(NATALIE MARVIN)
Los días fueron pasando y el mal tiempo fue cesando, hasta dar paso a días más soleados y calurosos, más propios de la estación estival. Nuestro humor, en general, había mejorado y la muerte de Martha había escapado de nuestras mentes, lo que no significaba que la hubiésemos olvidado. Seguía en nuestros corazones, pero, como había dicho Kate: «La vida sigue, chicas». Todas optamos por seguir esta opción. Había pasado casi un mes y agosto estaba a punto de terminar. Trabajamos como leonas para pagar el alquiler de la casa y para impedir que el viejo Nathan volviera a trabajar, pues al fin y al cabo su trabajo era mucho peor que el nuestro.
Transcurrieron los días, cada vez más largos, de aquel maldito agosto. No había día que no me acordara de la pobre Martha. Fue la noche del 31 de agosto cuando el horror reapareció.
Habíamos llegado todas a casa excepto Polly, que se había demorado con un cliente. Cenábamos un suave caldo de gallina que había preparado Lizie. El viejo Nathan purgaba por su violación del quinto mandamiento, por lo que no probó bocado. El caldo de Polly se enfriaba y vi que ya eran más de las diez. Mirando por la ventana, observé como los faroleros, quienes portaban una gran vara con un extremo encendido, prendían fuego a las farolas de gas de la calle para iluminarlas. «Joder, para un día que podemos comer bien y esta mujer se retrasa», pensé. Eso era cierto, ya que los alimentos escaseaban. Cada vez comíamos menos y eso se notaba en Mary y en mí en demasía.
Lizie había conseguido dinero suficiente para comprar el ave que ahora ingeríamos en forma de caldo. Ignoro cómo lo logró. Lizie, Mary y Polly siempre traían más dinero a casa que las demás. Mary era bastante atractiva para los babosos y sabía utilizar bien sus virtudes. No obstante, ignoraba las cualidades de Lizie y Polly. Lizie era un encanto, al igual que Polly, pero los babosos de turno raramente apreciaban eso en una puta. Sospechaba que Lizie tenía algún lío con un hombre, pero no podía asegurarlo con certeza. En cuanto a Polly…, ella seguía siendo un misterio para mí.
Aquella noche fue distinta. Teníamos cena y estábamos contentas. La muerte de Martha estaba ya casi olvidada y cada una proseguía con su propia vida. El viejo Nathan seguía como siempre, callado y taciturno.
Nosotras nos reíamos de los chascarrillos de Catherine, que volvía a estar un poco bebida. Cuando terminamos, recogimos la mesa y guardamos las sobras de la comida. Permanecimos sentadas en la cocina charlando hasta las once de la noche y después subimos a arreglarnos para trabajar. Me vestí de forma práctica, es decir, enseñando y abultando tanto como se podía mis sensuales pechos bajo el desgastado corpiño, decorado con encaje veneciano —para atraer babosos—, y me puse la falda y debajo toda la ropa que tenía, para que me permitiera hacer el truco.
Las chicas y yo salimos de casa juntas y nos separamos al comienzo de Whitechapel Road. Antes de abandonar la casa, noté la mirada de lástima que Nathan me lanzó cuando creía que no le observaba. Seguía culpándose y odiándose por haberme arrastrado hacia toda aquella mierda. Pero no era culpa suya. La profesión de ramera estaba destinada a todas las niñas de Whitechapel en cuanto les salían los pechos. Algunas la esquivaban con unos buenos padres, un buen marido con trabajo…, lo que no era mi caso, ni el de las chicas, ni del resto de desventuradas que vendían su cuerpo a diario en las calles de Whitechapel.
Enfilé calle abajo y me topé con un grupo de borrachos. Aparté a uno que estaba más bebido que sus compañeros y me lo llevé aparte.
—Y bien… —le dije, soltándome algunos corchetes del cierre delantero del corpiño para que mirase con lascivia mis turgentes pechos—, ¿qué me puedes dar por esto?
El baboso se desabrochó el cinturón y se me acercó ansioso.
Vuelta a empezar…
Se había hecho muy tarde, y Polly estaba tan borracha y deprimida, que ya no era capaz de encontrar el camino a Buck’s Row.
Había intentado alquilar una habitación en una pensión cercana de mala muerte, llena de chinches y pulgas, pero el alcohol le había jugado una mala pasada; dilapidó su dinero y lo redujo a solo dos peniques, por lo que no pudo arrendar la habitación, cuyo coste exacto eran tres peniques. Acordó con el portero de la pensión que volvería más tarde con el dinero y le hizo prometer que le guardaría una cama.
Dando traspiés, Polly vagó por las calles en busca de clientes, pero estas estaban ya vacías. En un momento dado, un coche de caballos negros se situó junto a ella. El cochero tiró de las riendas y el vehículo se detuvo, entre los furiosos resoplidos de los animales.
—Buenas noches, bella señorita —saludó el cochero desde su asiento, mirándola con sorna. No decía lo que pensaba, pues su tono de voz era frío.
—Soy señora y mi marido es un capullo —no sabía por qué diablos había dicho eso, pero era, en parte, uno de los motivos que la habían impulsado a la prostitución y a la bebida. Hacía un año que Bill había huido de Londres con una comadrona y la había dejado con dos bocas que alimentar.
—Bien, bien… —se notaba que al cochero no le importaban las historias que aquella vulgar fulana tuviera que contarle—. Mi señor te ha visto y se siente atraído por ti.
—¿Por mí? —preguntó Polly incrédula.
—Sí, por ti —el cochero hizo una fea mueca—. Está ahí dentro, en el coche —señaló el interior del vehículo, que permanecía a oscuras—. Es un caballero muy distinguido que desea pasar un buen rato en el coche con una mujer de verdad, digamos que… ¿por dos florines? ¿De acuerdo?
Polly abrió los ojos como platos. Ni se lo pensó.
—¡Ábreme la puerta! —urgió al cochero—. ¡Por mí está bien!
—Tranquila, mi querida amiga, todo a su tiempo. Mi señor te ofrece este regalo.
El cochero sacó una botella de vino y se la alcanzó a la mujer, que miró la botella con deleitación.
—Es buen vino… —murmuró al ver la etiqueta.
—Uno de los mejores. Es francés, de Aquitania… —convino el cochero mientras su siniestra mirada recorría el cuerpo de la prostituta—. Bebe —le indicó con un ademán del enguantado pulgar derecho.
Polly se llevó la botella a la boca y bebió. Al instante comenzó a sentirse mal. Le tendió la botella al cochero con las manos temblorosas, quien la cogió y la volvió a guardar.
El cochero sonrió cínicamente y bajó de un salto de su coche. Se puso frente a él, abrió la portezuela e hizo descender una escalerilla de metal hasta Polly. Ayudó a la mujer a subir y cerró la puerta.
El interior del coche estaba completamente a oscuras. Sin embargo, Polly pudo notar la presencia de alguien más. Su aliento le delataba…
—Buenas noches, señor —saludó con timidez.
Una voz masculina, silbante y áspera, le contestó:
—Buenas noches, Polly.
—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó ella sorprendida.
Unos golpes en la superficie de madera del coche se dejaron oír desde el lugar que ocupaba el hombre. Ante esta señal acústica, el vehículo se puso en marcha.
—¿Deseará algo especial? —preguntó ella para agradar al cliente.
—Solo lo normal… —respondió él—. ¿Dónde vives, Polly?
—En Buck’s Row, señor —dijo la prostituta.
—Estupendo… —murmuró el desconocido en tono glacial—. ¡Crow, a Buck’s Row! —indicó con voz autoritaria. El coche giró a la derecha.
—Muy bien, Polly… Ven aquí —exigió el hombre. La aludida se acercó al lugar que ocupaba el cliente y esperó paciente.
—Siéntate encima de mí —pidió él, que ya sentía el aguijón del deseo.
Polly se levantó la falda y se sentó sobre las piernas del hombre, mirando su rostro en sombras. Al instante notó su miembro rozando sus piernas. Cogió el duro órgano viril con las manos, que sobresalía bien erecto entre las piernas, y lo introdujo dentro de sí. Comenzó a moverse rítmicamente; notaba como el hombre jadeaba de placer, a la vez que, por los laterales, le acariciaba los pezones debajo del corpiño.
De repente, la luz de una farola de gas cercana iluminó de pasada lo suficiente el rostro de su cliente como para que Polly lo reconociera.
—¿Michael? —su pregunta quedaría sin respuesta.
El hombre reaccionó deprisa.
Agarrando a Polly del pelo, la tumbó en el asiento con violencia. Ella intentó debatirse, pero estaba muy borracha para lograrlo. La cabeza le daba vueltas y ya sentía náuseas. Entonces, horrorizada, pudo ver como Michael esgrimía un objeto que brilló a la luz de las farolas de la calle.
Intentó zafarse del hombre y gritó en busca de ayuda, pero él la obligó a presentarle el cuello, tirando de su cabello hacia atrás, mientras mantenía el objeto por encima de su cabeza. Polly descubrió con espanto que Michael llevaba un largo cuchillo. Con un rápido movimiento, él esgrimió la afilada arma blanca e infringió una larga herida en el cuello de Polly. La mujer sintió que se le iba la cabeza. No la había matado, pero la herida haría que se desangrase poco a poco. A pesar de todo, aquellos no parecían ser los planes de Michael.
Empleando toda su fuerza, hizo un potente tajo con el cuchillo en la garganta de Polly, que casi la decapita. Falleció al instante, entre borbotones de sangre que bañaron los asientos del coche y todo el torso de Michael.
Este se sentó al lado de la mujer muerta, jadeando. Se secó el sudor con un pañuelo y miró el cadáver, que yacía a su lado escupiendo sangre por la garganta cercenada.
El coche se había detenido.
—Crow… —llamó a su cómplice desde el interior del coche.
—¿Señor? —la portezuela del coche se abrió y el cochero apareció en el umbral.
—Debemos continuar con el ritual… —afirmó con voz cavernosa—. Mi maestro así me lo ha mostrado.
—¿Dónde dijo que vivía? —preguntó interesado.
—En Buck’s Row, señor —contestó Ichabod Crow.
—Perfecto… —comentó mientras empezaba a limpiarse la sangre de las manos con un pañuelo—. Llévanos allí.
Crow cerró la puerta del coche y subió al asiento del conductor. Al final de la calle, un hombre embozado en una gabardina negra estaba recostado en una farola. Crow lo miró fijamente.
—¡Buck’s Row! —exclamó.
El hombre asintió en silencio y luego desapareció tras una esquina. Crow apremió a los caballos con su látigo. Los animales resoplaron y partieron al trote.
Buck’s Row estaba desierta a aquellas horas de la noche. La carencia de farolas y de transeúntes hacía de la calle un lugar idóneo para llevar a cabo el macabro trabajo que pretendían hacer.
Crow detuvo de nuevo el coche, ahora en un lugar que le pareció lo suficiente apartado y oscuro, y descendió del vehículo de tracción animal.
Su señor bajó de él e inspeccionó el lugar, dándose por satisfecho. Mientras, Crow hizo descender del coche la maleta de su señor y el cadáver de la mujer muerta, cuya cabeza colgaba grotescamente de un hilo. El cochero la colocó en el suelo.
—Muy bien, muy bien… —Michael abrió el maletín y extrajo de él el largo cuchillo con el que había decapitado a Polly—. ¿Sabes, Crow…? Hubo una vez tres traidores que mataron a un hombre importante. Se les castigó cortándoles el cuello de izquierda a derecha y poniéndoles las entrañas colgando del hombro derecho, no sin antes sacarles los órganos reproductores.
El cochero oteó la calle, nervioso.
—Tenemos el cuello cortado… —Michael se arrodilló junto a Polly y levantó la falda y las enaguas. Un vientre plano y pálido lo recibió.
—Señor, si me lo permite, aparcaré el coche en la siguiente calle y buscaré al resto de los hombres —aventuró Crow.
—No te preocupes, amigo mío —dijo Michael esbozando una sonrisa—. Mi comedido es tan importante, que el Gran Arquitecto me hará invisible ante ojos indiscretos.
Ichabod Crow ignoró el desvarío y montó en el coche. Lo condujo calle abajo y desapareció con él tras la esquina. En la nueva calle, donde se elevaban vaharadas de pestilencia por las aguas fecales, lo hizo detenerse cerca de la acera y observó la calle con ojos de halcón. Cinco hombres se acercaban, mientras algunas ratas, orondas y peludas, corrían en distintas direcciones.
—Llegáis tarde —saludó hosco.
—Lo siento, capitán —se disculpó uno de ellos.
—Está allí abajo —señaló Crow con un brazo extendido—. Vamos con él —indicó a la vez que bajaba del coche.
Los seis cruzaron la calle y entraron en Buck’s Row.
Fue entonces cuando Crow vio, horrorizado, como un tipo viejo y alto, iluminado por la cercana luz de una farola, apuntaba a su señor con un arma.
—¡Joder…! —masculló—. ¿A qué esperáis, idiotas? —gritó a sus hombres—. ¡Fuego! —ordenó con voz estentórea.
Los cinco tipos abrieron fuego contra el hombre del revólver. Crow corrió hacia la calle donde estaba aparcado su coche y subió de un ágil salto.
«¡Mierda de puta!» pensó. Fustigó a continuación a los caballos con su látigo, cuyo relincho sonó muy agudo en la desolada calle. Dirigió el coche a toda velocidad hacia Buck’s Row.