Me di cuenta que me estaba desabrochando el vestido, pero luego las uñas arañaron ligeramente toda mi espalda y olvidé por qué eso era un problema. El calor doble, el de Mircea y el del fuego había hecho que el sudor se juntara entre mis omóplatos, suspendido en el borde y a punto de deslizarse por mi columna. Cada vez que un lazo se soltaba, allí estaba su lengua, lamiendo las gotas de sal, trazando figuras en mi piel. Sus labios pasaban rozando todo mi cuerpo, se cerraba brevemente en los bultos individuales de mi espina dorsal, chupándolos delicadamente.
—No lo entiendes. El geis… —Me detuve porque me había dado un escalofrío particularmente fuerte. Tenía la sensación definitiva de estar en un tren sin frenos que se iba derecho hacia un acantilado. Mircea se rió nerviosamente, cosa que no era muy reconfortante y también estaba un poco alarmado por lo rápido que me estaba quitando la ropa. Pero luego, comenzó a murmurar algo en rumano, musical y lento, contra mi hombro y entendí cada una de aquellas palabras.
Sentí la seda resbalar y comenzar a caerse mientras la tela se desprendía. Me echó sobre la alfombra y me dobló la pierna derecha; sus labios me rozaban la parte interior del muslo. Mis escalofríos pasaron a ponerme la carne de gallina cuando su lengua se encontró con la piel entre la seda y sus dientes se cerraron alrededor de la parte de arriba del encaje.
—Mircea, escúchame —le dije rápidamente para tapar la excitación que me había producido mirar como me quitaba las bragas con los dientes—. El geis no funcionó. Ya no es el hechizo original, es…
—Es delicioso —dijo, después de habérmelas quitado por completo.
—Ahora, a lo mejor sí. ¡Pero se hace más fuerte!
Mircea había enroscado su mano en mi otro muslo, su dedo pulgar descansaba en el borde del lazo de lo que me quedaba puesto. Comenzó a moverlo ausentemente hacia arriba y hacia abajo hasta que dio con un lugar particularmente sensible y se detuvo. Me acariciaba suavemente, como si de alguna forma supiera exactamente lo que ese roce me estaba haciendo, mientras yo intentaba recordar cómo se respiraba.
—Lo estoy esperando con ansias —susurró, antes de besarme de una manera tan lenta y lujuriosa como la miel fría.
Las cosas se volvieron un poco confusas durante un momento después de eso. Recuerdo que él me desvistió lentamente, su expresión era hambrienta, decidida y extrañamente afectuosa. Recuerdo los rápidos dedos acariciando lentamente mi piel desnuda mientras me observaba con repentinos ojos oscuros. Recuerdo que me tumbó en la sábana y que con sus manos grandes y cuidadosas me tocó por todos los sitios, mientras el fuego se susurraba humeantemente a si mismo y la nieve caía más fuerte afuera.
—Mircea. —Me detuve porque un dedo pintó mis labios con vino, silenciándome antes de que lo quitara con sus labios. Hubo más vino, bajando por mi torso en riachuelos rojo oscuro. Inspiré muy hondo, tartamudeando, y comenzó a chupar la línea, descendiendo…
Pasó y rozó un pezón, lo chupó delicadamente mientras yo temblaba, dibujando figuras en mi piel con su lengua. Cada roce de sus labios, cada respiración causaba un placer que corría como fuego salvaje por todos mis nervios. Supongo que por fin sé cómo toma él el vino, pensé desconcertadamente, antes de que de repente se arrojara sobre mi ombligo y perdiera la consciencia.
El vino goteaba en mi estómago, sobre mis caderas, por mis muslos. Levantó la vista, sus ojos brillaban con más que sólo luz de velas mientras me acariciaba la parte central. Todo mi cuerpo se tensó con ansia, con lo que nunca había tenido que tener y lo que nunca había dejado de querer. Me estremecí y empujé hacia atrás las yemas de los dedos cuando volvieron a pasar por encima de mí y la mano se retiró.
Miré fijamente todo mi cuerpo, dolorido, sin comprender, hasta que un dedo volvió, cubierto de vino y lentamente se metió dentro. La intrusión hizo que mis músculos se tensaran, aunque lo había querido, pero el agarrotamiento instintivo de mi cuerpo no podía detener la penetración lenta y deliberada. Luego se retiró y una lengua caliente lo sustituyó, persiguiendo el vino, saboreándolo, saboreándome mientras sus dedos pulgares dibujaban pequeños círculos inquietos en mis caderas.
Fui la primera en apartar la vista, el calor derretido aplastaba la razón; mi cabeza volvió a caerse sobre la alfombra incluso cuando la arqueaba hacia arriba. Su lengua me hablaba suavemente: algún idioma desconocido del cuerpo. Pero parecía que una parte de mí lo entendía, una parte de mí estaba muy cerca de lo locuaz, porque me traspasaba una ola tras ola de placer. Me provocaba simplemente moviendo su lengua demasiado despacio, hasta que yo gemía sin poder hacer nada para evitarlo.
Las ventanas oscuras reflejaban la visión imposible de esa cabeza orgullosa inclinada sobre mí, esa lengua inteligente dándome placer. Cerré los ojos y respiré desesperadamente; era casi demasiada sensación. Él había comenzado con un roce suave, pero rápidamente se volvió más seguro, pidiendo más, hasta que sus manos se agarraron fuerte a mis caderas, moviéndome a tirones más cerca, de un modo casi insaciable. Y supongo que mi cuerpo también tenía que estar hablando con él, porque de algún modo, él sabía el ritmo que yo quería, sabía exactamente el roce que yo deseaba. El placer se deslizaba arriba y abajo de mi espina dorsal como cera caliente hasta que paró y se derritió por completo.
Sin que me preguntara, abrí las piernas un poco más para que me tocara. E instantáneamente el geis me recompensó: el sentimiento que siempre tenía cuando me resistía, como si me oprimieran el pecho, de repente se alivió. Y sentí que respiraba hondo por primera vez en días.
E hizo que me aterrorizara.
Había sido una tonta al pensar que podía controlar esto, loca por dejar que esto llegara tan lejos. Si me convirtiera en uno de los sirvientes de Mircea no estaría muy bien, pero si él se convirtiera en uno mío sería incluso peor. No creo que la Cónsul se alegrara demasiado de tener a uno de sus senadores bajo el control de otra persona, especialmente bajo el mío. Ni siquiera tenía que pensar cuál sería su respuesta: si no detengo esto, sería una esclava o moriría.
Mi cuerpo ya no obedecía órdenes de mi cerebro, literalmente ya no tenía el control sobre mí misma, pero aún podía hablar.
—Mircea, escúchame. Tenemos que… —Me detuve de repente, incapaz de terminar; estaba demasiado ocupada tragando el gemido que quería salir de mi garganta.
Escuchó el pequeño ruido que apenas pude reprimir y las comisuras de sus ojos se arrugaron.
—Estaba empezando a preocuparme —dijo ligeramente—. La mayoría de las mujeres no son coherentes en este punto.
Lo besé para quitarle la sonrisa burlona de su cara, y tiré fuerte de él hacia mí por las dos mitades de su camisa. Me besó más intensamente mientras le quitaba la seda de sus hombros y la bajaba hasta sus brazos. Un botón de madera se fue dando saltos rápidos por el suelo, pero la tela pesada no se rompía, se quedó en sus muñecas. Me eché hacia atrás, mirándolo fijamente, y tiré más fuerte hasta que finalmente se soltó. Mircea puso con los ojos brillantes una sonrisa en sus labios. La ignoré esta vez.
—Me alegro de que seas más valiente que tu contraparte —dije, mientras él me volvía a echar sobre la alfombra. Me di cuenta de que aún llevaba un calcetín. Parecía un poco raro, ya que era todo lo que llevaba puesto.
—¿Qué contraparte? —murmuró Mircea, volviendo a bajar por mi cuerpo besándolo.
—La de mi época.
—¿Y por qué dices eso? —preguntó, su aliento era como un espíritu encima de mí. Eché la cabeza hacia atrás, tan cerca ya de él. Temía tocarme.
Mircea apoyó la barbilla sobre mi estómago y me miró con los ojos ardientes y dorados. Una mano agarraba mi cadera posesivamente.
—Lo dudo. Como un famoso francés dijo una vez: «La mejor manera de alargar y multiplicar los deseos de uno es intentar limitarlos».
—¿Incluso si hacen que yo me vuelva tu maestra? —le solté.
Durante un largo momento, no pasó nada. Luego Mircea se puso encima de mí de una manera brusca; sus brazos apoyados a cada lado de mi cuerpo, su cara mirando fija y directamente a la mía. Sus pupilas aún estaban dilatadas y su piel estaba ruborizada. Pero al contrario que yo, tenía el control sobre sí mismo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—El geis responde al poder. —Su pelo susurraba por mis pechos, una sensación de pétalo suave que, repentinamente, se hizo casi insoportable. Gemí y tuve que luchar para no tratar de agarrarlo—. Y ahora que soy pitia…
Sus ojos se abrieron de par en par. Dolor y sorpresa coincidieron en su cara con algo más oscuro, más básico.
—Hay una posibilidad de que tu poder sea mayor.
Simplemente asentí con la cabeza; apenas fui capaz de lograrlo. Era como si mi piel quemara, mi pulso latía y mi fuerza de voluntad había desaparecido. Deslicé mi muslo entre sus piernas, le rodeé la espalda con mi brazo y esperé. Me mordí el labio para silenciar los sonidos que querían salir de mi garganta, las peticiones que quería hacer.
Me estremecí e hice un ruido de impotencia cuando sus brazos me rodearon, meciéndome contra él. Me besó murmurando contra mi pelo:
—Está bien, todo va a salir bien. —Y comencé a sollozar sin palabras, forcejeando débilmente, intentando decirle que no era así, que nada estaba bien.
Mircea comenzó acariciarme suavemente desde la cabeza hasta la parte de abajo de mi espalda, una y otra vez, murmurando cosas dulces sin sentido. De repente, ya no sentía esa lucha dentro de mí y se me aflojaron todos los músculos, un rugido bajo en mis oídos. Me di cuenta que su sugerencia me había desconcertado. Normalmente me hubiera enfurecido porque ni siquiera me había preguntado, pero en ese momento y de un modo absurdo, le estaba agradecida. El calor y la sensación de seguridad me calmaron, me fueron tranquilizando gradualmente y ni siquiera me di cuenta de cuándo me quedé dormida.
Me desperté cuando la puerta se abrió de un golpe y Horatiu entró tambaleándose. No era mucho más tarde a juzgar por la falta de luz de afuera. Estaba sudando y la sábana que alguien me había puesto por encima se había enredado en mi cuerpo, cubriendo mis extremidades. El fuego estaba al rojo vivo y en la habitación hacía demasiado calor.
—¿Dónde está el maestro? —preguntó Horatiu; su voz era temblorosa.
Me puse derecha, sujetándome la cabeza. Me dolía, tenía la boca seca y me sentía atontada. Los indicios comunes de una sugerencia poderosa que no había tenido mucho efecto. Mircea debió haber usado sus armas más poderosas para superar el geis y el resultado era mucho peor que una resaca. Me levanté y me fui haciendo eses hasta la ventana, la abrí de golpe y respiré algunas bocanadas de aire fresco.
—¿El maestro? —repitió Horatiu.
Parpadeé mirándolo por encima del hombro. Tenía una botella de vino en lo alto de una bandeja de plata deslucida y le temblaban las manos; temblaba tanto que temí que pudiera caérsele todo.
—No lo sé —le dije mientras me movía para ayudarlo y un segundo más tarde me tenía cogida por mi cuello ya maltratado.
No necesité mirar las manchas de la piel, la forma de las manos que me volvían a agarrar para saber quién era.
—¿Cómo nos has encontrado? —pregunté, sin preocuparme por forcejear.
—Fuiste lo bastante amable y mencionaste el nombre del vampiro en mi presencia —se burló Pritkin—, y parece que es muy conocido en París. ¡Descubrir dónde tenía su residencia lord Mircea no ha sido nada difícil!
—Dime que no has hecho daño al anciano —le dije, preguntándome lo que le habría hecho al Horatiu real. Esperando que por habérseme ido la lengua, él no hubiera acabado con una vida centenaria.
La risa de Pritkin hizo eco con dureza en mis oídos.
—Me lo encontré dormido, con la bandeja a su lado. Lo dejé tal y como estaba. Mi disputa no es con él.
—No. Tu disputa es conmigo y mi paciencia tiene un límite —siseó Mircea. Había aparecido en la puerta con una bandeja similar a la de Horatiu en las manos. Estaba cargada de comida (una rebanada redonda de pan, mantequilla, jamón) que había reunido de algún modo, sacando una esfera oscura de debajo de su capa—. Dame lo que es mío o moriremos todos. Aquí mismo. Justo ahora.
—¡El mapa no te servirá de nada si ya estás muerto!
—¡A ti tampoco! —soltó Pritkin.
—Dije que éramos hombres razonables. Parece que sobreestimé a uno de nosotros —contestó Mircea. Sus manos se flexionaron ligeramente y sus labios se apartaron de sus dientes hacia atrás. Juro que casi pude ver sus colmillos alargándose. Me apetecía chillarles a los dos que no nos podíamos permitir una lucha en la que pudiera morir uno o todos nosotros, pero no hubiera servido de nada. Así que hice algo que sí que serviría.
Mientras Pritkin estaba de pie observando a Mircea, me moví detrás de él y le cogí la pequeña esfera de la mano. La tiré por la ventana mientras él se giraba, completamente conmocionado, y Mircea nos agarró a los dos y nos sacó de la habitación. La puerta se cerró justo cuando se produjo una explosión enfrente de la casa. Todo esto había llevado menos de diez segundos.
—¿Estás loca? —me preguntó Mircea informalmente—. Era un dislocador.
No tuve tiempo de responderle, porque Pritkin soltó un rugido de pura rabia y se lanzó sobre Mircea. Se cayeron hacia atrás, por la barandilla y escaleras abajo, golpeando la parte de abajo y luego dando vueltas, directos hacia un espejo grande. Se movió pero no se rompió, al menos no hasta que Mircea cogió a Pritkin por el cuello y lo lanzó contra él. El cristal roto hizo un sonido como papel de aluminio arrugándose, se fue rajando en líneas puntiagudas de luz rota que irradiaba de sus hombros como si fueran alas. Luego el espejo se vino abajo, esparciendo cristal por todos sitios y Pritkin cogió un pedazo de vidrio roto grande y le hizo una raja a Mircea justo en el cuello.
No vi lo que pasó después porque llevaron la lucha a la habitación de al lado, fuera del alcance de mi vista. Tiré de la sábana que aún llevaba puesta y corrí hasta la parte de abajo de las escaleras, pero tuve que reducir el paso para poder pasar por los pedazos de vidrio rotos del espejo. Y, justo en la parte de abajo de las escaleras, mi pie descalzo se encontró con algo que no era madera ni vidrio: un recorte doblado de papel.
Era una simple hoja de papel que contenía un montón de instrucciones pintarrajeadas. Un montón de instrucciones pintarrajeadas que me eran familiares. Lo miré fijamente, sin dar crédito, supongo que ahora sabía quién había estado al cargo de la subasta.
Mi cabeza se levantó con el sonido de una explosión y corrí a la recepción; me encontré una parte del entarimado carbonizado y humo. Pero había un frasco roto al lado, así que había sido una poción, no un hechizo. Parecía que los dos hombres estaban demasiado cansados para intentar algo más moderno que el antiguo mano a mano; lo que significaba que tenía unos segundos extra antes de que alguno acabara muerto.
El impacto hizo que uno de los candelabros saliera despedido a un lado y la mayoría de las velas se habían apagado contra el suelo, pero una seguía ardiendo. La puse sobre una esquina del mapa y grité:
—¡Quita el geis o le prendo fuego!
La lucha se detuvo. Mircea levantó la vista; tenía una mano rodeando el cuello de Pritkin, mientras que el mago sostenía el cuchillo que se hubiera dirigido al pecho de Mircea.
—¡Ya lo he hecho! —dijo de pronto Pritkin; veía su cara furiosa incluso con la luz casi inexistente—. No hay ninguna posibilidad de que el contrahechizo no hubiera sido suficiente, ¡si tú no te hubieras opuesto!
—¡Yo no hice nada!
—¡Mientes! ¿Cuál era tu plan? ¿Que tu vampiro encontrara el Códice mientras me distraías? —Me quedé mirándolo fijamente, sin habla. ¡Yo no había sido la que había distraído a nadie!—. ¡Tu intención todo el tiempo fue encontrar el Códice a todo coste!
Sentí mi pecho palpitar con algo similar a la expresión en la cara de Pritkin.
—Bueno, si no era así, ¡ahora sí que lo es! —dije furiosamente.
—¡No te va a servir para nada! —Me miraba con una expresión de pánico mientras una llama pequeña comenzó a quemar la esquina del mapa—. No tiene un punto de partida ya que se le iba a dar verbalmente al ganador de la subasta.
—Entonces buscaré al subastador. Estoy segura de que puede ser razonable.
—A lo mejor, ¡si estuviera vivo!
Mircea abrió la mano y se puso de pie.
—Parece que estamos en un callejón sin salida —le dijo a Pritkin—. Tú tienes el punto de partida, pero no el mapa. Nosotros tenemos el mapa, pero no el punto de partida. Sólo podemos conseguir nuestro objetivo si cooperamos. —Fue un buen discurso, pero él lo completó con una sonrisa que hizo que el mago lanzara una mano a su cinturón que contenía su fila usual de pequeñas pociones mortales.
Las ignoré y miré cómo crecía la llama, acabando con la obra de arte que alguien había pintado minuciosamente al final de la página. Esta parte resaltaba, teniendo en cuenta lo descuidado que estaba el resto del mapa. Particularmente porque no hubiera estado incluido en la versión que un día un anciano apuesto me daría en un bonito jardín francés. Era un uróburo dorado, perfectamente dibujado, sus escamas pequeñas brillaban con la luz de la vela.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Pritkin, mientras las llamas hambrientas seguían subiendo—. Si lo quemas, nunca lo encontrarás. Incluso si el vampiro ha hecho una copia, ¡no contendrá el punto de salida! ¡Y no te ayudará!
—Supongo que tengo que arriesgarme —dije, mirando cómo la llama amarilla brillante consumía el papel.
—¡No puedes estar hablando en serio! —Pritkin se movió hacia mí, pero Mircea le dio un golpe repentino que le dejó perplejo. El mago se cayó al suelo, mirándome fijamente con furia y confusión en su cara.
—No creo que haya hablado más en serio en toda mi vida —le dije sinceramente.
Miró impotente cómo el papel se ponía marrón y se encrespaba y pude ver el momento justo en que sus ojos lo percibieron. Si nadie encontraba el Códice, se borraría lentamente y se escondería en cualquier madriguera que los magos hubieran encontrado para él. Y si alguien alguna vez se lo encontraba, les sería inútil, tanto como si él lo hubiera recuperado y destruido él mismo.
Los tres miramos el papel quemándose hasta que se convirtió en cenizas. Pritkin me miró, tenía una expresión neutra, mientras cuidadosamente pisaba la ceniza con sus talones. Luego simplemente se dio la vuelta y se fue. Un momento más tarde, una luz azul iluminó la parte delantera de la casa como una luz estroboscópica y desapareció.
—No hice ninguna copia —me dijo Mircea tranquilamente—. Puedo intentar reproducirla desde la memoria si quieres, pero era bastante compleja.
—No. —Bajé la vista y miré fijamente el mapa, estaba mareada—. La verdad es que no lo es.
—¿Sabes, dulceaţă? La mayoría de mis citas no han sido tan sucias.
—No te quejes. Debes ver este sitio en doscientos años —le dije, empujando el candelabro hacia él.
Mircea cogió el estante de velas cautelosamente mientras yo le cogí su cuchillo de debajo del uróburo de oro puesto en la línea de calaveras. Salió fácilmente; la escayola apenas había tenido tiempo de secarse. Detrás había un tubo pequeño de piel embellecido con roca sólida. Con un poco de trabajo pude abrir un borde y un segundo más tarde, se deslizó en mis manos. Miré fijamente el cilindro polvoriento de caliza y casi me pongo a llorar.
El punto de partida que el subastador (suponía que era el abuelo de Manassier), le había dicho a Pritkin había sido una farsa. Y las copias de los mapas que había por ahí, supongamos que con su hijo, no le servían a nadie que pudiera encontrarse con ellas. A menos que conocieras el secreto, simplemente ellos enviarían a cazadores de tesoros a una búsqueda inútil. Como uno de ellos hizo conmigo, unos doscientos años después de este momento.
No era de extrañar que a Manassier no le hubiera importado darme el mapa; él sabía que no valía para nada. La pista real había sido el dibujo al final de la página, un dibujo que las copias no habían tenido. Un dibujo que el Pritkin de su época nunca había tenido tiempo de notar.
Fui a tientas para abrir el tubo, mis manos eran torpes tanto por el frio como por la excitación. Al final le cogí las velas a Mircea y le dejé a él que lo hiciera. Una hoja suelta de pergamino salió un momento más tarde, dorada por los años, pero aún perfectamente legible.
—No me lo puedo creer —susurré. Había estado aquí todo este tiempo. Incluso había tocado el símbolo minúsculo que marcaba el lugar. Lo había tocado y luego lo había dejado pasar—. No me creo que ya se haya acabado.
—No se ha acabado —dijo Mircea, examinando una página. Hojeó otras muchas y su ceño se frunció—. A no ser que a lo mejor sepas leer galés.
—¿Galés? —Le quité con fuerza la hoja y un borde frágil se rompió y se cayó al suelo. La cosa se estaba desintegrando prácticamente solo con sujetarla. Fui más cuidadosa después de eso, pero era fácil ver que Mircea tenía razón: todas las páginas estaban cubiertas del mismo tipo de lenguaje codificado que Pritkin utilizaba para tomar sus notas. No podía leer ni una palabra—. ¡Maldita sea!
—No es uno de mis idiomas —dijo Mircea antes de que pudiera preguntar—. No obstante, hay magos en esta época que serían capaces de traducirlo y posiblemente podrían lanzar el hechizo para ti.
Observé como un pequeño rizo al final de una letra lentamente desaparecía. Estaba pegada a la palabra final de la última página: una palabra que ya se estaba borrando. Relájate, me dije severamente. ¿Cuáles son las probabilidades de que sea una parte del hechizo que necesito? Suspiré. Con mi suerte, seguro que eran bastantes.
—Tenemos que darnos prisa —dije, enrollando cuidadosamente las hojas del pergamino.
—Eso no sería acertado; Utilizar la ayuda de magos siempre es peligroso. Tendré que hacer alguna comprobación para estar seguro de que nos ponemos en contacto con uno que no nos traicionará inmediatamente.
—¿Me estás diciendo que todos están tan locos como Pritkin?
—Si reconocen lo que están manejando, seguramente sí —dijo secamente.
Le entregué las páginas a Mircea y volví a poner el marcador de oro en la escayola fría y húmeda. No había necesidad de preocuparse por llevarnos el Códice: el uróburo había permanecido inalterable cuando Pritkin y yo pasamos por primera vez. Todos esos rumores habían sido mentiras: nadie lo había encontrado nunca.
—Creo que sé de alguien que podría ayudarnos, pero tengo que volver a mi época para hablar con él. —Simplemente esperaba tener la fuerza para poder transportamos. Cogí la mano de Mircea: sólo había una manera de averiguarlo.
»Espera —le dije y nos transportamos.