3

(NATHAN GREY)

Hacía varios años que me había instalado en East End. He de contar algo de mi pasado, que es, todo hay que decirlo, un tanto oscuro. He matado a muchos hombres y no me siento precisamente orgulloso de ello. Partí hacia África con solo veinte años alistado en el Ejército, con ansias de riqueza, de obtener una paga estable y de colonizar un continente de salvajes para la reina Victoria.

Reconozco que asesiné a mucha gente con mis manos y a distancia, con mi fusil reglamentario. A veces, cuando me miro en el espejo, aún puedo ver las salpicaduras de sangre en mi rostro, pues, poco a poco, he descubierto que la sangre es uno de esos líquidos que jamás desaparecen.

Un balazo en una pierna, que me dejó cojo para siempre en una de las batallas sostenidas en el Sudán, así como las ganas de paz me hicieron retirar con treinta años. Desde ese día, mis actividades con la pólvora se centraron exclusivamente en la caza mayor.

Inicié una apasionante y exótica aventura. Fui cazador de elefantes en Kenia, profesión que no me proporcionaba muchos beneficios. Es más, he estado a punto de morir más veces a manos de un animal salvaje que de un hombre armado.

Sin embargo, me enamoré del continente africano. De su gente y de sus tierras. Pero al cabo de un tiempo acabé renegando del orgulloso Imperio británico, que se esforzaba en destruirlo poco a poco a base de fuerza bruta. Todo el patriotismo que hervía en mi interior hacia el Reino Unido desapareció como por ensalmo cuando presencié como amigos míos —blancos y negros— y mi propia esposa fueron asesinados a manos de los soldados británicos. Los odié por haber muerto a mi mujer y acabé con muchos de ellos de forma cruel. Aquello fue un ojo por ojo. Al final comprendí que yo había obrado igual que ellos y, odiándome a mí mismo, abandoné África para siempre.

Estuve mucho tiempo vagando por Europa, yendo de aquí para allá, pero me decidí por volver a mi Inglaterra natal. Una vez allí, malviví como pude dedicado a la única cosa que sé hacer en este mundo: matar. Fui un sicario, un vulgar asesino a sueldo de millonarios que deseaban ver muertas a sus prostitutas amantes para que estas no comprometieran, con sus vástagos ilegítimos, la sagrada persona de mis acaudalados clientes.

Así llegué a la vejez y fue cuando conocí a Natalie Marvin.

Recuerdo a la perfección el día en que su madre, en el lecho de muerte, me hizo jurar que protegería a su hija y la cuidaría… Blanca de piel, ojos verdes y pelo castaño… no tendría más de doce años. ¡Éramos una extraña pareja, en efecto! Una niña de esa edad y un viejo asesino… En East End, una niña como ella solo tenía dos caminos posibles para su futuro por aquel entonces: o se casaba con un hombre de empleo estable o sencillamente se prostituía. Intenté alejarla del segundo camino durante muchos años. Debido a que conservaba todavía mi reputación y a que todos en Buck’s Row me conocían, parecía haberlo logrado, pero… fue entonces cuando caí enfermo.

No sé qué matasanos fue el que me curó el balazo en la batalla en que lo recibí, pero me gustaría encontrármelo… Sufrí unas fiebres que me produjeron terribles calambres en las piernas y una parálisis casi total. En ese tiempo, nadie podía llevar dinero a nuestra casa, ya que mi estado me impedía trabajar. Natalie cuidó de mí como pudo, pero escaseaba el vil metal, por lo que… acabó prostituyéndose.

Jamás me perdonaré haberla arrastrado a esa vida que jamás pudo ya abandonar.

Poco a poco recuperé las fuerzas, aunque nunca volví a trabajar. Natalie lo hacía por los dos. Con el tiempo, ella conoció a otras chicas, también practicantes del llamado oficio más viejo del mundo, y juntas idearon el negocio al que me dedico ahora.

Ahorrando y tirando de mi antigua paga de soldado, alquilamos un piso de un edificio. Allí vivíamos todos, las seis chicas, Natalie y yo. Mi trabajo era protegerlas de las bandas extorsionadoras, de los maníacos y cómo no, de los borrachos. Así las cosas, vivimos largo tiempo en relativa paz, con un negocio que en realidad no nos llevaba a ningún sitio. Pero las chicas tenían un lugar al que poder ir, comida y protección, y eso me contentaba. Ni siquiera pensaba en qué sería de ellas cuando yo faltase…

Todo iba relativamente bien hasta aquel horrible día, aquel 7 de agosto de 1888 que odiaré de por vida…