23

Más tarde, tras un corto viaje en una línea ley, estábamos ante una tabla de roble grueso con una aldaba de bronce con la forma de un dragón comiéndose su propia cola. Pestañeé cansada mirándolo. ¿Es que esa cosa me estaba siguiendo? Mircea la golpeó contra la puerta unas cuantas veces, pero no contestó nadie.

—La mayoría de mis sirvientes están en mi finca del campo —me dijo, volviendo a golpear, esta vez más alto—, pero debería haber un guarda aquí. No le gusta viajar.

Miré fijamente la casa, parecía que estaba completamente vacía, y me pregunté si estaba seguro de eso. Sin el maestro en la casa, el guarda quizá se había largado a algún sitio donde no hubiera decapitaciones diarias.

—No creo que haya nadie en casa —me atreví a decir, mirando por la ventana. No podía decir mucho de lo que había dentro ya que había sábanas por encima de todos los muebles, pero parecía tan vacía como la catedral.

Mircea sólo sonrió.

—Es un poco lento.

—Así que cuando dijiste que viviste en París…

—Quise decir aquí. —Mircea se detuvo para golpear la puerta, esta vez sacudiendo la pesada madera—. Antes de unirme al Senado de Norteamérica, pertenecía al europeo, y este tuvo su base en París desde principios de la Edad Media.

Comenzó a golpear la puerta de nuevo y un hombre pequeño con una nariz grande y ojos azules acuosos abrió la puerta. Nos miró de una manera miope, con los ojos entornados desde debajo de una peluca demasiado grande, mientras soltaba una retahíla de francés enfadado. Puntuaba lo que fuera que estaba diciendo con movimientos salvajes de su bastón, pero sin su apoyo perdió el equilibrio y se hubiera caído por las escaleras si Mircea no lo hubiera agarrado.

—¡Malditos jóvenes rufianes! —dijo con ira y mientras tanto intentó morderle la muñeca a Mircea. Pero a pesar de ser un vampiro, parecía que tenía solo un Colmillo y no acababa de morder nada.

—¡Horatiu! ¡Soy yo! —La voz de Mircea hizo eco en toda la calle a pesar de que prácticamente le estaba gritando al oído al anciano.

—¿Eh? —El vampiro entrecerró los ojos, pero aparentemente no hizo que viera mejor.

Mircea suspiró.

—Te di un cordón para tus gafas —dijo, buscando agitadamente en el abrigo del hombre—. ¿Por qué no las llevas puestas?

—Soy un vampiro. ¡No necesito gafas! —informó a Mircea mientras le daba golpes a sus manos. Mircea lo ignoró y al final sacó un par de quevedos. Se los puso encima de la larga nariz del vampiro y le sonrió alentadoramente.

—Soy yo —repitió.

—¡Ya lo sé! —dijo el anciano irritado—. Podrías haber avisado de que vendrías. ¡Dios! No tengo nada preparado —se quejó, pero nos dejó pasar.

Caminamos lentamente por un pasillo y subimos unas escaleras largas. Horatiu llevaba una vela que ondeaba y brillaba intermitentemente, lanzando sombras que saltaban en las paredes; eso hizo que pudiera ver bien por primera vez a Mircea. A pesar de las antiguas libaciones, aún le faltaba la mitad de su ropa, estaba sucio y tenía polvo por encima de lo que aún llevaba puesto, y un hilo de algo que sospechosamente se parecía a un alga marina estaba pegado tenazmente a su pelo. Verlo así era probablemente una experiencia única. La conservaría para siempre en mi memoria.

—Vas a tener que cambiarte antes de que vuelvas a ver a mi otro yo —dije, intentando no reírme—. Algo que se parezca bastante a tu antiguo traje.

Mircea me lanzó una mirada que decía que había notado mi diversión.

—Tengo muchos trajes negros.

—Pero la camisa…

—También tengo unas cuantas de esas.

—¿De verdad? —No me parecía que fueran fáciles de encontrar.

—Así es. Ming-de me envía una cada año para mi cumpleaños.

—Qué amable por su parte. ¿Por alguna razón en particular?

Mircea pestañeó vagamente.

—No creo que quieras decirme lo que el mago quiso decir con lo de pudor indignado, ¿verdad?

—Me lamí los labios, sintiendo un escozor residual en mi lengua que sabía sospechosamente a un mago de la guerra psicópata en concreto.

—La verdad es que no.

—Entonces, creo que también yo me guardaré mis secretos, dulceaţă.

—Sí, pero tú tienes más que yo —murmuré.

Hizo una mueca con una ceja.

—Estoy empezando a imaginarme algo.

Acabamos en las habitaciones de Mircea, que estaban compuestas por un pequeño vestuario y una habitación más grande. El armario pintado que había visto en la MAGIA ocupaba el sitio de honor al lado de un tapiz de seda que mostraba un dragón verde comiéndose su propia cola. Lo miré fijamente fatigada. Estaba empezando a ser escalofriante.

—El uróburo.

—El símbolo de Sárkány Lovagrend —corrigió Mircea; tenía los ojos fijos en Horatiu.

—¿Qué?

—La Orden del Dragón —tradujo, acercándose a su sirviente. El anciano estaba haciendo algo al lado de la chimenea que estaba enfrente de la cama. Tardé un momento en darme cuenta de lo que era porque el montón de papeles que estaba sujetando estaban presionados contra un ladrillo cubierto de hollín a varios pies a la izquierda de la rejilla en lugar de a uno de los troncos polvorientos—. Era una sociedad que el rey Sigismund constituyó en Hungría. Mi padre se hizo miembro y… Deja que yo haga eso —se ofreció Mircea, sus ojos se fijaron en el papel que ardía rápidamente.

Horatiu le dio un golpe en el hombro.

—¿No te he enseñado nada acerca de respetar tu posición social? —preguntó—. Siempre correteando, jugando con los niños de los sirvientes, pensando que esa sonrisa descarada tuya iba a dejar que te libraras de todo tipo de comportamiento irresponsable.

—Así que no ha cambiado nada —murmuré.

Mircea me lanzó una mirada herida, mientras forcejeaba con el anciano para coger el montón de papeles.

—¡Qué llama tan maravillosa! —dijo en alto, tratando de quitarle el papel a Horatiu justo antes de que se le incendiara la mano.

Horatiu contempló el interior frío de la chimenea con orgullo.

—Sí, ¿verdad?

Después de unos momentos, Mircea consiguió hacer que los troncos ardieran.

—Supongo que no hay nada para comer, ¿verdad? —preguntó. No parecía muy optimista, pero de todas formas mi estómago se quejaba con expectación.

—¿De comer? —Horatiu me miró con los ojos entornados. Aparentemente había supuesto que Mircea había traído comida preparada.

—¡Ella es mi invitada! —dijo enfáticamente.

Horatiu susurró algo que sonaba decepcionado.

—Bueno, supongo que puedo salir y tratar de encontrar a alguien —dijo dudosamente— pero con todos los problemas que hay hoy en día, a menudo las calles se quedan desiertas en cuanto oscurece.

—Quiero decir para ella.

—¡Eh!

—¿Hay algo de comida para un humano? —preguntó Mircea pacientemente.

—Bueno, si hubieras avisado —dijo Horatiu susceptiblemente—. No puedo adivinar que vas a traer a uno de ellos a casa, ¿no? Sin mencionar que, en todo caso, la mayoría de las tiendas están vacías, ¡el ejército se lo ha llevado todo!

—Un no hubiera sido suficiente —dijo Mircea. Su mirada hacia mí era de arrepentimiento—. Mis disculpas. Mi hospitalidad normalmente es algo más… hospitalaria.

—No pasa nada. —Me senté en una alfombra de felpa enfrente del calor y extendí mis manos hacia el fuego. Por primera vez esa noche me sentía casi caliente y no tenía que preocuparme por nadie que me asustara.

—Creo que las bodegas están intactas, ¿verdad? —preguntó Mircea.

—Sí, sí, hay cantidad de vino. —Horatiu simplemente se quedó allí de pie, igual que Mircea—. ¿Quieres que vaya a coger una botella? —preguntó finalmente el anciano.

—Eso estaría bien —dijo Mircea amablemente. Horatiu se fue tambaleándose, susurrando palabras tan alto que eran entendibles. Mircea suspiró y comenzó a buscar en un baño turco en una esquina.

—No obstante, es un uróburo, ¿verdad? ¿El símbolo del dragón? —Mis ojos habían vagado otra vez hasta llegar al tapiz. Las escamas del dragón eran verdes y sus ojos, distinguidos en hilo dorado, parecía que se movían en la luz tenue del fuego.

—Supongo que sí —dijo Mircea ausente—. Es un símbolo de protección antiguo, de un cinturón de poder que encajona algo precioso. Y eso es lo que estaban intentando hacer: proteger a Europa de una posible invasión turca. ¿Por qué?

—Sigo viéndolo últimamente, allá donde vaya. Está empezando a asustarme.

Mircea se rió.

—El uróburo es el emblema de los magos. Está por todas partes en nuestro mundo.

—Pero sólo utilizan un simple círculo plateado —protesté. Siempre había pensado que mostraba una falta real de imaginación. Eran la organización mágica más antigua de la tierra y ¿no se les había ocurrido nada mejor?

—La antigua versión de su símbolo era un uróburo. Se estilizó con el tiempo para que fuera más fácil de reproducir. Dicen que lo eligieron porque es el símbolo alquímico de la puridad y las representaciones plateadas de la sabiduría. —El tono de Mircea no dejaba duda de lo que el pensaba acerca de esa afirmación.

—Protección, puridad y sabiduría. —Un montón de cosas me vinieron a la cabeza cuando pensé en el Círculo. Esas tres no estaban en la lista.

Mircea me ofreció una botella polvorienta.

—Burgundy —dijo triunfantemente.

—Pero si acabas de mandar a Horatiu a por vino.

—Sí, un hecho que él recordará quizá unos cinco minutos. —Llenó un par de copas que parecían razonablemente limpias y me dio una.

—Gracias. —Le di un sorbo—. ¿Qué le pasó?

—¿A Horatiu? —Asentí con la cabeza—. Me temo que fui yo.

—¿Qué? Pero, ¿cambiar a alguien tan mayor no se considera un poco… desaconsejable?

—Mucho. —Mircea ignoró su vino y se puso a buscar agitadamente en el armario. Pronto sacó un paquete enrollado en papel que olía a sándalo—. Sí, pensaba que tenía otra. —Levantó una esquina del papel—. Y es blanca.

Acerqué los ojos y la vi. Supuse que era el pequeño regalo de Ming-de.

—Te queda mejor el color —le solté.

Me lanzó una mirada abrasadora por encima del hombro.

—¿Tú crees? La mayoría de las mujeres piensan que estoy mejor sin nada encima.

Cambié de opinión rápidamente.

—¿Entonces, por qué lo cambiaste?

Mircea se encogió de hombros.

—Fue mi tutor de la infancia. Lo visité en su lecho de muerte y encontré su piel tan pálida como las sábanas, pero su mente era tan perspicaz como siempre. Sabía que se estaba muriendo y estaba muy indignado por eso. Estaba allí tumbado, su cuerpo le fallaba y me pidió que hiciera algo, con la misma voz que utilizaba para darme miedo cuando era un niño…

—¿Y tú le mordiste?

—Accedí a su propuesta —dijo Mircea con dignidad.

—Le mordiste.

Suspiró y se quitó la camisa.

—Me temo que sí.

—¿Pero entonces, por qué es así? Si lo cambiaste, ¿no debería tener una visión de vampiro? —Sin mencionar la escucha, el sentido del equilibrio y la habilidad para atravesar una habitación más rápido que una oruga que camina sin rumbo.

—Normalmente sí, pero Horatiu se estaba muriendo cuando pasó por la transformación; si hubiera dudado un poco, se hubiera ido. Y cambiar a alguien con esa salud tan extremadamente pobre es, como tú dijiste, desaconsejable.

—¿Entonces por qué lo hiciste? —Una eternidad como esa no me parecía un gran regalo.

Mircea dio golpecitos en el fuego, no es que hubiera hecho falta que lo hiciera. La habitación ya estaba calentándose muy bien.

—Porque no sabía lo que estaba haciendo —admitió, habiendo torturado a los troncos para satisfacerse—. Te olvidas de que yo no estoy elegido para esta vida; la recibí debido a un odio de una anciana hacia mi familia. Estaba maldito.

—¿Qué tiene que ver eso con Horatiu?

—Todo. No tuve a nadie que me aconsejara, dulceaţă. Nadie que me diera ningún conocimiento de mi nuevo estado. Quizá en otra época hubiera sido distinto. Hoy, el mismo Senado supervisa a esos vampiros sin amo cuando se crean, aunque son pocos. Pero entonces… nada era tan simple. No sabía que este sería su destino.

—Nunca pensé en lo que tuvo que haber sido para ti —dije lentamente—, despertarte de repente cambiado.

Sonrió sombríamente.

—No fue tan rápido como piensas. Fue una semana antes de que la transformación se completara e incluso entonces… esas cosas eran fábulas, ¡historias que se contaban para asustar a los niños! ¿Cómo me podía haber pasado una cosa así? A mí, ¿un buen católico?

—Pero el vampirismo es una enfermedad metafísica. No tiene nada que ver con…

—Pero yo no sabía eso, Cassie. No sabía nada. Podía entrar en una iglesia, rezar el rosario, hacer cosas que siempre me habían dicho que eran imposibles para los malditos. Aun así, la luz del sol por la que había caminado toda mi vida de repente me quemó, la comida de mi juventud ya no me alimentaba e incluso mi cuerpo estaba cambiando en modos que, en el momento, me horrorizaban. No quería ver más que los demás, oír cosas que mejor era no saber, dar vueltas en mi cama, sintiendo cada latido de mi corazón en un kilómetro a la redonda llamándome a voces…

—No obstante lo aceptaste con el tiempo;

—No sé si esa es la palabra que usaría —dijo Mircea secamente. Se quitó los pantalones sucios con naturalidad, los puso encima de la cama y comenzó a cepillarlos—. Me negaba, no quería admitir lo que me estaba pasando.

—¿Cuándo cambió eso?

—Cuando la nobleza me descubrió. Nosotros éramos una monarquía elegida, cualquiera con el linaje correcto era un candidato, y ellos habían decidido apoyar a una rama rival de la familia. Y en aquellos días, la manera común de cambiar el poder era matar a los que lo tenían.

Había escuchado esta historia de su cambio hacía mucho tiempo, pero él hizo que pareciera una gran aventura. Ahora, no parecía que fuera así. Estaba empezando a sospechar que la versión que había recibido cuando era una niña había sido un relato altamente selectivo.

—Primero mataron a mi padre. Él me había mandado a una cruzada desventurada contra los turcos y a pesar del hecho de que las tropas que yo dirigía se habían defendido bien, perdimos la guerra. A partir de entonces ya no fui tan popular para la nobleza que no se había movido para ayudar con la lucha. Hacerme ver su muerte fue con la intención de un castigo merecido.

Se detuvo para cepillar una mancha particularmente difícil; luego continuó.

—Le arrancaron el cuero cabelludo, un truco que habíamos aprendido de los turcos. Les arrancaban la piel de la cara mientras las víctimas aún vivían, torturándolas y haciéndolas irreconocibles al mismo tiempo. Cuando acabaron, me taparon los ojos con agujas calientes para que su cuerpo mutilado fuera la última cosa que viera. Entonces me quemaron vivo.

—¡Por Dios!

—Me quedé allí tumbado, escuchando la tierra caer sobre mi tumba y asumí que ese era el final —dijo, sentado en el borde de la cama para volver a ponerse los pantalones—. Esperé a quedarme sin aire, a la muerte, al juicio, a algo… pero pasaron las horas y no ocurrió nada. Nada excepto que mis ojos se repararon y me permitían ver a pesar de que allí no había luz. Al final tuve que enfrentarme al hecho de que algo un poco… extraño… estaba pasando.

—¿Qué hiciste?

Mircea se encogió de hombros.

—Excavé para salir. Había llovido por la noche y la tierra estaba suave. De otra manera no lo hubiera conseguido. Después de eso, me eché en la tierra húmeda, tragando el aire que claramente ya no necesitaba y me pregunté qué es lo que iba a hacer. Era un monstruo; al final tuve que aceptar eso. Pero era uno malditamente débil. No me había alimentado desde el cambio y mi cuerpo había tenido que reparar el daño considerable de la lucha y la tortura que le siguió a esa lucha. Sabía que no estaba en estado de enfrentarme a ellos.

—¿Cómo sobreviviste? —le pregunté urgentemente. Realmente quería saberlo. Nuestras situaciones no eran idénticas, pero había bastantes similitudes y esperaba alguna información sabia para mí. Mircea no había sabido ser un vampiro, así como yo tampoco sabía cómo ser una pitia. Pero él lo había logrado.

—Con suerte y alguna ayuda puntual —dijo después de una pausa—. Mi ropa, aparte de la sucia que llevaba puesta, el dinero y las pertenencias estaban en Tirgoviste, donde vivían muchos de aquellos que habían intentado matarme. Tenía que arriesgarme a volver y tuve la mala suerte de que uno de mis atacantes me vio. No se dio cuenta de lo débil que estaba y no se atrevió a cogerme, pero corrió a avisar a los demás.

—Pero si te acababan de quemar, ¿por qué iban a creerle? —La mayoría de la gente preguntaría a alguien que venía contando historias de muertos que caminaban si quizás había estado bebiendo demasiado.

Antes de responder, Mircea vino y se juntó a mí. Ya que estaba sentada al lado del fuego, demasiado cerca de las chispas aleatorias de fuego para el gusto de un vampiro, el movimiento me preocupó, al igual que la sonrisa despreocupada en su cara.

—Hablas como una mujer moderna real —dijo delicadamente—. Pero en aquella época, mucha gente aceptaba las antiguas leyendas de nosferatu como un hecho. Y sabían cómo tratar con cualquiera de nosotros que se atreviera a mostrar la cara.

Se sentó y se relajó, metiendo sus pies descalzos en la moqueta profunda y sus ojos se quedaron fijos en el dobladillo de mi vestido. Bajé la vista sólo para darme cuenta de que las punteras sucias de las botas de Pritkin se dejaban ver por debajo de la seda. Me había olvidado de que las llevaba puestas, tal y como él había olvidado buscarlas. Me sentí ruborizada por el recuerdo de por qué habíamos estado tan distraídos.

Intenté meter el pie debajo de la tela, pero no funcionó. Mircea se puso de rodillas frente a mí y puso mi pie en sus manos, mirando fijamente la bota sucia y pesada con incredulidad.

—¿De dónde has sacado esto?

—Eh… —Era más o menos del número 43 y obviamente eran de hombre.

Mircea raspó un poco de barro que cubría el talón y apareció un cuchillo. Se calló al suelo, haciendo un pequeño ruido vibrante y los dos nos quedamos mirándolo un rato.

—¿Llevas puestas las botas del mago?

—Técnicamente son botas.

Los ojos de Mircea se entrecerraron.

—Sí, eso ya lo veo. ¿Por qué las llevas puestas?

—Tenía los pies fríos.

—¿Y él tuvo un gesto caballeroso? —Su tono era sarcástico.

—No exactamente.

—Le robaste los zapatos. —Mircea sonaba como si no acabara de creérselo.

—Botas. Y exactamente no… Es decir, en ese momento no las estaba usando.

—¿Y por qué no?

—Eh…

Mircea me quitó la otra bota ofensiva y lanzó las dos al otro lado de la habitación. Aterrizaron haciendo un ruido contra el revestimiento de madera pesado e hizo que un aguacero de suciedad apelmazada se esparciera por toda la habitación. Lo que le dejó mirando fijamente los calcetines de Pritkin.

Estaban tejidos de una lana gris áspera que no pegaba ni con cola con mi vestido y, como las botas, eran muy grandes. Mircea no hizo ningún comentario esta vez, simplemente tiró de ellos con fuerza y los lanzó igual que los zapatos.

—Se me van a enfriar los pies —protesté.

—Te encontraré algo más apropiado —me informó sucintamente poniéndome el pie en su regazo.

Aún no se había abrochado la camisa y cuando se movió, la luz del fuego hizo cosas impresionantes en los músculos de su pecho. Comenzó a acariciarme los pies, demasiado fuerte para que me hiciera cosquillas y me sentaba tan bien que tuve que apartar la vista. Era un error dejarle saber que se estaba acercando a mí, pero era eso o me levantaba y me movía: una bandera roja incluso más grande.

—¿Cómo saliste de allí? —le pregunté cambiando de tema.

—¿Salir de donde?

—De la ciudad.

—Con la ayuda de Horatiu —dijo, acariciando mi empeine con caricias calientes y firmes. Tenía unas manos increíbles, largas, finas y expertas, y el calor de su tacto a través del filtro de mi media de seda era más que un poco desconcertante.

—Supongo que entonces él era más joven, ¿no?

—Unos cuantos años. La permanencia de la familia en el trono nunca había sido del todo segura y nos habían entrenado desde la infancia para que estuviéramos preparados para escapar cuando nos avisaran. Horatiu recuperó mis fondos de emergencia, algo de ropa y un caballo y me escondió hasta el anochecer. Me estaba preparando para irme cuando se subió en el caballo e insistió en venir conmigo hasta la frontera. Intenté disuadirle, pero fue más cabezota que nunca. Y afortunadamente vino conmigo. No lo hubiera podido conseguir solo, no en aquellos primeros meses. Incluso con su ayuda, a veces casi no pudimos escaparnos.

Le cogí la mano, necesitaba romper el contacto para poder pensar.

—¿Hay algo que harías diferente?

Mircea dejó su mano aún apoyada en la mía, aunque la otra seguía cogida a mi pierna, aquellos dedos largos enrollaron mi tobillo.

—En ese momento creía que estaba haciendo lo único que podía hacer. Me iba a ir hasta que dejaran de buscarme, hasta que me hiciera lo bastante fuerte para defenderme y los vientos políticos volvieran a cambiar. Pero me fui demasiado pronto, con demasiadas cosas por hacer. Alguno de mis errores los rectifiqué más tarde, pero otros… no se podían redimir.

Eso tenía que haber sido verdad, pero no era lo que necesitaba oír.

—Si fueras a darle a tu antiguo yo algún consejo, ¿qué le dirías?

Mircea se quedó en silencio un largo momento.

—Que cuando te vuelves algo más, a menudo tienes que abandonar algo para reclamarlo.

—¡Eso no suena muy útil!

—Quizá no, pero no hay normas fuertes y rápidas para la supervivencia. Hice lo que todos hacen cuando se enfrentan a algo que creemos que está más allá de nuestras habilidades.

—¿Y qué fue lo que hiciste?

—Lo mejor que pude.

—¿Y cuándo eso no era lo bastante bueno? —susurré, admitiendo finalmente lo que había intentado no pensar. Que yo no era lo bastante buena. La antigua pitia lo había dicho ella misma y yo estaba comenzando a pensar que había sido una profecía: o sería la mejor de nosotros o la peor. No tenía ni idea de lo que significaba la primera parte, pero realmente veía lo último como una posibilidad.

—Encontré ayuda.

—¿Como cuál?

—La familia —dijo simplemente—. Estaban a mi lado. Me dieron algo por lo que luchar aparte de por mi propia supervivencia. Me ayudaron a creer que triunfaríamos, incluso cuando yo mismo muchas veces lo dudaba.

—La familia —repetí lentamente. La mismísima cosa que yo no tenía.

—No la de nacimiento. Esa estaba destrozada, primero con la muerte de mi padre y luego por la traición de Vlad. Pero con el tiempo construí una nueva. Tenía a Horatiu, luego a Radu y a la larga a otros.

Un gran consejo… para otro vampiro. Pero yo no podía simplemente salir y conseguir una familia por mí misma. Y todos los que había tenido habían desaparecido por asesinato, traición o por mala suerte.

—Bueno, algunos de nosotros no tenemos una familia en la que apoyarnos —le dije agriamente.

—Tu tienes una familia, dulceaţă —me dijo, acercándome a él. Se movió lentamente, dándome tiempo para protestar, para que me apartara. Cuando no lo hice, una mano rodeó mi cintura y la otra— cubría mi cuello, su tacto era cuidadoso pero seguro.

»Siempre has tenido una.

—La familia te es fiel a ti, no a mí.

—Pero como yo te soy fiel, es lo mismo.

—¿Me eres fiel? —Busqué su cara. Era preciosa, las llamas bailaban en aquellos ojos oscuros y brillaban en su pelo. Y como era habitual, no me dijo absolutamente nada—. Soy vidente, Mircea, no telepática. Ni siquiera soy mejor que un vampiro para saber si alguien está mintiendo o no.

—¿Qué sientes? —Respiraba suavemente por la boca y lo sentí en mis labios, caliente y pesado. Durante un segundo, el recuerdo de su boca era tan vivido que no estaba segura de si nos estábamos besando en ese momento o no. Era demasiado fácil imaginarse amar a Mircea, pero era incluso más fácil imaginarse los problemas que eso podría acarrear.

—¡En lo último que puedo confiar es en mis sentimientos! —le dije inestablemente—. ¡En especial en lo que siento por ti!

—¡Ay, dulceaţă! —murmuró—. Aprenderás como yo lo hice: la familia es la única en la que puedes confiar.

Me cogió la cara con sus manos y sonrió contra mis labios, y cuando lo sentí, tampoco pude evitar reírme. Podía sentir su risa ahogada donde mi mano descansaba contra su pecho, y el sonido sordo de su corazón cogiendo velocidad. Me pegué a él, mis manos encontraron piel caliente debajo de su camisa y se extendía por su espalda.

Cuando por fin me besó, no tuvo nada que ver con el tacto de Pritkin. Mircea besaba con firmeza, pero sin vehemencia. En lugar de apretarme con fuerza, ahogándome, me besó con una ternura tal que me arrebató los sentidos. Su mano me acariciaba la mejilla mientras que su lengua provocaba la mía, caliente y sedosa, convirtiendo lánguidamente la dulzura en calor. La única palabra para describir el modo en el que Mircea besaba era «exuberantemente».

—Tienes la piel fría —murmuró, colocándome contra él. Sentía el calor de su cuerpo en mi espalda mientras el fuego me calentaba por delante. Mi vestido se había subido hasta las rodillas y el calor seco de las llamas me sentaba muy bien en las piernas.

Sabía que no podía dejar que esto continuara, pero estaba agotada y mis defensas estaban bajas. Y oía una voz familiar por detrás: la que me decía que podía ponerle freno a esto en un minuto. Nada pasaría en solo un minuto. Sería tan cuidadosa… Una de las manos de Mircea estaba en mi cintura, mientras que la otra se abría paso debajo de mis enaguas, rozando mi pantorrilla izquierda antes de que se deslizara a la parte de atrás de mi muslo. Comenzó a acariciarme lentamente, haciendo pequeños círculos a través del material de seda. De repente mi pulso comenzó a ir rápidamente, se me nubló la visión y mi piel se calentó.

—No podemos —le dije, insegura, intentando recordar por qué esto era tan importante.

Sus dedos habían encontrado la cinta en la alto de mis braguitas; apretaban, doblaban y desdoblaban, raspando las uñas afiladas sobre el encaje. Cuando se sumergieron por la parte de arriba, no pude hacer nada más que temblar.

—Sí, estoy completamente seguro de que podemos —dijo.

Le miré a los ojos que rebosaban calor y satisfacción, y sentí algo dentro de mí que se extendía, que se descomprimía. Era como si hubiera estado allí todo este tiempo, pero no hubiera tenido espacio hasta ahora. De repente, yo también temía que pudiéramos.