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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

—Precioso. Bonita masacre —dijo el sargento Carnahan con sorna.

—Parece que alguien le oyó comentar que la única forma de acabar con los McGinty conllevaba «un gasto serio de balas», sargento —opiné asombrado—. ¡Vaya puta carnicería!

El tugurio de los McGinty, en Mulberry Street, había amanecido lleno de curiosos y policías de la División H, debido a que todos sus miembros había resultado asesinados aquella misma noche. Un agente que hacía la ronda había oído disparos en el local y rápidamente logró reunir a varios policías más de la zona. Cuando llegaron, se encontraron con la bonita escena que el sargento y yo teníamos el dudoso gusto de estar presenciando.

¿Puede alguien imaginar las paredes de un matadero cubiertas de sangre, con los cadáveres sin vida de las reses? Supongo que un carnicero o el empleado de un matadero sí, cómo no, y eso precisamente era en lo que se había convertido el local de los McGinty, en un matadero.

Alguien los había exterminado a todos, hasta el último integrante de la banda que había pasado la noche en el tugurio, inclusive el propio McGinty. Además, ese alguien no se tomó mucha prisa en acabar con ellos; había procedido con calma y con la precisión de un auténtico experto, a tiros y a cuchilladas. Era un profesional.

Así lo hizo saber el doctor Phillips cuando llegó, quien disipó todas mis dudas sobre una posible reyerta entre dos bandas de East End por la supremacía del conflictivo barrio.

—¿Uno solo? —afirmé más que pregunté.

—Al parecer… —repuso Bagster Phillips—, era uno solo, a juzgar por las declaraciones de los vecinos. Se colocó enfrente del local con un rifle y disparó. Más tarde, entró en el tugurio y exterminó a todos los McGinty como si fueran cucarachas.

Me quedé mirando al galeno muy sorprendido.

—¿Un solo hombre? Eso es un poco increíble. Un hombre solo contra otros quince armados hasta los dientes… Me extraña que lograra salir con vida —apostillé.

—¿Arma? —preguntó el doctor.

—Armas… —corrigió el sargento—. Son varias… El asesino utilizó un rifle largo de gran calibre y excelente a gran distancia. Creo que es un rifle doble pesado del doce. También empleó un Winchester 44 de repetición, un revólver de cañón normal y una escopeta recortada. En cuanto al ataque físico, usó un cuchillo largo y bien afilado y también un hacha de uno de los McGinty, con la que le cortó los dedos al jefe de la banda, para después apuñalarle con un cuchillo.

—Un merecido final para todo un indeseable, sin duda alguna —opinó Phillips, mientras meditaba sobre algo.

En ese momento, los ayudantes del doctor y algunos agentes comenzaron a sacar los cadáveres del local para introducirlos en un coche fúnebre que habíamos alquilado antes de venir. No obstante, eran demasiados para las pocas ambulancias de las que disponíamos en la comisaría. En la puerta del tugurio, algunos peatones se agolpaban para ver a los cadáveres como si aquello fuese un circo. En las mentes de muchos de ellos bullían diversos pensamientos: el regocijo por la muerte de un enemigo, la tristeza por la defunción de un conocido…

En el esplendor comercial e industrial de la larga era victoriana, en aquel Londres del último cuarto del siglo XIX —la ciudad más poblada del planeta con sus casi cuatro millones de almas—, la gente moría literalmente de hambre. Había amplios sectores de pobreza y desempleo que contrastaban con la disparidad de bienes que disfrutaban otras capas sociales. Eran incontables los fallecidos en la asistencia pública en hospicios, hospitales y manicomios. Además, las enfermedades se propagaban con facilidad por las calles entre mendigos, prostitutas y niños, quienes sobrevivían ateridos de frío y vestidos con harapos. En ese aspecto, la situación era mucho peor que cuando la ciudad fue fundada por los romanos y la denominaron Londinium augusta.

En ese lamentable estado de cosas, lo que movía más a la población era el ver un cadáver amputado en medio de la acera que contemplar a un niño pequeño muriendo de tifus o de tuberculosis en plena vía pública y no poder hacer nada para ayudarlo. Si se tenía una botella de alcohol a mano y algún pasatiempo más, juego y sexo, la vida de miles de habitantes de East End se encontraba más que arreglada. El movimiento ascendente de la revolución industrial en el Reino Unido parecía estar al margen de los más desgraciados.

Varios ploff del magnesio de los fogonazos de más cámaras me alertaron de la presencia de los inevitables periodistas.

—¡Joder! —exclamé irritado, cerrando los ojos ante los molestos flashes de las cámaras.

Un tipo con un bloc de notas en la mano se acercó al sargento Carnahan; era un periodista del Glove. Sonreí para mis adentros. Se aproximaba al suboficial porque conocía mi odio hacia la prensa. Pero su temor ya no tenía sentido, puesto que Sir Charles me había obligado a no echar de ningún escenario criminal —exceptuando el caso de la mujer destripada— a ningún periodista. Fue por mediación de varios directores de periódicos conocidos, los cuales se quejaron enérgicamente a Sir Charles porque yo espantaba a todos sus empleados.

—¿Sargento Carnahan? —titubeó el informador. El aludido, siempre tieso, se atusó el bigote—. Soy Richard Connor, cronista del Glove…, ¿podría contarme algo sobre este crimen?

—Lo lamento. Todo esto es estrictamente confidencial, señor Connor.

—Algo podrá contarme, sargento.

Varios periodistas se arremolinaron como lobos hambrientos alrededor de su presa. Decidí intervenir.

—Señores, se les informará a su debido tiempo —dije con la voz más autoritaria que me salió—. Si me hacen el honor de salir del escenario del crimen.

Dos agentes sacaron a todos los periodistas del tugurio.

Henry Carnahan resopló aliviado. Tampoco a él le gustaban los chicos de la prensa.

—Gracias por rescatarme, inspector —me susurró al oído.

—Tenga más cuidado, sargento —le advertí en voz muy baja—. Esos cabrones de dulces palabras harán que les cuente todo y que usted no se dé ni cuenta de ello. Son como buitres al acecho de la carroña.

Los fastidiosos ploff de los fogonazos volvieron a oírse y verse. Un tipo montó su cámara a los pies de un cadáver que reposaba sobre una estera, a la espera de que lo metiesen en un coche fúnebre, y lo retrató con frialdad profesional. Impertérrito, cambió la mecha adosada al magnesio y volvió a hacerlo.

Me subió la sangre a la cabeza.

—¡Por dios, sargento! —estallé colérico—. Obligue a esos tipos a que se vayan… ¡Joder!

—Pero, inspector, Sir Charles dejó claro…

—¡Me importa una puta mierda, Sir Charles! —bramé, fuera de mí—. ¡Écheme a esa gente de aquí! —grité exasperado, sin importarme lo más mínimo ser escuchado por todos los allí presentes.

El sargento procedió según lo ordenado y desalojó a los periodistas con una seria orden de arresto a todo el que se acercase a menos de seis yardas del escenario del múltiple crimen. Oí gritos de protesta que sonaron como música para mis oídos. No lo podía remediar. Odiaba los periodistas.

El sargento volvió a mi lado preocupado.

—Inspector, creo que esto nos traerá complicaciones…

—Ya he pensado en ello —respondí ceñudo.

—Otro de los famosos planes para escabullirse de los problemas del inspector Abberline, todo un clásico. ¿Y qué tiene en mente ahora el sagaz inspector? —preguntó el doctor Phillips detrás de mí. Estaba en cuclillas, examinando un tiro a bocajarro en uno de los cadáveres de la barra.

—Doctor, por favor, concéntrese en su examen. No estoy para bromas —le repliqué molesto.

El galeno se rió y siguió con lo suyo.

Mi despacho se encontraba abarrotado de papeles y desordenado a un extremo inimaginable por el razonamiento humano. Había vuelto a dormir en la comisaría con la cabeza apoyada en mi mesa, en una postura sumamente perjudicial para mi espalda, que me dolía horrores cuando por fin me desperté.

Unos suaves golpes en la puerta hicieron que me desperezara.

—Pase —ordené con voz queda.

Mason entró en mi despacho con una carta dirigida a mí.

—Ha llegado esto hace un momento, inspector. Va destinada a usted —me explicó el policía.

—Gracias, Mason. Déjela en la mesa.

El agente dejó el sobre donde le había indicado y se marchó sin más. Cogí un abrecartas de la mesa del sargento Carnahan y rasgué la solapa del sobre. Un papel doblado me recibió en el interior. Lo desplegué y miré atónito el interior. Debía de ser una broma.

Carnahan entró en el despacho y me dio los buenos días. Le ignoré por primera vez en mi vida profesional. El, extrañado, arqueó las cejas.

—¿Ha vuelto a dormir aquí, inspector? —preguntó observándome. Al ver que no le contestaba, se acercó a mí y descubrió la carta en mis manos—. ¿Malas noticias?

—Véalo usted mismo.

Le tendí el papel. El sargento se quedó perplejo.

—¿Qué diablos…? —farfulló confundido.

Encogí los hombros y estiré las piernas.

—No lo sé, sargento… —repliqué meditabundo—. Ha llegado hace un momento.

—¿Pero qué coño significa?

Salí del despacho con pasos nerviosos y localicé a Mason. El agente ocupaba su escritorio en el habitáculo anexado a mi despacho y ordenaba unos informes. Le pregunté por la carta.

—La trajeron con el correo, inspector —afirmó tajante—. Me he fijado ahora. Como usted no suele recibir cartas… —añadió mientras arrugaba la frente.

—Gracias, Mason. Siga con lo suyo.

Volví a mi despacho y examiné la carta a la luz de una lamparilla, ahora con el sargento Carnahan a mi espalda. Sin duda alguna, la misiva estaba escrita con sangre reseca. A pesar de ello, el escrito se leía bien en grandes e irregulares letras:

Querido inspector Abberline:

¿Ignora quién asesinó a la puta? ¡Ja, ja! Le desafío a encontrarme, Abberline. Intente capturarme, pero se lo advierto, le resultará más difícil de lo que usted cree. Desde ahora y suyo hasta la muerte.

Jack el Destripador

Atrápeme si puede

¿Qué demonios significaba eso? De repente, la puerta de mi despacho se abrió de golpe y el jefe Swanson entró en nuestro habitáculo con cara de pocos amigos.

—Sir Charles quiere verte —avisó sin siquiera saludar.

—¿Qué diablos significa esto? —Sir Charles blandía una cuartilla de tamaño medio por encima de su cabeza. Se le veía enojado tras el escritorio de madera noble de su amplio despacho, en la Jefatura de Scotland Yard, en el número 4 de Whitehall Place—. He recibido esta carta a primera hora de la mañana y quiero saber ahora mismo de qué demonios se trata.

En la misiva, con un escrito también en sangre reseca, se leía:

Querido jefe:

He establecido mi reino de terror en Whitechapel y no me moveré hasta que haya cumplido mi tarea. He oído que no desea saber quién mató a la puta. Aun así, aquí abajo dejo mi nombre, que seguramente usted maldecirá una y mil veces en los días venideros. Con cariño.

Jack el Destripador

P.D. (Pregunte al inspector Abberline, de Whitechapel, si tiene alguna duda).

—Yo he recibido una igual hace unos momentos, Sir Charles.

—¡Eso no me importa! —bramó encolerizado—. ¿Qué diablos es esto, inspector?

Apunté con mi índice derecho hacia el escrito antes de responder.

—Esto, Sir Charles, denota que hay un ser inteligente y culto tras el asesinato de esa mujer.

—¡Ridículo! —dio un puñetazo sobre la mesa—. ¡Es una broma pesada y se nota a la milla! —Sir Charles cogió la carta y se acercó a un extremo de su despacho, donde una chimenea encendida daba calor a la habitación. Arrojó la carta al fuego y señaló en tono iracundo—. ¡Solo hay una forma de deshacerse de esta ridiculez!

—¡No, Sir Charles, está destruyendo una prueba! —exclamé consternado ante su inconsciente acto.

El prepotente jefe de la Policía metropolitana clavó en mí una mirada severa. Me atravesó con ella.

—Inspector, vuelva a su trabajo y olvide toda esta absurda historia. No se lo vuelvo a repetir… ¿Me ha oído bien? —asentí en silencio—. ¡Es una orden! —gritó.

Salí del despacho sin despedirme, dejando a Sir Charles tras su escritorio y fumando un apestoso cigarro hindú.

Detestaba aquel hombre de mente plana. No lo podía soportar.