3

Pritkin y yo habíamos aterrizado en el club Dante, una combinación de casa embrujada y casino al estilo de Las Vegas. Pritkin se había referido a ese sitio como nuestra base de operaciones, así que yo hice que nos transportáramos a nuestra guarida. Y, como todos los escondites, estaba bastante alto. No sólo porque era una propiedad bien protegida y dirigida por vampiros, sino también porque hacía poco habíamos ayudado a destrozar gran parte de ella, y nos parecía poco probable que muchos de nuestros enemigos pensaran en ir a buscamos allí. Al menos, ese era el plan.

A la tarde siguiente estaba sentada en el Purgatorio, el bar del vestíbulo, intentando arrancarle la cabellera a una cabeza reducida, cuando entró un vampiro. Estaba envuelto en una capa y capucha oscuras que en cualquier otro sitio hubieran parecido teatrales, pero el picor en la parte inferior de mi espalda me revelaba lo que era. Parecía que el plan era básicamente una mierda.

Lo miré por el rabillo del ojo mientras terminaba de diseccionar la cabeza. Por fin pude despegar la mata de pelo negro enredado más o menos intacta. Posé la pieza de plástico moldeado con la que había estado trabajando y recogí la cabeza real que estaba posada en una bandeja que había a mi lado boca abajo. Uno de sus ojos arrugados y arqueado me deslumbró con su enfado.

—No me creo que haya llegado a esto —se quejó—. Ahora alguien me matará.

—Eso ya lo han hecho antes.

—¡Qué mala idea tienes, rubia!

Puse la larga cola de caballo sobre su piel arrugada y la ajusté. Se rumoreaba que la cabeza había pertenecido a un jugador que no cumplió con la persona equivocada y, desde entonces, solía obedecer órdenes en el bar de los zombis en la parte de arriba. En este momento no tenía trabajo, cortesía de un incendio que había estado fuera de control durante casi una hora. De algún modo, la cabeza había sobrevivido, pero su pelo no.

Me sentía un poco responsable (los magos de la guerra del Círculo le habían prendido fuego en un intento de quemarme viva), por lo que había intentado reponer sus mechones chamuscados con algunos que había tomado de una de las imitaciones que se vendían como suvenir en la tienda de regalos. Dante no es conocido por la buena calidad de su mercancía, así que me había pasado una hora revisando como unas cien cabezas, intentando encontrar una buena que le pegara. Parecía que nadie agradecía mi ayuda.

—¡No puedo ir por ahí con esta pinta! —dijo amargamente mientras yo alcanzaba el pegamento—. Aquí soy la atracción principal. ¡Soy la estrella!

—O esto ole arranco el pelo a una Barbie —le amenacé—. No hacen pelucas de tu tamaño.

—Cariño, no hacen nada de mi tamaño; y esto no ha sido nunca un impedimento.

—Prefiero no saber lo que eso significa —le dije sinceramente.

Ahora el vampiro estaba echándole un vistazo a las mesas llenas de gente. A lo mejor estaba aquí para tomar algo o para echar una partida rápida de dados, pero lo dudaba. Hacía poco había rechazado una oferta de empleo del Senado vampiro, algo que por lo normal no se considera bueno. La sorpresa no era el que hubieran enviado a alguien para reformular su oferta en términos más enfáticos, sino que habían tardado muy poco tiempo en hacerlo.

Vi cómo una camarera de aspecto hostil, vestida con unas cuantas correas negras y botas de tacón hasta el muslo se adelantaba para saludar a la recién llegada. Caminaba como si le dolieran los empeines y seguramente eso era lo que le pasaba. «El estilo del Purgatorio marca nuestro territorio»; se había elegido así para que los nombres rimaran, pero no estaba hecho para turnos de ocho horas de pie. Podría atestiguarlo personalmente, ya que había pasado literalmente varios días en sus zapatos.

La idea era esconderse de todos. Al menos eso era lo que Casanova, el director del casino, había afirmado. Yo sospechaba que lo que él quería era tan solo ayuda gratis.

El maestro de Casanova era Antonio, un jefe criminal de Filadelfia conocido como Tony, aunque estos días tenía mala fama por llevarle la contraria a su propio maestro, que resultaba ser Mircea.

Entre otras cosas, Tony había intentado matarme, cosa que hubiera interferido seriamente en los planes de Mircea. Mircea no era del tipo de los que perdonan, así que había confiscado todo lo que Tony poseía, incluido el casino y a su director. Antes de estar apartado por el geis, él le había ordenado a Casanova que me ayudara, pero no le había dado datos específicos. Como resultado, la ayuda de Casanova se había convertido en un montón de trabajos de sustitución por los que yo aún esperaba un cheque de cobro.

Pero hasta que Pritkin nos encontrara un líder real y auténtico, no tenía mucho más que hacer; excepto mirar el reloj fijamente y de manera obsesiva, preguntándome cuántos segundos de libertad me quedaban. El estar ocupada me ayudaba con eso. Un poco. Y Casanova tenía razón en cuanto a la vestimenta. El conjunto de pantalones cortos de PVC brillantes y bustier no escondía mucho, pero con maquillaje en los ojos y una peluca larga negra, apenas ni yo misma reconocía mi pelo rubio y mis ojos azules. Jugueteaba con la cabeza e intentaba parecer despreocupada, esperando que el disfraz diese resultado.

El hombre que estaba sentado a mi lado comenzó a protestar:

—¿Un aplastapulgares? —Tiró la lista de bebidas en la barra—. ¿Qué demonios es esto?

—No estás en el Infierno —le corrigió el camarero—, y ningún alma come ni bebe en el Purgatorio.

—¿Entonces, qué es lo que hacen? —preguntó el tipo sarcásticamente.

—Sufren. —Pensé que el atuendo de mazmorra del camarero, que consistía en un pecho desnudo, capucha de verdugo y puños de tachones, ya debía de haber dejado eso claro. Si no, el par de docenas de aparatos de tortura que servían de decoración de pared podrían haberle dado una pista al tipo.

—Estoy sufriendo… ¡de sed! —insistió el turista.

—Un aplastapulgares es un destornillador —le expliqué amablemente.

—Oye, gracias Elvira. Entonces, ¿qué voy a hacer? ¿Adivinar un acertijo antes de poder pedir una bebida?

—No es tan difícil —le dijo el camarero pacientemente, poniendo un cóctel en llamas enfrente de otro huésped.

—Un linchamiento es una limonada de Lynchburg, una doncella de hierro es uno pasado de moda…

—¡Lo único que quiero es un bloody mary! ¿Tienes uno de esos?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Bloody mary.

El vampiro se había detenido detrás de mí.

—No funcionará —le dije. No iba a cambiar de opinión de ninguna de las maneras. En general no se puede confiar en los vampiros, pero el Senado hace que la media de los vampiros parezca un dechado de virtudes.

—Eso es lo que he estado intentando decirte —escupió la cabeza—. ¡Esto es un escándalo!

Puse la cosa desagradecida de vuelta en su bandeja y me giré para enfrentarme a mi visita indeseada.

—¿Para qué te tomas la molestia de disfrazarte? Como si no fuera a saber lo que eres en realidad.

—No es por ti —dijo el vampiro, echándose para atrás la capucha.

Un par de ojos marrones cálidos e intensos se encontraron con los míos, el color era tan suave y familiar como el ante muy gastado. Lo único nuevo era su expresión agonizante. Le pregunté, conmocionada:

—¿Rafe?

Se derrumbó contra la barra del bar, sujetándose el estómago como si le hubieran dado un puñetazo. Me bajé del taburete en el que estaba sentada y le ayudé a sentarse en el suyo mientras sentía cómo temblaba a pesar de la capa de lana gruesa y enmarañada que llevaba fuertemente apretada. Las casas en la parte de afuera brillaban en el calor de finales de junio, aunque estaba abrigado como si fuera a haber una ventisca. Lo conocía de toda la vida y nunca le había visto con ese aspecto tan malo.

Nos habíamos conocido en la corte del vampiro que le transformó, el susodicho Tony, que le había ordenado pintar mi habitación cuando era una niña. Dudo que Tony lo hubiera hecho para complacer a su huésped clarividente. Tan solo encajaba con su retorcido sentido del humor para darle al mejor artista del Renacimiento los trabajos con la más mínima importancia que él pudiera encontrar. Pero la verdad es que Raphael había disfrutado haciéndolo, y en los meses que le llevó llenar mi techo de ángeles, estrellas y nubes, nos habíamos hecho muy buenos amigos. Él había sido una de las pocas cosas que me había hecho soportable el crecer en la casa de Tony.

Los labios de Rafe estaban fríos cuando me besó brevemente, y sus manos estaban como el hielo. Le calenté las suyas con las mías con la preocupación corroyéndome por dentro. Se suponía que no podía estar frío. Los vampiros están tan calientes como los humanos a menos que estén famélicos, pero eso no podía ser. Como todos los maestros, Rafe podía alimentarse de moléculas de sangre dibujadas a distancia. Si le apeteciera, podría extraer la sangre de medio bar sin que nadie se diera cuenta hasta que los cuerpos comenzaran a golpear el suelo.

—Estoy bien, Cassie. —Rafe apretó mis manos e inmediatamente me sentí más centrada. Siempre tenía ese efecto sobre mí, quizá porque él me había consolado muchas veces cuando era una niña y yo había crecido creyendo que si él decía que algo estaba bien, tenía que ser cierto; y las viejas costumbres nunca mueren.

—Entonces, ¿qué pasa? Algo no va bien. —Tragó saliva, pero en lugar de responder, tan solo me miró suplicando, su cara bailaba con las sombras de los neones de las llamas del vaso que rodeaban el bar. La corta calma que había sentido huyó rápidamente y se fue por las ventanas.

—¡Rafe! ¡Me estás asustando!

—No era mi intención, mia stella. —Su voz, normalmente la de un tenor con un poco de acento, era ronca. Tragó saliva, pero cuando quiso volver a hablar otra vez, se ahogó. Me soltó las manos para agarrarse la garganta; su cara se desfiguró con un rictus y yo eché un paso atrás, chocando con la fría columna de neblina que era Billy Joe.

Algunas personas tienen guías espirituales, tipos serenos que les dan su ayuda desde el más allá. Yo tengo un sabihondo y antiguo tahúr que se pasa más tiempo amañando las partidas del casino del que pasa aconsejándome. Claro que, considerando que su existencia mortal acabó de un cabezazo en Misisipi, por gentileza de un par de vaqueros a los que les había estado haciendo trampas, eso no podría estar tan mal.

—Está resistiéndose a cumplir una orden —dijo Billy sin necesidad.

Le envié una mirada impaciente. El lugar de Billy como el segmento deficiente de nuestra asociación a menudo significa que él sabe más acerca del mundo sobrenatural que yo, pero de los dos, yo soy la que sabe más de vampiros. El haber crecido al lado de Tony ya se había encargado de eso.

Incluso los vampiros que se hacen maestros aún están unidos al control de su propio maestro; a menos que alcancen el estado de primer nivel, y eso, por regla general, no lo consigue la mayoría. Pero los vampiros más mayores tienen más flexibilidad para interpretar ordenes que uno que acaba de nacer. Mucho más si son listos y están dispuestos a correr el riesgo de ser castigados. Y Rafe ya había hecho antes concesiones por mí, informando a Mircea del plan de Tony para matarme, incluso aunque había sido un gran riesgo para él mismo. Si no me hubiera ayudado, yo nunca hubiera vivido lo bastante como para convertirme en pitia.

—Tony no está por aquí para dar ninguna orden —dije lentamente y algo de la horrible tensión abandonó la cara de Rafe. La perdición de nuestras existencias estaba literalmente fuera de este mundo, escondida en algún sitio en el Reino de la Fantasía—. No podría haberte prohibido que me vieras, a no ser que fuera una orden antigua.

Durante un largo momento Rafe permaneció quieto de una manera muy poco natural, las luces parpadeantes del bar eran los únicos movimientos que se veían en su cara. Luego, lentamente, casi de manera imperceptible, movió la cabeza de un lado a otro. Me quedé mirando a Billy Joe, que se había echado para atrás unos cuantos pies. Las llamas se filtraban inquietantemente a través de él, doradas y rojas y con un ocre translúcido. Levantó su sombrero con un frágil dedo.

—Bueno, esto se va reduciendo.

Asentí con la cabeza. Descartando a Tony, sólo quedaba una persona cuyas órdenes podrían hacer que Rafe se asfixiara con el simple pensamiento de contradecirlas: el maestro de Tony.

Hacía mucho calor y humedad en el bar, y demasiados cuerpos, pero aun así tenía escalofríos en los brazos. Sentía el insatisfecho anhelo de una parte de mí en la extrema tensión de mi sangre, mis huesos y mi piel, intentando alcanzar a alguien que no estaba ahí. Levanté la cabeza y miré el letrero que había en el bar: «No me conduzcas a la tentación, eso significaría volver». No era ninguna puta broma.

Rafe me estaba mirando con los ojos grandes y preocupados. Sólo se me ocurría una razón por la que él estuviera allí: pedirme que viera a Mircea. Y eso era justo lo que no necesitaba. Volví a tragarme el impulso de chillar. Esos días estaba de los nervios, pero no era culpa de Rafe.

—Tú también puedes regresar —le dije de manera insegura—. No puedo hacer nada.

Rafe sacudió la cabeza con un movimiento desenfrenado y negativo que hizo que sus rizos oscuros danzaran locamente por delante de su cara. Miró alrededor de la sala, los ojos se movían como si fueran dardos repentinos, como si pensara que alguien podría estar acercándosele de manera sigilosa. Se le podía notar lo nervioso que estaba: algo que él nunca había sido capaz de controlar completamente, ni siquiera en la corte. Le había costado más de una vez.

Su mirada volvió a mi cara y puede ver desesperación en ella, pero también determinación:

—No estoy bien —dijo, y se detuvo como si estuviera esperando algo.

Pestañeé, completamente segura de que no sabía de qué estaba hablando. Los vampiros no se ponen enfermos. Sí, los disparan, se queman, les clavan una estaca, pero una gripe… no suele pasar.

—Puedo llamar a un curandero —le ofrecí.

Dante estaba más que familiarizado con los accidentes. Un par de gárgolas hambrientas habían decidido tomarse un tentempié en alguna de las actuaciones de animales la pasada noche y solo descubrieron que los lobos entrenados no eran lobos en absoluto. El resultado había sido una batalla casi apocalíptica en los niveles más bajos que había dado al personal médico del lugar algo que hacer para el resto de la noche. Y ese tipo de cosas no era lo que se dice exactamente poco común.

—No creo que un curandero pueda sanarme —dijo Rafe lentamente; sus ojos brillaban como si no hubieran obtenido aún el castigo merecido. Me di cuenta de lo que tenía en mente mientras me miraba con impaciencia. Si pretendía estar hablando de él en lugar de Mircea, podría evitar la prohibición.

El pensamiento que se pasó por mi cabeza es que Mircea no debía de estar al tanto de su criterio habitual para haber dejado una escapatoria tan obvia.

—No pasa nada —le dije, esperando anticiparme a una explicación dolorosa—. Si pudiera hacer algo, ¿no crees que lo hubiera hecho?

El geis que me estaba sometiendo al infierno le estaba haciendo cosas peores incluso a Mircea. Se fortalecía dependiendo del tiempo que hubiera estado en el lugar, y debido a un pequeño accidente con la línea del tiempo, se había estando ocupando de él mucho más tiempo que de mí. Más de un siglo.

Mi antigua rival para el puesto de pitia, una lunática llamada Myra, había decidido acabar con la competencia con un pequeño homicidio creativo. Ella no podía matarme porque había una regla que prohibía el asesinato de la pitia o de la persona designada para heredar. Pero conociendo todas las cosas relacionadas con el tiempo, Myra había elaborado una alternativa. Si Mircea moría antes que Tony, y yo tuviera nuestra pequeña discusión, me quitaría la protección, dejando hacer a Tony el trabajo sucio por ella.

El único problema de su plan era que requería juguetear con la línea del tiempo y a mi poder eso no le gustaba. Continuaba enviándome atrás en el tiempo para prevenir los intentos de asesinato. Y durante uno de esos viajes conocí a Mircea en un periodo antes de que se hubiera establecido el geis. El hechizo lo reconoció inmediatamente como la otra pieza que se necesitaba para completarse y saltó de mí hacia él. Eso no sólo le dio el geis un siglo más temprano, sino que aseguró que cuando él tuviera el hechizo original y nos embrujara, él terminaría teniendo los dos poderes y no sólo uno. Y yo podía dar fe de que uno ya era lo bastante malo.

—Pero… ¡no hay nadie más! —Rafe parecía casi desesperado ante mi negativa. También parecía sorprendido. Me sentí un poco culpable, algo que era extremadamente injusto. Mircea había empezado esto, no yo.

—Si conociera el contrahechizo, ya lo hubiera lanzado —le repetí con el tono un poco mas mordaz del que solía utilizar con Rafe. Pero bueno, ¿qué pensaba que había estado haciendo la semana anterior?

El libro que contenía el único contrahechizo conocido era el Códice Merlini, una recopilación de tradición popular antigua y mágica que se había perdido hacía mucho tiempo, y eso, suponiendo que hubiera existido alguna vez. La mayoría de la gente que habíamos contactado Pritkin y yo opinaban que el Códice no era nada más que un mito. Era como el resto de la leyenda del rey Arturo; un mago altanero tras otro nos lo había asegurado. Nunca había existido un Camelot, excepto en la imaginación de un poeta francés medieval. Y no había ningún Códice.

La única excepción era Manassier quien había tenido sus propios motivos para enviarnos a una búsqueda inútil. Hasta ahora, todos los demás se habían negado a hablar, no sabían nada o estaban buscando hacerse ricos gracias a un par de imbéciles desesperados. Yo ya había estado luchando contra el pánico creciente y la angustia de Rafe no ayudaba mucho.

—¡Por favor, Cassie! —su voz resonó por todas las esquinas y mi estómago se contrajo al ver la mirada de desconsuelo en su cara. Si hubiera sido cualquier otra persona, es decir, un vampiro, esa mirada habría despertado los murmullos furiosos de mis instintos paranoicos. Pero Rafe no sabía engañar así. Al menos nunca había sabido. Y yo sospechaba que su carácter, en esencia, estaba muy definido después de más de cuatrocientos años.

—Ya te lo dije, no tengo el hechizo —le dije, de manera más amable—. Quizá en algunas semanas.

—¡Pero yo estaré muerto en algunas semanas! —dijo sin querer.

Por un momento el mundo se inclinó. Había un vacío rugiendo en mis oídos y parecía que el bar se estaba acortando, sin aire suficiente y sin bastante luz. Era como si el pesado tono grave del pulso continuo del Purgatorio estuviera de repente retumbando dentro de mi cerebro.

Rafe se me quedó mirando tranquilamente.

—Lo siento Cassie, no fue mi intención decírtelo de esa manera.

Por un momento, tan solo lo miré fijamente, un relámpago de comprensión atravesó mi mente como un trallazo. Sabía que el hechizo era malicioso; mis propias reacciones habían sido más que suficientes para eso, pero ni siquiera me había planteado si podía llegar hasta ahí. Mircea era un maestro del primer nivel. Solo había un puñado en el mundo y era casi imposible matarlos. La idea de su muerte a causa de un hechizo, cualquier hechizo, era una locura, pero especialmente uno que ni siquiera había sido diseñado como un arma para matar.

—Tiene que haber algún error —le dije finalmente—. Sé que estás sufriendo, pero…

—No sufriendo, mia stella —me susurró—. Muriendo.

—Pero si yo voy hacia ello, ¡sólo hará que las cosas empeoren!

Rafe se estremeció cuando solté el pronombre inadecuado, pero no siguió hablando.

—La Cónsul ha convocado a expertos de todas las partes del mundo. Y tú sabes que a ella no le mentirían. —No, no podía imaginármelo. La Cónsul lideraba el Senado vampiro y era, con mucho, su miembro más tenebroso—. Escuché a uno decirle que si completas el hechizo, a lo mejor… me liberarás. Pero no sabía de nada más que pudiera hacerlo.

—Encontraré otro modo —le prometí, sintiendo ganas de vomitar.

Rafe me miró realmente perplejo ante mi negativa. Como si pedirme que arriesgara una vida entera de esclavitud no fuera algo grande.

—No veo qué le pasa a este. Mircea nunca te haría daño…

—¡No se trata de eso! ¿Cuánto has disfrutado siendo el mensajero eterno de Tony?

—Mircea no es como ese bastardo de Antonio —dijo Rafe, horrorizado.

Sacudí la cabeza con frustración. No, Mircea no era Tony; a pesar del geis, a pesar de todo. Eso ya lo sabía, pero era un vampiro y a la única cosa a la que los vampiros no se pueden resistir es al poder. Si el geis le daba a Mircea el control sobre el mío, él lo utilizaría y, al igual que con Tony, no podría decir nada de lo que hiciera con él.

Tony me quería muerta sobre todo porque le había tendido una trampa con los agentes del FBI. Había tenido un gran número de razones para ayudarles, pero en lo alto de la lista estaba el que él había usado mis visiones para que le indicaran el lugar en donde el desastre estaba a punto de ocurrir y, por lo tanto, donde podía encontrar una oportunidad para sacarle provecho. Joven e ingenua, yo le había creído cuando me aseguraba que él quería la información para alertar a las personas que pronto estarían en peligro. Cuando averigüé lo que había estado haciendo realmente, juré que nunca volvería a utilizar mis visiones para eso. Él no lo haría, nadie lo haría.

Tragué saliva, sabiendo que esto no iba a acabar bien, pero tenía que preguntar:

—Dime la verdad, Rafe. ¿Fue Mircea el que te envió?

Si realmente se estaba muriendo, tendría sentido que hubiera mandado a Rafe para que me lo dijera. Mircea me había salvado la vida al denegar a Tony su venganza. Le debía una y yo había esperado a que intentara aprovecharse de eso.

Lo que no tenía sentido era el por qué le ordenaría a Rafe que me diera un pretexto detallado para hacerme creer que realmente le había dicho que no se acercara. Pero aunque Mircea ya parecía que estaba a principios de los treinta, tenía quinientos años. Y, como a la mayoría de los vampiros mayores, calificar de bizantinos sus procesos mentales era quedarse muy corto. Había descubierto hacía mucho tiempo que la manera más fácil de averiguar lo que en realidad quería un vampiro era buscar lo que le beneficiara más e ignorar todo lo demás. Y lo que beneficiaría a Mircea era completar el geis.

Rafe me guiñó los ojos, y por un momento hubo algo perdido y abierto de par en par en su expresión, algo casi magullado.

—¿Crees que te mentiría?

—Si Mircea te lo ordenara, sí. ¡No tendrías otra opción!

—Siempre hay otras opciones —dijo Rafe, ofendido—. Si me hubieran ordenado que te mintiera… —Se encogió de hombros—. No puedo hacer nada si a veces no soy tan buen actor.

—Pero tú le tienes mucho cariño a Mircea. Podría ser una orden con la que tú hubieras estado de acuerdo.

Suspiró con desesperación.

—Mircea tiene muchas cualidades buenas, Cassie. Las conozco bien. Pero también tiene defectos, uno en concreto que espero que no acabe siendo mortal. Es testarudo. Demasiado como para escuchar a los expertos de la Cónsul cuando le dicen que él no puede rechazar esto. Demasiado testarudo para creer que incluso su poder puede fallar. Y demasiado orgulloso para admitirlo, ¡eso si es que se lo creyera!

Eso sonaba a Mircea, y yo nunca me había dejado de preguntar cómo reaccionaría si el geis no funcionara. Si sucediera algo, yo había asumido que su único pensamiento sería utilizarlo para ponerme bajo su poder. Pero mientras que ya casi me había acostumbrado a que mi vida girara sin control, no cabe duda de que no era su norma. Mircea manipulaba a otras personas, las utilizaba para conseguir lo que él o lo que el Senado quería. No estaba acostumbrado a que nada ni nadie le hiciera lo mismo a él.

—Y ten esto en cuenta —dijo Rafe urgentemente— cuando pienses en engaño: el mago Pritkin no tiene ninguna razón para salvar a Mircea. Si él muere, el hechizo se rompe. Todo lo que tiene que hacer es andarse con rodeos el tiempo suficiente para que esto pase y tú seas libre.

Una negativa automática creció en mis labios, pero se agotó antes de que pudiera pronunciarla. El Códice contenía algún hechizo misterioso que Pritkin no quería encontrar. Nos habíamos puesto de acuerdo en que una vez que supiéramos dónde estaba el libro, le dejaría eliminarlo antes de que yo buscara el contrahechizo para el geis. ¿Pero qué pasaba si él no confiaba en mí? No conocía lo suficiente a la comunidad mágica como para saber a quién pedirle información, así que todos los expertos con los que habíamos hablado habían sido de Pritkin. ¿Todo ese asunto de «tú vete, yo me quedo» en París había sido por mi bienestar o era un intento de asegurarse que yo no encontraría nada? ¿Y si la verdadera razón por la que seguimos encaminándonos era porque eso era lo que él quería?

—Casi se me olvida. Tengo algo para ti. —Rafe buscó a tientas por debajo de su capa durante un momento, luego sacó un paquete pequeño envuelto en una pieza de fieltro negro.

—Los duendes se lo devolvieron a Mircea. Como maestro tuyo, supusieron que él te las podría dar.

Rompí el fieltro y un paquete viejo y andrajoso de cartas del tarot se cayó en mis manos. Estaban sucias y arrugadas, y muchas de ellas se estaban quedando sin esquinas. Me quedé un poco sorprendida al verlas, ya que las había perdido en un viaje desastroso al Reino de la Fantasía en busca de Mircea. Me había alegrado de haber salido con vida de allí y no me había preocupado mucho de lo que me había dejado.

De repente una carta se asomó de la baraja sin que yo la hubiera ayudado a salir.

—El mago invertido —dijo una voz resonante, antes de que la pudiera volver a poner en su sitio y metiera el paquete en el bolsillo de mis pantalones cortos. No me dio ninguna tranquilidad.

Mi antigua institutriz había tenido la baraja hechizada para informar del clima espiritual total de una situación. Se suponía que era una broma, pero con los años, me di cuenta de que sus predicciones eran deprimentemente correctas. Eso era un problema porque, no importaba cómo intentara darle la vuelta, el Mago III Dignificado nunca era algo bueno.

¿Sabes esos tipos con los tres granos debajo de las conchas en carnaval? ¿Esos con animales disecados que van todos mohosos porque nunca les ha importado nada? El Mago III Dignificado se parecía mucho a ellos: un comercial o estafador que puede hacer que te creas casi todo. Puedes evitarlo, pero lo tendrás siempre pegado a tus talones, porque él no parecerá un impostor.

Había guardado la carta con precaución, pero la imagen de la cara del mago pequeño aún parecía estar suspendida en el aire enfrente de mí. Y mi imaginación le estaba dando los ojos verdes y brillantes de Pritkin. No sabía hasta dónde estaba dispuesto a llegar para asegurarse de que el hechizo continuara perdido. Y si Mircea muriese, mi mayor razón para encontrar el Códice moriría con él. A lo mejor Pritkin no consideraba una sola muerte un precio muy alto que pagar para mantenerlo en silencio.

Sobre todo si esa muerte era la de un vampiro.