(NATHAN GREY)
Algo iba mal y yo lo sabía. Lo sentía en cada uno de mis viejos huesos. Una sombra se cernía sobre mí y sobre las chicas. Ese sexto sentido, heredado de las guerras africanas, que siempre sobrevivía en situaciones límites y soportaba un clima sofocante, me alertaba, me avisaba, me decía que estuviera prevenido ante algo. Había una amenaza. Una amenaza oculta se aproximaba…
Algo en mi interior me gritaba a voces algo que yo no podía comprender todavía. Las chicas estaban en peligro.
Saqué mi tabaquera y mi pipa. Vertí un poco de tabaco en la boca de esta y la encendí con un tizón del hornillo de carbón, combustible que ya escaseaba, a pesar de todo el que había en el subsuelo de País de Gales, como todo lo demás.
No se lo había dicho a las chicas, pero pronto deberíamos abandonar la casa. El casero nos echaría, sin lugar a dudas, y más pronto de lo que yo creía. Nos esperaba la calle, su humedad, su niebla…
Aspiré varias bocanadas de humo y pensé. Al instante, el rumor de los disparos y las atronadoras explosiones acudieron a mi mente, al igual que espectros de otro tiempo. La sangre caliente corría por los canales del acero de nuestras bayonetas… Éramos miembros del Ejército de Su Graciosa Majestad Británica y nos impelía una locura asesina. Oí los gritos de los soldados muriendo, los aullidos de rabia, de agonía… Vi sangre por todas partes, mis manos manchadas de ella…
Me desperté sobresaltado. Me había dormido encima de la mesa. Me desperecé con cuidado y aparté la pipa de mi boca. «Menos mal que no me he quemado», pensé aliviado. Alguien me había echado una manta por encima, así que supuse que las chicas ya habían llegado a casa a una hora más o menos razonable.
Encendí una vela y subí las escaleras hacia el piso de arriba. Antes de meterme en mi habitación, me dispuse a hacer la ronda por toda la casa, tal como solía hacer todas las noches. Era una de mis manías de viejo soldado.
Natalie dormitaba en su cama. La besé en la mejilla y entorné la puerta de su habitación. Kate roncaba ruidosamente en la suya, al igual que Annie. Mary descansaba en su lecho, respirando acompasadamente. Lizie estaba también dormida. Polly…, ¿dónde diablos estaba Polly?
Tiré de la cadena de mi reloj de bolsillo y lo saqué del interior del bolsillo derecho de mi chaleco. Cuando miré a través del cristal roto, advertí que eran más de las cuatro de la mañana.
Polly solía ser puntual. Hacia las dos de la madrugada ya estaba en casa. Era siempre de las primeras. No podía haberse emborrachado porque jamás se cogía una cogorza seria. Aunque siempre le podía haber entrado uno de esos estados de melancolía que tanto la caracterizaban.
Algo iba mal…
Polly solía acompañar a Annie en sus salidas nocturnas. Siempre iban juntas. Pero Polly no había vuelto con Annie, ni tampoco con las demás. Es más, ni siquiera había acudido a cenar.
Un nublado pensamiento de muerte me traspasó el cerebro.
No, no podía ser. Los McGinty estaban todos muertos. Las chicas no tenían ningún otro enemigo gracias a mí. Todos me temían excepto los McGinty, y estos habían probado en sus propias carnes el amargo sabor de las armas de fuego y blancas de Nathan Grey. No había ninguna amenaza más para las chicas en Whitechapel… ¿O tal vez sí?
Corrí hacia la habitación de Natalie y la desperté bruscamente. No había tiempo para miramientos.
—¿Qué pasa, Nathan? —preguntó alarmada.
—Polly no ha regresado todavía —torcí la boca en una fea mueca—. Temo que le haya pasado algo malo —añadí lúgubre.
—¡Joder…! —exclamó Natalie—. ¿Y qué hacemos ahora? —se había levantado de la cama y temblaba de puro miedo.
—Vístete y espérame abajo —le indiqué resuelto—. No despiertes a las demás —me puse un dedo en la boca para mandar silencio.
Salí presuroso de la habitación de Natalie y entré en la mía. Abrí el armario y saqué el revólver. Le metí seis balas en el tambor y lo amartillé. Me lo coloqué al cinto. Después, nervioso, me puse una chaqueta y mi gabardina. Me calé bien el sombrero y bajé a la cocina. Natalie me esperaba vestida en la puerta.
Salimos los dos de la casa y bajamos por la calle, donde ya no quedaba ni un alma. Nos acercamos a las caballerizas cercanas a la esquina de la calle. Allí no había luz de ninguna farola. Dos bultos yacían en la acera, a un lado, cerca de la puerta de las caballerizas y a varias yardas de nosotros. Supuse que eran dos borrachos dormitando, pero Natalie me cogió del brazo y lanzó un grito. Uno de los bultos se había puesto en pie. Empuñaba un objeto metálico manchado de sangre que metió en una maleta, dando a entender que había terminado su terrorífica tarea. Vestía una capa negra y un sombrero de copa. A sus pies, yacía un cuerpo manchado de sangre. El líquido circulaba en pequeños arroyos por la acera, hacia la calzada. Alertado por el grito de Natalie, el hombre recogió la maleta del suelo e intentó huir, pero yo saqué mi revólver con furia desatada. A estas alturas, suponía de quién era el cuerpo del suelo.
Disparé, pero unas extrañas sombras que doblaron la esquina me distrajeron. El individuo recibió un balazo en el hombro, que le hizo caer al suelo. De repente, un coche tirado por furiosos caballos a todo galope entró en la calle y se paró frente al hombre del suelo. Dos tipos más bajaron del vehículo y lo ayudaron a subir a él. Percibí el brillo de las armas de fuego en las manos del cochero, de los dos hombres del coche y de los dos tipos que acababan de doblar la calle. Ellos abrieron fuego.
Le pegué una patada a la puerta de las caballerizas y empujé a Natalie hacia su interior. Me cubrí yo también. Las balas no estaban dirigidas a Natalie y a mí. Solo pretendían asustarnos. No sabían a quién tenían enfrente.
Salí de mi parapeto y disparé una vez. Los hombres ignoraron mi bala perdida y subieron al coche. Pasaron a nuestro lado. Salí de las caballerizas corriendo y a punto estuve de pisar el cadáver tendido a mis pies. Disparé al coche hasta que se me acabaron las balas. Aun cuando ya no quedaba ninguna, no dejé de apretar el gatillo hasta que el coche se perdió de vista. Me di la vuelta y entonces vi a Natalie arrodillada junto al cuerpo sin vida que yacía en la acera. Lloraba desconsolada.
—Es Polly Nathan —susurró entre sollozos.
Miré a la pobre Polly, con la cabeza casi separada del cuerpo y la vista perdida. Me llevé la mano al dorso e impedí la salida de una lágrima que afloraba en mis ojos.
Taciturno, cerré las puertas de las caballerizas con cuidado.
—Vámonos —propuse con voz queda.
—Pero, Nathan… —dijo Natalie—, ¿qué hacemos con Polly? —inquirió asustada.
—¡Vámonos, te digo! —exclamé furioso, cogiéndola del brazo y levantándola bruscamente—. Debemos irnos cuanto antes, Natalie. Dentro de nada esto será un hervidero de policías, y ni a ti ni a mí nos conviene estar por aquí —instintivamente, miré hacia las ventanas de los edificios. Varios curiosos habían encendido las luces de sus tristes hogares y oteaban la penetrante oscuridad. Afortunadamente, no nos vieron.
Cogí a Natalie de la mano y ambos corrimos calle arriba, hacia nuestra casa. Una vez allí, cerré la puerta con llave y con el cerrojo. Un destello de luz nos cegó. Kate, Mary, Lizie y Annie bajaban por las escaleras ansiosas de novedades. Kate llevaba una vela encendida. Al ver el revólver en mi mano se asustaron.
—¡Joder! —exclamó Mary—. ¿Qué ha pasado? —preguntó angustiada.
—Polly… —articuló Natalie lacónica, por la impresión recibida.
—¡Oh, dios mío! —gimió Lizie.
Natalie no pudo aguantar más y comenzó a llorar otra vez.
—La han matado ahí abajo… —musitó triste.
Yo me senté a la mesa y apoyé la cabeza en uno de mis puños. Miré al vacío mientras veía como las chicas se iban uniendo a mí en la mesa. Ya quedaban dos sillas libres. Todas lloraban quedamente.
Annie soltó su rabia, su profunda desesperación.
—¡La pobre Polly! —exclamó desolada—. Jamás hizo daño a nadie… ¡Joder!
Era cierto, pero ya no se podía hacer nada por ella.