(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)
El clásico grupo de curiosos se agolpaba alrededor del cuerpo de la mujer degollada, rodeado por varios agentes de las Divisiones H y J.
El sargento y yo nos abrimos paso entre la gente y penetramos con pasos firmes en la zona acordonada.
Fiel a su reputación de hombre puntual, el doctor Phillips ya había llegado al lugar y, como él, también varios periodistas que literalmente me acribillaron a preguntas. La tensión se palpaba en el ambiente.
—Inspector…, ¿es cierto que ha sido asesinada de la misma forma que la anterior? —me soltó alguien avispado entre el barullo de gritos desaforados, exclamaciones varias y numerosos fogonazos de flash de magnesio.
—No lo sé —balbucí fastidiado por aquella repercusión de publicidad—. Como ve, acabo de llegar… —me mordí el labio inferior antes de lanzar mi advertencia—. Lo siento, caballeros, como ya saben, nada de fotografías.
—Pero, Sir Charles Warren… —intentó justificar uno de aquellos buitres sediento de noticias sangrientas.
Serio, me puse en mi puesto con toda responsabilidad.
—Sir Charles Warren no quiere publicidad en este asunto, señores de la prensa. Dediquen sus esfuerzos a publicar otros artículos más interesantes y de calidad humana —apostillé y, a continuación, le hice una indicación manual al sargento Carnahan.
Lo que siguió a esta seña mía fue un increíble torrente de protestas, preguntas y llamaradas luminosas de las cámaras fotográficas, antes de que los agentes Barrett y Mason hiciesen salir a todos los periodistas del lugar. Algunos transeúntes rieron ante la escandalosa salida de esos reporteros de lo más escabrosos.
—Joder, son como cuervos tras los rastrojos —murmuró para sí el sargento Carnahan.
El doctor Phillips estaba en cuclillas junto al cadáver de Polly y lo observaba atentamente tras sus lentes redondos. Tenía el maletín con sus útiles de trabajo abierto a su lado, sin tocarlo, con la mirada fija en el cuerpo de la desgraciada mujer.
Dos agentes habían conducido la ambulancia desde la comisaría hasta el lugar del crimen. Esperaba a su siniestro ocupante a un lado. La teníamos desde hacía poco y la utilizábamos para cargar a los borrachos inconscientes y para llevar personas hasta el London Hospital. Era una especie de carretilla grande con capota, difícil de manejar y pesada como un cargamento de ladrillos.
El sargento y yo nos acercamos. Maguire, el fotógrafo del Departamento de Investigación Criminal, tomaba panorámicas del cuerpo.
—Le guardaré las mejores, inspector —me dijo mientras trabajaba y levantando la vista hacia mí.
Le hice un gesto afirmativo con la cabeza y me acuclillé junto al doctor. Observé el cuerpo de la víctima.
Era una mujer madura, de unos cuarenta años y de rostro vulgar. Se hallaba tirada al lado de una puerta de las caballerizas, en una posición grotesca, con las piernas abiertas y la ropa manchada de sangre. Su cabeza estaba prácticamente separada del cuerpo. Me fijé en su rostro y me llevé un sobresalto. Aquella era una de las amigas de la difunta Martha Tabram.
—Otra de las chicas. Esta vez el asesino le ha colocado los intestinos por encima del hombro. Se ha llevado el útero —explicó el doctor al verme sentado a su lado.
Observé que le habían levantado la falda y le habían dejado al descubierto todo el abdomen amputado. Las moscas bullían a su alrededor.
—¿La han ultrajado? —pregunté con voz hueca, haciendo un esfuerzo por vencer mi repugnancia.
—No lo parece —opinó el galeno ladeando la cabeza—. Pero un examen más detallado nos lo confirmará —miró la masa sanguinolenta que tenía ante él y añadió—. Esto es distinto, Fred. Es más profesional, más metódico. La otra vez fue un acto irracional, pero ahora no. No ha asestado más golpes que los estrictamente precisos.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral. En el fondo quería pensar que aquel sádico misógino era un tendero, un borracho, un loco tal vez. Aunque Sir Charles Warren lo negara, o no quisiese verlo, todos los indicios apuntaban a que aquel asesino era culto. Un hombre preparado, inteligente, con medios para hacer lo que quisiese… Era una perspectiva inquietante, pero había que descartarla de momento, por el bien de todos…
Henry Carnahan mostró su asombro.
—¡Por dios, caballeros! —exclamó—, ¿no les asusta que ese cadáver les contagie alguna enfermedad?
—Soy forense —replicó al instante Bagster Phillips—. Estoy expuesto a ellas a diario, mi buen sargento —rió el doctor.
El subinspector Chandler se acercó al lugar y nos saludó. Era un hombre calvo, bajo y enérgico.
—¿Realizará el informe aquí mismo, inspector Abberline? —quiso saber.
—Si el sargento Carnahan no tiene inconveniente en tomar apuntes y el doctor, en ir dictándonos… —precisé meditabundo ante la horripilante escena que dilataba mis pupilas.
El suboficial se preparó para tomar nota sacando una libreta y un lápiz. El subinspector Chandler, siempre eficaz y metódico, comenzó a argumentar el nuevo crimen.
—La difunta fue encontrada hacia las cuatro de la mañana por dos cocheros, Charles Cross y Robert Paul, que corrieron en busca de un agente. En la salida de la calle se toparon con el agente Mizen, número 55 de la División H, que se dirigía hacia el lugar porque había oído tiros cerca. Este es un dato confirmado por los vecinos y por los disparos que chocaron contra las puertas de las caballerizas —tragó saliva antes de continuar su relato. Anoche hubo un tiroteo aquí, inspector.
Cuando Mizen y los dos cocheros llegaron al lugar, el cadáver había sido descubierto por el agente John Neil, número 47 de la misma división, que dio la alarma al resto de agentes de patrulla por la zona. Más tarde, los agentes localizaron al doctor Lewellyn, que vive cerca de aquí, con la esperanza de que la mujer viviese todavía.
—Ya… —acepté con voz hueca—, ¿no vieron que estaba decapitada?
—La luz era escasa, señor —contestó Chandler mientras miraba en torno suyo.
Me acerqué a la cabeza de la mujer y olí algo. Un aroma extraño emanaba de su boca. Le pasé los dedos por los labios y volví a oler.
El doctor me miró un tanto extrañado.
—Fred… —me llamó arrugando después la nariz—, ¿qué pasa?
—No estoy seguro, pero creo… que esta mujer bebió vino antes de morir.
Phillips acercó entonces sus dedos a los labios de la mujer muerta y se los introdujo en la boca inerte y fría. Olió fuerte y me miró con estupefacción.
—Tienes razón. Sí, es vino… y de muy buena calidad y buena cosecha, debo añadir —afirmó el forense.
—¿Qué diablos hacia una furcia como esta con vino de cosecha? —se interrogó el sargento—. Nadie en todo Whitechapel puede pagarse vino de cosecha, a excepción de…
—A menos que sea judío… —intervine raudo, convencido de mis palabras—. Olvidémonos de esto por ahora. Anótelo en el informe, sargento —él hizo lo que le mandé—. Su turno, doctor.
El aludido asintió, pero sin perder de vista el cadáver.
—La víctima presenta dos heridas en el cuello. La primera incisión es de casi cuatro pulgadas[2]… —Phillips sacó un compás de metal de su maletín y midió la herida—. Comienza a unos dos centímetros y medio por debajo de la mandíbula, justo debajo de la oreja izquierda. Por este dato, deduzco que el asesino era diestro.
El lápiz del sargento se movía nerviosamente por la superficie del cuaderno. El poff de un flash de magnesio se dejó escuchar detrás de mí. Supuse que Maguire aún no había terminado.
—El otro corte —prosiguió el doctor con voz impersonal, fruto de su larga experiencia como forense— empieza también en el lado izquierdo, una pulgada por debajo de la primera y ligeramente más separado de la oreja. Mide casi ocho pulgadas de largo y es más profundo que el anterior. Atraviesa los vasos sanguíneos, parte del tejido muscular y de los cartílagos, y roza las vértebras.
Tosí con fuerza.
—Casi le cortó la cabeza —resumí.
—En efecto —Phillips me miró un instante—. De un tajo bastante limpio.
—Y con un cuchillo bastante afilado. Enarbolado por una mano diestra…, ¿no le parece? —concluí.
—Aunque al principio un poco nerviosa… —precisó el especialista forense—. Parece ser que o la mataron en otro lugar o le rebanaron el cuello ya muerta —afirmó pensativo.
—Eso explica la ausencia de sangre —intervino Chandler.
—¿Y la sangre de los cortes abdominales? —pregunté interesado.
El doctor frunció el ceño antes de replicar.
—El agente Neil observó que la víctima había sido tapada con cuidado y que se habían cubierto sus heridas con la falda que llevaba. Esta parece ser la causa de la ausencia de sangre. La absorbió casi toda.
Examiné la inexistencia de farolas en ese punto de la calle.
—Trabajó con escasa luz o con ninguna —afirmé con rotundidad.
El galeno asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Esto se va poniendo interesante, Fred… —se volvió hacia sus ayudantes, que esperaban junto a la ambulancia—. Llévenla a la funeraria más cercana y alquilen de paso un coche fúnebre y una caja. Trasládenla después hasta el depósito. Dense prisa, por favor —añadió con su exquisita educación.
Los hombres asintieron con gravedad y levantaron el cadáver con cuidado para, posteriormente, colocarlo en la ambulancia, a la que echaron la capota. Había que evitar la malsana curiosidad de algunos ciudadanos.
En el ínterin, el doctor dejó en el aire una pregunta.
—¿Creéis que es el mismo tipo que asesinó a la señora Tabram?
—No lo sé —me encogí de hombros—. Alguien se cebó con la señora Tabram. Todas esas puñaladas denotaban ira… ¿Pero esto qué denota? Solo que el asesino es metódico.
—Ya, pero en ambos casos se aprecia la huella de alguien culto —opinó el sargento.
Phillips nos miró a los tres, uno a uno, antes de dar su autorizada opinión profesional.
—¿Pero por qué el cuello cortado, las entrañas encima del hombro derecho y la extracción del útero? —preguntó intrigado—. No tiene sentido. Como tú has dicho, Fred, la muerte de Martha Tabram denota furia, y ése es un sentimiento comprensible. Pero esto no demuestra ningún sentir… —susurró la última frase como si hablara para sí mismo—. Yo diría que parece…
—Un ritual, sí —le interrumpí—. Yo también lo creo.
Henry Carnahan puso los ojos en blanco.
—¿Están queriendo decirme que ese jodido loco está intentando hacer algo sobrenatural? —inquirió incisivo y estupefacto por lo que acaba de escuchar.
—No lo está intentando, sargento. Mientras él lo crea así, lo hará —afirmó el doctor con absoluto convencimiento.
Los tres miramos gravemente como los agentes, dirigidos por Chandler, conducían la ambulancia entre la multitud. Miré hacia el tumulto, que se abría paso para cedérselo a la ambulancia, y entonces descubrí a un hombre tomando instantáneas.
—¿Quién es? —le pregunté a Carnahan.
—No lo sé, inspector —repuso el sargento.
Llamé al agente Mason.
—¿Quién es ese tipo? —lo señalé con el brazo diestro bien extendido.
—El fotógrafo del depósito, inspector. Es el que autorizó el doctor Phillips —informó el policía de calle.
El aludido mostró su expresión de sorpresa.
—Yo no he autorizado nada a nadie —dijo mientras recogía sus bártulos y los metía en su maletín de galeno.
Lo comprendí todo.
—¡Oiga! —le grité al fotógrafo. En ese momento este cambiaba la mecha del flash de magnesio. Dio un respingo al oírme y echó a correr con la cámara en brazos entre la multitud.
—¡Detengan a ese hombre! —grité a pleno pulmón.
El fugitivo salió del grupo de curiosos a codazos y corrió calle arriba, cual alma que lleva el diablo. El sargento, Mason y yo fuimos tras él tan rápido como nos permitían nuestras piernas y gritándole el consabido: «¡Alto a la autoridad!».
Un coche de veloces caballos negros entró en Buck’s Row y se detuvo frente al misterioso fotógrafo. Este se subió dando un enérgico salto, y el coche se volvió a poner en marcha a una recia orden del cochero.
El hijo de la gran puta se nos había escapado.
—Dejémosle ir —admití resignado—. Y volvamos a nuestro escenario del crimen.
Así lo hicimos, aunque un tanto cabizbajos. La gente se hallaba en estado de ebullición ante los últimos acontecimientos. Tuve que gritar que el hombre no era el asesino, sino un simple periodista.
«Estúpidos», pensé. La gente se lo creía todo…
—Me intriga algo, Fred… —comentó el doctor—. Las amigas de la difunta no han hecho acto de presencia todavía.
—Es curioso —no había caído en la cuenta de ese sutil detalle—. Tiene usted razón.
Una desagradable voz graznó a nuestras espaldas:
—¿Las amigas de Polly Nicholls? —me giré al momento. Una anciana de aspecto siniestro nos miraba al doctor y a mí.
—¿Perdón…? —pregunté arrugando la frente.
—Viven por allí arriba, en el 35 —afirmó aquella desagradable vieja, que era lo más similar a una bruja del medievo.
—Gracias, señora, por la información —repliqué cortés—. ¿Dice usted que la víctima se llamaba Polly Nicholls? —pregunté. Hice una seña al sargento, que se acercó diligente y tomó nota.
—Así se la conocía por aquí —escupió una flema que se estampó contra el suelo—. En realidad se llamaba Mary Ann —la vieja miró a ambos lados de la calle, como si buscara a alguien no deseado que la escuchara. Pero al toparse con los curiosos que estaban pendientes de los policías, prosiguió—. Sus amigas viven en el 35, al cuidado del viejo Grey. Tengan cuidado si van allí.
—¿El viejo Grey? ¿Será Nathan Grey? —intervino el subinspector Chandler arqueando mucho las cejas—. Desapareció de la circulación hace años. Era un asesino a sueldo.
—¡Es un asesino a sueldo! —exclamó la vieja, soltando su ira—. ¡El más sanguinario de todos! ¡El otro día mató a todos los McGinty! —volvió a hacer sonar su risa de hiena, enseñando una boca con pocos dientes llenos de caries, y después se internó entre los transeúntes.
Carnahan lanzó un bufido de desdén.
—Desvaríos de una vieja chiflada —afirmó—. No le preste atención, inspector.
—Tal vez, sargento, tal vez… Pero tengo curiosidad por comprobar quién vive en el 35 de esta calle —miré hacia la parte de arriba de esta—. No queda lejos y si tiene usted el gusto de acompañarme…