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(NATALIE MARVIN)

Estaba histérica, sentada junto a las demás en la cocina, esperando una de las incursiones de Nathan por el barrio. Había ido a investigar qué pasaría con la pobre Polly y si nos habían visto la noche anterior. Todavía no había regresado.

Por supuesto, les habíamos contado a las chicas nuestro hallazgo del cuerpo de Polly en la acera y la intervención a tiros de Nathan contra los misteriosos tipos del coche.

Todas estábamos calladas, rezando para que ningún polizonte astuto recordase la cara de Nathan y le detuviera, pues no era totalmente invisible para los ojos de la Policía. Conocían su trabajo así como sus hazañas, y había alguno que se había tropezado con él; a pesar de esto, no creían en Nathan Grey. El viejo Nathan era otra leyenda urbana más.

Lizie se mordía las uñas con nerviosismo, mientras Mary retorcía un trapo viejo. Kate bebía de una petaca a grandes tragos.

Unos golpes quedos se dejaron oír al otro lado de la puerta. Nos quedamos todas heladas y paralizadas en el sitio. Los golpes resonaron de nuevo, ahora con más energía.

—Abre —le susurré a Mary.

La chica se acercó despacio a la puerta y descorrió el cerrojo. Hizo girar la llave y tiró de la manilla. Dos hombres se encontraban en el umbral. Uno era de mediana estatura, delgado y bastante atractivo, aunque en su rostro se advertía enseguida la amarga huella de la soledad y la ausencia de cariño.

El otro era mayor que él, ligeramente más alto y mucho más gordo. Su orondo rostro lucía un modesto bigote pelirrojo. El tipo gordo llevaba el bombín en las manos y le daba vueltas. El otro iba descubierto.

—Buenos días, señoras —saludó el varón grueso.

Les reconocí en ese momento. Eran el policía gordo y el inspector al que mandé al diablo con sus condolencias cuando la muerte de la pobre Martha. ¡Dios, la Policía estaba en nuestra casa! Recé efusivamente para que Nathan no apareciese.

—Soy el inspector Abberline y este es el sargento Carnahan. Investigamos la muerte de Mary Ann Nicholls y Martha Tabram —explicó educadamente el hombre delgado—. Tengo entendido que eran amigas suyas.

—Yo no sé nada —dijo Kate mirando con insolencia a los policías. Tras beber otro trago de su petaca, subió a su habitación.

—Yo tampoco —indicó Annie, siguiendo el mismo camino que Kate.

Mary franqueó el paso a los dos policías en nuestra deprimente vivienda y los invitó a tomar asiento en la mesa. No lo aceptaron y se quedaron de pie, observándolo todo.

—Así es, conocíamos a Polly y a Martha —habló Lizie encarándose al apuesto inspector—. Ya nos vio usted el día pasado en George Yard.

—Deduzco, señoras, que ustedes ya sabían de la muerte de la señora Nicholls… —Mary intentó mentir, pero el inspector la cortó alzando una mano—. Antes de que mienta, señorita, he de decirle que esconden ustedes muy mal sus pensamientos.

—¿Y qué es esconder bien unos pensamientos, inspector? —le pregunté con descaro.

—Verá, señorita… —titubeó él.

—Marvin, Natalie Marvin —afirmé resuelta.

—Verá, señorita Marvin… Lo deduzco por su ausencia en el lugar de los hechos, a pesar de que se encuentran a escasas yardas de allí. Aparte, cuando hemos entrado, han mostrado evidentes signos de espanto, lo que me induce a pensar que ya sabían de la muerte de su amiga.

«Puto cabrón engreído. Nos ha descubierto», pensé con el ánimo decaído.

—Tranquilas, no vengo a detenerlas —dijo Abberline en tono apaciguador—. Solo busco ayuda para esclarecer todo esto… Ustedes afirmaron que los McGinty les perseguían…, ¿no es así?

—Así es —afirmó Lizie.

—Pero muertos los McGinty… ¿por qué y quién ha asesinado a Mary Ann Nicholls? —nos miró a todas, una a una, escrutándonos con ojos expertos—. Yo estoy perdido, señoras, y no sé esclarecer esto. Necesito que me ayuden… ¿Les ha pasado algo de importancia aparte de estas muertes?

Mutismo absoluto. Ninguna de nosotras sabía de nada extraño aparte de esto. Bueno, estaba el asunto de…

Nathan entró en la casa y dio un respingo al ver a los dos policías. Hizo amago de sacar su revólver, pero el hombre gordo fue más rápido que él, pues le encañonó presto.

—¿Señor Nathan Grey? —preguntó el inspector gélidamente—. Tire el arma que lleva y pase… Haga el favor.

Nuestro protector entregó el revólver al hombre gordo y pasó al interior de la vivienda, dirigiéndose hacia la mesa, donde se sentó a mi lado. Me miró como si buscara alguna herida que me hubiesen podido hacer los dos policías y, al no encontrar nada, los miró a ambos algo más relajado.

—Inspector Frederick Abberline y sargento Carnahan, del Departamento de Investigación Criminal —se presentó el hombre atractivo—. No voy a engañarle, Nathan, usted ha tenido en jaque al Departamento de Investigación Criminal y, me atrevería a decir, al propio Imperio británico desde hace años. Es más, todo el mundo cree que usted está muerto…

El nombrado encogió sus hombros.

—Es mejor así —sentenció el viejo soldado.

—En efecto, al menos para usted —aclaró el inspector—. Si le detuviera en estos momentos, me convertiría en el hombre más famoso de Londres por una semana al menos —sonrió ante esa perspectiva, pero sin apartar los ojos de la mirada glauca de Nathan—. Aunque si recuerdo el pequeño favor que nos hizo usted el otro día en la guarida de los McGinty y pienso que no he venido hasta aquí para detenerle, puede considerarse un hombre libre —apostilló.

—No me joda, inspector —repuso Nathan en tono agrio—. No necesito sus favores. Diga a qué coño ha venido usted y lárguese —escupió contra una pared.

—A ayudarles, me temo, así que tendrán que aguantarme —Abberline no se amedrentaba ante nadie, a pesar de que Nathan le hubiese matado en dos movimientos—. Está usted en mis manos, Nathan, aunque aún no lo crea. Desde ahora en adelante, trabajará usted para mí o le detendré en el acto.

El antiguo asesino a sueldo soltó una risa corta y desdeñosa.

—Yo no trabajo para nadie que no me pague —sentenció, lanzándole luego una mirada gélida al osado inspector.

—Se equivoca, Nathan —el inspector fue hacia la puerta y la abrió. El hombre gordo le lanzó el revólver a Nathan y se guardó el suyo—. Si hace el favor de acompañarnos afuera, le pondré al corriente de todo —insistió el inspector mientras miraba a Nathan inquisitivamente.

—Ahora vengo. No tardaré, chicas —nos avisó el viejo Grey a la vez que salía tras los dos policías y cerraba la puerta con estruendo.

—Ahora sí que estamos jodidas —susurró Mary.

—¿Tú crees…? —repuse dubitativa—. ¿Y cuándo no lo estamos? —añadí mordaz.