—¡Eso es imposible! ¡Dijiste que…!
—Dije que tu teoría parecía plausible si el hechizo no se hubiera transformado en algo nuevo. Es obvio que lo ha hecho. En los cien años desde que se lo pusiste al vampiro, ha tenido tiempo más que suficiente para crecer, cambiar y convertirse en un hechizo nuevo; y la consecuencia ahora es que el contrahechizo no funciona. ¡Porque el hechizo estaba diseñado para contrarrestar lo que ya no existe!
—¿Me estás diciendo que hemos pasado por todo esto para nada? ¿Qué de todas formas nos vamos a morir?
—No para nada. En el proceso descubrimos… —miró a Mircea y dudó— muchas cosas interesantes.
Y, sí, podía ser verdad, pero sabiendo lo que realmente estaba tras la guerra no me ayudaría mucho si no estaba viva para combatirlo.
—¡Eso no me ayuda!
—Te dije todo el tiempo que dudaba que el hechizo pudiera funcionar —me informó, en un tono que hizo que me apeteciera darle un puñetazo más que nunca.
Estaba a punto de devolverle una respuesta mordaz, cuando de repente me acordé de algo. Él había dicho eso, pero también había dicho algo más. Algo que se me había olvidado por lo obsesionada que había estado con el Códice. Había otra manera de romper el geis, una que Mircea había integrado en el propio hechizo.
Mi corazón se aceleró mientras la idea pasaba por mi cabeza. Los tres componentes del geis estábamos aquí ahora: los dos Mircea y yo. El contrahechizo no funcionó, pero fue porque el hechizo original había cambiado de forma, no porque mi teoría hubiera estado equivocada, pero Pritkin había dicho que el seguro antifallos era parte del geis y que eso se transformaría también. Así que el seguro antifallos debería funcionar.
—Podría haber una alternativa —dije lentamente.
—¿Qué alternativa? —preguntó Pritkin.
Miré a Mircea.
—¿Te acuerdas cuando tenías el lanzamiento del hechizo original? Hiciste que un mago le pusiera una cláusula de excepción.
—Una de seguridad, sí. Todas las personas con las que hablé me aconsejaron que lo hiciera. Es una precaución común, ya que el dutchracht geis es famoso por… —Mircea dejó de hablar, se veía el entendimiento en sus ojos, seguido inmediatamente por un brillo resistente—. Dulceaţă —comenzó en señal de aviso.
—No funcionó con Tomas —le dije, hablando rápidamente antes de que cambiara de opinión—, porque era un sustituto, pero solo de uno de nosotros. Y justo como el contrahechizo, la seguridad sólo funcionará si los dos tú participan.
—Cassie…
—¡Tienes que estar volviéndote loca! —interrumpió Pritkin—. Si no sale bien, acabarás unida a él para siempre.
—Eso no pasará.
—¡Eso no lo sabes! ¡No se puede decir lo que puede ocurrir con un hechizo que se le ha dejado que se las arregle sólo durante tanto tiempo! —Mircea no había hablado, no se había movido. Pero de repente allí estaban los guardias de seguridad—. Supongo que solo requiere al maestro adecuado para que tú te des por vencida, ¿no? —Pritkin se burló mientras comenzaron a llevárselo en brazos de la habitación—. ¡Creciste como un pequeño perro faldero de un vampiro; debería haber pensado que preferirías no morir de esa manera!
La puerta se cerró de un portazo, aunque aún podía oírlo despotricando mientras lo arrastraban por el pasillo.
—No puedes hacerle daño. Tiene que volver conmigo.
—Sus órdenes son simplemente que lo detengan —dijo Mircea, mirándome de cerca—. Creía que preferías discutir esto en privado.
—Sí. Bueno. —Me detuve y mentalmente aparté las acusaciones de Pritkin. Tenía que concentrarme si quería que esto saliera bien. Si quería que Mircea entendiera—. Si he planeado esto bien, y estoy bastante segura de que es así porque hemos intentado todo lo demás, entonces… tiene que ser con todos nosotros. La seguridad nunca fue una entidad independiente, pero estaba unida al geis. Así que cuando el geis se cambió, el seguro antifallos se cambió directamente con él. Eso es por lo que las medidas de seguridad incorporadas se utilizan con el dutchracht. Porque aunque se descontrole, siempre lo contraatacarán.
—¿Qué tiene que ser con todos nosotros?
Entrecerré los ojos. Mircea sabía más de magia que yo, así que él me había seguido perfectamente. Tan solo quería que yo lo dijera.
Me detuve, segura durante un momento de que no podría decir esas palabras, que no podrían pasar por mi garganta.
—Esa cosa de sexo —dije impulsivamente—. Tiene que ser con todos nosotros. —Lo que fue absolutamente la cosa más impactante que nadie había dicho durante un buen rato antes de que Mircea sonriera.
—Ya sabes, cuando te dije que había disfrutado una amplia variedad de experiencias, no esperaba que tú te lo tomaras de una manera tan literal. —Comenzó a abrocharse los botones de la camisa. Supuse que por el hecho de que se estuviera vistiendo no tuve que haber sido tan clara como había pensado.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté—. Ya te lo he dicho, ¡tenemos que tener sexo ahora!
—No, creo que el término que utilizaste para el trío fue la cosa. —Mircea se puso la chaqueta del traje—. Admito que tengo algunas dudas acerca de las relaciones personales, pero hay una norma que intento mantener. —Se inclinó y me besó ligeramente la mejilla—. Si la señora no puede soportar decirlo —susurró—, no lo hacemos.
Lo empuje hacia atrás y lo miré, con las manos en las caderas, inmediatamente irritada.
—Nadie te obligó a que me lanzaras el geis —le dije, apretando un dedo en el pecho completamente vestido. El tejido suave y lujoso de seda china se encontró con mi mano, algo que no hizo que me pusiera contenta—. ¡Nadie te dijo que tener sexo era la condición para romperlo! He pasado por un infierno para imaginarme una manera de solucionar esto y ahora que la tengo, ¿estás jugando a hacerte el duro?
Si se estaba divirtiendo haciéndose el duro, parecía que esto todavía le estaba haciendo más gracia. Supongo que Sal tenía razón; yo no era muy dura.
—Tienes que admitir, dulceaţă, que tu historia no parece de algún modo…
—Desnúdate —le ordené.
Mircea se quedó allí de pie al lado del poste de la cama, levantando la ceja incrédulamente y lanzándome una mirada que claramente decía: «No me acabas de ordenar que me quite la ropa». Excepto que lo había hecho y levanté la barbilla obstinada en respuesta a su gesto. Muy despacio, se quitó la chaqueta y la soltó encima de la cama. Su mirada me retaba para que yo también me quitara algo.
Apoyé la cabeza en él. Bien. Después de la semana que había tenido, aquello no me parecía para nada un reto. Me eché hacia atrás y desabroché el broche que había en la parte de arriba de mi vestido. Sal se había negado a dejarme ir a visitar al maestro con mi chándal viejo y me había hecho apresuradamente un vestido. Con un tirón ya había desabrochado el vestido y la tela de satén se deslizó por mi cuerpo hasta que no quedó nada más que un charco azul helado alrededor de mis pies. Aún llevaba un conjunto de sujetador de satén sin tirantes y braguitas que había comprado para que hicieran juego con el vestido y un corsé blanco.
El corsé era una nota un poco discordante, pero no había tenido elección. Quien fuera el que me había remendado había hecho un buen trabajo, y un hechizo había cubierto la mayoría de los distintos cortes, heridas y marcas de zarpas. Pero el hecho seguía siendo que no me curaba como un vampiro.
Debajo del encaje y los jirones blancos había una fea cicatriz de seis centímetros de largo que habíamos temido que sangrara y que traspasara mi precioso vestido nuevo.
—Lo dices en serio. —Mircea tenía el ceño fruncido.
Extendí las manos.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Es en serio! ¿Cuál es el problema?
Parecía lastimado, entre la exasperación y la incredulidad.
—¡Ya conoces el problema! Tú me lo explicaste. Y no tengo la intención de pasar el resto de mi vida unido a los deseos de una… —Se detuvo de repente.
—¿De una qué? —Sentí cómo me estaba poniendo de mal genio.
Rápidamente continuó:
—De una joven que, aunque es encantadora, sabe muy poco acerca de nuestro mundo.
—Estoy aprendiendo deprisa —le dije— y no me trates con condescendencia. —Estaba casi segura que la palabra que casi pronuncia era «niña». Y cualquier otra cosa de mí podía ser verdad, pero eso no lo era. No desde que tenía catorce años, cuando me escapé y conocí exactamente el tipo de mundo en el que vivía.
—Soñaría con ello —dijo, calmado—. Mucho más de lo que soñaría con completar este hechizo tan peligroso.
—¡No lo estamos completando! Dos de nosotros han hecho eso. La seguridad no hubiera funcionado si hubiéramos tenido sexo en Londres, porque no estábamos los tres allí. Pero aquí y ahora, anulará el geis.
—No puedes estar segura de eso.
—Quizá no. Pero puedo estar segura de que morirás si el geis no se rompe. ¿Preferirías eso a vivir bajo el poder de alguien?
—No sé qué decirte —contestó suavemente—. Nunca he tenido un maestro. Pero sí que me morí una vez, y que yo recuerde, no estuvo tan mal.
—¡Mircea!
—Cassie, ¿quieres escucharte? Esperas que yo me crea que hay otra versión de mí ahí dentro. —Movió la cabeza hacia donde estaba la trampa—. Y que los tres tenemos que copular para romper el geis, a pesar del hecho de que uno de nosotros posiblemente esté loco.
—¿Crees que te estoy mintiendo?
—Ya te he dicho lo que pienso: que te han engañado. Tienes que…
—No tengo que hacer nada. Soy pitia, lo que, en el caso de que se te haya olvidado, significa que soy superior a ti.
Mircea me cogió las manos que habían estado intentando desabrochar los botones de lazos de seda que servían de ojales en su camisa. Quería que se quitara ya esa puta camisa.
—¡Eres pitia porque nosotros te pusimos ahí!
De repente, le pegué un empujón. Acabó tumbado en la cama.
—Dulceaţă.
—¡Tengo el título porque me lo he ganado! Deja de suponer que soy la misma chica que dejaste en casa de Tony. No soy la misma.
—Los magos son traidores —dijo tenazmente—, y éste obviamente…
Le detuve poniendo un pie en el borde de la cama, entre sus piernas, mientras me balanceaba sobre el otro. No había pasado mucho tiempo en tacones de diez centímetros, así que no estaba segura de cuánto tiempo podría aguantar así.
—Quítatela —le ordené, empujando suavemente el interior de su muslo con la punta de mi zapato. Había dejado que Sal me convenciera para que me pusiera tacones de satén azul helado con una banda alrededor del tobillo y los dedos de los pies adornados con cristales en una forma de estrella radiante. Había pensado que eran demasiado, pero por alguna razón, no había parado de insistir en los zapatos.
—Qué bonito. Mucho más bonito que tu última elección de zapatos.
Empujé suavemente de nuevo y esta vez no fue en su muslo. Respiró hondo. Mircea podía fingir todo lo que él quisiera, pero al menos a una parte de él no le era completamente indiferente mi propuesta.
—Cassandra —comenzó, su tono era amenazador y yo contuve una sonrisa. Vale, ahora ya sabía que estaba llegando hacia él. El zapato continuó su trabajo, moviéndose en círculos que se hacían cada vez más grandes con cada movimiento; pasaba rozando pero no acababa de tocar. Sólo un poco de aliciente, aunque no parecía que necesitara mucho—. Es demasiado peligroso —me dijo tercamente—. Si no estás en lo cierto…
—No estoy equivocada.
—No lo sabes. Tú misma lo admitiste.
Volví a rozarle y él entrecerró sus ojos.
—Creía que la familia era en lo único en lo que se podía confiar. Así que confía en mí, Mircea.
No respondió, pero su mano se cerró lentamente alrededor de mi tobillo, luego bajó lentamente por el tacón hasta la punta. Acarició con su dedo la seda, arriba y abajo, hasta que empecé a sentirme un poco mareada. Estaba empezando a entender por qué Sal había insistido tanto en los zapatos.
—Te he dicho que te la quites —repetí. Ya podía sentir cómo mi pierna temblaba. Mircea se las apañó para desabrocharme con una mano la pequeña hebilla adornada alrededor de mi tobillo y me quitó el zapato. Luego sus labios se pusieron sobre mi pie. No era algo que hubiera esperado y me cogió desprevenida. La sensación de su lengua arrastrándose a lo largo de mi empeine fue bastante para que mis dedos se encogieran y me quedara sin respiración.
—¿Y qué pasa con el otro tú? —le pregunté, mientras mi cerebro aún podía formular frases.
—¿Qué pasa con él? —murmuró, antes de que sus dientes se cerraran en el talón. Lo mordió, una mordedura claramente suave, pero mi tobillo se dobló por la sensación. Temblé y me meneé y me tuve que coger al poste de la cama para mantener el equilibrio.
—Mierda —murmuré.
Mircea me sonrió, impenitente, y me echó en la cama a su lado.
—El mago no me insultó antes. ¿No te preguntas por qué?
Miré fijamente su preciosa cara. Estaba lo bastante cerca para besarlo, pero no creo que eso fuera lo que él tenía en mente.
—Quiere ayudar.
—Quizá, pero ¿no puede ser igual de posible que él haya planeado una trampa?
—No tiene ningún motivo para hacerlo.
—La tensión ha estado creciendo entre nosotros y el Círculo Negro durante algún tiempo. No hay nada que les gustara más que atacar primero. ¿Y qué podía ser mejor que matar a un miembro del Senado y a la nueva pitia a la vez? Se aseguró de salir de la habitación…
—¡Porque tú lo echaste!
—Algo que podía haber anticipado fácilmente. Una vez que estamos solos, contaría con la curiosidad para obligarnos a abrir la caja, y por lo tanto, la trampa saltaría sobre nosotros. Y una vez que se activara la alarma general, él podría huir en medio de toda la confusión.
Y yo que pensaba que era una paranoica.
—Eso no es… —Me detuve porque ya no me estaba escuchando. Miró hacia arriba y, por un momento, su mirada estaba en otra parte.
—A los guardias les está resultando difícil encargarse del mago. Volveré en un momento. —Se bajó de la cama y se dirigió a la puerta.
—¡Mircea!
Me miró por encima del hombro, su cara estaba seria.
—No lo mataré Cassie. Pero tengo que saber la verdad sobre esto, sobre un montón de cosas. De una manera u otra.
Observé cómo se iba, preguntándome cómo era posible que las cosas se hubieran puesto tan feas así de rápido. Sabía que Mircea desconfiaba de los magos; todos los vampiros lo hacían, pero tontamente había supuesto que una situación de vida o muerte superaría eso. Y seguramente lo habría hecho si él hubiera creído que eso era a lo que nos estábamos enfrentando. Pero se había convencido a sí mismo de que Pritkin era un mago de la oscuridad asesino y yo era la crédula ingenua que él había engañado para que lo ayudara. Si necesitaba su cooperación, estaba perdida.
Para que el seguro antifallos se accionara, solo necesitaba dos componentes: proximidad y sexo. Estaba bastante segura que aún tenía lo anterior. Mircea no quería que nadie interfiriera en los asuntos familiares, así que era casi seguro que él cuestionara a Pritkin aquí, en su habitación. Por lo que había visto, era bastante cara, pero no era una casa muy grande, lo que significaba que estaban por aquí cerca.
Era la segunda parte de la ecuación la que era problemática. Había supuesto que los tres teníamos que estar presentes y activamente involucrados para romper el geis, pero ¿y si no era así? Me mordí el labio furiosamente, intentando pensar en algo que alguien hubiera dicho que me pudiera dar una pista de una cosa o de otra, pero nada. Era una apuesta cincuenta a cincuenta: la proximidad a los dos Mircea y sexo con sólo uno de ellos rompería el geis o no. Y si me arriesgaba y jugaba, acabaría completando la misma atadura que había estado intentando evitar.
Billy me había aconsejado una vez que nunca jugara y apostara a menos que me pudiera permitir el perder. Pero si no apostaba ahora, perdería a Mircea, y no creo que pudiera vivir con eso.
Miré la caja que parecía inocente en la mesilla de noche y me pregunté si estaba loca. Marlowe no había sido capaz de controlarlo; la Cónsul se había asustado tanto que había ordenado que lo encerraran, y aquí estaba yo a punto de liberarlo. ¿Y si no me reconocía? ¿Y si sólo me veía como comida? Había visto lo rápido que podía alimentarse; estaría muerta antes de que alguien pudiera detenerlo.
Puedo transportarme si es demasiado para mí, me dije, esperando que fuera verdad. Sí, ¿y entonces qué? Si esto no funcionaba, ya no tenía ninguna idea más. Si esto no funcionaba… aparté el pensamiento como seriamente contraproducente y cogí la caja con cuidado.
Pritkin también me había dicho una vez algo más; el geis responde a los deseos más profundos del que lanza el hechizo. Y justo aquí, justo ahora, no había nada que Mircea y yo deseáramos más: que se fuera para siempre. Sólo esperaba que esto fuera suficiente. Coloqué la caja en el medio de la cama e inspiré hondo.
Y luego, dejé que saliera.
La figura de un hombre apareció de repente en la cama a mi lado. A primera vista, parecía que estaba dormido, hasta que miré de cerca y vi su cara, encima de la almohada y cubierta de dolor. Su mano agarraba a ciegas mi hombro, apretándome casi tan fuerte como su mandíbula, durante un largo minuto. Y luego, lentamente, dudosamente, casi como si se hubiera olvidado de cómo se hacía, se relajó.
Me di cuenta de que este hombre no era ninguna amenaza, llorando al parpadear mientras lo observaba. Apenas parecía saber dónde estaba. Intenté peinarle pasándole los dedos por su pelo, pero se me bloqueaban una y otra vez en todos los enredos.
—¿Mircea? —susurré.
Sus pestañas estaban legañosas y no abrió los ojos con el sonido de mi voz. Tampoco respondió, pero una mano vacilante correteó hasta mi cuello. Sus dedos se deslizaron a lo largo de mi nuca y se quedaron sobre el pulso de la yugular, justo sobre las dos pequeñas cicatrices que él me había hecho.
Le miré con los ojos llorosos y el corazón me iba tan rápido que parecía que estaba a punto de desmayarme. Luego, a ciegas, me agarró, haciendo esos ruidos desesperados y ahogados con su garganta que al final me di cuenta de que eran palabras. Me estaba preguntando si estaba segura.
—Nunca he estado más segura —le dije ardientemente, y la decisión, de repente se hizo mucho más fácil. No podía dejar que se muriera. Todos los argumentos lógicos del mundo no cambiarían este hecho tan sencillo. Todo este tiempo, había estado luchando por su vida y no iba a perderlo ahora.
Fue fácil darle la vuelta con la mano sobre su pecho. Lo que no fue tan fácil fue ignorar el calor de su piel, los pezones duros sobre sus fuertes músculos o el latido de su corazón. Me gustaba la manera en la que contenía la respiración, el modo en el que su estómago se hundía bajo su caja torácica, cuando mis muslos tocaban sus costados.
No me estaba engañando a mí misma; sabía cómo iba a ser cualquier relación entre nosotros. Antes o después, Mircea haría algo imperdonable, seguramente por orden de la Cónsul. O yo exigiría algo y él no daría su brazo a torcer. Incluso aunque el Círculo no sospechara de nosotros, había un reloj que marcaba cada segundo que estábamos juntos, el sonido distante del tren que se acercaba. Sabía, siempre lo había sabido, que no podía quedarme con esto. Pero, por esta noche, podía tenerlo. Y lo quería todo.
Presioné la palma de mi mano contra él y me premió con un gemido áspero. Estaba recio e íntegro, con la punta sensible, irresistible. Aquí estaba más moreno, rosado y dorado, y era fascinante la manera en la que el rubor aumentaba bajo la presión de mis dedos, que se movían lentamente. Pasé mis labios por su costado, bebiendo profundamente de su olor tan familiar. Hacía que fuera más fácil acostumbrarme a la extrañeza de lo que estaba haciendo.
Lamí una línea lenta y larga desde el pie hasta la cabeza, dejando que mi lengua deambulara y se deslizara y sí, un jadeo me estimuló. Volví a hacerlo y sentí cómo temblaba encima de mí. No dudé después de eso. Necesitaba esto: el deslizamiento de su piel por mis labios, salada, agria y dulce en mi lengua.
Mircea me levantó antes de que hubiera acabado y juntó nuestros cuerpos; tenía la lengua, los dientes y los labios destrozados por marcas de mordeduras de semanas de tortura. Chilló cuando nos besamos, pero no creo que fuera de dolor. Me envolví en su cuerpo, lleno de músculos, la piel empapada de sudor y el pelo enredado, y sentí como comenzaba a penetrarme fuertemente. Una fuerza poderosa y brusca me tomó y se hundió más. Me moví hacia arriba, yo quería incluso más, y en un momento él estuvo tan adentro que ya no quedaba espacio entre nosotros.
Se detuvo durante un momento y los dos nos miramos fijamente el uno al otro; sus ojos por fin estaban abiertos de par en par, salvajes, doloridos y tan dorados que no podía ver nada de marrón en ellos. Cuando finalmente comenzó a moverse, no hubo cortos empujones de sus caderas, sino un diluvio imparable, los músculos de sus brazos y el poder de sus muslos reduciendo su cuerpo a una sola larga ondulación. Y, de repente, cada célula chillaba para acercarse más, para agarrarse fuertemente alrededor de él en la carrera descendente, para vivir dentro su sabor y su olor, para sentir cada movimiento. Durante un momento fue casi como si estuviera poseída, sólo que parecía que iba en ambas direcciones. Alguna parte de mí susurraba a través de él con cada movimiento dentro de mi cuerpo, que a su vez aumentaba mi propio placer hasta que estuve segura de que moriría por ello.
—Perfecto —dijo entrecortadamente, antes de precipitarse a volver a besarme. Tenía la boca abierta, su lengua se hundía y me acariciaba al mismo tiempo que se movía dentro de mí.
Y de repente, fue demasiado duro, demasiado deprisa, demasiado. Mi respiración se rompió en jadeos chillones y rápidos cuando podía coger aire; mi cuerpo con espasmos mientras mi mente luchaba para aclarar todo. Pero era una sobrecarga sensorial completa, estaba clavada sin poder escapar, golpeada por cada movimiento enérgico, el dolor se mezclaba con el placer. Se movía encima de mí mientras gruñía en mi boca, mordiéndome los labios, diciendo lo mismo con su aliento, sus manos y su cuerpo: ¡Mía! Lo susurraba a través de mí con cada empuje profundo. Mía. Cada empuje frenético de sus caderas, cada beso profundo y húmedo hacía eco de esa palabra. Mía, mía.
Y luego, aunque mi cuerpo pudiera soportarlo o no, de repente era incluso más. Entre una respiración y la siguiente, nos convertimos en una extensión de la pasión de cada uno de nosotros; de algún modo viviendo dentro de la piel del otro, era más como un cuerpo que dos. Su placer era como el mío, era mío. Tragó saliva y la sentí en mi garganta; se perdió con los movimientos al tenerme y yo sentí cada una de sus caricias.
Sus dedos acariciaban mis cicatrices con un estremecimiento interior profundo (mía, mía) antes de dejarlos caer a mis caderas, acariciando la suave redondez. Su mano estaba sobre mi pecho, y yo sentí mi propia piel tiritando a través de sus dedos, conocía la sensación de mi estremecimiento atravesando la espina dorsal de él, sentí su júbilo mientras mis músculos temblaban y luego se relajaban, entregándose completamente. El orgasmo fue tanto maravilloso como doloroso cuando finalmente llegó. Parecía como si estuviéramos rompiendo una barrera dentro del cuerpo de cada uno, adentrándose en lo más profundo, desgarrando el último atisbo de control. Empujaba una y otra vez, sin delicadeza, sin pensar, simplemente para esto: para llegar al éxtasis. Cada roce me quemaba, el placer que quemaba mis venas hacía eco en las suyas. No podía decir quién de los dos daba ese grito puro y balbuceante: mío, mío, mío.
Sin avisar, todo se desmoronó. Las sensaciones, el color, el calor, el placer eran tan intensos que me preocupaba el no volver a ser capaz nunca de recuperarme, era lo bastante intenso para que me doliera y me hiciera suplicarle que se detuviera, suplicarle que no se detuviera nunca. Seguía y seguía, las olas de placer al mismo tiempo que los empujones cambiantes de Mircea se hacían más fuertes con las salvajes sacudidas que emanaban de mí, de él, de mí, hasta que ya no recordaba cómo respirar.
De repente se detuvo, y hubo una mirada extraña en sus ojos, sorprendidos y un poco rotos, aunque sobre todo asombrados. Yo también estaba bastante asombrada porque nunca había hecho que nadie tuviera esa mirada antes. Se quedó allí durante un largo momento, mirándome fijamente, antes de quitarse de encima y juntarse a mí; su pecho subía y bajaba notablemente mientras respiraba.
Puso la colcha sobre nosotros, formando un pequeño capullo caliente. Era fácil quedarse echada allí, mirando la vela más cercana y la cera cayéndose por la agarradera. Al final se apagó, dejando la habitación oscura, ensombrecida y extrañamente acogedora. Y fue mientras estábamos allí echados en un enredo de miembros, inseguros de dónde acababa un cuerpo y comenzaba el otro, cuando lo sentí. No fue nada dramático, nada extremo, solo un pequeño ruido seco. Pero de repente, volvía estar completamente dentro de mi propia piel.
El geis había desaparecido.
—Dulceaţă. —Mircea respiró. Y lo sentí en cuanto él dijo mi nombre, un zumbido uniforme y suave de algo que me reconocía y me aceptaba como si me hubiera conocido para siempre. Pero no era un hechizo. Era el modo en el que siempre me había sentido cuando estaba cerca de él, algo que había estado oculto por el geis y su calor constante y conmovedor, su hambre, desesperación y dolor. Esto era menos abrumador, pero más profundo, más persistente y dulce. Lo besé suavemente y su sabor fue fascinante, caliente, familiar y hogareño.
—¿Estás bien? —le pregunté, pero ya sabía la respuesta incluso antes de que sonriera levemente y abriera sus ojos. Las pestañas largas se sumergían sobre las mejillas demasiado marcadas, pero sentí la misma agitación ingrávida en mi estómago cuando esa mirada se encontró con la mía.
—Lo estaré.
En comparación con todos mis problemas, salvar la vida de un hombre no parecía un logro. Así, que ¿por qué estaba de repente sonriendo como una idiota? Quizá porque, ¿en algún sitio a lo largo de la vida, había aprendido a tomar mis triunfos donde podía conseguirlos? Mañana habría problemas, peligro y dolor, y no sabía si sería lo bastante inteligente para poder encargarme de todo, especialmente ahora que ya había comprendido lo que estaba en contra. Pero sabía una cosa: hoy, finalmente, algo había salido bien.
—El otro tú volverá pronto —le dije, esperando que estuviera lo bastante lúcido como para que lo entendiera—. Y le he dicho demasiadas cosas. No se le puede permitir que se acuerde de todas esas cosas.
—Nadie puede borrar la mente de un maestro —dijo con voz ronca—. Dudo que ni siquiera la propia Cónsul pudiera hacerlo.
—Pero si tú recuerdas, intentarás cambiar las cosas…
—Ya lo hice. Busqué al mago, pero nunca lo encontré y volví aquí sólo para descubrir que tú también te habías ido. Después, reconsideré lo que habías dicho e intenté romper el geis antes de que tuviera la oportunidad de duplicarse, pero la guerra intervino. Y una vez que lo hizo, no se podía hacer nada más que ver cómo esto llegaba al final.
Lo miré fijamente incrédula.
—¡Pero tú no sabías lo que pasaba después de que te fueras! ¡No sabíamos que íbamos a conseguirlo!
—Te conocía. No podía creer que te fueras sin completar tu misión. Tenía que confiar en que tú encontrarías un modo de romperlo.
—¿Por eso fue por lo que me echaste? —le dije. La cabeza me daba vueltas—. Por lo que no dejaste a Rafe que me trajera a ti.
—No quise cambiar este futuro —coincidió—. Cuando él fue hacia ti, a pesar de mis órdenes, y tú viniste hacia mí… Por un corto momento pensé que se había acabado, pero luego recordé: aún no me habían aprisionado, tu ropa no era la misma y no había ninguna trampa en la mesita de noche. Era demasiado pronto. Fue lo más cerca que estuve de romper.
No me lo podía imaginar, esa espera solitaria, agonizante, ni siquiera sabiendo con certeza que ganaríamos al final, que todo podría ser para nada. No creo que yo pudiera haberlo hecho y no entendía cómo él lo había conseguido.
Antes de que pudiera decir nada, la puerta se abrió de un portazo y Pritkin entró violentamente. No llevaba su abrigo, no tenía la mitad de sus pociones y tenía una pistola en cada mano. Me pregunté cómo se las había apañado para abrir la puerta. Le dio un golpe con el pie para cerrarla.
—¿Funcionó? —preguntó.
—Sí, ¡pero no gracias a ti!
—¿No gracias a mí? ¿Y cómo si no hubieras sacado de aquí a esa criatura?
—¿Tú has planeado esto?
—¡Por supuesto!
—Pero… ¿Y si te hubiera escuchado? ¿Y si no me hubiera atrevido a…?
Pritkin me lanzó una de sus miradas impacientes.
—¡Tú nunca me escuchas!
—¡Eso no es de lo que estamos hablando!
Alguien metió un puño a través del palmo de roble de Rumania y casi lo coge antes de que él pudiera esquivarlo.
—Podemos discutir esto más tarde —dijo rápidamente—. ¡Sácanos ya de aquí!
Miré a Mircea, aún conmocionado.
—Puede que hubieras esperado que lo consiguiera —le dije—, pero no podías haber sabido…
—Te conocía —repitió—. Por lo tanto sabía el final.
Les cogí a los dos las manos, justo cuando las bisagras de la puerta salieron volando.
—¡El principio! —dije, y me transporté.