27

Chillé, demasiado cansada para incluso fingir que no estaba aterrada. Los malditos caballeros permanecían estáticos, incapaces de detectar a las criaturas que estaban a punto de matarme. Pero una nube de fuego, la fuerza de quizá un par de docenas de lanzallamas, se disparó desde el otro lado del pasillo.

Quizá Casanova había instalado alguna medida nueva de seguridad. Pero fuera lo que fuera, fue eficaz. La nube chilló con el sonido de cien voces, y se retorció frenéticamente en el aire; una masa negra girando, quemándose, que me recordaba a los gusanos trabajando en el cuerpo sin cabeza de Saleh.

El resplandor de las llamas que brillaba en las armaduras arrojó más luz sobre la escena, aunque hubiera estado más contenta en la oscuridad. Rosier se cayó desde el techo y aterrizó en medio del pasillo con un débil plaf. Luego algo saltó sobre mí por detrás, hundiendo lo que parecía un soporte pequeño de cuchillos en mi espalda.

Pegué un grito y fui hacia atrás haciendo eses, golpeando la pared y haciendo que las garras se clavaran aún más. Me fui tambaleando hacia atrás, hasta la habitación, y saqué mis cuchillos gaseosos, pero echaron un vistazo a la lucha más grande que había a unos cuantos metros y me abandonaron.

Miré a mi alrededor desesperadamente, pero aunque había unas cien armas de distintos tipos en las manos de los caballeros, no vi ninguna que ayudara a desencajar algo tan alto en mi espalda que ni siquiera yo podía ver.

Otra de las cosas se enganchó en mi brazo izquierdo, penetrando tan profundo que llegó hasta el hueso, mientras otra se pegaba a mi muslo. Me caí de rodillas, ciega por el dolor y la conmoción, y me di cuenta de que las cosas habían detenido su ataque. En lugar de eso, me obligaron a echarme boca arriba, me inmovilizaron y esperaron. Levanté un poco la cabeza para mirar entre mis pies y vi por qué se habían parado.

Rosier venía arrastrándose hacia mí, avanzando lentamente hacia delante con aquellos brazos largos y delgados, sus rudimentarias piernas le seguían por detrás. Su cara se volvió hacia mí, infalible a pesar de las cuencas vacías sin ojos; y por encima de los chillidos de los demonios en llamas, pude oír el suave sonido de las escamas susurrando por encima del suelo. Parecía inofensivo, una criatura indefinida, inacabada, con una boca desdentada y zarpas pequeñas y apenas formadas. Pero aun así, no quería que me tocara.

Se movía envolventemente sobre mis pies y por mis piernas; los dedos largos y demasiado flexibles me rodeaban las pantorrillas, las rodillas, las caderas mientras se extendía por todo mi cuerpo. Y ya pude sentir un eco débil de esa sensación horrible agotadora. Estaba empezando a alimentarse.

A pesar de que cada uno de mis músculos vibraba por la tensión, ni siquiera podía darme la vuelta para intentar quitármelo de encima. Tenía los brazos inmovilizados por el peso de sus sirvientes y mi fuerza manaba constantemente, o bueno, lo que quedaba de ella. Dobladas en el suelo a ambos lados, mis manos estaban quietas e inútiles.

Se colocó pesadamente sobre mi estómago, sus pequeñas garras rasgaban las costuras de mi enagua, apartándola para dejar al descubierto la carne indefensa de mi barriga. Aquella boca obscena se abrió y pude ver su interior, el color de su garganta era como el de un cadáver. Lamió una línea pegajosa en mi piel.

—Tienes un sabor dulce.

—Quítate de encima —le dije con la voz poco clara.

No pudo haber sonreído. Pero de todas formas dio esa impresión cuando me inmovilizó con esa mirada ciega.

—¡Oh! Eso es lo que intento.

Sentí un rasgón de la garra en el costado, que se hundía en mi piel. Y sin palabras, sin que él volviera a abrir aquella boca obscena de nuevo, sabía lo que planeaba hacer. Iba a cortarme en tiras como había hecho con la enagua, abriéndome para que él se pudiera alimentar de algo más sustancial que mero poder. Planeaba comerme viva.

Una sensación no exactamente de dolor, sino más bien como descargas repetidas de mis nervios al rojo vivo, crujió desde mi estómago hasta la boca. Me lo tragué, negándome a chillar de nuevo, pero se me pusieron los ojos en blanco cuando sentí esa garra comenzando a moverse a través de mi carne.

Se separó durante un momento para lamer delicadamente su piel manchada de rojo, dejándome ver cómo las gotas de mi sangre descendían por su brazo. Una cayó de su codo hasta la parte de abajo de mi estómago y él se detuvo para lamerla; su lengua era resbaladiza y fría sobre mi piel. Luego volvió a meter la garra y me hizo una raja un poco más grande.

Estaba yendo deliberadamente lento, dividiendo carne y piel, un centímetro cada vez, deteniéndose cada pocos segundos para lamer los bordes puntiagudos de la herida, enviando temblores violentos y repugnantes a través de mi cuerpo. Quería que yo supiera que iba a ser un proceso muy largo. Y de repente lo entendí: había querido que los otros se fueran tras los niños para poder tomarse su tiempo.

Y lo hubiera hecho, excepto por el genio desquiciado con el machete.

—¡Saleh! —Estaba tan contenta de verlo que lloré.

—¡Ey, corazón! —Echó un segundo vistazo—. Pareces duro.

El machete se balanceó, cortando en pedazos un brazo rudimentario y golpeando a Rosier, lanzándolo a la pared lateral, donde aterrizó con un crujido repugnante.

—Vaya día que llevo… —le dije, intentando estirar el cuello para ver las heridas que Rosier me había hecho. Parecía que muchas. Parecía que demasiadas.

—¡Dímelo a mí! —dijo Saleh—. No te creerías el problema que he tenido para seguirle la pista a este tipo. —Hizo otro balanceo, pero falló—. ¡Quédate quieto, maldita sea! —ordenó, acuchillando al demonio. Pero la criatura se movía increíblemente rápido, incluso sin aquellas piernas esqueléticas y esquivaba bastantes golpes para mantenerse en una sola pieza.

Puede que Saleh hubiera encontrado a su presa, pero parecía que carecía de poder para cobrarse su venganza. Aunque Rosier apenas parecía interesado en conservar su vida, sino en acabar con la mía. Y Billy tenía razón: no había ninguna manera de que la caballería llegara aquí a tiempo.

Saleh logró cortar la cosa que me agarraba el brazo izquierdo al pasar, aunque habría preferido que me hubiera soltado el derecho, si es que hubiera podido elegir. Pero no iba a discutir. Cogí un pedazo de vidrio roto de la ventana que estaba al lado, uno que se parecía muchísimo a una zarpa, rojo y brillante, se iba afilando desde una base de cuña hasta una punta fina como una aguja. Pritkin había dicho que Rosier tenía que reducir sus defensas para alimentarse. Parecía que iba a tener la oportunidad de probar esa teoría.

Rosier saltó sobre mí, un borrón blanco deformado en la oscuridad que aterrizó con la fuerza suficiente como para dejarme sin respiración. No podía respirar, no podía ver, pero podía sentir. Antes de que el letargo comenzara de nuevo, antes de que él pudiera volverme completamente indefensa, extendí la mano en busca de la superficie resbaladiza de su piel y le clavé en el lateral el pedazo de vidrio roto lo más profundo que pude.

Chilló, pero había poca sangre, muy poco fluido corporal de cualquier tipo. Y la carne esponjosa se cerró alrededor de la herida casi inmediatamente. Así que volví a clavarle el pedazo de vidrio roto y esta vez lo se lo dejé clavado y busqué más a mi alrededor. Algunos estaban demasiado desafilados para que pudieran servir, pero ahí había uno azul con un borde afilado; aquí uno verde oscuro con una fisura que hacía que tuviera una doble hoja; y más allá, casi ya fuera de mi alcance, estaba uno blanco nacarado, tan lleno de grietas y astillado por el borde que casi tenía dientes de sierra; seguramente cortaba igual de bien.

Una de las cosas estaba intentando agarrarme el brazo que tenía libre, mientras su maestro chillaba y daba golpes e intentaba arrojar varios cuchillos a la vez.

—Pagarás por esto —me dijo; la sangre goteaba desde su boca hasta mi estómago, mezclándose con la mía.

—Quizá, pero no hoy —le solté, cuando Saleh apareció detrás de él. Ni siquiera tuve tiempo de echarme para atrás antes de que la hoja ancha le cortara la cabeza a Rosier.

La sangre empezó a derramarse, como un río, como si se hubiera matado a algo mucho más grande que ese cuerpo minúsculo que estaba desplomado delante de mí. Estaba en una piscina de sangre cuando volvió el torbellino de aire, su sonido casi inmediatamente eclipsado por el chillido familiar del aire que señalaba una fisura de una línea ley; o, en este caso, un portal.

—Será mejor que corras —me dijo Saleh, cuando la corriente de fuego que resistía la nube del demonio se detuvo en seco. Pero no podía correr, apenas podía gatear, y de todas formas, no había tiempo. La nube se lanzó hacia mí, una masa de gritos y de odio histérico, pero un granizo de balas que provenían de las escaleras la golpeó mientras una docena de vampiros corrían hacia la habitación.

—¿Es una fiesta privada? —preguntó Alphonse, aplastando la cosa negra que colgaba de mi muslo con una bota pesada de moto—. ¿O podemos unirnos?

Sal me arrancó a la criatura que tenía en la espalda y le empezó a dar pisotones justo en el centro. Chillaba y se retorcía y se derritió, dejando sólo lo que parecía una marca de quemadura en las piedras que había debajo.

—Tú sí que sabes cómo dar una fiesta —dijo mientras me quitaba la última criatura del brazo derecho y la lanzaba contra la pared. Me examinó—. Pero estuviste bien. Está claro que la elegancia no es lo tuyo.

Me eché hacia atrás contra la piedra falsa del suelo, escuchando cómo los demonios y los vampiros se peleaban a nuestro alrededor. No parecía que a los demonios les gustaran más las pistolas automáticas que lanzar fuego. Observé cómo el último de ellos era machacado por las botas de Alphonse del número cuarenta y seis hasta que se quedó en nada, mientras Sal examinaba mis heridas. Lo que quedaba del cuerpo de Rosier estaba a mi lado, un desecho desperdiciado de carne blanca llena de sangre. Pensé seriamente en vomitar, pero decidí que sería un problema.

Sal examinó mi muslo y mis hombros y dijo que eran solo heridas de carne. El estómago estaba peor, la raja era lo bastante ancha como para necesitar puntos, pero le tomé prestado el cinturón y apiñé lo suficiente de mi enagua debajo de él para que sirviera de venda provisional y para que pareciera decente a la vez. Multitarea, así es cómo tú haces las cosas, pensé y comencé a reírme de manera nerviosa.

—Nada de eso —dijo Sal en tono reprobatorio—, deja la histeria para más tarde. La Cónsul está de camino y ella va a querer saberlo todo, ¿lo entiendes?

—Mierda, sí, lo entiendo. Y si está de camino, quizá pueda mover el culo y ayudar con algo de trabajo sucio ¡para variar!

Toda la sangre se escurría de la cara de Sal, y sus ojos se quedaron fijos en un punto, justo sobre mi hombro izquierdo.

—¿Y exactamente para qué trabajo sucio es para el que requieres ayuda? —Una voz poco amable preguntó detrás de mí.

Dios sabe lo que hubiera dicho, pero antes incluso de que pudiera darme la vuelta, Jesse salió corriendo desde la oscuridad y saltó enfrente de mí.

—¡La tengo! —gritó y envió una nube de fuego directamente a la Cónsul.

La Cónsul se cubrió con una pared profundamente brillante de arena, tan seca como un desierto, caliente como el infierno; yo había visto una vez cómo esa pared se había comido a un par de vampiros vivos. Sólo que me di cuenta, cuando vi que mi carne seguía sobre mis huesos, que no la estaba lanzando hacia nosotros; la estaba utilizando de protección. Agarré a Jesse por la cintura y le chillé al oído:

—¡Apágala! ¡Es una amiga!

De repente, el fuego se desvaneció y él se quedó allí de pie, un poco avergonzado.

—Uy, lo siento.

—¿No era fuerte en absoluto, no? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—Bueno, a lo mejor un poco fuerte. —Supongo que ahora sabía quién se había enfrentado a un grupo de demonios furiosos.

—¿Por qué no estabas con los otros? —le pregunté.

—Estaba viniendo hacia aquí cuando dos de esas cosas me atacaron. Los achicharré —me dijo felizmente.

—¡Entonces podías haber entrado en la cocina! ¡Podías haberte ido con Radella y con los demás!

—¿Y dejarte así? —Sonó como herido.

La Cónsul dejó caer la tormenta de arena y Jesse se volvió a mirarla, tan fijamente como si intentara demostrar que «los ojos tan grandes como platos» no era una exageración. Supongo que nunca la había visto tan de cerca. Ella arqueó una ceja de una manera que me recordó misteriosamente a Mircea.

—¿Una amiga?

Sonreí débilmente.

—Bueno, ya sabes. No es una enemiga.

—Eso está por verse —dijo, estirando una mano adornada con joyas.

Parpadeé un momento hasta que me di cuenta de lo que quería. Esperaba que le entregara el Códice. Y yo ya había admitido que lo tenía. Me imaginé que tendría un minuto para dárselo antes de que me desnudara para buscarlo.

—¡Uy! —dije con agudeza. Mi cerebro estaba agotado, el cuerpo me dolía como nunca y no me quedaban fuerzas. No podía dejar que lo cogiera, no cuando Pritkin estaba dispuesto a llegar donde había llegado para destruirlo. No había entendido exactamente lo que hacía, pero sabía bastante como para pensar que quizá él había tenido una razón. Porque había otra razón aparte del geis para quererlo. Ming-de y Parindra no habían tenido a un vampiro enfermo y me habían parecido bastante fuertes.

La Cónsul no dijo nada, pero tampoco bajó el brazo.

—Dame el Códice, Cassandra.

—Ese no era el trato —le recordé—. Yo acordé salvar a Mircea; eso era todo.

—Ya le atenderemos nosotros solos. —Empujó a alguien hacia delante que había estado detrás de ella. Tami—. Dame el libro y te daré a tu amiga.

—Me la vas a dar de todas formas. Tan pronto como Mircea esté sano, ella será libre. Lo juraste.

Aquellos ojos endrinos se entrecerraron.

—Pero él no está curado. Aún no.

Tardé un segundo, pero se me ocurrió algo.

—Y tú lo tienes. —Yo tenía el contrahechizo, pero no podía curar a Mircea si no sabía dónde estaba. Y eso dejaba a Tami bajo el pulgar con manicura de la Cónsul hasta que ella decidiera liberarla. O hasta que se la devolviera al Círculo.

—¿Entonces, qué es lo que has decidido? ¿Qué prefieres el Códice antes que salvar a Mircea?

—Una vez que tenga el Códice, nuestros magos pueden lanzar el hechizo.

Era inconvenientemente cierto.

—¿Y si me niego a dártelo?

La Cónsul agarró el brazo de Tami y lo apretó suavemente.

—No creo que te niegues a hacerlo.

—Y yo creo que si que lo hará —dijo una voz vibrante detrás de mí. De repente el pasillo se llenó de una luz dorada cegadora—. Muy bien, Herófila. ¡Has completado tu búsqueda!

No necesité girarme para saber quién estaba allí. La expresión de la Cónsul, una de leve sorpresa, fue suficiente. Para ella, eso era prácticamente una mirada entornada.

Moví los ojos, mientras Jesse y yo retrocedíamos unos metros hacia la ventana hecha pedazos.

—¿Y ahora que obtengo, una medalla de oro?

El dios dorado que medía tres metros con la túnica demasiado corta se rió e hizo eco en las paredes.

—¡Dame el Códice y puedes tener lo que quieras! ¡Ahora es nuestro mundo, Herófila!

Detrás de él, pude ver una fila completa de figuras con abrigos oscuros, y el olor a fruta podrida que los acompañaba me decía lo que eran. Magos de la oscuridad. Supongo que estaban allí por las pequeñas pitias malas que no hacían lo que se les decía.

—Porque yo ya tengo un círculo de oro —continué—. El Códice estaba escondido detrás de uno. Debería haber pensado en vosotros cuando lo vi.

—El oro es la señal alquímica para el sol, sí —dijo, aún mostrando aprobación.

—Me lo estuve preguntando, porque el símbolo del Círculo es de plata.

—Como la luna. El emblema de Artemisa, esa maldita traidora —dijo de manera despreocupada.

La bonita cara de la Cónsul puso una expresión que no me gustó demasiado.

—Estás trabajando con nuestros enemigos —siseó, y Tami dio un repentino grito cuando le apretó el brazo más fuerte.

—Ella le dio el hechizo a los sacerdotes, ¿verdad? —continué, ignorando lo que acababa de pasar. Seguro que la Cónsul no había sido siempre tan estúpida con dos mil años encima. Si le ofrecía bastante, se lo imaginaria ella sola.

—Siempre fue ridículamente sentimental —coincidió—. Creía que estaba siendo demasiado dura con la raza humana, que tu gente estaba en peligro de desaparecer por completo.

—¿Y era cierto?

—No seas ridícula —dijo descuidadamente—. Os reproducís como conejos.

—Qué suerte tenemos. —Mi cerebro cansado estaba teniendo problemas en hacer que las cosas encajaran. Ya que él estaba de buen humor, decidí dejarle que me ayudara—. Así que el uróburo es el hechizo que bloquea a tu especie de nuestro mundo.

Se rió. Estaba contento, incluso jocoso. Claro que lo estaba. Aún no le había dicho que no.

—Era el símbolo del hechizo de protección para Salomón, el que me atrapó aquí, el que deshice cuando defendí a aquella puta en Delfos. Le llamaban la Pitonisa, la última de una línea de brujas poderosas que conservaban el hechizo que él había lanzado. Asesiné a una de ellas y convertí su casa en mi templo principal y a sus hijas en mis sirvientes: Phemonoe y Herófila. Incluso mantuve el nombre: «pitia», que significa pitón, ya lo sabes.

No, no lo sabía, pero últimamente estaba aprendiendo todo tipo de cosas.

—Con su muerte, el hechizo original decayó, porque no había nadie que lo conservara —razoné—. Y los caminos entre los mundos estaban otra vez abiertos. Hasta que Artemisa decidió devolverle el hechizo a la raza humana. —Él asintió con la cabeza—. Pero sus sacerdotes están muertos. ¿Quién lo conservó después de la destrucción de su templo?

»El Círculo Plateado, por supuesto. —Pareció sorprendido porque yo no hubiera sabido eso—. Pero se olvidaron. Yo le había dado a las pitias parte de mi poder. Y cuando mi gente fue enrejada…

—El poder continuó.

—Y me permitió comunicarme, a pesar de la gran dificultad, con mis sacerdotisas —confesó—. Pero el maldito Círculo las corrompió, las puso en mi contra, bloqueó el único enlace que aún tenía con este mundo. ¡No pude contactar con ninguna de ellas!

—Hasta que yo aparecí. —De repente me estaba sintiendo realmente mareada.

—Sí, creía que tenía una buena candidata en Myra, pero desapareció. —Y desestimó a la sucesora anterior con un movimiento de la mano—. Estaba más interesada en consolidar su propio puesto que en seguir mi ejemplo. Me alegré bastante cuando tú te deshiciste de ella.

—No lo hice.

Se encogió de hombros.

—Tú ayudaste. De este modo ganándote varios amigos, joven Herófila. Artemisa nunca se preocupó de considerar que el hechizo que nos prohibió de la tierra cerraría aquellos mundos unidos también con los tuyos. El Reino de la Fantasía, por ejemplo, que depende de nuestra magia y ha estado en decadencia desde que nos fuimos. Se alegrarán de ver nuestro regreso.

—Eso explicaría por qué algunos de los duendes están ansiosos por ponerle la mano encima al Códice —dije.

Transmitió aprobación.

—Entienden que los modos antiguos eran mejores, para tu gente y también para nosotros. Piensa en todo lo que tenemos que enseñarte.

—Sí, continúas prometiéndome que me vas a contar lo que está pasando.

—Como ya he hecho. Dame el Códice, Herófila, y toma tu sitio legítimo como la jefa de mis sirvientes.

—No dejas de llamarme así cuando ya te lo he dicho. —Respiré hondo y me acerqué un poco más a la Cónsul—. Me llamo Cassandra.

La cara de Apolo cambió inmediatamente.

—Sí —siseó—. El nombre que tu madre te dio. ¿Sabes por qué, pequeña vidente?

—No.

—Porque tuvo una visión. Vio que su hija sería la que me liberaría. Vio que, si te convertías en pitia, se aclararía el hechizo, y yo y los de mi especie volveríamos. Conocía tu destino, pero no se atrevió a matarte, su única oportunidad real. En lugar de eso, corrió y te llamó así en honor de otra de mis sirvientes rebelde, en un acto de rebeldía. Fue una decisión que le costó la vida. —Extendió una mano—. ¡No cometas el mismo error! ¡Dame lo que es mío!

Miré a la Cónsul. No asintió con la cabeza, ni pestañeó, ni hizo nada tan obvio, pero algo se movía detrás de sus ojos. Realmente esperaba que estuviera leyendo bien sus ojos, porque si no era así, estaba acabada.

Saqué el Códice de debajo de mi corpiño y los ojos de Apolo inmediatamente se quedaron fijos en él. Un último juego. Una última oportunidad. Porque, después de todo, no lo necesitaba. Conocía al autor. Y realmente me debía una.

—Jesse —dije a secas—, haz eso que tú sabes.

—¿Qué? —Sus ojos apenas se habían apartado de su madre en todo momento. No sabía cuánto había entendido, pero no necesitaba que él entendiera nada. Simplemente necesitaba que hiciera lo que él sabía hacer mejor.

—Achichárralo —le dije.

—No puedes evitar el destino. ¡Herófila! —gruñó Apolo—. El Círculo se está debilitando, fracturándose desde dentro. Y cuando caiga, ¡el hechizo caerá con él! ¡No elijas la parte perdedora!

—No lo estoy haciendo. —Arrojé el Códice al aire. El tiempo pareció ir más despacio cuando se giró una vez, dos veces… luego una nube de fuego más gruesa que mi pierna lo atrapó antes de que incluso llegara a lo alto de su arco. Cuando desaparecieron las llamas, no quedaba suficiente para hacer cenizas—. Y me llamo Cassandra.

—Puede que hayas hecho bien en recordar el destino de tu tocaya, Cassandra —dijo de pronto, mientras dos magos de la oscuridad se dirigían hacia mí.

Y los vampiros simplemente se quedaron allí de pie. Intenté transportarme con Jesse, pero estaba demasiado cansada y no ocurrió nada. Al menos, nada normal.

Una burbuja se formó de la nada y se balanceaba fuera del alcance, pesada y extrañamente gruesa, deformando la habitación en su superficie reflectora. Y luego, hubo otra, más pequeña que la primera y por un momento las dos estuvieron saltando como globos de helio, colisionando, subiendo y moviéndose sin rumbo. Hasta que la más grande se dirigió hacia el mago más alto.

En lugar de saltar, se quedó pegada a su brazo extendido, arrastrándose por la piel de su abrigo como melaza. Y a pesar de mi terror, parecía que no podía apartar la vista. Porque la manga debajo de la burbuja estaba cambiando.

La piel se volvió más oscura y más dura, y empezó a agrietarse; el mago comenzó a chillar mientras la manga, se desempolvaba como la cubierta de uno de los antiguos libros de Pritkin. Se escamó y se rompió en trocitos hasta que pude ver el interior del brazo. Solo que me di cuenta, cuando el mago se separó de mí, de que ya no era un brazo. Dejó atrás los restos andrajosos de la manga y la mano que sujetaba con fuerza mi muñeca ahora no era nada más que una colección de huesos bajo piel marrón y fina como papel.

Retrocedí con miedo y los huesos se cayeron, golpeando el suelo con un ruido metálico seco. Levanté la vista y vi al mago mirándome fijamente, una mirada de horror en su cara mientras envejecía décadas en tan solo unos segundos. Me quedé sin aliento, me di cuenta de lo que estaba pasando incluso antes de que una sustancia clara, casi transparente se desvaneciera. Se transformó en una burbuja que flotó unos pocos pasos antes de estallar y desaparecer. Lo que quedaba de su cuerpo se desplomó como un globo deshinchado.

Lo miré fijamente, recordando los magos muertos en la lucha con Mircea hacía dos semanas. Pensaba que habían sido golpeados por fuego amigo, por un hechizo descontrolado. Parecía que después de todo no había sido tan amistoso.

—Veo que alguien te ha dado algunas lecciones. —Apolo estaba enfurecido—. La traidora de Agnes tuvo que haber pasado más tiempo contigo del que yo creía. No importa, no puedes vencerlos a todos. —Y la fila completa de magos se lanzó hacia mí.

Observé cómo se acercaban con ojos agotados y confusos. ¿De todas formas, qué había sido eso? ¿Una manera de acelerar el tiempo dentro de un área pequeña? No lo sabía, pero estaba segura de una cosa: no podía volver a hacerlo. Si no hubiera estado apoyada en Jesse, ya me hubiera caído al suelo.

Pero los magos no me alcanzaron esta vez. Los que estaban en la primera fila, seis en total, se encontraron con una tormenta de arena aguda que surgió de la nada y se concentraba solo en sus cuerpos. Estaban cubiertos de torbellinos, arena que bailó durante quizá veinte segundos y cuando se disipó, las únicas cosas que quedaban se cayeron al suelo: huesos y armas de metal. El resto de los magos se encontraron con vampiros enfadados, la mitad de ellos miembros del Senado y comenzó la lucha.

Agarré con fuerza a Jesse y miré fijamente a la Cónsul.

—¡Ya tardaste!

—Si vamos a ser aliadas, tenía que estar segura de que eres lo bastante fuerte para ser alguien valioso —contestó serenamente—. Supongo que tienes memorizado el hechizo que rompe el geis, ¿no?

—Sé quien lo tiene —le contesté.

—¿Y esa persona quién es?

—El mago Pritkin. Yo… se lo dije a él.

Arqueó una ceja, pero no me dijo nada acerca de la mentira tan obvia.

—Entonces, será mejor que corras. Estaba luchando contra otro mago en el vestíbulo hace un rato. No creo que estuviera ganando.

Me dirigí a las escaleras pero me llamó el llanto de Jesse.

—¿Y qué pasa con mamá?

Miré a la Cónsul.

—Si vamos a ser aliadas, creo que deberías confiar en mí.

Me miró durante un largo minuto, luego soltó a Tami.

—No me decepciones, pitia.

El tono fue amenazador, pero era la primera vez que ella había usado mi título. En conjunto, decidí que era un paso positivo. Recogí mis enaguas y salí corriendo.