9

Casanova había indicado que era imprudente que yo ocupara una habitación, ya que el Círculo podía buscar en la lista de huéspedes que llevaban allí una larga temporada. En su lugar, me había metido en lo que una vez había sido un almacén pequeño en la parte de atrás del bar tiki. Aún tenía bastantes cajas de sombrillas de cócteles en cajas debajo de mi cama y apenas había sitio para moverse. Pritkin lo tenía aún peor; estaba metido en el vestuario que una vez se había reservado para los famosos artistas muertos del club. Era más grande, ya que allí habían estado sus tumbas, pero él juraba que aún tenía un cierto… olor. Por el momento, ese pensamiento me había alegrado considerablemente.

Acababa de ponerme la camiseta gigante que estaba usando de camisón cuando Billy pasó por la pared. Le puse al tanto de mi conversación con Saleh mientras se sentaba en el borde de la cama y se hacía un cigarrillo fantasmal.

—Necesitamos un equipo —concluí.

—Somos un equipo.

Estaba cansada y dolorida, pero no sólo físicamente. Me abracé a la almohada que era tan cómoda como la que te dan en una línea aérea excepcionalmente tacaña.

—El espectáculo de Cassie y Billy podría haber funcionado para estar un paso por delante de Tony —dije—. No va a ser suficiente para que podamos allanar una fortaleza del Círculo Negro.

—Y hemos tenido mucha suerte con los compañeros.

—Podemos confiar en Rafe.

—Cass, ya sé que te cae bien, pero, ¡hombre! No es un gran guerrero.

—No necesitamos a un guerrero —le dije irritada—. No estoy planeando atacar al Círculo.

—¿Y tus planes siempre funcionan perfectamente, no?

—Mira que te gusta dar el coñazo.

—No, tan solo me sale así de natural. —Encendió el cigarrillo y me miró a través de una neblina de humo fantasmal—. Siempre estará Marlowe.

Se refería a Kit Marlowe, la que una vez había sido la dramaturga isabelina.

Ahora era la espía jefe de la Cónsul.

—Sí, ¡estaría bien!

—Salvarías a Mircea y a la vez a ti misma. Creo que compensarías algunas deudas —argumentó Billy.

—Podría, si no me culparan por haberlo metido en este lío desde el principio.

—Pero él te lanzó el geis a ti…

—Lo que, como mi maestro, tiene todo el derecho a hacer. Yo soy la que no tengo derecho a duplicarlo, ni siquiera por accidente. —Vi la objeción temblando en los labios de Billy—. Y sí, creo que su razonamiento es una mierda. Sólo digo eso.

—A mí no me gustan más que a ti —Billy sonaba afligido—. ¿Pero quién más está ahí? Seguimos encontrándonos con esos tipos poderosos, ¡pero todos son unos putos locos!

—No voy a llevarme a nadie en el que no confíe cuando retroceda en el tiempo. Ni tampoco a ningún incompetente. O a alguno que tenga sus propios planes.

Billy soltó un suspiro exasperado.

—Va a ser un poco difícil reunir a un equipo si sigues ese tipo de normas. ¿Alguien leal y fuerte que no quiera nada? ¡Venga, hombre!

Me encontré poniéndome furiosa otra vez con Pritkin, que se suponía que era exactamente ese tipo de persona. Había empezado a bajar la guardia frente a él, solo porque era listo y valiente y algunas veces extrañamente divertido. Debería haber sabido que nada de eso significaba que él estaba de mi lado. «Cuando doy mi palabra, la cumplo», me había dicho una vez. Sí, ¡claro!

Me entretuve con la colcha azul y tejida con hilos de oro con un lazo rasposo. No era la primera vez que deseaba algo menos llamativo y más cómodo. Había tenido una colcha de algodón suave en casa de Tony que había usado durante años. Se había decolorado al lavarla; sus flores brillantes y baratas se convirtieron con el tiempo en colores pasteles suaves, como un jardín inglés. Estaba un poco rota por los bordes, pero nunca había dejado que mi quisquillosa institutriz la cambiara por otra. Me había gustado como estaba, con sus fallos y con todo. Pero como el resto de mis cosas, al igual que Eugenie, ya no existían.

—¿Cass? —Billy de repente sonó avergonzado, algo casi nuevo para él—. ¿Sabes que Pritkin es un imbécil, verdad?

Un imbécil que resultaba que era un amigo, susurró una pequeña voz en mi interior. Vale ya, ya vale.

—¿Cass?

El nudo en mi garganta había crecido tanto que casi me dolía, y mis ojos habían comenzado a escocerme de un modo embarazoso, y ¡uau!, era el momento de cambiar de tema.

—Lo sé.

—Entonces, vale. Mejor así. Nunca confié en él.

—Yo no confío en nadie —dije fervorosamente. Era de lo único que estaba segura esos días.

—En nadie, excepto en mí —corrigió Billy—. Entonces, ¿cuál es el plan?

—Tengo que conseguir el Códice —le dije, empezando con la única cosa en la que no había discusión. Pritkin había dicho que no ayudaría, pero supongo que ya había visto lo mucho que podía creerle.

—Sólo que no lo puedo traer aquí. Ha estado deambulando durante más de doscientos años; ¿quién sabe lo que pasaría si lo saco de esa línea del tiempo?

Billy pareció confundido durante un momento, y luego sus ojos se abrieron de par en par.

—No puedes pensar lo que creo que estás pensando.

Lo miré con el ceño fruncido.

—Si la montaña no va a Mahoma…

—¡Mahoma no era un vampiro maestro loco!

—Mircea no está loco. —Bueno, al menos por ahora—. Está… atormentado.

—Oh, oh. Vas a arrastrar a un maestro vampiro atormentado para allanar una fortaleza de magia negra.

—¿Se te ocurre una idea mejor?

—¡Cualquier cosa es una idea mejor!

—No chilles.

—¡Entonces empieza a hablar con sentido! —Le lancé la almohada, aunque no le hizo nada porque le pasó justo al lado—. Eso no cambia el hecho de que estés loca.

Me tambaleé hacia atrás y me desplomé en la cama, me puse un brazo sobre los ojos. Probablemente tenía razón, pero eso no cambiaba nada. Si no podía llevarle el hechizo a Mircea, no tenía otra opción que llevar a Mircea al hechizo. Y había estado diciendo justo esa mañana que quería algo que hacer y para ser mis últimas palabras, dejaban mucho que desear.

—Necesitas descansar un poco. —Billy intentó coger mi mano, pero había gastado demasiada energía en el apartamento y no tenía fuerza. Pasó sus dedos a través de mí.

—Y tú tienes que alimentarte —le dije acabando el pensamiento. No estaba esperando con ansia la energía, pero yo solo iba a dormir de todos modos.

—Ya lo haré —dijo después de un minuto.

Miré hacia arriba, confundida. No recordaba la última vez que Billy se había negado a coger energía. Era el lazo principal que nos unía, su pago por haberme ayudado con todos mis problemas.

—¿Qué?

—No te ofendas Cass, pero tienes un aspecto horrible.

—Gracias.

—De todas formas, no necesito mucha energía para espiar al mago maníaco. —Inclinó el sombrero hacia atrás y me envió una sonrisa arrogante—. Y si tenemos suerte, quizás algunos de nuestros viejos amigos en el Cuerpo lo encontrarán y se encargarán de ese problema por nosotros.

Me quedé dormida preguntándome por qué ese pensamiento no me hacía sentir mejor.

Rafe y yo nos encontramos en las cocinas antes del amanecer a la mañana siguiente. Al no seguir contando con Pritkin, tenía que buscar ayuda en donde fuera y no había muchas opciones. Le había dejado un mensaje en el número privado que Rafe me había dado, diciéndole que tenía que verlo. Sólo esperaba que no fuera a volverse loco cuando le dijera lo que quería.

Poco después de que cogiéramos taburetes y nos pusiéramos en una mesa de preparación sin usar, uno del personal correteó hacia allí y puso una taza de café de arcilla blanca enfrente de mí. Olía a café bien tostado y leche recién hervida y tenía un punto en el medio de la espuma del expreso añadido justo al final. A Pritkin le hubiera encantado. La aparté a un lado sintiendo náuseas.

Cucciolina, estás hecha un desastre —le dijo Rafe a su admiradora más reciente, cuando las pequeñas manos gordas untaban masa blanda de baya por toda su camisa de seda verde.

Alguien del personal estaba haciendo pasteles para la noche de San Juan, lo que explicaba por qué un bebé tenía un aro morado por toda la boca y mermelada pegada en su fino pelo rubio. Miranda, que había intentado cuidarla y supervisar todo al mismo tiempo, me la había entregado casi tan pronto como cuando entré por la puerta. Inmediatamente el bebé hizo un pequeño sonido desagradable de enfado y cuando me quedé allí de pie, sujetándolo torpemente, rompió a llorar enojado.

Rafe me rescató, cogiéndolo a pesar de su atuendo elegante y la zarandeó contra su pecho. El bebé exageró durante unos segundos, gimiendo como silo hubieran clavado con alfileres antes de que finalmente decayera en resuellos ansiosos y presionara su cara contra su camisa. Considerando lo rápido que se había recuperado, estaba bastante claro que sólo quería flirtear con el chico guapo.

Un plato blanco chino se unió a mi taza de café. En él había un panecillo bastante grande y bien hecho. Miré el panecillo y, que yo viera, no me devolvió la mirada. Ya que había pasado la primera prueba, lo abrí y lo olí. Mantequilla de cacahuete y anchoa. Casualmente un chef pequeño estaba holgazaneando cerca de allí, esperando un veredicto. Iba a tener que esperar un rato.

—Me recuerda a ti cuando tú tenías su edad —dijo Rafe, limpiando en vano los labios de la niña con un pañal. Solo hizo que las cosas empeoraran: ahora también tenía las mejillas moradas—. Nunca podías comer nada sin ensuciarte por todos lados.

Jesse reprimió una sonrisa al otro lado de la mesa larga donde él y un grupo de niños estaban jugando al Monopoly. Deberían haber estado en la cama, eran más o menos las cuatro de la mañana, pero nadie seguía un horario normal en Dante. El tener un personal parcialmente compuesto de personas que ardían con la luz del sol probablemente tenía algo que ver con eso.

Casi todos los niños más mayores estaban absortos en el juego, pero una de las más jóvenes estaba sentada en el suelo, jugando con un dispensador de caramelos Pez con cabeza de Elvis que alguien le había dado. Parecía que estaba completamente atenta a eso, sin embargo la puerta que había detrás de ella estaba tenazmente abierta. Parecía que sus padres habían escondido una vez a su hija, porque los avergonzaba, en una pequeña habitación sin ventanas hasta que ella descubrió que las cerraduras se abrían como por arte de magia y ella escapó. Ahora se había convertido en una especie de costumbre, aunque había hecho que fuera como un reto para el casino: las puertas del ascensor simplemente se negaban a cerrarse mientras que ella estuviera dentro.

Mirándola, finalmente me imaginé lo que había estado molestándome. Estos niños eran demasiado jóvenes. La edad media estaba en los ocho años, con muchos niños de cuatro a cinco años, lo que no tenía sentido.

Con catorce años, yo era una de las más jóvenes en la camada de Tami. La mayoría estaba entre los quince y los diecinueve, lo bastante mayores para haberse imaginado cómo iban a ser sus vidas en una de esas escuelas especiales y para habérselas ingeniado para escapar. Es verdad que de vez en cuando también había niños más jóvenes que pasaban por allí, pero normalmente llegaban con un hermano mayor o con un amigo. Nunca había visto a Tami con tantos niños tan pequeños. ¿Cómo se habían escapado? ¿Cómo habían sobrevivido en las calles hasta que ella los encontró? Yo apenas lo había conseguido y entonces tenía más años y más dinero que muchos de ellos.

—No vine a la corte hasta que no tuve cuatro años —le recordé a Rafe ausentemente. Un coche pequeño del juego del Monopoly había decidido rodar por la mesa hacia nosotros y chocó contra mi mano. Le di la vuelta y lo lancé; se estrelló con un zapato que saltaba enérgicamente. Parecía que alguien había encantado la mesa de juego para los niños.

—No para vivir, pero tu padre te trajo cuando eras una bambina —contestó, dejando de limpiar a la niña pegajosa. La puso contra su pecho con un brazo, la palma de su mano rodeaba de manera protectora su cabeza.

—¿Qué?

—Le encantaba exhibirte. Claro que tú te comportabas mucho mejor que muchos —dijo con un suspiro cuando la niña comenzó a morder su corbata.

—No lo sabía. —Sabía tan poco acerca de mis padres que las pequeñas trivialidades me parecían una revelación. En mi mente, «madre» significaba una mano fría, pelo suave y un olor dulce. Era todo lo que más recordaba de ella. A menos que lo intentara con todas mis fuerzas, era lo único que recordaba de ella. Y aún recordaba menos de mi padre.

Piccolina mia, por favor, para —dijo Rafe desesperado, quitándole la corbata y sustituyéndola por un chupete antes de que la niña pudiera protestar. Por suerte, la pequeña riña parecía que la había agotado y pronto se acomodó en su pecho y se durmió—. Las visitas terminaron cuando tenías unos dos años —añadió.

—¿Sabes por qué?

Rafe comenzó a encogerse de hombros, luego se dio cuenta de que eso podría haber despertado a su nueva novia.

—Supongo que sería porque comenzaste a mostrar señales de tu don. Tu padre se tuvo que percatar de que Tony te cogería si lo supiera.

Que fue lo que hizo un par de años después.

—¿Cómo se enteró? —Nunca supe cómo Tony había descubierto que valía la pena tenerme. La idea de que el chivatazo podía haber sido algo que yo hubiera ocasionado me daba nauseas.

—Tony nunca confió en nadie, ni siquiera en sus sirvientes más antiguos —me reaseguró Rafe—. Había gente que observaba a tu padre, indudablemente tenía gente observándolos. A los únicos que Antonio no controló fueron a aquellos que teníamos lazos de sangre con él, ya que sabía que no éramos lo bastante fuertes para romperlos. —Dijo lo último con un rencor inusual.

—No creo… ¿Puedes contarme algo de ellos? ¿De mis padres? —No era la primera vez que le había preguntado, pero Rafe nunca había sido capaz de contestar. Le habían obligado a estar en silencio y como el vampiro que lo creó le había dado la orden, la prohibición era incluso más fuerte que la de Mircea.

Rafe me miró con compasión.

—Lo siento, Cassie.

—Sólo pensaba que, quizá, sin Tony…

—Pero aún está vivo —me recordó Rafe suavemente—, y así también su poder sobre mí.

—Pero a lo mejor Billy puede…

—Y la prohibición de Antonio incluye la comunicación a través del mundo de los espíritus.

La habilidad que yo tenía para comunicarme con los fantasmas la heredé de mi padre. No era sorprendente que Tony hubiera pensado añadir esa pequeña advertencia. Siempre lo había odiado, pero nunca pensé que fuera estúpido. La decepción se volvió a poner en su sitio de siempre detrás de mi caja torácica.

—¿Mircea no puede romper el lazo de sangre? —le pregunté después de un momento.

—No le he preguntado. Tal y como está ahora… no me atrevo a hacer algo que lo pueda debilitar aún más.

—Lo que me lleva al por qué de que quisiera verte. —Miré a los niños, pero ninguno de ellos nos estaba prestando atención. Jesse se estaba mordiendo el labio y mirando a la mesa, donde pequeñas señales hipotecarias acababan de aparecer en un montón de sus hoteles. Le puse al día lo más tranquila que me fue posible.

—¿Quieres asaltar una fortaleza de magia negra? —me preguntó Rafe incrédulo cuando acabé de hablar—. ¿Sola?

—No sola —corregí. El descanso de una noche me había ayudado a aclarar mis ideas y me hizo reevaluar mi plan. Necesitaba llevar a Mircea hasta el Códice, pero intentar llevarlo yo sola era insensato. Afortunadamente, había otra opción.

Aparte de Rafe y de otros cuantos trofeos, Tony se había especializado en reunir personas agresivas, con habilidades y personalidades para complementar su red de actividades altamente ilegal. Y algunos de ellos habían tenido muchos años para perfeccionar sus habilidades. Iba a ir a por el Códice y no iba a ir sola.

—Pero si ya sabes dónde está, ¿no puedes simplemente…? —Rafe hizo un gesto con la mano indeterminado que se suponía que indicaba que me transportara.

Lo respetaba lo bastante como para no poner los ojos en blanco, aunque me costó el no hacerlo.

—Si tan solo fuera entrar y cogerlo, sí, pero por alguna razón dudo que vaya a ser tan fácil. Necesito a Alphonse.

Rafe se quedó allí sentado, parecía horrorizado, pero algo de su tensión tuvo que haberse comunicado con el bebé, que se despertó y empezó a aspirar ruidosamente. La miré con cautela, sabiendo lo que eso significaba. Pero Miranda, después de haber aterrorizado al personal para satisfacerse, vino y se la llevó antes de que llegara la explosión. Y Rafe se quedó mirándome fijamente.

La reacción no fue exactamente lo que se dice una sorpresa. Alphonse era la mano derecha de Tony y el jefe de los gamberros. Después de que el jefe hiciera su acto de desaparición, Alphonse había tomado el control de las operaciones familiares en la Costa Este como Casanova lo había hecho en Las Vegas. Y, a priori, no había nada en él que fuera tranquilizador.

Por alguna razón, parecía un boxeador que había perdido demasiados combates: todos sus rasgos estaban ligeramente descentrados, como si los hubieran roto en mil pedazos y ya nunca pudieran volver a encajar perfectamente. Por otro lado, su voz era tenebrosa como la de Don Corleone. Era debido a un daño traqueal provocado por un codazo fuerte en su garganta en su vida mortal, pero eso no cambiaba el hecho de que cada vez que ponían El Padrino en casa de Tony, alguien se volviera loco y todo el suelo acabara lleno de sangre; lo que podía explicar el por qué estaba tan a menudo en la lista de reproducción.

Incluso mucho más preocupante era la pila de álbumes gruesos de fotos y muy usados que había en su habitación, llenos de fotografías en blanco y negro rotuladas con esmero. Algunas mostraban a gente en ataúdes, mirando ciegamente hacia arriba, otros estaban boca abajo en cunetas o desparramados sobre la agrietada acera, aún desangrándose. Alphonse conservaba las fotos de todas las personas a las que había asesinado. Había un montón de álbumes.

En un principio, las fotos habían sido idea de Tony. En el mundo humano, Alphonse había sido un monstruo, del tipo de los de las películas con choques de coches, explosiones y bastante sangre para que en las noticias aparecieran reportajes sobre los efectos de la violencia en la sociedad. En el mundo de los vampiros, tan solo era bueno en su trabajo. A veces demasiado bueno, pero hablar con él no arreglaba nada y en el mundo de los vampiros no había terapeutas. Entonces alguien bromeó una noche cenando y dijo que Alphonse necesitaba un pasatiempo y los ojos de Tony se iluminaron.

Al bromista desafortunado se le había encargado el trabajo de encontrar algo que le gustara hacer a Alphonse y que no estuviera relacionado con matar y, si no le encontraba ningún pasatiempo, él mismo debería entretenerlo. Todo el mundo había supuesto que estaba en las últimas, incluido él. Había sido especialmente cierto cuando para hacer deporte cazaba a las mascotas, cuando utilizaba el piano como tiro al blanco y cuando le envolvía los palos de golf alrededor del cuello. Pero luego compró una cámara y preparó un cuarto oscuro y nadie vio a Alphonse en una semana.

Cuando Alphonse no tenía cadáveres que hicieran de modelo para él, fotografiaba a cualquiera que estuviera dando vueltas por el patio. Particularmente, le encantaba sorprender a la gente, sacándoles fotos cuando hacían algo embarazoso o desde el peor ángulo posible. Debajo del bonito techo de Rafe había paredes empapeladas con imágenes horrendas: yo con los ojos en blanco, con la boca llena de pizza; y con la mandíbula hinchada como la de una ardilla después de una extracción de muela.

Al principio las había odiado, odiaba despertarme cada mañana y ver versiones grotescas de mí misma que ya había empezado a ver reflejadas en el espejo siempre que me miraba durante mucho tiempo. Pero no me había atrevido a rechazar las ofertas de Alphonse, que pronto daba vueltas por la habitación y empezaba otra sesión. Y poco a poco, mientras mi colección iba creciendo, empecé a cambiar de opinión.

La modelo preferida de Alphonse era su novia, una rubia metida en carnes con los brazos tan musculosos como los de un hombre, conocida como Sal la Ojo. Su apariencia justificaba su apodo: tenía una cicatriz que le atravesaba el ojo izquierdo, se inclinaba por la mejilla y llegaba justo a la esquina izquierda del labio. Había perdido el ojo durante el periodo de la fiebre de oro en California con otra chica de la cantina que supo cómo empuñar una botella rota mejor que ella. Poco después, Tony había decidido añadirla a su establo. Las partes perdidas antes del cambio no se regeneran, así que Sal se quedó con un ojo permanentemente. Aunque a Alphonse parecía no importarle, y su sonrisa ladeada y su cara cicatrizada destacaban prominentemente en su colección de fotos.

Un día me había quedado mirando fijamente la última foto que me había hecho, mis ojos pasaron de mis mejillas y barbilla cubiertas con acné (Alphonse las había acentuado con un filtro rojo para que se pareciera a un paisaje de Marte) a una foto de Tony tumbado en su trono, pareciendo incluso más hinchado de lo normal. Apenas había notado la foto más nueva de Sal en el medio, a pesar del hecho de que la lente se había posado con detenimiento en sus cicatrices. Entre nosotros dos, ella parecía completamente normal. Me di cuenta de que a través del objetivo de Alphonse, todo el mundo era feo; o quizás, a través de su objetivo, todo el mundo era guapo.

Seguí encontrándolo confuso, pero nunca volví a mirar mi fotografía del mismo modo. Incluso había empezado a pensar que, comparado con las fotos adornadas y de pose que mi institutriz prefería, la verdad es que algunas de ellas tenían algo de interesante. Alphonse podría ser un cabrón asesino, pero al contrario que cierto mago de la guerra que podría nombrar, a veces parecía lógico. Y ya me estaba cansando de tratar con gente a la que realmente no entendía.

Me había pasado las últimas semanas deambulando por el mundo de Pritkin, al que se suponía que yo pertenecía, sintiéndome como alguien que estaba de visita en un país extranjero y que solo hablaba a medias el idioma.

La mayor parte del tiempo no tenía ni puta idea de lo que estaba pasando, y una vez o dos había alcanzado un estado de confusión tan intenso que parecía que me podía causar un daño cerebral. No podía ganar el juego (¡qué demonios!, ni siquiera podía jugar) cuando no entendía las reglas. Necesitaba nivelar el terreno de juego. Necesitaba a los vampiros.

—Puede que Alphonse sea una persona agresiva de primera clase, pero no es un maestro de primera clase —le recordé a Rafe—. Si Mircea muere, estará en el mismo barco que tú, obligado a luchar por un cargo dentro de la familia que le absorba.

—No tiene que preocuparse. Hay muchos que estarían encantados de añadir sus… talentos especiales… a su arsenal.

—Sí, pero ¿cuántos crees que estarían dispuestos a hacerle su segundo?

—Más tarde o más temprano Alphonse podía tallar su nicho, pero no tenía la menor intención de volver a quedarse en segundo plano. No durante siglos, ni para siempre. Y no creo que le sentara bien al vampiro que conocía.

—La Cónsul ha prohibido a todo el mundo que te ayude —me recordó Rafe.

—Alphonse no es tan bueno a la hora de cumplir órdenes —le recordé también yo—. Creo que se arriesgará. —Si hubiera tenido que apostar, la apuesta hubiera sido de diez a uno. Era su mejor oportunidad para mantener su cargo actual y eso me hacía su mejor amiga. No importaba lo que dijera la Cónsul—. Necesito a Alphonse y a un equipo con sus gamberros más locos. ¿Puedes conseguirlo?

—Puedo ponerme en contacto con él —admitió Rafe de mala gana—. Pero aunque esté de acuerdo, no sé si todo esto servirá con tan poco tiempo.

—¿Poco tiempo para qué? —le pregunté impaciente—. Sé dónde está el Códice, Rafe. ¡Solo necesito ayuda para cogerlo!

—Sí, pero Mircea… está empeorando. Y si pierde sus facultades, ¿el contrahechizo invertirá el daño? O, ¿se quedará así para siempre? —A pesar de nuestra posición, demasiado cerca de los hornos para que fuera cómoda, Rafe se estremeció.

Me eché hacia atrás en la silla, estaba mareada. Había supuesto que una vez que tuviera el hechizo, todo volvería a la normalidad. Pero, ¿y si no era así? Y con el Senado en medio de una guerra, ¿qué pasaba si decidían que un vampiro maestro demente era una responsabilidad que no se podían permitir? No me extrañaba que Rafe estuviera asustado. Si el geis no mataba a Mircea, la Cónsul podría hacerlo.

Irónicamente, lo que necesitaba era más tiempo. Sabía dónde estaba el Códice; antes o después iba a coger el hechizo. Pero no me haría ningún bien que Mircea se volviera loco mientras yo hacía mis planes. Tenía que mitigar de alguna manera los efectos del geis mientras se me ocurría algo. Y sólo había una única posibilidad para eso: el único sitio que conocía por experiencia donde el geis no funcionaba con toda su fuerza.

—¿Qué me dices del Reino de la Fantasía? —pregunté—. Si podemos llevarle hasta allí, podríamos ganar tiempo para…

—La Cónsul ya pensó en eso —dijo Rafe. Su tono era calmado, pero sus dedos agitados estaban convirtiendo mi servilleta de lino en jirones—. Pero los duendes ya no quieren más vampiros en su mundo, especialmente a ninguno en el estado de Mircea. Denegaron un permiso de entrada.

—¿Quién lo hizo? ¿Los oscuros o los de la luz?

Pareció sorprendido.

El Senado no trata con los duendes oscuros. Su tratado con la luz lo prohíbe.

—Pero yo sí. —El rey de los duendes oscuros esperaba que yo encontrase y le entregase el Códice. Hasta que eso pasara, tenía que tenerme contenta. Eso me daba una palanca para obtener un par de favores, como por ejemplo una habitación y comida para un vampiro enfermo.

—Incluso aunque los duendes estuvieran dispuestos a ayudar, ¿cómo lo llevaríamos hasta allí?

—¿Qué me dices de la entrada a la MAGIA? —La Metafísica Alianza de Grandes Interespecies Asociadas era la versión de la comunidad sobrenatural de las Naciones Unidas. No era mi sitio preferido, pero teníamos que entrar para llevar a Mircea de todas formas, así que tenía sentido conducirle hasta el Reino de la Fantasía a través de la propia conexión de la MAGIA.

Pero Rafe machacó esa idea.

—Aún no está reparada. La última vez, tu billete no era… convencional… y destrozó el hechizo. La Cónsul ha apelado a los duendes para que permitan otra, pero dicen que si no podemos controlar quién entra en sus tierras de una manera mejor que esa, entonces no están seguros de que quieran que tengamos una. Estamos negociando, pero no se sabe cuánto tiempo va a llevar.

Y a los duendes no se les conocía por hacer las cosas corriendo. Sin mencionar que la entrada, siempre y cuando se volviera a abrir, estaría muy bien vigilada. Allí no podíamos hacer nada.

—¡Maldita sea! —Golpeé la mesa con la palma de la mano tan fuerte que el café que aún no había probado se derramó por todos lados. Estaba limpiándolo con los jirones de mi servilleta cuando uno de mis post-it mentales que estaba guardado en algún sitio de mi cerebro comenzó a moverse.

—Tony tiene una entrada ilegal por aquí en algún sitio —le dije lentamente—. La utiliza para el contrabando. Solo que no sé dónde está.

Rafe me agarró las manos y por primera vez parecía esperanzado.

—¿Cómo la localizamos?

—No lo sé, pero sé a quién preguntar.

—No necesitas una entrada hasta que no tengas el libro —me dijo la duendecilla, ahuecándose su pequeña melena de pelo pelirrojo brillante. Había encontrado un disco compacto por algún sitio, posiblemente en la basura porque la mayor parte del polvo que tenía ya no estaba. Lo estaba utilizando como espejo en el tocador que se había hecho de una pila de estuches de CD—, y tú aún no has hecho ningún progreso en eso.

—Lo necesitas para volver a casa —le señalé—, a no ser que te quieras quedar aquí.

Miré alrededor de su apartamento provisional. Desde su perspectiva era claramente espacioso; estaba utilizando estanterías del armario de la sala de estudio de Pritkin. Había preparado la estantería de arriba como su armario, mientras que la de abajo era una cama, completa con un guante para horno como saco de dormir y una linterna pequeña como lámpara. Sin embargo, me lanzó una mirada maliciosa.

—Sí, creo que vuestro mundo es muy acogedor.

—Cuando yo visité el tuyo, ¡casi me matan!

—Y yo estaba encerrada en un archivador —me soltó.

—¡Es mejor que un Calabozo!

—¿Has estado alguna vez en uno?

Había visto el archivador y parecía una bomba que había explotado desde el interior.

—No parece que hayas tenido muchos problemas para salir.

—Sólo porque estaba hecho de algún metal inferior en vez de hierro —se estremeció—. Podía haber muerto, mi magia se hubiera filtrado, mi cuerpo se hubiera congelado lentamente en el agarre cruel de hierro…

—Sí, pero no fue así. Y si podemos volver al punto en el que estábamos…

Sus furiosos ojos lavanda se clavaron en los míos.

—El punto en donde estábamos es que el esclavo debe volver al servicio del rey y tú tienes que encontrar el libro que le prometiste. —Sonrió maliciosamente—. No intentes volver al Reino de la Fantasía sin él. Al rey no se le conoce por su naturaleza misericordiosa.

—Françoise no se va a ir a ningún sitio —le dije, quizá por décima vez—, y si la ira del rey es tan temible, ¿por qué te ofreciste para ayudarnos a escapar de aquí? ¿No tenías miedo de las consecuencias?

La duendecilla agitó las alas alborotadamente.

—Eso fue distinto.

—¿Distinto por qué?

—El mago me ofreció algo irresistible. —Su cara seria desapareció y de repente sus ojos brillaron con una luz más suave—. Nadie me hubiera culpado por cogerlo, ni siquiera el rey.

—¿Qué te ofreció?

—¡No importa! ¡No puedo encontrarlo! —Le dio una patada a las fundas de los CD, luego se sentó sobre el carrete extragrande de hilo que había convertido en un asiento, frotándose en secreto su pie dolorido.

De repente me vino a la cabeza un recuerdo.

—La piedra runa. Jera. —Una de las razones por las que había conseguido sobrevivir por así decirlo a mi única incursión en su mundo fue porque había adquirido algunas runas de batalla del Senado. No había duda de que la Cónsul las quería de vuelta, porque serían muy útiles en la guerra y porque yo no había preguntado exactamente antes de cogerlas. Pero pensé que en ese momento ella podría haber querido más a Mircea. Y no pude ver qué bien le hacía a ella una piedra runa cuando su único poder era hacer a las personas más fértiles.

La duendecilla levantó la vista con resentimiento.

—Él me dijo que la tenía. Incluso me la enseñó. Parecía real.

—Es real. —Por fin nos entendíamos—. ¿Estabas dispuesta a arriesgar la ira del rey simplemente por la oportunidad de tener un hijo?

—¿Simplemente? —Su pequeña voz se convirtió en un chillido—. Sí, confía en un humano ¡y mira lo que pasa! Mi gente está al borde de la extinción, mientras tu estúpida, frágil y pueril raza, cuyo único logro es procrear y procrear y…

—Sí, gracias. Ya lo entendí. —La miré de cerca—. ¿Y qué me dices si te la consigo?

De repente un torbellino de alas verdes brillantes estaba en mi cara.

—¿Dónde está? ¿La tienes tú? Pensaba que uno de los magos…

Sonreí. No era de extrañar que me estuviera haciendo la pelota.

—La puedo conseguir.

—Lo creeré cuando lo vea.

—Entonces lo creerás pronto. Pero a cambio quiero la ubicación de la entrada.

—La encontraré —prometió fervientemente—. No pienses en volver a engañarme, humana. Descubrirás que soy aún menos misericordiosa que mi rey.