4

Rafe me miró en silencio durante un momento, luego se aclaró la garganta.

—Podría haber una alternativa.

Esperé, pero él tan solo se quedó allí sentado, su mandíbula funcionaba, pero no salió ningún sonido.

—Te escucho.

—No te lo puedo decir —dijo finalmente, sonando derrotado. Aparentemente la orden de Mircea no había sido tan deficiente después de todo.

Miré a Billy, que suspiraba y se encogía de hombros. No le gustan las posesiones, pero le permiten andar de puntillas a través de los pensamientos de alguien, reuniendo información perdida de aquí y de allá. Y yo dudaba que Mircea le hubiera prohibido a Rafe pensar en lo que fuera que él no quisiera saber.

—Suelta tus protecciones —le dije— y mantén ese pensamiento.

Rafe parecía un poco nervioso, pero Billy se deslizó dentro de su piel unos segundos después; tenía que hacerlo cuando se lo pidiera. Miré a mi alrededor, preguntándome lo que dirían los turistas si supieran que en este momento un fantasma estaba poseyendo a un vampiro a unos pocos metros de ellos. Hacía que los espectáculos del escenario del Dante parecieran un poco flojillos comparado con este. Entonces Billy salió por el otro lado de Rafe como un histérico:

—No, demonios, no.

—¿Qué has visto?

—Nada. Nada en absoluto.

—Estás mintiendo. —No podía creerlo. Billy tiene un montón de defectos, pero él no miente. No a mí.

La expresión de su mandíbula y sus ojos color avellana parecían más implacables que nunca.

—Y si estoy mintiendo, ¡es por tu propio bien!

Según dice la tradición, existen cuatro razones principales por las que un fantasma se aparece a los mortales: para reprochar, advertir, recordar o aconsejar. Yo podía añadir unas cuantas más: molestar, bloquear o en el caso de Billy Joe, para mandarlos seriamente a la mierda.

—Yo juzgaré eso —le dije de manera enfadada.

—¿Y tus juicios han sido tan buenos hasta ahora?

—¿Disculpa?

—Cada vez que te involucras con los vampiros, pasa algo malo. —Billy levantó tres dedos translúcidos—. Tomas. «¡Oh Billy! Tan solo es un dulce niño callejero que necesita un hogar». Un dulce callejero que resultó ser un vampiro maestro disfrazado que te traicionó y ¡que casi te mata!

Bajó un dedo.

—Mircea. «¡Oh Billy! Lo conozco desde siempre, no tenemos por qué preocuparnos». Hasta que te puso ese maldito geis y te manipuló para que te convirtieras en pitia; eso es lo que pasa.

Bajó otro dedo, dejándome mirando fijamente un gesto grosero.

—¿Ves por qué estoy un poco preocupado?

—¡Pero de todas formas ya estoy involucrada en esto! —le recordé fuertemente.

—No te gustará.

—Ya no me gusta. ¡Dímelo! —El camarero me estaba mirando como si fuera algo gracioso. Probablemente se estaba preguntando por qué estaba chillando en el bar.

—Tu amigote ha estado haciendo algunas investigaciones —dijo Billy con una desgana obvia— y escuchó un rumor. Pero seguramente no sea más que eso. Las personas han estado especulando sobre el Códice durante siglos.

Rafe sacudió la cabeza, luego volvió a aclararse la garganta. El camarero empezó a alejarse poco a poco. Le envié una sonrisa, pero sus ojos decían claramente que pensaba que estábamos Chiflados. No me hubiera preocupado tanto sino pensara que tenía parte de razón.

—¡Billy!

Suspiró.

—Dicen que el Códice nunca se perdió, que los magos lo han tenido todo este tiempo, pero han hecho circular el rumor porque no querían que nadie más lo buscara.

—Maravilloso —dije malhumorada—. Justo lo que necesito es otra confrontación con el Círculo.

—Cass —dijo Billy, casi amablemente—, hay más de uno.

Me llevó un momento entender lo que quería decir; entonces mis ojos se deslizaron automáticamente hacia Rafe.

—¿El Negro lo tiene? —susurré con una voz baja violenta.

El Círculo Negro era un grupo de practicantes de magia negra, gente que no tenía escrúpulos con tal de obtener poder ni tampoco para lo que hicieran con él. Hacía poco se habían aliado con algunos vampiros pícaros contra el Círculo Plateado y el Senado vampiro: una guerra que amenazaba con tragarse por completo el mundo sobrenatural. Hasta ahora, la mayoría de las veces me las había apañado para mantenerme alejada y, la verdad, quería que siguiera siendo así.

Por lo menos Rafe tuvo la cortesía de parecer un poco avergonzado.

—Estoy intentando evitar tener más enemigos —le dije en alto

—Y si Mircea quiere asaltar una fortaleza oscura, tiene a personas que lo harán —señaló Billy. Segurísimo que no nos necesita.

Asentí con la cabeza de manera enfática. Por una vez, lo que Billy estaba diciendo tenía mucho sentido. Rafe parecía perdido, incapaz de escuchar a Billy cuando no estaba en su terreno, por decirlo de alguna manera.

—Mircea tiene una cuadra preparada… —comencé, hasta que Rafe me cortó con un gesto nervioso.

—Ninguno de ellos hará nada —dijo con voz ronca, como si estuviera medio atragantado. Fui al otro lado de la barra para cogerle un poco de agua.

—¿Por qué? ¿No quieren que él muera?

—¡No! —Miró a su alrededor inquietamente, pero lo que había sido casi un grito se había perdido en el sonido de la música y en el murmullo de la conversación. Se inclinó sobre la barra del bar y dejó salir su voz en un susurro, tan baja que prácticamente tuve que leerle los labios—. Podría haber unos cuantos a los que no les gustan sus puestos, quienes piensan que podrían hacerlo mejor en otro lugar, pero la mayoría de ellos son bastante sabios para ver que… —Se detuvo.

—¿Ver qué?

Rafe cogió el vaso que le había dado, pero no bebió. Lo posó y comenzó a restregar las dos manos por encima de la barra del bar con un movimiento inconsciente, angustiado.

—Si Tony no está y Mircea se muere, no habrá nadie que nos proteja. La familia estará destrozada, otros maestros nos cogerán a cada uno de nosotros para añadirnos a su base de poder. Y no nos conocerán, Cassie; no les importará. Para ellos seremos mercancía, nada más. Cosas para usar y tirar cuando no logremos complacerles.

Me maldije a mí misma mentalmente por no pensar que ese momento podía llegar. Estaba claro que la muerte de Mircea sería más que una tragedia personal: su puesto como patriarca familiar lo aseguraba. Y sería devastador para personas como Rafe.

Él nunca le había tenido mucho respeto a Tony, donde un dedo índice inmóvil significaba más que un genio artístico. Pero al menos, conocía las normas de la familia y dónde encajaba en la jerarquía. En una nueva familia habría una lucha constante por un puesto, quizá durante décadas. Y Rafe no era un guerrero. Podría no durar lo bastante como para hacerse con un nuevo sitio para él.

—Entonces, ¿por qué la familia no le va a ayudar? —le pregunté—. ¡Ellos corren el mismo peligro que él!

—¡Porque la Cónsul lo ha prohibido! —susurró Rafe—. ¡Sólo con estar aquí me arriesgo a desatar su ira!

Bueno, eso explicaba el nerviosismo.

—¿Y por qué haría ella eso? —La Cónsul era tan asustadiza que no podía esperar ganar la guerra sola. Últimamente, el Senado solo era tan fuerte como sus miembros y ya había perdido más de un cuarto de ellos por combatir o traicionar. Ella no se podía permitir perder también a Mircea.

—Ella dice que ya se está haciendo todo lo posible, y que solo empeoraremos las cosas si interferimos. Pero creo que hay mucho más que eso detrás. Tú eres la persona obvia a la que nosotros buscamos y ella no quiere que nosotros te ayudemos.

—¡Pero estoy intentando ayudar! —Hacerme con el geis me beneficiaría tanto como a Mircea, y si había algo que hubiera pensado que la Cónsul entendería, era de interés personal.

—Eso ya lo sé, Cassie, pero ella no. Ella cree que tú aún estás enfadada con él por pedir el geis y podría tratar de convertirse en venganza. Ella sabe que tú no tienes que ayudarlo, que una vez que él muera, el geis se romperá…

—¿De verdad ella cree que haría eso? ¿Mantenerme al margen y verlo morir?

Las manos de Rafe se agarraron a la parte de arriba de la barra del bar.

—No sé lo que podría pensar en circunstancias normales. Pero ¡éstas no son normales! Estamos en guerra y ella tiene miedo de perderlo. Y es más, ella tiene miedo de tu poder. El miedo no es una emoción que ella siente a menudo, y cuando lo hace… tiende a reaccionar de forma exagerada. A lo mejor, si hablaras con ella…

Le lancé una mirada, pero no se molestó en contestar. Tenía la sospecha de que el plan de la Cónsul para librar a Mircea del hechizo podría involucrar matar al que le había lanzado ese hechizo. Quien, gracias a la ya mencionada mierda de la línea del tiempo, era yo.

—Mircea no va a morir —dije, intentando convencerme a mí misma y convencer a Rafe—. Es un miembro del Senado, ¡no un recién nacido!

Rafe no contestó. En lugar de eso, tendió la mano y la abrió para dejarme ver una horquilla fina de platino. La reconocí inmediatamente. A diferencia de un montón de vampiros ancianos, Mircea no solía vestir con la ropa que utilizaba cuando era joven. Solo se la vi llevar una vez y había sido para hacer una declaración política. Él prefería el atuendo moderno y sencillo con la única señal exterior de su origen: la longitud de su pelo. Una vez me había dicho que en su época sólo los siervos y los esclavos llevaban el pelo corto y que él nunca había sido capaz de superar ese prejuicio. Pero incluso allí, él se ajustaba a las convenciones modernas y mantenía su pelo atado en la base de su cuello. Con esa horquilla.

Me quedé a un par de pasos de distancia, desesperada por no tener una visión. Sólo pensar en Mircea ya era bastante difícil: no podía arriesgarme a verlo. Pero esta vez, no tuve el cuidado suficiente. Una ola de imágenes chocó contra mí y me arrastró.

Pestañeé y mis ojos enfocaron una nueva escena, me zumbaban los oídos a causa del silencio repentino. Velas con una luz tenue proyectaban un charco de luz dorada pálida alrededor de una cama grande, elevada a unos pocos pies del resto de la habitación. Me dio la sensación de estar en un ambiente cómodo: madera oscura, alfombras suaves y un montón de antigüedades pesadas, pero no podía centrarme en ellas. Toda mi atención se la había llevado el cuerpo que yacía sobre las sábanas arrugadas, piel blanca como la porcelana al lado del tejido del color chocolate. Las sombras azules oscuras suavizaban las líneas fuertes y limpias, cubriéndolas con una belleza sutil completamente distinta a la electricidad. Observando cómo las llamas de tono naranja dorado corrían por los músculos de Mircea, por fin comprendí el encanto de las luces de las velas.

Se había desabrochado la camisa, pero aún la tenía puesta; eso era todo lo que llevaba puesto. La tela blanca y delgada que le cubría apenas se veía, translúcida por el sudor que la empapaba. Una rápida sucesión de imágenes desfiló ante mí; ninguna de ellas estabilizaba mis emociones: pezones tensados al máximo, los músculos del estómago temblando, las caderas perfectas y tensas, ojos ámbar líquido.

Su cuerpo, ya tenso a causa del dolor, de repente se estremeció y se giró violentamente. Su espalda estaba arqueada con el pecho hacia afuera; sus músculos flexionados de tal forma que parecía que su espina dorsal iba a romperse. Sus dedos abiertos sobre las sábanas húmedas sin poder hacer nada, sus muslos temblaban como si acabara de correr una maratón. Su cabeza contra el colchón, los dientes apretados, los tendones de su cuello marcados de forma austera. Lo miré fijamente con un dolor que me oprimía el corazón y que me hacía querer cogerle y agarrarme a él, como si eso, de algún modo, le mantuviera a salvo. En lugar de condenarnos a los dos.

Por fin sus miembros se destensaron y se tumbó sobre su espalda. Aún respiraba con dificultad; los temblores siguieron durante largos minutos. Unos pocos mechones de pelo oscuro brillante estaban pegados a su garganta. Eran de un color distinto al de sus ojos y las venas azules pálidas eran visibles justo debajo de su piel; este era su único color.

Su cara no tenía por una vez la máscara agradable que solía llevar y parecía que estaba hambriento, casi como una fiera. Tenía los ojos abiertos de par en par, enfocados intensamente en el techo y estaba murmurando algo con una voz ronca y poco clara. Luego, se detuvo, apretando los puños contra las sábanas húmedas que tenía debajo. Había un olor a sangre en sus labios de cuando se los había mordido en el ataque. Se lamió la sangre mientras su mirada repentina se movía rápidamente por la habitación. Aunque en realidad yo no estaba allí, aunque seguramente él no me podía ver, de repente unos ojos febriles y encendidos con fuego me lanzaron una mirada.

—Cassie. —Mi nombre era mitad caricia, mitad gruñido.

Me vi en lo alto de los escalones, como si su voz me hubiera llamado. No sentía pánico, las visiones no es que sean exactamente poco corrientes para mí, pero esta en particular me comunicaba algo más que simples imágenes. Podía sentirlo todo: la madera pulida de los pilares de la cama, aromatizada con cera de abeja; las cortinas de terciopelo marrón y pesadas, atadas con una cuerda suave de satén y el contorno sedoso que las ribeteaba deslizándose suavemente sobre mis nudillos. Nunca me había pasado eso en una visión.

Lentamente caí en la cuenta de que me podía haber transportado accidentalmente aunque eso parecía imposible. Desde que me había convertido en pitia, había tenido mi poder bajo control y no al revés. Yo decidía adónde iba y cuándo. Empecé a echarme hacia atrás cuando una mano que temblaba se levantó y se deslizó por mi muslo, febrilmente caliente sobre mi piel. Estaba claro, podía haberme equivocado.

El pelo de Mircea colgaba lacio, sin vida y enredado y sus mejillas sobresalían claramente debajo de la piel amoratada. A pesar de la solidez de su cuerpo, parecía agotado. Pero los ojos eran los mismos: abrasadores, brillantes y peligrosos. La intensidad que tenían hizo que me decidiera a que, después de todo, quizá debiera dejarme llevar por el pánico, sobre todo cuando se me comenzó a erizar la piel, y no era de miedo.

Sin avisarme, mis piernas se aflojaron y me caí en una depresión ya caliente de su cuerpo, su perfume se aferraba a todas las cosas como una neblina adulterada. Su almizcle era casi un sabor que me rodeaba con algo oscuro, dulce y salvaje. Me desconcertó, mi cerebro intentaba catalogar demasiado a la vez: las sábanas, la ropa de cama tradicional, limpia y almidonada tan finamente hecha que podía haber sido de seda; las motas de polvo brillaban con la luz de las velas como si fueran polvo dorado; unas cuantas gotas de sudor del pelo de Mircea cayeron sobre mi mejilla como si fueran lágrimas; y el peso de su cuerpo sobre el mío, su presión entre mis piernas, firme, y la sangre caliente.

Tomó mi boca con fuerza, los dientes y los labios casi de manera feroz. Me mordió el labio inferior hasta que me escoció, luego le pasó la lengua a las marcas con movimientos rápidos que me aliviaban solo un poco y lo dejaba incluso más sensible para el siguiente mordisco. Refunfuñó, las palabras no tenían sentido, pero el pensamiento era claro como el cristal: «Eres mía».

Justo cuando decidí que no había nada en el mundo excepto esa boca hábil, comenzó a darle forma a mi cuerpo con sus manos, deslizándose por mis caderas y estómago, hasta mi pecho y hombros, luego hacia mi garganta y de vuelta hacia abajo. El PVC conducía el calor casi tan bien como la piel desnuda; cada roce quemaba, cada movimiento posesivo de sus manos decían «eres mía» sin necesidad de que pronunciara las palabras.

Había estado viviendo con el hambre provocada por el geis y ya casi me había acostumbrado, casi había olvidado la satisfacción que se sentía, hasta que el calor de su roce me lo recordó. Sus dedos apretaban con una fuerza que magullaba, pero apenas lo notaba. Un beso lento y cariñoso siguió a otro mordisco provocador. Mis ojos permanecían cerrados, soñando, mientras me marcaba con sus labios y dientes y un deslizamiento de manos adictivo.

Sus sentimientos resonaban a través del vínculo, tan fuerte como si él hubiera hablado, y podía sentir su dureza sobre mí. Dolía que aún estuviéramos separados, aún éramos cuerpos separados cuando el geis quería que los dos fuéramos uno. Era un dolor profundo y vacío, como el hambre que va más allá de la inanición, donde la necesidad es una punzada que se convierte en una nada larga y corroyente. Nunca había conocido un hambre semejante con la comida, pero aun así lo reconocía. El hambre puede tener muchas formas.

Me había pasado toda mi vida de adulta volviendo a empezar. Había estado constantemente huyendo de cualquiera, de Tony, del Senado o del Círculo; nunca me quedaba mucho tiempo en el mismo sitio, no quería conocer a nadie porque sabía que muy pronto volvería a marcharme y los dejaría atrás. Había aprendido a no querer las cosas, a intentar no esperar nada porque si me acostumbraba estando allí, sería mucho más duro cuando tuviera que dejarlas. Había mirado a una persona tras otra con ojos paranoicos, manteniéndolos a todos (amigos potenciales, enemigos, amantes) a una distancia de seguridad dolorosa. Y todo ese tiempo, el hambre crecía por alguien que se quedara, alguien permanente, alguien que fuera mío.

Y ahora el geis estaba susurrando, de manera tan seductiva que podía tenerlo todo: a Mircea, una familia, un mundo entero que yo entendía y que me entendía a mí. Podría ser humana, pero no creía que fuera como ellos. No me había dado cuenta de lo mucho que lo había hecho hasta estas últimas semanas, cuando me había perdido en un mar de magia humana que no tenía sentido, en razonamientos humanos que no podía seguir y en peleas humanas que podrían acabar destruyéndome. Sentía un deseo repentino e intenso por piel fría, voces silenciosas y ojos antiguos. Por un hogar.

Sólo que ya no tenía ninguna de esas cosas. Tan solo era yo, pensé amargamente, acariciando las líneas angulosas de sus mejillas con mis pulgares. El único sitio en que realmente me sentía como en casa era el último sitio al que iría nunca.

Mis manos se enterraron en su pelo, incluso mientras mi cerebro intentaba tratar esto como todas las cosas que siempre quise y que nunca me habían permitido tener. Pero la división y el compromiso de mis sentimientos no estaban funcionando. Nada de mí quería escuchar un «más tarde» o «espera» o «demasiado peligroso»; no con ese pelo oscuro corriendo por mis dedos, envuelto como una restricción de seda alrededor de mi muñeca, justo tan suave como parecía, y bonito, increíblemente bonito.

Exploré su cuerpo mientras el hambre y un profundo deseo de posesión se debatían con la precaución de toda una vida. Me moría por tener esto. Mis manos temblaron cuando pasaron por la curva de sus piernas hasta el hueco de sus rodillas, la cima de sus muslos. No era bastante y era demasiado. Necesitaba salir ya de allí, pero nunca había deseado quedarme tanto en toda mi vida.

Cogí su camisa, se la aparté hasta los brazos. Sus hombros eran lo bastante anchos como para que me tuviera que estirar para desnudarlos, los músculos se anudaban con tensión cuando mis manos se deslizaban sobre ellos; el sudor resbalaba en las palmas de mis manos. Yo podría tener esto. Debatí conmigo misma, solo por un minuto, unos pocos segundos robados antes de que hiciera lo correcto y saliera de allí.

Le acaricié los bíceps hasta las duras alas que formaban sus clavículas y la fuerte columna de su cuello. El cuerpo de Mircea eran líneas largas, relucientes; los ángulos estaban suavizados por puro músculo, el cuerpo clásico de un corredor, nadador, un esgrimista. Llegué a su mejilla y seguí la línea de su mandíbula, donde un músculo temblaba sin poder hacer nada, hasta llegar a los labios que se abrieron con el roce de mis dedos.

Su lengua pasó entre mis dedos de la misma manera que su voz había hecho temblar toda mi piel cuando examinaba la curva de ese labio inferior. Nuestros ojos se encontraron, y sentí que podía caer en esa mirada ámbar durante semanas si yo misma lo permitiera. Esperé a que él me besara, pero en lugar de eso, sus labios encontraron mi cuello, tocándolo suavemente con su boca, su lengua se deslizó al hueso antes de volver a subir a explorar la piel vulnerable de mi garganta.

Los dientes me rozaron, una sensación pequeña precisamente en el lugar preciso donde un vampiro te mordería, pero no tenía miedo. Despegada, suelta, flotando en la ingravidez, pero no asustada. Se retrajo lentamente, su lengua se deslizaba lentamente y de manera posesiva justo sobre mi pulso, y una vez más sentí sus dientes. No eran las cuchillas desafiladas de un humano, sino que era algo afilado que me recordaba con quién estaba en la cama. Pero aun así, seguía sin estar asustada. Porque Mircea nunca me mordería.

Solamente había agarrado la carne por encima de la yugular, lo bastante fuerte para que yo pudiera sentirlo, y no la soltaba. Era una sensación ligera, sin dolor, pero mi pulso estaba latiendo fuerte contra la presión de sus labios y sentía un dolor claustrofóbico cuando tragaba saliva.

—Mircea —comencé, y sentí los colmillos entrando en mi piel.

Durante un momento de terror, mi corazón daba trompicones en mi pecho, dividido entre abrirse camino a través de mi tórax y detenerse, todo al mismo tiempo. Pero no podía concentrarme en lo que su error controlado podría significar porque inmediatamente al dolor le siguió un oleaje ingrávido de mera necesidad. Estaba haciendo rozar nuestras caderas una contra otra mientras clavaba sus dientes más adentro, la agonía brillante rota por flases estroboscópicos de intenso placer; todo sangraba en una ola surrealista de sensación que crecía y caía con cada movimiento sinuoso de su cuerpo.

Comencé a hacer esos sonidos, gimoteos altos y ahogados y pequeños jadeos débiles, que no sonaban para nada a mí. Arqueé la espalda cuando Mircea comenzó a alimentarse, la sensación se ondulaba a través de mí con un chisporroteo casi audible. Parecía liberar alguna parte de mí que había estado estirada muy fuerte durante mucho tiempo, como una banda elástica que se estira hasta el límite. Finalmente se rompió con un chasquido que sentí en el hueso como si una articulación dislocada de repente se hubiera vuelto a poner en su sitio. La total rectitud de la articulación me dejó sin aliento, murmurando por mis venas, diciéndome que yo pertenecía aquí, justo aquí, sólo aquí. Jadeé con asombro, la tensión indescriptible fluía hacia afuera mientras me relajaba en el abrazo de Mircea.

Podía sentir mi sangre entrando en él, caliente y viva, con el pulso acelerado. Intenté apartarlo, pero, en lugar de eso, mis manos se encontraron con sus hombros y lo acerqué hacia mí un poquito más. Mircea me inmovilizó con una mano en el pelo y la otra detrás de mis caderas, uniéndonos.

Y después yo estaba sentada en la orilla de la playa, el agua verde azulada rozaba mis pies medio enterrados en la arena.

Miré a mi alrededor frenéticamente, desorientada, esperando que alguien me atacara desde algún sitio. Me di la vuelta y me aferré a la arena, intentando ser un objetivo más pequeño, y por un momento el sol cegó mis ojos. Me quedé inmóvil, segura de que alguien usaría esa ventaja para acercarse sigilosamente, pero no pasó nada. Pestañeé un par de segundos hasta que pude obtener una vista clara, pero todo lo que veía era sol, cielo y arena y, en la cima de una colina rocosa, un pequeño templo cayéndose a trozos.

Seguía sin pasar nada. Después de un momento, mi corazón dejó de latir como si se me fuera a salir del pecho y volvió a la normalidad. Me quedé allí tumbada y observé una bandada de pequeños pájaros marrones entrando y saliendo del tejado del templo, donde parecía que había un nido. Aparte de las olas que me rozaban los tobillos, eran las únicas cosas que se movían en toda la playa.

Finalmente, cuando nada me atacó, me incorporé y me puse de rodillas. Mi mente, ya con menos adrenalina, pudo volver a pensar, así que supe quién era el que tenía que volver a ver. El ser que una vez había sido dueño de mi poder se me había aparecido antes en una situación similar. Parecía que encontraba divertido visitarme en los momentos más incómodos posibles.

Uno de los pequeños pájaros marrones iba dando saltitos por la arena, su pie hacía hendiduras borrosas que el agua volvía a llenar rápidamente. Corría hacia la arena mojada cuando las olas se retiraban, buscando cualquier trocito comestible que se pudiera haber dejado atrás, luego las perseguía cuando se iban hacia el mar. Al final se cansó del juego y saltó sobre mí, buscando que le diera algo. Parpadeé y cuando volví a mirar, un rubio guapo con una túnica demasiado corta descansaba sobre la arena a mi lado. Por un segundo pensé que había aplastado al pequeño pájaro, pero luego me di cuenta de la verdad.

—Todo soy yo, Herófila —me dijo, gesticulando—. Las olas, la arena y, por supuesto, el sol, aunque es más fácil conversar de esta manera.

—¡Me llamo Cassandra! —le dije bruscamente.

Me había dado el nombre de la segunda pitia de Delfos, su santuario antiguo, cuando nos conocimos por primera vez. Se suponía que era algún tipo de título de reinado, pero no me sentía cómoda usándolo cuando no sabía cómo hacer el trabajo que representaba. Sin mencionar que el nombre era horrible.

—¿Dónde has estado? —le pregunté—. Prometiste que me formarías. ¡Eso no se traduce en dejarme colgada durante una semana! ¿Sabes lo cerca que he estado de estropearlo todo?

—Sí. Por eso fue por lo que te saqué de allí. —Levantó la mirada, mientras jugaba con un trozo de alga marina. A diferencia de la última vez que lo había visto, no parecía que estuviera cubierto con polvo dorado. Pero aún no podía verle la cara, la cual era simplemente un óvalo de luz. Era más extraño que majestuoso; era como hablar con una lámpara muy grande—. No puedes seguir así. Tenemos que hacer algo con el geis: es una distracción.

—¿Una distracción? —Podía pensar en un montón de maneras de describirlo y seguramente esa no estaría en la lista—. Mircea se está muriendo y ¡seguramente yo sea la próxima!

—No si recuperas el Códice. La respuesta que estás buscando está allí.

—¡Eso ya lo sé! Lo que no sé es dónde está o cómo encontrarlo. Cada líder que hemos tenido nos ha conducido a un final mortal, ¡casi literalmente con el último! ¿O es que no estabas prestando atención ayer?

Acabó de trenzar el alga marina y la ató alrededor de mi muñeca, estilo brazalete.

—Si fuera fácil, entonces no sería una prueba.

—No necesito más pruebas, ¡necesito ayuda!

—Ya tienes la ayuda que necesitas.

—Entonces supongo que la he tenido que dejar pasar sin darme cuenta.

—Encontrarás lo que necesitas cuando lo necesites. Quizá sea tu gran don, Herófila. Atraer a la gente.

—Vale, sólo que parece que todos quieren verme muerta.

Se rió, como si mi inminente fallecimiento fuera la cosa más graciosa que había escuchado en todo el día.

—Te prometí que te formaría. Muy bien, aquí tienes tu primera tarea. Encuentra el Códice y disipa el geis antes de que cause más complicaciones.

—¿Y si no puedo?

—Tengo fe en ti.

—Eres el único.

—Lo conseguirás, estoy seguro. Y si no —se encogió de hombros—, entonces no te mereces tu puesto.

Y luego volví: pegada a unos hombros desnudos y fuertes, los dedos se deslizaban sobre la piel resbaladiza por el sudor. Incluso para alguien acostumbrado a la manera brusca en que las visiones van y vienen, era un poco chocante, especialmente porque Mircea seguía alimentándose y seguía siendo asombroso.

Nunca me había sentido así de conectada, sujeta, tan cerca de nadie y quería que siguiera así para siempre. Después de un momento me di cuenta de que solamente eso era lo que parecía que estaba pasando. Y aunque mi corazón estaba rugiendo en mis oídos, motitas estaban nadando enfrente de mis ojos y mi respiración iba acompañada de gritos ahogados, él no se detenía.

—Para, Mircea —le dije tan claro como pude, teniendo en cuenta los colmillos en mi garganta. No hizo nada, aparte de apretarme la cadera, caliente por la fiebre, incluso por encima del pantalón—. ¡Mircea! A no ser que planees matarme, ¡para!

Empujé lo más fuerte que pude, sin importarme en ese momento si el movimiento me rompía el cuello, solo quería que se quitara de encima. Mis manos estaban en un ángulo incómodo sobre sus hombros y mi fuerza no podía hacer nada contra la suya, pero pareció que algo de lo que había hecho había funcionado. Se detuvo.

Pude sentir una sensación de duda en él, la necesidad se enfrentaba con la razón y durante un momento, realmente no sabía quién ganaría. Luego, lentamente, como si se estuviera moviendo debajo del agua, se echó hacia atrás sacando sus dientes de mi cuello.

—Cassie… —Parecía aturdido, su voz era ronca y se entrecortaba un poco al final—. Pensaba que eras un sueño.

Me quedé mirándolo fijamente, mareada.

—Creo que quizá sea así.

Me miró, tragando saliva duramente, el brillo febril de sus ojos era incluso más intenso, como el de un adicto que se acaba de tomar una dosis.

—Entonces mis sueños están mejorando.

Lo besé, un rápido enredo de lenguas, calor y suavidad.

—Estamos buscando una solución.

—Lo sé. —Se detuvo y miró alrededor de la habitación, como si estuviera esperando ver algo o a alguien. Cuando no vio nada, se echó para atrás, se estremeció y tembló mientras se alejaba.

—¿Lo sabes? ¿Cómo? —La única respuesta que obtuve fue el agarrotamiento de sus músculos debajo de mis manos.

Cerró los ojos, para no poder verme.

—Tienes que irte, Cassie.

Era un buen consejo, pero no tenía sentido que Mircea fuera la persona que me lo diera. Yo sabía por qué estaba haciendo todo lo que podía para evitar completar el geis, pero él no tenía ningún motivo para hacerlo. Le sacaría de su suplicio actual y conseguiría una valiosa sirvienta. No había inconveniente.

—¿No quieres completar el geis? —le pregunté lentamente, segura de que se me estaba pasando algo.

—No. —Apretó los puños en las sábanas, lo bastante fuerte como para que los nudillos se le pusieran blancos—. ¡Quiero que te vayas!

—No entiendo. —Le toqué el hombro, sin pensar, mi propia mente aún seguía confusa por el hechizo y él se estremeció como si le hubiera pegado una bofetada. Se alejó de mí; se fue al otro lado de la cama y se quedó allí sentado frente a la pared.

—¡Vete, Cassie! Por favor.

—Vale, está bien.

Definitivamente estaba pasando algo extraño, pero no tenía tiempo para pensar qué era. Hubo un estallido, como un disparo y yo salté, luego me di cuenta que nadie estaba disparándome. La mano que Mircea había puesto alrededor del enorme pilar de la cama lo había partido en dos como si fuera una rama.

Cuando mi corazón volvió a latir, estaba volando, la oscuridad se tragó la habitación detrás de mí. Parpadeé con fuerza, intentando aclarar mi visión, y cuando volví a mirar, estaba de vuelta en el bar. El camarero se sobresaltó de repente al verme allí y salió volando hacia la sala de atrás.

Lo miré fijamente sin expresión en la cara, luego me pude ver en el espejo que había detrás de las botellas de licores. Reflejaba los ojos abiertos de par en par, mejillas coloradas y una boca hinchada por los besos. Me puse la mano en el cuello y cuando la miré, estaba roja. Observé fijamente la sangre en la palma de la mano e intenté decir algo. Pero no pude.

Rafe me dio una servilleta y yo la presioné sobre en mi garganta; el beso de Mircea aún vibraba en mis labios. Ya, la falta de su tacto era un dolor intenso detrás de las costillas, como si él hubiera dejado sus huellas marcadas en algo más profundo que mi piel.

—¿Ahora lo entiendes? —preguntó Rafe suavemente.

Asentí con la cabeza lentamente. Eso no había sido una visión. Me había transportado inconscientemente, directa al lado de Mircea, y si yo había perdido tanto el control, ¿cuánto peor había sido para él? Me di cuenta de que el geis no lo mataría: lo volvería loco. Y para detener un hambre así, más tarde o más temprano una persona pagaría cualquier precio.

Aunque tuviera que ser su propia vida.