secuestradores que estarán a cargo de Ostrog y nosotros solo somos dos —me señaló e hizo lo propio con él, moviendo el pulgar derecho.

—No, sargento —contesté con firmeza al adivinar sus pensamientos—. No quiero a nadie más que a nosotros metido en esto. Si usted se equivoca, estaríamos en graves apuros, y ni siquiera Swanson nos libraría de la cólera de Sir Charles. Lo que sea, debemos hacerlo solos.

El sargento asintió en silencio y, sin más dilaciones, salimos del despacho.

No recurrimos al coche de la Policía, sino que tomamos uno privado. Cuando nos introdujimos en él, comenzó a llover. Otra vez…

El vehículo de dos caballos se detuvo frente a la puerta del inmueble y el sargento le pagó al conductor. En la puerta nos esperaba un sujeto parecido a una rata: cargado de hombros, cara sucia y pelo gris y ralo. Su fétido olor nos repelió más que su lamentable aspecto.

—¿En qué piso es? —le preguntó Carnahan sin rodeos.

—En el cuarto a la derecha —repuso el hombre con una sonrisa siniestra, enseñando a continuación una desportillada dentadura.

El sargento y yo nos introdujimos en el edificio y ascendimos por una destartalada escalera hasta el piso cuarto. Nos detuvimos frente a la puerta de la derecha. El hombre encorvado nos había guiado hasta ella.

—Aquí es, señores —indicó.

El suboficial se acercó a la puerta y escuchó.

—Hay alguien dentro —avisó tras unos segundos de incertidumbre.

—¿Cuántas habitaciones tiene la casa? —le pregunté al hombre encorvado.

—Una sola, señor —respondió, pero como en un susurro.

—Mejor —afirmé satisfecho—. ¿La puerta es resistente?

—No, se puede abrir fácilmente —repuso en voz baja y yo asentí en silencio. Fue entonces cuando él cayó en la cuenta.

El hombre encorvado, sabiendo lo que nos proponíamos, murmuró una ridícula excusa y desapareció a toda prisa escaleras abajo. Había cumplido con su trabajo y por eso lo dejé marchar.

Saqué mi revólver y Carnahan hizo lo mismo.

—Le cedo el honor, sargento —le dije mientras me apartaba de la puerta.

El se plantó delante de ella y, tomando impulso, le pegó una violenta patada a la cerradura. Esta saltó por los aires en medio de una lluvia de astillas y la puerta se abrió de golpe. El sargento y yo penetramos en tromba en el interior de la casa, apuntando con los revólveres al interior. Carnahan dio un respingo, y hasta yo —he de reconocerlo— me sobresalté y estuve a punto de disparar mi arma corta.

Nos encontrábamos en una humilde habitación con una sola ventana. Había una mesa en el centro y varias sillas a su lado. Los restos de un almuerzo bastante pobre —apenas una hogaza de pan y un pedazo de queso— aún estaban allí. Había una cama en un rincón, con doseles a los lados para ocultar a su ocupante, dos butacas y una estantería repleta de libros en una de las paredes. En la cama se amontonaban varias almohadas apiladas en forma de rampa, apoyadas en la pared. No obstante, lo más terrible de todo y lo que nos sobresaltó fue el tipo que yací en ella.

Juro sobre la Biblia que jamás había visto un ser humano más repugnante y maloliente. Era un hombre, eso estaba claro, vestido con pantalones cortos de una tela que un día fue blanca y que ahora estaba ennegrecida por la suciedad. El también se asustó al vernos entrar, pero sus motivos eran distintos a los nuestros.

Aquel ser humano estaba horriblemente deformado. La cabeza mediría un metro más aproximadamente y estaba formada por deformaciones óseas que nacían de su cráneo, como bultos. Una protuberancia salía desde su frente y le tapaba casi por completo uno de los ojos de mirada perdida. La boca estaba ladeada hacia la derecha, y la mandíbula superior sobresalía y le daba un aspecto de grotesca trompa. El labio inferior se retorcía hacia fuera, de modo que le impedía hablar correctamente y le hacía escupir secreciones bucales en forma de viscosas cascadas de repelente aspecto. Ningún sentimiento podía reflejarse en aquel inimaginable rostro de auténtica pesadilla.

Por si todo esto fuera poco, el torso estaba ladeado respecto a las caderas, lo que le torcía el cuerpo en un ángulo atroz. La piel era amarillenta y se arrugaba en innumerables pliegues; además, varias protuberancias semejantes a sacos de carne le colgaban por todo el cuerpo. Era un hombre con un aspecto que ponía los pelos de punta a cualquiera.

Las piernas eran anchas y fofas, como de elefante, pero toscamente colocadas en ángulos imposibles, que le hacían caminar renqueando. Los brazos estaban torcidos en posturas grotescas; uno de ellos parecía una gran masa de carne con grandes y fofos dedos también torcidos. Sin embargo, el otro brazo, aunque retorcido, tenía un vestigio de lo que fue un brazo normal y acababa en una mano perfecta.

Si nosotros nos habíamos espantado ante aquel tipo tan deformado, no fue nada comparable al susto que se llevó él. Su pecho se hinchaba y deshinchaba, jadeaba de forma monstruosa.

—¡Dios santo! —musitó el sargento.

Me serené y pensé que aquel ser era un hombre, así que le apunté con mi revólver y le pregunté con voz clara:

—¿Doctor Michael Ostrog? —él me miró sin comprender absolutamente nada—. ¿Michael Ostrog? —insistí mientras me tapaba la nariz con la mano libre—. ¿Es usted?

El ser produjo un penoso balbuceo, ininteligible, seguido por un millar de salpicaduras de saliva.

—Deben de haberle quemado con ácido o algún producto de ese estilo —comenté apenado—. Doctor, está usted a salvo… Somos policías.

Una exclamación de temor se dejó oír detrás de nosotros.

Me di la vuelta rápido y un hombre de edad avanzada penetró en la habitación. Llevaba varios libros bajo el brazo, que dejó caer al vernos allí. Lucía una cuidada barba castaña.

—Dios santo… —susurró.

Le encañoné con mi revólver antes de interrogarle con el tono más frío que pude adoptar.

—¿Quién demonios es usted?

—Soy el doctor Treeves —confesó el hombre.

Miré al sargento con estupor.

¿Doctor Treeves? ¿Acaso me encontraba ante el suplente del médico de la Casa Real británica?

Ignorando por completo mi revólver, el presunto galeno se acercó corriendo al ser arrugado y deforme e intentó calmarlo dándole unas palmadas en la espalda y murmurándole palabras tranquilizadoras. Este comenzó a respirar pausadamente. El médico nos miró con extraordinaria fijeza.

—¿Quiénes son ustedes?

—Inspector Frederick George Abberline y sargento Henry Carnahan, del Departamento de Investigación Criminal —respondí al instante, marcando cada sílaba. Guardé mi revólver y mi subalterno hizo lo propio—. Buscamos a un médico ruso llamado Michael Ostrog y pensamos que…

—¿El doctor secuestrado del que hablan? —me interrumpió el galeno. Entonces, al caer en la cuenta, miró a su deforme amigo y sonrió levemente antes de continuar hablando—. Supongo que ustedes pensarán que mi paciente es ese ruso… —nos interrogó con la mirada por unos breves momentos—. Se equivocan completamente, pues ni yo ni mi paciente tenemos nada que ver con ese asunto, señores. Este hombre es Joseph Carey Merrick.

Miré confusamente al ser deforme y al doctor.

—Lamento esta intromisión —me disculpé.

Treeves lo aceptó, ladeando una mano, y luego se preocupó por su paciente.

—Señor Merrick, debe acostarse… —habló con voz convincente—. Le ruego que disculpe a estos señores… —Merrick hizo un amago de afirmación y se acercó renqueando hasta su cama.

—No faza nada, doctof Treeves —articuló con dificultad el monstruoso señor Merrick. En ese momento comprendí que su acento solo se explicaba por la malformación en la boca.

Solícito, el doctor Treeves le ayudó a tumbarse, pues era casi incapaz de hacerlo él solo; le apoyó la cabeza en las almohadas, de forma que dormía casi en vertical, y corrió el dosel para ocultar la cama.

—Deberíamos hablar en un sitio más tranquilo. Les explicaré todo esto —dijo el médico en voz baja.

Después de dejar al señor Merrick en compañía de uno de los ayudantes del doctor que lo atendía, entramos en una cafetería cercana y pedimos tres cafés. Después de que el doctor Treeves encendiese su pipa, nos miró gravemente.

—Al principio no le identifiqué, inspector, pero creo que es usted el que está a cargo del caso de ese Destripador… ¿Me equivoco? —preguntó incisivo.

—De ninguna manera. Tampoco le reconocimos nosotros a usted, doctor, como el suplente del médico de la Casa Real —le alabé.

El doctor asintió meditabundo.

—Es un honor, sin duda, pero no tan grande como algunos otros… —matizó él bajando la voz. Aspiró una bocanada de humo de su pipa y desvió el tema—. Los periódicos hablan mucho de usted, inspector… Supongo que lo sabrá.

—Procuro no leerlos, ya que se dedican a ponerme en una no muy correcta situación —esbocé una sonrisa de circunstancias.

—Sabias palabras —resumió el doctor Treeves. Dejé escapar un corto suspiro.

—Me lo tengo merecido después de todo —apostillé resignado.

—¿Creían en serio que el señor Merrick era ese asesino? —preguntó Treeves.

—Verá, doctor, nosotros no investigamos solo los casos del Destripador —le aclaré—. Buscamos también al médico secuestrado Michael Ostrog.

—Ya… He oído que le acusaron de ser el Destripador —comentó el galeno que iba esporádicamente al Buckingham Palace cuando se solicitaban sus servicios.

—Falsa acusación, después de todo… —alegué, arrugando después la nariz—. El doctor Ostrog está secuestrado desde hace unos meses. Un testigo nos habló de la conducta de usted y sus ayudantes para con el señor Merrick y por eso decidimos investigar.

—Sí, debo decir que al llevarlo todo tan secretamente hemos dado razones más que suficientes para que se sospechase de nosotros… Pero solo velábamos por el señor Merrick —explicó Treeves.

—He oído que algunos secuestradores queman la cara de sus secuestrados con ácido para que sea difícil reconocerlos. De ahí que pensase que el señor Merrick era el doctor Ostrog, víctima de ese maltrato —argumenté con calma.

—¡Ojalá fuese así! —exclamó Treeves—. Les contaré toda la historia, caballeros… ¿Tienen tiempo?

Carnahan y yo nos miramos un solo instante y después asentimos en silencio. Me acomodé en la silla y observé con sumo interés al doctor, que comenzó el deprimente relato.

—La vida de Merrick es una triste historia, caballeros. Padece el síndrome de Recklinghausen, una malformación general y un crecimiento de tejido desmesurado e incontrolable. Hace años, visité a un paciente en el mismo edificio en el que ustedes me han encontrado. En la verdulería abandonada en la acera de enfrente, convertida en feria de atracciones, Merrick senda de esclavo para los feriantes. Un cartel que rezaba «Visiten al hombre elefante» se hallaba en la puerta. Entré y descubrí que millares de personas abarrotaban ansiosas el local para ver aquella monstruosidad, que parecía salida del mismo infierno. Me compadecí de él e hice todo lo que pude por librarlo de aquel tormento, pues no hay más tortura para un ser humano que ser horrible y saberlo.

Asentí, viendo que el doctor Treeves tenía razón. El médico se desperezó y continuó el relato.

—Le conduje hasta el London Hospital, donde yo trabajo, e intenté curarlo y tratar su enfermedad, hasta que descubrí que me engañaba a mí mismo. Merrick morirá con ese aspecto. Tiene miedo de la gente y solo sale al jardín del hospital de noche, cuando ninguno de los otros enfermos puede verlo. Es una criatura amable y sensible, al contrario de lo que yo pensaba. Debería ser odioso y resentido por como había sido objeto de burlas y azotes. Además, cuando le enseñé a leer y escribir, se convirtió en un lector voraz. Su inglés es correcto, pero la malformación de la mandíbula le impide articular palabras con corrección. Escribe impecablemente gracias a la mano derecha, que, no sé si han podido observar, es la única parte de su cuerpo que se halla en un estado decente.

El famoso acento nórdico. Por lo visto, los vecinos, al no distinguir el deje del señor Merrick, habían dado por supuesto su pertenencia a algún país nórdico.

Treeves aspiró otra bocanada de humo de su pipa y continuó hablando.

—Le trasladamos a su antigua casa, pero todas las noches debíamos llevarlo hasta el hospital para que recibiera tratamiento. Le envolvíamos en una capa negra y le conducíamos hasta el hospital… —se pasó la lengua por la boca—. Supongo que alguien nos vio entonces. Esa es toda la historia, caballeros. Siento que hayan estado siguiendo una pista falsa.

«Otro callejón sin salida» pensé, un tanto desmoralizado.

—No es culpa suya, doctor —argumentó el sargento.

—Me siento responsable de haberles hecho perder el tiempo —se disculpó Treeves—. Supongo que no les importará la historia de un enfermo.

—Al contrario, es muy interesante —dije yo, pues en verdad lo creía.

—Si puedo hacer algo por ustedes…

Una repentina idea relució en mi mente.

—Ahora que lo dice… Ha dicho que trabaja en el London Hospital… ¿no?

El doctor Treeves asintió.

—¿Me haría el favor de recomendarme algún cirujano experto? —pregunté muy interesado.

Si aquella pregunta sorprendió al médico, este no lo demostró en absoluto.

—Supongo que ustedes me harán el favor de guardar en secreto todo lo que les he contado y han visto —pidió Treeves.

—Por supuesto —repliqué enseguida—. Además de caballeros, somos policías…

—En ese caso… les recomiendo al doctor Neil, que aparte de ser uno de los mejores cirujanos del país, es un gran amigo mío. Dentro de unas semanas hay una convención de medicina en el London Hospital, concretamente el 29 de septiembre, a propósito del señor Merrick y de otros hallazgos. Pásense por allí y digan que van de mi parte —nos sugirió—. Si me disculpan…, debo volver con mi paciente. Caballeros, ha sido un honor conocerles.

Treeves se levantó y nos estrechó la mano con efusión. Los tres salimos de la cafetería y nos despedimos fuera. El doctor volvió con su paciente y nosotros pedimos un coche privado.

De entre las sombras proyectadas por el muro, salió un hombre con gabardina que se acercó a otro que fumaba apoyado en una valla. Ambos se habían reunido en un lugar apartado. El de la gabardina miró hacia la espalda del otro. Un coche esperaba tras él.

—Sin novedad en cuanto al inspector Abberline, capitán —informó el hombre de la gabardina.

—Ve a ver al jefe y dile que tampoco hay novedad sobre las prostitutas —dijo el del cigarro, dándole a continuación otra calada—. Siguen localizadas en su casa de Buck’s Row, pero no por mucho tiempo —afirmó con voz áspera.

—¿No podemos matarlas a todas a la vez? —preguntó el otro.

—Es él quien debe matarlas, no nosotros —señaló el que fumaba—. Así sería todo más fácil. Nuestra misión es protegerlo, no lo olvides. Vuelve con el inspector y no te separes de él.

El hombre de la gabardina asintió con gravedad y se internó entre las sombras. El otro apagó su cigarro y volvió al coche. Se sentó en el asiento del cochero, cogió las riendas y fustigó a los caballos, que comenzaron a trotar calle abajo.