6

Miranda le echó un vistazo a mi vestido, que había cambiado a un remolino agitado de hojas de otoño, y sus orejas se echaron hacia atrás. Era conveniente tener una indicación obvia de su estado de humor, ya que nunca había aprendido a entenderla muy bien. El pelaje en su cara felina podría haber tenido algo que ver con eso, o posiblemente las expresiones de las gárgolas son demasiado distintas de las de los humanos para que yo pudiera descifrarlas.

El grupo actual de Inadaptados iba en tropel detrás de mí, dejando pisadas sucias en el suelo blanco inmaculado de losa. Los había llevado a las cocinas del servicio de habitaciones, ya que no estaba segura de dónde vivía Miranda. Ella era la líder del grupo de duendes oscuros que Tony había utilizado para el trabajo barato, pero sólo los había visto en el trabajo, cortando y picando en trocitos con velocidad preternatural o empujando carros cargados por los pasillos del Dante.

Rara vez se detenían excepto para posar para fotografías con los invitados que suponían que eran enanos con trajes. Me preguntaba si alguna vez alguien se había dado cuenta de que su película siempre salía un poco borrosa, de la misma manera que sus ojos nunca alcanzaban a enfocar a los pequeños sirvientes. Tony se había gastado una fortuna para proteger el casino, aunque teniendo en cuenta la cantidad de alcohol que la mayoría de los huéspedes consumía, probablemente no habría tenido que preocuparse. Dudaba de que hubiera sido tan generoso con los alojamientos de sus trabajadores, así que lo que yo quería de Miranda seguramente me iba a afectar.

Uno de los niños, una niña que parecía tener doce años, pero que luego me enteré que tenía dieciséis, llevaba a un bebé en brazos. Quizá tenía cuatro meses y tenía una pequeña arruga alrededor de los bordes, llevaba una camiseta rosa con un pañal y sólo un calcetín; su mejilla estaba sonrojada de estar presionada contra el pecho de la niña. Estaba a punto de lanzarme con mi discurso cuidadosamente preparado cuando Miranda sonrió, mostrando sus colmillos afilados en su larga y seria cara. Ya no me seguía mirando.

Me giré para ver que muchas gárgolas avanzaban ligeramente hacia los brazos de la chica, se acercaron mucho, así que ella me lanzó una mirada de súplica mientras agarraba a su bebé más fuerte.

—No le harán daño —le aseguré—. A los duendes… bueno, les apasionan los niños.

Era un discurso ridículo, cuando era algo tan obvio. Una de las gárgolas más grandes, con la cabeza de perro sobre su impecable ropa blanca de chef, casi chocó contra una pared porque estaba saludando al bebé mientras le ponía una cara cursi. Los ojos de Miranda también se fijaron en el niño, tanto tiempo que comencé a preocuparme.

—¿Todo bien? —Le empujé suavemente y ella me dio un zarpazo. Las zarpas no se habían alargado, gracias a Dios.

—Mi gente defendería a un crèche con sus vidas —le dijo a la madre con dignidad.

La chica pareció aliviada, pero seguía echando un ojo a la gárgola más cercana. Era uno de la variedad más pequeña, con orejas de burro flexibles bajo un elevado sombrero de chef. Con indecisión extendió una mano desfigurada, más aún que la de Françoise; estaba completa si no fuera porque le faltaba un dedo. Pero los demás dedos acababan en una zarpa larga y ondulada de un denso negro grisáceo.

La mano estaba temblando, lo que hizo que subiera y bajara un leve destello de luz por la superficie de la zarpa como una barra de aceite. El bebé se percató de los colores tan bonitos y gorjeó, tratando de alcanzarla. La criatura se lo arrebató de un zarpazo, dejando salir un berrido y cayéndose hacia atrás sobre su propia cola agazapada. Claro que esto siguió intrigando al bebé que se quejó sin parar hasta que su madre lo puso en el suelo, luego gateó hacia el Orejas de burro con la misma intención de un cazador detrás de su presa. Su único calcetín se iba arrastrando y su mano regordeta se extendió. Las gárgolas se echaron hacia atrás en un desorden caótico.

Orejas de burro se encontró atrapado entre el bebé feroz y un banco de hornos que estaban llenando la habitación con el olor de canela y mantequilla. A lo mejor eso era lo que atraía a la niña, o posiblemente solo sentía curiosidad; de cualquier manera, gateó atrevidamente hasta la criatura encogida de miedo y levantó sus manos en forma demandante. Él la miró fijamente con los ojos bien abiertos hasta que Miranda se aclaró la garganta. Luego él la cogió rápidamente y ella hizo un ruido de satisfacción y se aferró en su túnica, antes de meterse la mayor parte de su bufanda en la boca.

Después de todo, mi trabajo no había sido demasiado difícil.

Diez minutos más tarde, estábamos reunidos alrededor del mostrador de preparación, comiendo rápidamente rollos de canela y leche. El personal de cocina me había estado dando de comer durante una semana. Me había pasado todo ese tiempo pensando que no solo estaban siendo amables conmigo: yo era su conejillo de indias, alguien que les hacía saber si las recetas funcionaban o no. Aparentemente las gárgolas no tienen las mismas papilas gustativas que los humanos; y ahora tenían a una pila de nuevos probadores del sabor con los que experimentar.

A pesar del trastorno causado por nueve niños hambrientos abalanzándose sobre el festín de azúcar, le intenté explicar:

—Miranda, te agradezco esto, pero antes de que aceptes cuidar a los niños, hay unas cuantas cosas que deberías saber.

Miranda no hizo ningún comentario. Le había arrebatado al bebé a su subordinado aterrorizado y estaba dándole cucharadas de compota de manzana a una velocidad alarmante. Soltó un pequeño ronroneo de aprobación cuando la pequeña soltó un esputo.

—Bueno, la cosa es… —Jesse, que ya estaba en su tercer rollo de canela, me lanzó una mirada penetrante, dijo claramente:

—No nos compliques esto.

Tragué saliva, pero no obstante, seguí adelante.

—Los niños que acaban como fugitivos en nuestro mundo normalmente tienen… bueno, hay motivos.

—Como con nosotros —murmuró, claramente, pero sin escucharme.

—Sí… Algo así. —Las gárgolas habían huido del Reino de la Fantasía por el prejuicio y la violencia en ascenso y estas dos cosas les resultaban muy familiares a los niños de Tami. Pero fuera de su elemento común, era probable que los duendes fueran mucho menos poderosos que los Inadaptados—. Mira, si vas a ayudarme a refugiar a estos niños, al menos hasta que se me ocurra alguna cosa, tienes que entender…

Me detuve porque un pie rasposo tocó mi piel. Le lancé una mirada a Jesse, pero él ya se había levantado de la silla:

—Tengo que hablar contigo —me dijo con mordacidad.

Me froté la pierna y fruncí el ceño:

—Vale.

Acabamos en la parte de fuera, sentados al lado de una rampa para carga usada para traer los productos más grandes a las despensas de la cocina. Un par de gárgolas estaban allí abajo, esparciendo migas de pan en el asfalto, mirando hacia arriba esperanzados.

—¿Qué hacen? —preguntó Jesse.

Yo también me lo había preguntado hacía tiempo, hasta que pasé un poco de tiempo en las cocinas.

—Digamos que las cosas cocinadas aquí normalmente están bien, pero comer carne requiere un cierto sentido de aventura.

Asintió con la cabeza, luego se acordó de lo que se suponía que tenía que decirme.

—¿Qué es tan importante? ¿Estás intentando arruinarnos esto?

Parecía que Jesse era un diplomado orgulloso de Tami en el curso de Mejor Defensa. Desgraciadamente para él, así era yo.

—Estoy intentando ser sincera con Miranda para que sepa en lo que se está metiendo. Creo que es justo, ¿no?

Estiró el dedo pulgar a la gárgola más cercana que tenía una cabeza felina que contrastaba extrañamente con un cuerpo de reptil cubierto de protuberancias.

—¿Crees que podemos hacerles daño?

—Creo que el grupo con el que yo solía ir podría hacerlo.

Me vino a la mente un día en concreto. Un par de narcotraficantes, que habían establecido su tienda en el piso de abajo de nuestro edificio, habían decidido que podían hacerlo sin ningún otro precarista. Entraron a la fuerza en casa una mañana después de que Tami se fuera a trabajar. Yo había estado cuidando de Lucy, una empática de once años, y de Paolo, un were de doce años que había sido abandonado por su grupo. Nunca supe por qué, porque él apenas habló en todo el tiempo que estuvo con nosotros, y lo que había dicho, no había sido mucho. Encontramos su cuerpo mutilado un par de semanas más tarde, después de que él huyera de nuestra protección antes de la luna llena. Los weres habían sido bastante listos para no ir tras él y esperar hasta que se marchara. Los comerciantes no fueron tan sabios.

No habían tenido la oportunidad de averiguar lo que incluso un were joven puede hacer. Lucy se había quedado en casa conmigo por una razón. La mayoría de los niños que acababan parcialmente en la casa mágica de Tami mantenía las cosas unidas muy bien durante un tiempo. Intentaban encajar y evitar llamar la atención de sí mismos mientras se imaginaban cómo funcionaban las cosas, para no equivocarse y que se les volviera a mandar fuera. Pero algo siempre los impulsaba a marcharse tarde o temprano, normalmente después de que hubieran estado el tiempo suficiente como para empezar a relajarse.

Cuando por fin reducían las defensas, todo se desparramaba: la rabia por la condición que les hacía indeseables desde su nacimiento, el dolor porque la gente que ellos amaban se habían puesto contra ellos, el terror porque en cualquier minuto pudieran ser cogidos y arrastrados de vuelta a las escuelas especiales que se parecían a las cárceles. Se suponía que tenían que estar allí hasta que fueran certificados como inofensivos, que no fueran una amenaza para las comunidades mágicas y las no mágicas. La mayoría nunca salía de allí.

Tami había pensado que las anomalías eran positivas, dejando que los niños las sacaran de sus sistemas y comenzaran a sanar. Sólo que ninguno de ellos anteriormente había tenido que ver con una émpata. Especialmente una que no solo podía leer las emociones, sino que podía proyectarlas y magnificarlas.

Los otros niños habían huido para encontrar algún sitio, cualquier sitio en donde estar hasta que desapareciera. Tami había estado desesperada, necesitaba ir a trabajar porque virtualmente era nuestra única fuente de ingresos, pero no se atrevía a dejar a Lucy sola en ese estado. Yo me había ofrecido voluntaria para quedarme con ella, porque ella parecía encontrar tranquilidad cuando yo estaba a su alrededor. Después de una infancia vigilando mis emociones en casa de Tony, no proyectaba tanto como la mayoría de la gente. Pero ese día marcó la diferencia.

Tenía los ojos clavados en la puerta y sentía un pánico cada vez mayor que me sobrecogía con una fuerte emoción tras otra, una sensación tan parecida a la que estaba acostumbrada a sentir todos los días que no podía ignorarla.

Paolo, que se había quedado detrás porque estaba intentando evitar dejar pistas olorosas a su grupo, había estado casi literalmente subiéndose por las paredes. Y nosotros dos teníamos protecciones.

Cuando irrumpieron, los comerciantes corrieron directamente hacia la pared de dolor que Lucy había estado haciendo toda la tarde. Los sentimientos que ella había reprimido desde que su familia la había soltado en su nueva escuela, luego se marcharon y no volvieron más, todos esos sentimientos se habían desbordado. Y su talento los había magnificado unas cien veces. En lugar de asustarnos o lo que fuera que esos hombres hubieran planeado, acabaron disparándose el uno al otro hasta morir en un arrebato de rabia de otra persona.

Jesse me estaba mirando de cerca.

—Piensas que somos monstruos, ¿no?

Le guiñé un ojo. Casi me había olvidado de que estaba allí. No me permitía pensar en Tami demasiado a menudo y era extraño hacerlo ahora.

—Tengo una definición más amplia de la palabra normal que la mayoría de la gente —le dije finalmente—. Pero tú sabes igual que yo que teneros aquí podría ocasionar… algunos problemas.

Jesse adelantó la barbilla.

—Astrid es una neutralizadora —dijo malhumoradamente.

—¿Astrid?

—La chica con el niño.

—¡Ah! —Así que por eso Françoise se había ido al otro lado del escenario para lanzar su hechizo. Los neutralizadores generan a su alrededor un campo que neutraliza la magia a cierta distancia. Para los más fuertes, podría ser hasta un bloque de edificios; para los más débiles, era mucho más pequeño. Pero incluso un neutralizador de nivel bajo habría interferido si hubiera estado cerca.

—Así es como ella escapó, después de que se enteraran de lo del niño. No pudieron seguirle la pista.

Asentí con la cabeza. A los neutralizadores no se les encarcelaba automáticamente como a algunos magos con magia defectuosa, porque no se les consideraba una amenaza. Pero si a Astrid la hubieran descubierto embarazada, la habrían presionado para que pusiera fin a su embarazo, para que no transmitiera los genes defectuosos. No era de extrañar que hubiera corrido. Y los neutralizadores eran muy difíciles de encontrar cuando no querían ser descubiertos.

Tami era una neutralizadora de nivel bajo, lo que la había ayudado a mantener a los Inadaptados con vida y el caos a un nivel mínimo, al menos cuando ella estaba en casa. Y sus habilidades aseguraban que cualquier fugitivo que ella acogiera no tuviera que preocuparse por inscribirse en un hechizo de búsqueda mágica. Lo que me parecía extraño es que, después de tantos años, los magos la hubieran descubierto.

—Vale, me alivia escuchar eso. —Y realmente estaba aliviada. La presencia de Astrid podría ayudar a suavizar las cosas, pero ella no podía estar en todos los sitios y había que vigilar a siete niños además de a un bebé. Necesitaba saber de qué era de lo que me estaba haciendo cargo—. Pero los dos sabemos que no todos son neutralizadores aquí.

Jesse golpeó al hormigón con su talón y no dijo nada.

—Jesse.

—Soy un evento fortuito, ¿vale? —dijo impulsivamente, con el mismo tono que alguien podría haber utilizado para decir «leproso».

—Eso no me dice mucho. —Evento fortuito es un término grande para las singularidades mágicas, que tratan con lo que los humanos llaman suerte. No con la buena o mala suerte, sólo… suerte.

Un ejemplo famoso, incluso entre las normas, es la experiencia extraña del escritor francés Émile Deschamps. En 1805, un extraño, monsieur De Fortgibu, le invitó a un restaurante de París para tomar un pudín de pasas. Diez años más tarde, vio pudín de pasas en el menú de otro establecimiento e intentó pedir uno, pero el camarero le dijo que el último plato se lo acababa de servir a un cliente que resultó ser De Fortgibu. Mucho más tarde, en 1832, a Deschamps le volvieron a ofrecer pudín de pasas en un restaurante. Alegremente le dijo a sus amigos que solo De Fortgibu se iba a perder hacer el ciclo completo, y un momento más tarde De Fortgibu apareció.

Por supuesto lo que los libros de historia no dicen es que De Fortgibu era un evento fortuito. Su magia asociaba ciertas cosas con gente en concreto, lugares o hechos. Cada vez que veía a una de sus primas, por ejemplo, ella llevaba algo azul; el perfume de naranja acompañaba cada visita a su librero favorito, y si se acercaba a unos cuantos metros de Deschamps, siempre aparecía el pudín.

La mayoría de los humanos afirmaba que hechos como estos eran simple coincidencia. Por otro lado, los curanderos mágicos especulaban que de alguna manera estaban vinculados a la memoria. Las imágenes de las personas o de los sitios se almacenan en el cerebro de cada uno en conexión con algún tipo de dato sensorial. Por ejemplo, una flor que le gustaba a la abuela de un hombre podría hacerle pensar en ella siempre que viera una. Como mago que era, De Fortgibu simplemente había llevado eso a otro nivel: su magia defectuosa garantizaba que cuando apareciera una señal, la otra también aparecería.

Pero no todos los eventos fortuitos tenían magia que se manifestaba de una manera ligeramente rara, sino que la mayoría de las veces se manifestaba en el modo no amenazante de De Fortgibu. Un joven provocaba resacas tremendas siempre que estaba a menos de ocho kilómetros de la costa y le tuvieron que prohibir cualquier tipo de acceso a la playa. Otro causaba actividad sísmica y se le restringió el acceso a cualquier sitio cerca de una falla activa. Ese grupo en concreto de eventos fortuitos fueron bastante memorables para merecer su propio nombre: maleficio.

Un maleficio era básicamente una Ley de Murphy andante, con accidentes causados por un poder fuera de control que aparecía en condiciones regulares. Y a diferencia de las cosas aleatorias que la mayoría de los eventos fortuitos causaban, las acciones de un maleficio eran invariablemente dañinas. Hubo un tiempo, hace unos cientos de años, en que habrían sido asesinados de inmediato. Ojalá, ojalá no sea eso con lo que me estoy enfrentando aquí.

Seguramente Jesse no lo admitiría aunque fuese así.

—¿Cuánta fuerza tienes? —Un maleficio de cualquier tipo era peligroso, pero uno fuerte sería un desastre andante. Literalmente.

—No soy fuerte —me aseguró fervientemente—. ¡No soy nada fuerte! Y soy el único. Los otros son… bastante inofensivos.

—Oh, oh. —Ninguno de los niños, la mayoría de los cuales parecía que tenían unos siete u ocho años, habían parecido una amenaza. Pero entonces, Lucy tampoco lo había parecido—. Defíneme «bastante inofensivos».

—Si vas a deshacerte de mí, ¡hazlo! —dijo Jesse furiosamente—. Pero los otros están bien. Me iré si les dejas…

—¡No he dicho que quiera que te vayas! Sólo quiero saber con lo que estoy tratando aquí.

Los niños mágicos no se vienen abajo sin razón. Era casi una certeza que todos los niños tenían algún tipo de talento que les hacía ser personas no gratas en la comunidad mágica. Aunque Jesse admitiera que solo había una neutralizadora, un evento fortuito y un vidente, y jurara que los otros cinco solo eran scrims (el término actual para magos con poca habilidad), yo seguía teniendo mis dudas. Los scrims formaban la población más grande de los fugitivos mágicos, pero Tami no se había concentrado en ellos cuando la conocí porque no tenían impedimentos físicos que pudieran beneficiarse de la influencia apaciguadora de una neutralizadora. También podían pasar desapercibidos, evitando a la comunidad mágica y a su ley si lo decidían. Esa no era ninguna opción para gente como Lucy.

Pero aunque dudara o no, no podía obligarle a que me dijera la verdad. Y con Astrid alrededor, con algo de suerte no importaría de todas maneras. Su poder debería anular las habilidades de los niños, fueran lo que fueran y siempre y cuando estuvieran cerca. Eso me daría tiempo para averiguar lo que le había pasado a Tami.

Decidí cambiar de tema:

—¿Cómo te encontraron los magos?

Jesse sacudió la cabeza.

—No lo sé. Irrumpieron una mañana y Tami nos gritó que corriéramos. Astrid intentó reducirlos, pero había demasiados y tenían armas. No tuvo oportunidad.

—Pero se escapó.

—Porque no la querían, todos estaban allí por Tami. Apenas nos miraron a los demás hasta que la cogieron.

—¿Por qué?

Jesse jugueteaba nervioso con las mangas de su horrible sudadera verde guisante.

Uff, ¿no lo sé?

—Esa frase funcionaría mucho mejor sin el signo de interrogación —le dije de manera seca.

Cuando se quedó en silencio tercamente, suspiré y me rendí, por el momento. Cuando aprendiera a confiar en mí (si es que lo hacía), su memoria podría mejorar. Cualquier mentira ahora solo lo haría mucho más difícil para que él admitiera la verdad después.

—Veré si puedo averiguar lo que le pasó a Tami —le dije—. Conozco a un par de personas que sabrán decirme si el Círculo la tiene. —La expresión de Jesse claramente me decía que no me veía con muchas posibilidades. Conociendo al Círculo, yo pensaba lo mismo.

Nos levantamos para reunirnos con los demás, pero un pequeño desfile nos detuvo en la puerta. Una hilera de cuerpos de pájaros pequeños estaba subiendo por un cubo de basura grande y se metían dentro lentamente, tambaleándose. Obviamente habían estado en la basura por una buena razón: no tenían plumas, ni piel, ni siquiera carne, sólo huesos quebradizos unidos por cartílagos y, aparentemente, aire fino.

Jesse dijo una palabra que yo hubiera preferido que no supiera a su edad y me miró con miedo.

—No lo hace siempre, sólo cuando el bebé está quisquilloso o… algo así.

Seguí la pista de cuerpos de palomas hasta dentro, donde se juntaron con otro montón que estaban haciendo un movimiento extraño arrastrando los pies en el suelo alrededor de Miranda. Al final me di cuenta de que se suponía que era un baile. El bebé les estaba haciendo gestos felizmente con una cuchara cubierta de salsa, mientras un niño asiático de unos ocho años sonreía orgullosamente.

—¿Un nigromante? —pregunté suavemente.

Jesse arrastró un pie sobre la losa ahora bastante sucia.

—Me había olvidado de él.

—Oh, oh. —Me pregunté que más se le había olvidado.

Le expliqué la situación lo mejor que pude a Miranda.

—Sí, vale —chistó, limpiando un poco de salsa de la barbilla del bebé—. ¡Ñam, ñam, ñam!

La pequeña le gargajeaba y Miranda descubrió sus colmillos lo más que pudo para obtener una sonrisa. Me di por vencida.

Advertí a Jesse que estuviera pendiente de que todos estuvieran fuera del alcance de la vista de cualquiera y lo bastante cerca de Astrid para disminuir la probabilidad de cualquier accidente. Luego me fui a buscar a mi compañero. Necesitaba solucionar unas cuantas cosas de mi lista de tareas antes de que tuviera que comenzar a guardarlas en volúmenes.