El Crystal Gazing no es la voz periodística más respetada de la comunidad sobrenatural. Su eslogan publicitario ya lo dice todo: «Noticias que no deben publicarse». Pero, de vez en cuando, sus periodistas buscadores de escándalos aparecen con una historia que los periódicos más respetados rechazan como un simple rumor. Y raras veces, ese rumor resulta que es cierto.
Pero hasta ahora, aunque se especulaba mucho acerca de la identidad de la nueva pitia, nadie había conseguido averiguar el nombre. Era sólo cuestión de tiempo, pero yo agradecía cualquier aplazamiento. Y la falta de nueva información había permitido que las historias más jugosas mandaran esa a las páginas del final. El titular de, hoy trataba de una mujer desconocida que había estado asaltando las instalaciones del Círculo, aunque como de costumbre, el artículo carecía de hechos y le sobraban términos como «zorra vigilante» y «fanática atractiva». Silenciosamente le deseé suerte. Sus actividades podrían explicar por qué nadie había conseguido localizarme aún.
Se había acabado mi descanso, así que puse el periodicucho en mi taquilla para volver al trabajo. Mi actual actividad para matar el tiempo implicaba la búsqueda interminable de Casanova para encontrar nuevos modos de sacar un poco de pasta. De algún modo, había timado a uno de los nuevos y prometedores diseñadores de moda para alquilar una de las tiendas caras de la galería. Parte del trato había sido tener espacio para un espectáculo de moda al principio de cada nueva temporada, junto con los servicios de las chicas como modelos y bastantes empleados del casino para hacer el trabajo pesado. Yo, por supuesto, era una de esas personas.
Una mujer morena bonita estaba en la taquilla al lado de la mía, y nos detuvimos para evaluar la vestimenta que llevaba la otra. La suya consistía en un montón de pintura como de cadáver, un colgante de calaveras y una falda compuesta de brazos tullidos. Los habían cortado a la altura del codo, así que formaban un efecto de minifalda y se movían bastante, de modo que resultaban espeluznantes.
—Zombi —me dijo, pintándose los labios en el espejo que había en la parte interior de su taquilla.
—¿Disculpa?
—Ya sabes, las que solían trabajar en la parte de arriba.
—Pensaba que las habían cortado en tiras. —Habían estorbado al Círculo cuando me estaban buscando. Y aunque los zombis son bastante fuertes por lo general, no lo habían hecho muy bien cuando se enfrentaron a un cuadro de magos de la guerra.
—Bueno, sí, pero ya conoces al jefe. No quería desperdiciar ningún recurso.
—¿Qué dices?
—Dijo que era difícil conseguir a los que eran lo bastante listos para servir mesas, pero lo bastante dóciles para no merendarse a la clientela. Está utilizando camareros humanos mientras encuentra más, pero él quería algo que le recordara a todo el mundo que se supone que esto es un bar de zombis, así que…
—¿Él cogió las partes de sus cuerpos para vuestros trajes?
—No está tan mal —dijo, viendo mi expresión—. Salvo por sentirme manoseada cuando me siento.
—¿Qué?
Frunció el ceño mirando su falda.
—Uno de estos tipos sigue tocándome el culo. Pero cuando me quejé, los bokores me dijeron que no podían reemplazarlos todos, así que tenía que adivinar cuál era. Pero todos parecen iguales.
Contemplamos las cosas grises secas alrededor de su cintura durante un momento. Conseguí no estremecerme cada vez que un dedo huesudo rozaba su piel desnuda, pero mi vestido no era tan recatado. Así como mucha parte de la colección, estaba hechizado para responder al humor, con un repertorio que mataría de envidia a un camaleón. Había estado mostrando escenas de naturaleza tranquilas durante toda la mañana, pero ahora había cambiado a una bruma sucia amarilla y marrón, el color de la luz del sol filtrada a través de la contaminación.
—No había visto ese vestido antes —dijo la chica morena, sus ojos se entrecerraron.
—Estoy ayudando con el espectáculo.
—¿Como modelo? Pero si me dijeron que ya no necesitaban a ninguna chica más.
—No, sólo estoy haciendo cosas en el backstage, pero el diseñador quería que también nos vistiéramos.
—¡Ah! Entonces, está bien —dijo, enternecida—. Pensé que había algo que no iba bien. Quiero decir, no estás mal y todo eso, es sólo que… no eres exactamente…
—¿Carne de modelo? —Sonreí, pero mi vestido se cambió de color: al del horizonte sulfuroso amarillo y gris de San Francisco. Genial.
—Sí, eso es. —Cuando vio el nuevo color, se le arrugó la nariz—. ¡Oh! ¿Cómo puedes volver a cambiarlo para que tenga un color más bonito?
—No estoy segura. —Y no era muy probable que el diseñador, un rubio coqueto que se llamaba Augustine, aprobara el cambio.
—¡Anímate! —me dijo jovialmente—. De todas formas, si estás en el backstage seguro que nadie te ve.
Golpeó con su cadera la taquilla para cerrarla y aulló repentinamente cuando uno de sus brazos que se movían le tocó el culo. Y justo así, mi vestido volvió a tener el color de un día bonito soleado.
Bueno, ha sido más fácil de lo que pensaba.
Una cosa buena de mi última asignación había sido la oportunidad de conseguirle un trabajo a una amiga. Puesto que no tenía pasaporte, ni tarjeta de la seguridad social ni tampoco un buen dominio del inglés, me había estado preguntando cómo iba a ganarse la vida. Especialmente ya que sus referencias eran de hacía unos cuatrocientos años.
Encontré a Françoise en el backstage y le ayudé a ponerse el vestido que le habían asignado, una capa blanca sólida con una falda larga y unas mangas cortitas. Era bonito, pero no podía entender lo que estaba haciendo en una colección que hacía incluso palpitar a las brujas ricas antes de hacer un pedido. Luego un pequeño punto se desprendió de un hombro, extendió ocho piernas negras pequeñas y se fue a trabajar.
Una fila de otros puntos que yo había confundido con botones se despegó de su hombro y siguieron al primero. Para cuando el vestido estuvo abrochado, las arañas habían cubierto la mitad del cuerpo con una tracería de encaje negro, tan delicado y complicado como las telarañas que imitaban. Los diseños se hacían y se deshacían constantemente, tan rápido que parecía que fuegos artificiales de seda explotaban por toda la tela, cada uno de ellos se abría en un diseño único antes de sufrir una metamorfosis y convertirse en otro incluso más elaborado.
Miré el vestido con admiración codiciosa mientras Françoise se ponía los guantes. Todas las modelos llevaban guantes, como una forma de unir la colección. En su caso, eran largos y negros y hacían doble servicio: tapaban además las cicatrices en donde hacía cuatrocientos años un torturador que conocía su arte la había dejado desfigurada para siempre.
Ella había nacido en el siglo XVII en Francia, donde se topó con la Inquisición, que no aprobaba a las brujas. Los había esquivado, pero se vio arrastrada contra su voluntad al Reino de la Fantasía; esclavos que intentaban hacer un franco rápido vendiendo brujas a los duendes. Las cicatrices se las hizo justo antes de que la secuestraran, y su comprador, un duende noble con una mujer celosa, no se había atrevido a curarlas. Al final se había escapado hasta llegar a los duendes oscuros, quienes decidieron que sería más útil como esclava que como comida. Claro que ellos no se habían dado cuenta de lo de las cicatrices.
Toda la aventura duró solo unos pocos años desde la perspectiva de Françoise, pero la línea del tiempo de los duendes no está sincronizada con la nuestra. Cuando finalmente logró escapar, el mundo que había conocido había desaparecido tiempo atrás. Por eso ella era la única persona que conocía a quien el destino se había deleitado en jugarle incluso más malas pasadas que a mí. Por suerte, era alta, morena y exótica, las características que no se habían valorado en su propio siglo, en donde preferían a las mujeres pequeñas, con pieles claras y tradicionales. Pero en nuestra época había sido suficiente para persuadir a Augustine de que pasara por alto su falta de credenciales. Parecía que la amazona que estaba anticuada ayer era la supermodelo de hoy.
Una vez que Françoise estuvo lista, a la espera de un maquillaje que no necesitaba, puse toda mi atención en intentar ganarme un bolso de mano. Por fin lo arrinconé entre un perchero de vestidos y la pared. Salté, agarrando la manilla escamosa cuando se retorció e hizo todo lo posible por arañarme la cara.
Augustine apareció al lado de mi hombro, pero no se preocupó en ayudarme. Observó la lucha durante un momento por encima de las gafas púrpura salvaje que estaban a punto de caerse de su nariz larga. Se parecían a las que Elton John podría haber llevado para cantar Rocket Man, con montura ancha con brillantes. No le pegaban con sus ojos azules pálidos o con sus rizos arreglados con maña. Claro que era difícil pensar en cualquier cosa que las hubiera complementado.
—Hay algunas… personas… que preguntan por ti —me informó—. No tienen entradas y francamente…
—¿Qué personas? —pregunté, temiendo la respuesta. Podría enumerar a las personas que me podrían considerar su amiga con los dedos de una mano. Y excepto Rafe, ninguno de ellos sabía dónde me encontraba.
—Bueno, no lo sé, ¿no? —Los ojos de Augustine destellaban—. ¿Por qué no paro todo lo que estoy haciendo a tan solo unos segundos del espectáculo para ocuparme de tus amigos desaliñados que ni siquiera están en la lista de invitados?
No contesté de inmediato, porque la bolsa me estaba ganando por ahora. Le habían salido cuatro patas cortas y gruesas, y un hocico con una línea de dientes. Ahora una cola, cubierta de escamas duras de jade, sobresalió de repente del trasero, proporcionándole el equilibrio necesario para zafarse de mí. Se dejó caer al suelo y se alejó deprisa tras un cinturón de piel de serpiente. El cinturón intentó escapar arrastrándose, pero la bolsa lo agarró por la cola y se tragó esa cosa contorsionada en un par de bocados.
Reduje a la fuerza al descarado complemento de moda, sujetándolo contra el suelo con ayuda de Françoise, y le até el morro con una bufanda.
—¿Qué aspecto tienen?
—A eso es a lo que me refiero —dijo Augustine con brusquedad, dándole vueltas a sus rizos—. Parecen marginados de una producción de bajo presupuesto como «Rent». Y eso sin mencionar cómo huelen. Deshazte de ellos. Ahora.
Se fue haciendo aspavientos indignado.
Miré desde detrás de la cortina que separaba el backstage de la pasarela, intentando divisar a mis visitantes, pero no era fácil. La sala de baile estaba llena de brujas vestidas para impresionar. Parecía como si los sombreros grandes estuvieran aquí para el verano, porque al principio todo lo que pude ver fue un campo de círculos de colores brillantes meneándose y bamboleándose como flores que se mueven con la brisa. No había nadie a la vista que pareciera que oliese a algo que costara menos de cien dólares los tres centilitros. Luego, un par de brujas que me habían bloqueado parcialmente la vista se sentaron en sus asientos y los vi.
Augustine estaba equivocado: no eran amigos.
La música comenzó a sonar y la primera modelo me apartó de un codazo y se deslizó por la pasarela, su bolso de piel de leopardo se movía sigilosamente a su lado. Apenas me di cuenta, mis ojos se centraron en las dos figuras a las que habían acurrucado en la puerta de atrás. No los reconocía, pero sabía lo que eran. Los abrigos gruesos que llevaban puestos los delataban. Y a pesar de su apariencia desaliñada, dudaba de que hubieran venido para renovar su vestuario.
Observaban a la multitud de manera indiferente; había visto esas miradas despreocupadas en la cara de Pritkin tan a menudo que sabía cuánto engañaban. Me adelanté hasta la sombra de la cortina, preguntándome si podría salir sin ser vista, cuando uno de ellos le dio un golpe con el codo a su compañero y asintió dirigiendo la cabeza hacia un grupo de niños vestidos con ropa sucia y pobre, acurrucados contra una pared. Los magos se dirigieron hacia allí, con las caras serias y los niños salieron corriendo. La mayoría de la gente había encontrados ya sus asientos, así que no había nada entre los niños y sus perseguidores, excepto los dos vampiros que servían de saludadores.
Hubo una alianza temporal entre el Círculo y el Senado debido a la guerra, pero eso no borraba los siglos de aversión y desconfianza. Especialmente cuando los magos de la guerra habían sido los responsables de un ataque a las premisas hacía poco más de una semana ahora. Los vampiros bloquearon el camino con sonrisas insolentes en sus caras, y los magos se pararon, derrapando.
Los niños habían corrido por el pasillo, pegándose a las paredes y ahora estaban subiéndose al escenario. La mayoría de la gente estaba mirando la pasarela que había sido diseñada para que se prolongara hasta el centro de la sala, así que no se vieron nada más que unas pocas caras de asombro. Se dirigieron directamente al backstage, pero se detuvieron en el borde de tanta actividad.
Miraron de un lado a otro entre donde yo estaba y un montón de modelos rubias peleándose por meterse en sus trajes. Luego un niño negro de unos catorce años le dio con el codo a una chica baja.
—¿Cuál?
La chica tenía el pelo rubio oscuro y unos ojos grandes marrones que se centraron en mí de forma infalible.
—Esa. —Señaló con la mano que no agarraba un osito de peluche maltrecho.
El bolso en mis brazos hizo una repentina embestida, haciendo que casi perdiera el agarre. Françoise dijo algo que no sonaba a francés y el bolso se quedó inmóvil, una zarpa negra y brillante apenas a un centímetro y medio de mi rostro.
—¿Quieres que te sujete el cocodrilo? —me preguntó.
—Me parece un buen plan. —Le pasé agradecidamente esa cosa malvada.
El chico miró a la chica con una expresión de duda.
—¿Segura?
Ella asintió con la cabeza y volvió a morder la cabeza del osito. El muchacho se acercó y extendió una mano. La camiseta que llevaba era fina y estaba llena de agujeros y sus vaqueros le llegaban a la rodilla. Una de sus zapatillas de deporte no tenía cordón y estaba abrochada con un imperdible, y llevaba una sudadera vieja y andrajosa alrededor de su cintura. Pero el estrechamiento de manos fue firme y me miró a los ojos. Tuve una sensación extraña de déjà vu, incluso antes de que dijera nada.
—Soy Jesse. Tami nos envió.
—¿Tami?
—Tamika Hodges.
Lo miré fijamente, sintiendo como si alguien me hubiera dado una patada en la barriga. Él me devolvió la mirada fija, sus ojos negros eran desafiantes, esperando que lo ignorara, lo rechazara o lo lanzara a los lobos. Reconocí la mirada. Hacía una década, yo tenía más o menos su edad, y era justo tan intimidante, tan desafiante, y estaba muy segura de que ya no podía confiar en nadie. Había tenido razón en la mayoría de las cosas.
Hacía años, había decidido destruir a Tony; mi ambición había sido solo la de deshacerme de él. Acabé en Chicago, porque ahí fue donde el autobús que cogí se detuvo. Como alguien al que apenas se le había dejado salir del complejo de Tony en las afueras de Filadelfia, y eso solo con media docena de guardaespaldas, resultó que mi nueva libertad me asustaba. Tenía dinero, gracias a un amigo generoso, pero me asustaba quedarme en un lugar decente, porque seguro que me despertaría y me encontraría a un par de hombres de Tony amenazándome. Sin mencionar que para una chica de catorce años era un poco difícil reservar sola una habitación en un hotel. Habían sido muchos refugios.
Pronto descubrí que había unos cuantos problemas relacionados con la vida en los refugios. Aparte de los borrachos o los drogatas y las peleas con cuchillos, además había límites en el periodo de tu estancia. La variedad de largo plazo tenía un personal que podría informar a las autoridades que tenía a una adolescente alojada, así que tendía a moverme a las versiones de dos semanas. Era bastante tiempo para sentirme cómoda pero no el suficiente para que nadie llegara a conocerme.
Aunque la mayoría de este tipo de refugios guarda registros, y una vez que tu tiempo pasa, no te permiten volver en seis meses. El límite de tiempo era necesario para evitar que la gente tomara una residencia permanente, pero también aseguraba que yo pasara por todos esos refugios tan agradables en cuestión de meses. Finalmente acabé en uno que estaba abarrotado de gente, una tercera parte de nosotros estaba viviendo en un patio con el suelo sucio y una valla a su alrededor. Se le daba a todo el mundo un saco de dormir por la noche y se le decía que encontrara un lugar fuera. La multitud más grande y más tosca reclamaba el césped descuidado y las pequeñas parcelas suaves de tierra, dejando el patio duro de hormigón para los nuevos y los drogadictos, y a la señora vieja y loca que se pasaba la noche haciendo sonidos de pájaros.
Una mañana me había despertado con el tacto de un brazo frío al lado del mío que pertenecía a un chico joven que había muerto de sobredosis mientras dormía. Fue ese mismo día cuando apareció Tami en una de sus recogidas habituales buscando a niños que habían pasado por temas del mundo de la magia. Cuando una mujer afroamericana bonita con tiernos ojos marrones, y una voz que parecía mucho más grande que su pequeño cuerpo, me ofreció un lugar donde quedarme, no tuvo que insistir demasiado. Solo un par de minutos después de haberla conocido, ya estaba arrastrando mi mochila por la suciedad hasta su destartalado Chevrolet.
Por suerte, Tami había sido legal y me llevó a unirme a un grupo variado que se hacía llamar humorísticamente la Mafia Inadaptada. La primera vez que escuché el nombre hizo que mirara dos veces para cerciorarme, pero después de un momento parecía extrañamente adecuado. Me había ido de una mafia a otra, pero con una diferencia definitiva: la nueva intentaba mantener a la gente viva, mientras que la otra intentaba lo contrario.
Al final dejé el grupo y regresé hasta donde estaba Tony para intentar derrumbarlo y para cuando por fin tenía todos mis planes listos, ya habían pasado tres años. Y luego hubo todo aquel escándalo y el capo de la mafia perdido y el precio que ya existía sobre mi cabeza, que no debía confundirse con la nueva atractiva recompensa ofrecida por el Círculo. Entre una cosa y otra, habían pasado más de tres años antes de que regresara al edificio de oficinas abandonado al que nosotros habíamos llamado hogar. Todo lo que me encontré fue un espacio con eco, ventanas sucias y suelos cubiertos de polvo.
No sé por qué me extrañó tanto. La clandestinidad mágica cambia rápido en este mundo: tres años son más que tres décadas. De todas formas, me quedé en Chicago unos días, sintiéndome inquieta y extrañamente sujeta. No me había atrevido a ponerme en contacto con Tami después de haber vuelto por miedo a que Tony se hubiera enterado y hubiera pagado su venganza con ella por haberme ayudado. Pero subconscientemente siempre había asumido que volvería algún día y que nada habría cambiado. Y ahora que había pasado, no sabía qué hacer.
Al crecer en un lugar en donde cualquier signo de debilidad era rápidamente explotado, había aprendido a enterrar las emociones inconvenientes, pero no a liberarlas. Cuando incluso el más joven de los vampiros era más bueno que un detector de mentiras a la hora de percibir cambios fisiológicos: una pulsación ligeramente elevada, una décima de segundo aguantando la respiración, el pestañeo demasiado rápido de un ojo; o aprendías a tener dominio sobre ti mismo o no durabas mucho. En Chicago descubrí que una vida entera de práctica es dura de cambiar, incluso cuando ya no necesitas esas habilidades.
Deambulé sin rumbo fijo por algunos lugares favoritos, incluyendo la panadería donde ella había trabajado, pero nada parecía lo mismo y no reconocía a nadie. Después de unos días, me di cuenta que Chicago no había sido mi hogar: Tami lo fue y ella se había ido. Así que dejé algunas flores en la esquina del antiguo edificio, aún sabiendo que solo iba a alimentar a las ratas y seguí adelante.
—¿Cómo supisteis donde encontrarme? —le pregunté a Jesse.
—Jeannie lo sabía. Ella ve cosas a veces. Dijo que nos ayudarías.
—¿Jeannie es una clarividente?
—Sí; no es muy buena. No ve mucho y la mayoría de las cosas que ve son cosas estúpidas. Sólo tiene cinco años —dijo despectivamente—, pero Tami pensó que era una buena idea. Ella dijo que te buscáramos si le pasaba algo a ella. Después de que todo se viniera abajo, nos subimos al autobús.
—¿Después de que se viniera abajo el qué?
—Los magos vinieron. Se la llevaron. —Sus ojos negros se clavaron en los míos, anticipándome la respuesta a una pregunta que él aún no había hecho. También conocía esa mirada. Comprendía un par de cosas sobre la traición.
—Yo me ocuparé de vosotros —me escuché decir, y me pregunté si estaba loca. Hasta ahora, había sido una faena simplemente el cuidar de mí misma. Tami tenía que haber estado desesperada para enviármelos, cuando tenía el objetivo más grande de todos sobre mi espalda. Quería hacerles miles de preguntas, pero no había tiempo. Obtendría algunas respuestas, pero primero teníamos que escapar de nuestros perseguidores.
Volví a mirar por el lateral de las cortinas y vi que Casanova se había unido a los vampiros para derrotar a los magos. Llevaba un vestido que saltaba y crujía con llamas animadas, parte de la línea de ropa masculina, supuse. Le hacía resaltar su pelo oscuro y su tez color aceituna de una manera bonita, pero su expresión era la misma: los magos de la guerra no eran sus personas favoritas. Podía hacerles pasar un mal rato, pero no podía echarlos sin ningún motivo, y ellos estaban entre nosotros y las salidas.
Conté rápido cuántos éramos: ocho en total. Nueve, corregí, cuando un bebé que una niña estaba agarrando comenzó a gimotear demasiado fuerte. Demasiados para transportar.
Miré a Françoise.
—Podría utilizar una distracción.
—Ow beeg —preguntó con indiferencia.
—Beeg.
—D’accord.
Se fue al otro lado del escenario y comenzó a cantar algo en voz baja. En unos segundos, un banco de nubes oscuras comenzaron a soltar gotas que cayeron sobre la pasarela sin tener en cuenta el hecho de que estábamos en el interior. Tiraron las sillas y la gente se fue gateando; el murmullo de la parte de atrás se convirtió casi al instante en un rugido. Aparentemente las brujas conocían una mala señal cuando veían una.
De repente, los magos dejaron la cortesía a un lado, agitaron bruscamente sus identificaciones delante de las narices de Casanova, y salieron corriendo por el pasillo. Eso fue casi en el mismo instante en que algo viscoso y verde golpeó la pasarela. Ni siquiera tuve ocasión de identificarlo antes de que un montón de otras cosas lo siguieran, explotando de la masa negra de nubes que resonaba como palomitas. El bonito vestido de gasa que llevaba la modelo pasó de ser de un melocotón alegre a un verde oscuro tristón, un tono que casi hacía juego con la piel de la rana que se le había puesto sobre su hombro.
Ella chilló cuando una parte de la rana empezó a escurrirse hacia su pecho y comenzó a andar a trompicones por la pasarela, pero mientras su cuerpo se iba cubriendo rápidamente con pequeños cuerpos rotos, la mayoría aplastados y rajados, fue casi inevitable que ella resbalara y se cayera de culo. Después de todo, ese tipo de cosas siempre van de mal en peor.
Se lanzaban hechizos protectores hacia todos los lados, los que, cuando chocaron con los anfibios camicaces causaron fuegos artificiales carnosos en el aire. Las brujas que estaban en el medio de la sala, libremente salpicadas con tripas de rana, se molestaron aún más y atacaron a sus hermanas con desenfreno. Esto hizo que los magos redujeran el ritmo, pero aún podía verlos, nefastos y determinados, abriéndose camino con dificultad a través de las peleas hacia nosotros.
—¿Estáis todos? —le pregunté a Jesse.
Dijo algo, pero no pude oírlo por el ruido de las sillas del público que golpeaban violentamente a los magos maltrechos. Claro que también estaban golpeando un montón de otras cosas, que volaban de un lado a otro por el viento, por los hechizos y por el caos. Pero no noté que nadie desapareciera bajo una montaña de cara madera pintada. Parecía que los magos ya habían pisoteado el orgullo de demasiadas brujas.
—¿Qué?
—¡No! —me gritó Jesse al oído—. ¡Fuimos los únicos que escapamos!
—Vale. Vamos a escapar de nuevo.