(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)
Llovía y la niebla amenazaba con tragarse todo Londres con su fantasmal avance. Desde la ventana de mi despacho podía observar casi toda la calle. No tenía nada de especial si se comparaba con las demás vías públicas del empobrecido distrito de Whitechapel, donde Sir Charles Warren me había destinado hacía algunos años como representante del Departamento de Investigación Criminal por culpa de esa maldita soberbia mía… Pero eso no viene ahora al caso.
Recuerdo que, por aquel entonces, el Departamento de Investigación Criminal —también llamado Departamento Criminal por algunos malintencionados— lo dirigía el inspector jefe Donald Swanson.
El viejo Donald era un excelente investigador, pero desde que a Sir Charles Warren se le ocurrió la genial idea de colocarle al frente del Departamento de Investigación Criminal, Donald no había vuelto a ser el mismo. No digo que no llevase bien el departamento, pero se le escapaba a veces de las manos, aunque, todo hay que decirlo, era imposible que esto no ocurriese debido al incesante caos que reinaba en una ciudad tan grande como Londres y, muy particularmente, en todos los distritos de East End.
Como decía, me hallaba solo en mi despacho terminando un informe a máquina que me había llevado un mes de elaboración, pues no soy muy bueno en esto de escribir. Era el buen sargento Carnahan el que solía redactar los informes que yo le dictaba.
Veía desde el gran ventanal el ir y venir de los transeúntes por las sucias y embarradas calles londinenses. Varios carruajes, tirados por briosos caballos, se enfilaban por las empedradas avenidas produciendo un estridente sonido al chocar las ruedas contra los adoquines de la calzada. También bajaban calle abajo varios vendedores ambulantes con sus calesas de ponys y diversos personajes a pie, mojándose bajo la incesante lluvia. A los lados de las aceras se agolpaban los inevitables mendigos adictos al opio y borrachos, intentando taparse con algunas viejas mantas que habían conseguido —o que habían requisado— en los albergues. Miseria y pobreza era lo que yo avistaba desde mi ventana. Era todo un clásico en Londres contemplar majestuosos carruajes por las calles, ocupados por gente rica y distinguida, mientras que a su alrededor se agolpaban los proscritos, los borrachos, las prostitutas, los locos sin nombre, los niños harapientos, los enfermos… Eran los miserables de nuestra sociedad, los olvidados de la era victoriana.
Yo no podía quejarme de mi posición social. Si era cierto que en Londres había o había habido una clase media o burguesa, creo que podía encajar perfectamente en ella. Mi sueldo no era muy elevado, pero me permitía vivir con cierto desahogo.
Para olvidar los oscuros pensamientos que me habían venido a la mente al ver aquella pobre gente de las aceras, intenté concentrarme otra vez en mi informe. ¡Pero era imposible! Aquel interminable legajo de papeles colocados en la férrea máquina de escribir Blickensderfer me atormentaba y se convertía en un castigo para mí. Yo era un hombre de acción, no el clásico chupatintas de oficina; bueno, si puede llamarse acción atrapar a una poderosa banda de ladrones de banco, traficantes, carteristas, asesinos y terroristas que habían volado media Torre de Londres en 1885. No obstante, debía hacerlo, pues mi subordinado, el sargento Carnahan, había obtenido algunos días de permiso por no sé qué asunto familiar que tenía entre manos.
Volví a mirar la ventana. Aunque era habitual que en pleno verano lloviese en Inglaterra, la niebla y el frío no eran en absoluto normales. Aún estábamos en el mes de agosto y aquello, se mirase por dónde se mirase, seguía siendo atípico.
La puerta de mi despacho se abrió, y en el umbral apareció el bigotudo y campechano rostro del sargento Carnahan.
—Buenos días, inspector.
Había ocupado su sitio en la mesa auxiliar, ante la máquina de escribir de rueda. Así que me levanté y le miré severamente.
—Sargento…, ¿qué hace usted aquí? Creí haber entendido que le habían concedido cuatro días de permiso y solo ha cumplido usted…
—Dos, señor —me corrigió él.
Por aquel entonces, creo que me doblaba en peso pero no en edad, pues solo era unos diez años mayor que yo. Llevaba más de un cuarto de siglo en el cuerpo y aunque el inspector jefe Swanson y el propio Sir Charles Warren le habían concedido hace años el título de inspector, Carnahan lo había rehusado con mucho gusto. A él le gustaba el trabajo de calle, patearla y dirigir a los agentes de la comisaría. Odiaba mandar a los demás y prefería que le mandasen a él. Sostenía que un inspector podía tener varios privilegios más que un sargento, pero también, obviamente, muchas más responsabilidades. Era su particular filosofía profesional. He de añadir al respecto que, a mi parecer y después de casi veinte años como inspector, el buen sargento Carnahan tenía razón.
Con el ceño fruncido, lo miré inquisitoriamente.
—Y bien… ¿qué demonios hace usted aquí? —le pregunté con sequedad.
—Verá, inspector Abberline… —carraspeó dos veces, sin ganas—. Me encontraba sentado en un sillón de mi humilde hogar cuando pensé en usted y en las cosas que me estaba perdiendo aquí; así que decidí venir a hacerle una visita y acabar este maldito informe, que, como puedo observar, todavía no ha terminado —bromeó el suboficial mientras se quitaba su gabardina empapada y la colgaba de una percha.
—Muy sagaz de su parte, sargento… —reconocí, esbozando a continuación una sonrisa de circunstancias—. En efecto, no lo he terminado y si usted tiene el gusto… —me aparté del escritorio auxiliar y mi subordinado ocupó mi lugar.
—¿Algo interesante? —preguntó Henry Carnahan, arqueando mucho las cejas.
—Todo normal. No ha habido disturbios importantes por las calles y nada que sea digno de mencionar —dije en voz baja, como si hablara conmigo mismo.
El sargento se arrellanó en su silla ante la vieja máquina de escribir, hizo crujir sus dedos tres o cuatro veces y comenzó a teclear. Yo paseé por el despacho haciendo ochos y volví a mirar distraídamente por la ventana. Me sobrecogió de nuevo la imagen de aquellos desamparados intentando proporcionarse calor mutuamente, apretándose unos contra otros bajo las apestosas mantas.
Carnahan me leyó el pensamiento.
—No los mire, inspector —me dijo el sargento con tono apesadumbrado—. Solo le producirán más lástima.
Pensé que tenía razón y que debía ocuparme de mi trabajo.
De repente, la puerta de mi despacho se abrió bruscamente y una mala bestia, peluda y obesa, entró en él. Detrás del hombre venía el agente Barrett dándole golpes en la espalda con la porra reglamentaria, que la bestia ignoraba, y le gritaba:
—¡Alto! ¡Deténgase! ¡Alto a la autoridad! ¡No puede entrar ahí!
Todavía recuerdo hoy día al agente Barrett, un buen hombre. En 1888 rondaba los treinta años y compartía con el agente Mason el habitáculo anexado a mi despacho, cumpliendo con la ingrata tarea de secretariado.
Reconocí de inmediato al hombre que acababa de irrumpir en mi despacho y me levanté presto. Carnahan empuñó su revólver y le apuntó. Le agarré el brazo a la vez que la bestia le quitaba la porra a Barrett y la tiraba al suelo. Barrett sacó también su arma corta.
Temí lo peor.
—¡Alto, agente Barrett! —grité nervioso.
El aludido guardó el revólver, aunque se mantuvo alerta. El hombre resoplaba, pero ya se había calmado.
—Lo siento, inspector Abberline, pero este individuo insistió en verlo y cuando le dije que no recibía visitas… —se disculpó el agente, bajando la cabeza.
El hombre lo fulminó con la mirada.
—No se preocupe, agente Barrett, que todo está controlado ya —le dije en tono mesurado.
El agente recogió su porra del suelo y se cuadró vigilante, no sin antes cerrar cuidadosamente la puerta de mi despacho y sin quitar ojo al hombre que acababa de irrumpir en la habitación.
Miré al hombre que tenía ante mí.
Vestido con un abrigo de piel de dios sabe qué, lleno de manchas de grasa y con una poblada barba negra, el ruso Makarov ofrecía, sin lugar a dudas, un aspecto amenazador. Parecía salido de un ignoto bosque salvaje de la tundra siberiana.
—¿Puedo preguntarle la razón de esta entrada, señor Makarov? —interrogué severamente.
A esta clase de tipos había que demostrarles desde el primer momento quién era el que mandaba y, gracias a unos cuantos puñetazos en el rostro y en el estómago —todavía tenía alguna que otra señal—, había logrado que me respetara hacía algunas semanas. Yo no era partidario de la violencia y sostenía que el intelecto era siempre la mejor arma, pero a veces el frío resplandor de un revólver bien cargado o la fina demostración de unos puños batiéndose al aire podían ser de mucha ayuda.
—¡Ese médico, inspector! —bramó el ruso—. ¡Michael Ostrog!
Tenía un fuerte acento eslavo y escupía al pronunciar las erres.
Hastiado, me rasqué la cabeza.
—¿Qué pasa con él? ¿Sigue sin salir de su casa? —pregunté mecánicamente.
—¡Si solo fuera eso…! —volvió a rugir Makarov.
Decidí armarme de paciencia.
—Le ruego que se calme, señor Makarov, o en unos segundos tendrá usted aquí a varios agentes uniformados apuntándole la cabeza con sus armas reglamentarias —le avisé torciendo el gesto.
El ruso respiró hondo por la boca y se calmó… más o menos.
—¿Qué pasa con el señor Ostrog?
—¡Ayer le vi, señor inspector! —repuso él, haciendo aspavientos—. ¡Subía por la escalera embozado en esa gabardina negra suya! Le grité que me pagara el alquiler de su casa, y el tío salió corriendo escaleras arriba y se metió en el piso. Aporreé después su puerta y le maldije cientos de veces, inspector, pero no me abrió.
—¿Y qué quiere que haga yo? —le pregunté, aburrido.
—O lo saca usted de ahí recurriendo a su autoridad… ¡o lo saco yo tirando la puerta abajo!
—Eso sería allanamiento de morada, señor Makarov. Además, soy de la Policía Judicial… No me dedico a sacar a morosos de las casas. Recurra usted a algún agente que patrulle cerca de su inmueble o a las bandas de protectores —le expliqué, sentándome ante mi mesa de trabajo. Con lo de las bandas de protectores me refería a algunos matones a sueldo que, por una módica cantidad, pegaban palizas a los morosos, protegían a las prostitutas de los ultrajadores y también extorsionaban a todo el que podían.
El sargento, al ver que ya no había peligro y que dominaba la situación, volvió al informe, receloso, después de resoplar un par de veces. Barrett se relajó también, pero no por ello le quitó el ojo a Makarov, que me confió sus temores.
—No me fío de ellos, inspector.
—¿Y de mí sí? —inquirí con sorna.
—Mire, señor Abberline, ya no es solo el alquiler… —bajó su agrio tono de voz, hasta hacerlo casi confidencial—. Hace cosas extrañas que nunca había hecho.
—¿Por ejemplo…?
El ruso pensó un rato la respuesta que debía dar, rascándose la poblada barba.
—¡Esa mujer! —exclamó escandalizado—. ¡Muchas noches le he visto subir con una extraña mujer hasta su casa! ¡Creo que es una prostituta!
—¿Y qué tiene eso de extraño? Usted también lo hace —el gordo se sobresaltó—. No se asuste, señor Makarov. Conozco esa y muchas más cosas sobre usted… Pero, por favor, continúe —le animé mientras accionaba la mano diestra.
—¡El nunca había subido mujeres a su casa, señor inspector! Yo creía que él era… Bueno… Un… —mi interlocutor titubeaba, intentando pronunciar una palabra que definiera lo que pretendía decir y que no fuera grosera, pero en realidad solo conocía términos que se referían a esa característica personal de forma ofensiva.
—¿Está intentando decirme que estaba sexualmente enfermo?
Con esta frase quería dar a entender al peculiar hombre si el doctor Ostrog tenía predilección por los hombres. El sargento Carnahan intentó reprimir una carcajada mordiéndose el labio inferior. No lo consiguió Barrett, que soltó un brusco resoplido. Los miré a ambos con severidad.
—No lo sé con certeza… Pero era un hombre muy raro… Usted ya me entiende —Makarov, al oír otra carcajada reprimida de mi suboficial, sonrió mostrando una dentadura a la que le faltaban algunos dientes y en la que abundaba la carie.
—Lo siento, señor Makarov, pero no puedo detener a alguien solo porque se acueste con una prostituta —señalé con voz firme—. Si no desea nada más…
El gordo parecía haber recordado algo.
—¡Espere…! La pasada semana sí que ocurrió algo… Yo estaba en mi casa del piso de abajo durmiendo, cuando oí fuertes golpes en la vivienda del médico, golpes y gritos de Ostrog. Creí que estaba borracho, pues solía darle al vodka como buen ruso, así que salí al descansillo y le grité que se callara. Volví a meterme en mi habitación y, al poco rato, oí unos apresurados pasos escaleras abajo.
El ruso que tenía enfrente se quedó quieto esperando mi reacción. La verdad es que aquel hombre había despertado al fin mi curiosidad.
—Bien, señor Makarov, espéreme usted esta tarde en su inmueble a las cinco en punto. Los dos abriremos la casa de Ostrog.
El se despidió satisfecho.
—Hasta esta tarde, inspector.
El eslavo abrió la puerta de mi despacho y salió al exterior, cerrando con un sonoro portazo. Henry Carnahan abandonó su escritorio y se acercó a mi mesa.
—Puedo observar que la historia de nuestro visitante ruso le ha inquietado, inspector —me dijo en voz baja.
—No sabe usted cuánto, sargento. Pero esta tarde veremos si es verdad lo que nos ha contado.
Carnahan abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Nos…? ¿Se refiere a los dos, señor? —preguntó sorprendido.
—Por supuesto. Supongo que no se le habrá ocurrido pensar que voy a ir yo solo, sargento.
El sonrió bajo su poblado mostacho y volvió a trabajar en su interminable informe.
Otra voz se interesó por mí.
—Inspector… —había olvidado que Barrett seguía en el despacho.
—¿Sí? —pregunté con voz hueca—. ¿Qué quiere, Barrett?
—Verá, señor… Yo… no es que aprecie el puesto que ocupo ahora, señor, pero… —el agente titubeó— desearía que usted me designara trabajos de calle… Si no le ocasiona una gran molestia.
—Bueno… —convine—. Mason, el sargento y yo le echaremos de menos —el hombre asintió sonriendo—. Pero veré qué puedo hacer.
—Gracias, señor —Barrett salió de mi despacho y cerró la puerta.
—Me encargaré de que haga algunas rondas, inspector —dijo Carnahan.
—Me apena… Es un hombre muy inteligente… Ocúpese de que se añada a la plantilla de calle, sargento —repuse a la vez que me sentaba detrás de mi escritorio.