(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)
Después de ingerir algo en una cafetería cercana a la comisaría, Carnahan y yo nos dirigimos en una calesa hacia White Street, lugar donde estaba situado el inmueble del señor Makarov. Aquel edificio se parecía mucho a los que le rodeaban. Era sucio, destartalado y se encontraba ocupado por prostitutas, mendigos, asesinos que no deseaban ser encontrados… En fin, gente de mala catadura.
Ya estaba acostumbrado a sitios así, por lo que, antes de salir, el sargento Carnahan y yo nos armamos cuidadosamente. Yo llevaba mi revólver de cañón corto en una sobaquera de cuero oculta bajo mi gabardina, mientras que mi acompañante se había colocado solamente un revólver de cañón normal en la parte de detrás de su cinturón. En East End, repito, aquello era normal. Había mucho loco suelto y demasiado rencor y odio hacia la Policía, aunque he de decir que en mis años de inspector había logrado ganarme algunos peligrosos enemigos que todavía me andaban buscando… Además, en honor a la verdad debo concretar que no era muy buen tirador, pero solo tocar la fría y metálica superficie de un arma corta me tranquilizaba en momentos de tensión.
El señor Makarov nos esperaba en la puerta del edificio 24. El sargento y yo bajamos de la calesa y fuimos derechos a su encuentro. Con una desagradable mueca que intentaba ser una sonrisa casi sin dientes, el ruso nos condujo hacia el interior del edificio.
—¿Dónde vive el doctor Ostrog? —pregunté interesado.
Makarov apartó sin miramientos y con uno de sus pies a un borracho que yacía en medio del portal de paredes desconchadas. El pobre diablo soltó un fuerte ronquido.
—Arriba, en el ático, inspector —me señaló con la palma de su mano diestra, apuntando en la dirección correcta.
—¿Está en casa? —pregunté otra vez.
El se encogió de hombros.
—No lo sé, señor inspector —masculló entre dientes.
Subimos por la destartalada escalera, a la que le faltaban varios peldaños de madera. El suelo crujía bajo nuestros pies, y temí que de un momento a otro se desplomase y cayésemos los tres al vacío. Pero como Makarov caminaba tranquilamente, me dio un poco de seguridad.
El inmueble tenía tres plantas más el ático. En cada una de ellas había dos viviendas, pero parecía que cada una estaba ocupada por un millón de personas. Esto me hizo suponer que Makarov no alquilaba solo las viviendas, sino también las habitaciones como colmenas humanas.
Continuamos nuestra ascensión por las fétidas plantas, entre siniestros crujidos de madera vieja, por donde pululaban libremente las ratas, los niños harapientos y los borrachos. El hedor a orines se hacía insoportable por momentos.
Por fin llegamos al maldito ático. Había dos pisos, uno era de Ostrog, según nos señaló Makarov, y el otro estaba ocupado por una familia polaca. Nuestro guía se acercó a la vivienda cerrada de Ostrog y nosotros con él.
Llamó enérgicamente a la puerta con unos nudillos cubiertos de pelo negro.
—¡Ostrog! —bramó colérico—. ¡Abre la puerta, matasanos! ¡He venido con la Policía a desalojarte si no me pagas el alquiler! ¡Ostrog…! —el gordo aporreó la puerta con una furia mal contenida algunas veces más y blasfemó todo lo que pudo, pero la puerta permaneció cerrada.
—Déjeme a mí —le hablé al ruso. Me coloqué ante la puerta y la golpeé con los nudillos—. ¿Doctor Michael Ostrog? ¡Soy el inspector Frederick Abberline! ¡Abra la puerta! —grité con voz autoritaria—. ¡Solo quiero hablar con usted!
Nada. No detectamos ningún movimiento de pasos que revelase la presencia de alguna persona en la vivienda. Acerqué mi oído a la puerta y escuché en silencio. Nada de nuevo.
—¿Lo ve, inspector? ¡Ese cabrón se niega a abrir! —Makarov se puso ante la puerta y comenzó a gritar en ruso lo que me parecieron blasfemias e insultos de todo tipo por el durísimo tono que empleaba.
Carnahan se acercó a mí y me susurró al oído izquierdo:
—Puede que le haya ocurrido algo al doctor…
Entre tanto, al escuchar los gritos del señor Makarov, dos niños pequeños salieron del otro piso acompañados por una mujer temerosa, que los sujetaba con sus sucios y huesudos brazos.
Me aproximé al señor Makarov, que continuaba gritando como un poseso, y le dije:
—Puede que le haya ocurrido algo al doctor Ostrog… Debemos tirar la puerta abajo.
—De acuerdo —el ruso parecía dispuesto a hacerlo—. Espero que ese cabrón no se haya dejado morir ahí dentro…
Me aparté y le cedí el paso al sargento, quien se remangó con decisión. Carnahan y el ruso retrocedieron y, al cabo de unos segundos, descargaron sus hombros sobre la despintada puerta de madera con toda su fuerza. Esta cedió un poco, pero no se abrió.
Entonces me fijé en que uno de los niños se había separado de la que debía de ser su madre y del otro niño. Se acercó a mí. Tendría unos siete años; era delgado y de escasa estatura para su edad. Bajo su cabello rubio lacio, dos ojos azules me miraban con curiosidad. La madre le llamó en su incomprensible idioma.
—No está dentro —me dijo el niño, farfullando inglés.
Interesado, me arrodillé y me puse a su altura.
—¿Te refieres al doctor Ostrog? —le pregunté.
El niño asintió en silencio.
—¿Dónde está? ¿Lo sabes?
—No lo sé, señor… Los hombres de negro se lo llevaron.
En ese momento la madre se acercó a mí y, tirando del niño y hablándole en su lengua materna, lo introdujo sin demasiada delicadeza en la mugrienta vivienda, donde garrapatas, chinches, piojos, cucarachas y roedores campaban a sus anchas.
Fue precisamente entonces cuando Carnahan y el ruso tiraron al fin la puerta de la vivienda de Ostrog, que quedó colgando de una de las ennegrecidas bisagras.
Me incorporé raudo y me acerqué a la puerta, meditando las palabras de aquel niño. Carnahan y el ruso me esperaban impacientes, interrogándome ambos con la mirada.
—Vamos a entrar —les indiqué con voz neutra.
Uno a uno penetramos en la deprimente casa. Ante nosotros se extendía un largo pasillo sin decoración e iluminación alguna, con puertas que daban a otras habitaciones, que desembocaba en una puerta cerrada. El ruso nos indicó que la habitación de Ostrog era la última y que nadie vivía en las otras. A medida que nos acercábamos, comencé a percibir un aroma dulzón que me mareó un poco. Vi que al sargento y al ruso les ocurría lo mismo.
—Esos asquerosos brebajes de Ostrog… —Makarov escupió en el suelo—. Por culpa de estos olores nadie me quería alquilar las habitaciones —se tapó la nariz con las manos.
—¿Había entrado usted aquí antes? —preguntó Carnahan, venciendo su repugnancia.
—Nunca, pero el olor de los brebajes de Ostrog se me cuela en la casa desde hace unas semanas.
Lo miré inquisitivamente.
—¿Nunca antes había olido esto? —le pregunté con cierta aspereza.
—Hasta hace unas semanas… Ya le digo, inspector. Habitualmente, esa mierda con la que Ostrog trabajaba solo se olía en este piso.
El ruso siguió andando. Yo me acerqué a Carnahan y le susurré:
—No es el olor a medicina lo que invade este piso… Es opio.
El sargento asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Lo sé, inspector —precisó después—. He entrado en suficientes fumaderos como para reconocerlo a la legua —me confesó.
—¿Era adicto a alguna droga el doctor Ostrog?
Mi pregunta pareció desconcertar al casero, llegado en su día de la Rusia zarista.
—No… que yo sepa… —farfulló quien se teñía las canas con hollín negro—. Solo al vodka.
Nos aproximamos a la puerta y el ruso cogió el picaporte con una mano.
—Aquí comienza la habitación de Ostrog… Espero que ese matasanos no haya decidido suicidarse en ella…
Las palabras murieron en su boca nada más abrir la puerta.
Lo que había a continuación era un dormitorio normal y corriente, bastante lujoso por cierto, en contraste con lo visto anteriormente. El señor Makarov parecía como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza. Yo me adelanté y olfateé el aire. Sin duda alguna, el olor era de opio. Yo también había entrado en algunos fumaderos de opio de East End y el aroma me resultaba completamente familiar. Miré la alcoba.
No había nada que indicara que allí había residido un médico. Esperaba encontrarme con una mesa llena de extraños compuestos y libros, estanterías con medicinas, útiles de cirugía como mucho… Sin embargo, allí no había nada de eso. Casi toda la estancia estaba ocupada por una cama bien hecha, una estufa y una mesa con dos sillas. En esta última había un solo candelabro, que parecía ser la única fuente de luz de la sala, pues las ventanas estaban tapadas con unas largas cortinas negras, que impedían el paso de la luz natural. Había una mancha de vino en el suelo.
Pero he aquí que todo estaba espantosamente desordenado.
Miré con curiosidad profesional al ruso, que se hallaba completamente desconcertado.
—Apuesto a que no esperaba que la habitación fuese así, señor Makarov.
—No puede ser… —tartamudeó él.
—Desde luego, esta no es la habitación de un médico… —reflexioné en voz alta.
Me paseé por la sala y me detuve frente a la mancha de vino. Me agaché y la olisqueé unos segundos. Era de buen vino.
—¿Cree usted que Michael Ostrog podría permitirse un vino caro, de reserva? —inquirí sumamente intrigado.
Makarov abrió las palmas de las manos en significativo ademán.
—No…, de ninguna manera, señor inspector. Casi no podía pagarme el alquiler… Y ya le he dicho que solo bebía vodka —respondió con un hilo de voz.
Me incorporé y paseé con calma de nuevo por la sala. Miré el candelabro y reflexioné.
El candelabro era de dos brazos y sus velas estaban casi consumidas. No podría haber iluminado todo el cuarto desde aquella posición, solo la mesa. Por lo tanto, a Ostrog le interesaba sobremanera la oscuridad. Pero no podía ser; un galeno necesitaba tener buena luz para examinar pacientes… Entonces…, ¿a qué venían aquellas cortinas?
Ensimismado, torcí el gesto antes de hacer la siguiente pregunta.
—¿Recibía Ostrog a sus pacientes aquí?
—Casi siempre, excepto cuando había una urgencia, que acudía al lugar —observé que el ruso seguía desconcertado—. Aunque hace mucho tiempo que no recibe a nadie… —añadió tras soltar un leve suspiro.
¿Y el vino? El médico no podía costeárselo de ninguna manera. Si hubiese podido, no viviría en una casa como aquella. Otro detalle se me escapaba. La casa parecía no haber sido habitada en días… No entendía absolutamente nada.
En un momento dado, me acerqué a la estufa y abrí la portezuela de hierro forjado. Entonces fue cuando lo vi.
Había un compartimiento encima del lugar donde ardía el fuego. En él se podían apreciar los restos de unas hierbas que en el acto pude reconocer como opio. Miré el conducto por el que debía de subir el humo. Una parte de él había sufrido algunas perforaciones hechas con un objeto puntiagudo sin lugar a dudas. Por allí es por donde salía el humo cargado de opio. ¿Pero por qué razón? ¿Por qué un médico ruso que solo bebía vodka hacía desaparecer todos sus útiles de trabajo, consumía un vino que no podía pagar ni aunque trabajara toda su vida e inundaba toda su habitación de humo de opio? Sin embargo, no tenía respuestas, aún no…
Henry Carnahan me sacó de la profundidad de mis cavilaciones.
—Inspector…, ¿señor…?
Me volví lentamente hacia él.
El sargento estaba arrodillado al lado de la puerta y observaba algo en una de las paredes cercanas al marco de madera. Me acerqué a su posición.
—Mire usted, por favor.
Seguí su indicación y observé el lugar que me señalaba mi suboficial. Había unas extrañas marcas en la pared, como cuando se araña y se levanta la capa de yeso. Pero había algo más… Junto a las marcas descubrimos… sangre. Alguien había sufrido un golpe fuerte en aquel lugar. Era alguien que había intentado agarrarse desesperadamente a las paredes. Pero… ¿con qué fin?
Recordé las palabras del niño: «Los hombres de negro se lo llevaron». Se lo llevaron… Entonces fue cuando lo comprendí todo. Alguien había secuestrado a Ostrog.
No obstante, aquello no encajaba… La habitación tenía signos de haber sido habitada hacía algunos días. Nada cuadraba como debería…
Reflexioné cogiéndome la barbilla con la mano zurda.
—¿Cuánto hace que vio por última vez al doctor Ostrog, señor Makarov? —pregunté, al cabo de un pesado silencio.
—Ayer, inspector… Ya le digo, subía por la escalera y le perseguí para que me pagase el alquiler de una vez por todas. Pero él salió corriendo hacia arriba como alma que lleva el diablo… Y el otro día le vi subir con la prostituta de la que le hablé.
Intenté poner un orden lógico en mis confusos pensamientos.
—Dijo usted que hace unos días el doctor Ostrog anduvo armando escándalo, ¿no es así? —insistí meditabundo.
—Así fue como pasó, señor inspector —afirmó el eslavo tras carraspear dos veces—. Ya le comenté a usted y a su colega que salí afuera y le dije que se callase. Alguna vez solía darle al alcohol…
Interrumpí al gordo con un enérgico ademán de manos. Repasé la situación y de pronto encontré el cabo que me faltaba. Sin embargo, era una suposición absurda… Alguien le suplantaba. Alguien que no era ni médico ni ruso. Alguien que se esforzaba en esconderse de Makarov para no ser descubierto…
El doctor había sido secuestrado, todo lo indicaba. Y probablemente había sucedido el día de su supuesta borrachera. Luego, alguien que, por alguna extraña razón, necesitaba la habitación del médico la había ocupado haciéndose pasar por él.
Aquello no tenía sentido, pero era lo mejor que se me había ocurrido. No obstante, me faltaban aún tres indicios por encajar: el opio, la prostituta y los secuestradores. Caí en la cuenta y salí de la habitación. Carnahan y el ruso, totalmente desconcertados, me siguieron.
Me alejé de la vivienda y me dirigí a la otra casa, al apartamento de los niños y la mujer. Quería hablar con el niño de antes. Estaba claro que había visto el secuestro de Ostrog y quería preguntarle algunas cosas.
Llamé a la desvencijada puerta y un viejo desdentado me abrió.
—Perdone, señor, quiero ver al niño que estaba aquí antes…
El movió la cabeza con cara de despistado y después se encogió de hombros. Era evidente que el viejo no entendía mi idioma. Makarov y el sargento llegaron para apoyarme.
—Déjeme a mí, inspector Abberline —Makarov se adelantó y habló con el viejo en una lengua extraña que me pareció ruso.
Al observar las miradas de temor que el viejo nos dirigió a Carnahan y a mí, deduje que Makarov le había dicho que éramos policías.
El anciano le respondió en ruso.
—Pregunta que cuánto le ofrece —tradujo Makarov, mientras hacía el universal gesto de dinero con los dedos.
—Cinco peniques, ni uno más —dije yo. Los saqué de mi bolsillo.
Esto no necesitó traducción alguna para el viejo, que se apoderó de ellos rápidamente. Se metió en la vivienda y al poco tiempo apareció con el niño. Oí como le gritaba a la madre algo que, según deduje, significaba que se estuviese quieta, al margen de todo. Agarré al niño de la mano y lo llevé aparte e indiqué a Makarov y al sargento que nos dejasen solos. Me arrodillé casi a su altura. Debía ganarme su confianza.
—Dime…, ¿cómo te llamas?
—Iván Kirov, señor —repuso el crío.
—Iván, necesito que me digas qué pasó la noche en que los hombres de negro se llevaron al señor Ostrog.
—Yo lo vi. No me podía dormir y miré por la ventana. Salieron de dos coches que se pararon en la calle. Eran muchos y estaban armados. Me escondí y así esos hombres no me pudieron ver.
Respiré aliviado. Los cinco peniques eran una excelente inversión para aquella fuente de información.
—Y dime…, ¿qué pasó? —quise saber.
—Los hombres subieron por la escalera y llamaron a casa del doctor… —el niño tragó saliva con dificultad antes de continuar su relato—. El doctor les abrió y ellos entraron. Oí golpes y gritos del doctor. Makarov le gritó desde su casa que se callara. Luego pararon los gritos, señor, y Makarov se metió en su piso.
—¿Y qué más? —inquirí con una sonrisa de oreja a oreja.
—Poco más, señor… —el crío abrió los ojos desmesuradamente al rememorar las imágenes y también para darse importancia—. Después los hombres aquellos salieron y bajaron al doctor a rastras… Lo hicieron por la escalera, señor… Lo metieron en uno de sus coches y se fueron —al terminar su testimonio, el niño miró hacia su casa, donde el sargento, Makarov y el viejo nos miraban con marcada curiosidad.
—Muy bien, gracias, Iván.
—¿Puedo irme ya, señor?
Acaricié su pelo y le guiñé un ojo.
—Sí, Iván…, pero antes toma esto —le puse en la sucia mano algunos peniques—. Dáselos a tu madre. Dile que es por las molestias.
Con cara de felicidad, el niño salió corriendo hacia la casa apartando al viejo de un empujón. Este se metió en su casa, refunfuñando no sé qué en su incomprensible idioma eslavo.
Hice una seña a Makarov y al sargento y, ya juntos de nuevo, bajamos las escaleras.
—¿Y…? —me interrogó Makarov, una vez que salimos a la calle y el sargento y yo nos disponíamos a marchar en la calesa que nos había traído hasta allí—. ¿Qué cree que pasa con Ostrog?
—Mire, señor Makarov, Michael Ostrog ha sido secuestrado y desconozco el porqué. Hay alguien que le suplanta en su casa, pero también ignoro el motivo. Le voy a confiar una misión. Vigile el piso de Ostrog y contacte conmigo en cuanto vea subir a alguien hacia allí, por mucho que se le parezca… ¿Entendido?
El casero ruso arrugó la frente antes de responder.
—Sí, inspector, lo que usted diga… Está claro como el agua. Tendrá noticias en cuanto sepa algo.
—Muy bien, que tenga buenos días, señor Makarov.
Monté en la calesa junto al sargento y el cochero apremió a los caballos. El carro avanzó por la adoquinada calzada.