22

No había sido difícil coger la línea con la ayuda del orbe, especialmente cuando ya sabía dónde estaba. Pronto descubrí que llegar a algún sitio era un poco más difícil. Con Mircea había pensado en las líneas como ríos de energía, pero ésta era más como los rápidos, con golpes, corrientes y remolinos que me golpeaban por todas partes.

La burbuja de protección que me proporcionaba el orbe evitaba que la corriente de energía me carbonizara, pero eso era todo: no había volante, ni cinturón de seguridad y lo que era peor, no había frenos. Me golpeé primero contra un lado y luego contra el otro, antes de que la cosa se pusiera completamente hacia arriba y mi cuerpo dio un vuelco completo hasta que fue atrapado por la parte de abajo de la esfera. Era una noria infernal y no sabía cómo salir de allí.

Enrollé mi botín robado y até precipitadamente mis enaguas alrededor para evitar que se lanzara hacia todos los sitios. Luego comencé a intentar imaginarme cómo funcionaba esa cosa. Mediante pruebas y errores, descubrí que podía manejar el pequeño círculo de protección al presionar un lado u otro del orbe, aunque no tenía nada que ver con lo fácil que Mircea lo había hecho parecer. Un pequeño giro podía hacer que me lanzara en esa dirección por lo que parecía que era una milla. Rápidamente aprendí a reducir los movimientos, acariciando el orbe con pequeños movimientos de mis pulgares.

Era casi tan fácil como dirigir una pelota de plástico de playa a través de la marea entrante usando palillos chinos, pero poco a poco fui haciéndolo mejor. Me las apañé para colocarme cerca del lateral de la línea, que es donde la gente parecía que entraba y salía. El flujo aquí era más rocoso, no era tan estable como en el medio de la corriente y me sacudía incluso más cuando intentaba devolver la burbuja a mi mundo.

Parecía que la línea ley tenía una clase de piel estirándose sobre ella, formada por bandas extragruesas de energía que hacían el salir de allí incluso más difícil de lo que me esperaba. Cada vez que empujaba la línea, se ponía en su sitio otra vez, obligándome a tener que pasar tiempo volviendo a maniobrar para volver a la posición. Pero al final conseguí el camino correcto y la mitad de la burbuja liberó el campo de energía.

Y aquí es donde las cosas fueron de mal a peor, a mucho peor.

El orbe mantenía mis pies y piernas en su sitio, suspendidos en la corriente de energía que venía en contra y que giraba, pero supongo que no funcionaba más allá de los confines de las líneas, porque la parte de mí que estaba en la parte de afuera estaba totalmente expuesta a los elementos. Me encontré colgada boca abajo, con el pelo al fuerte viento, sobrevolando a gran velocidad la ciudad oscurecida. Mis ojos se llenaron de lágrimas con el impacto del aire frío, pero si los entrecerraba, podía ver el Sena brillando abajo, muy abajo, retorciéndose por París como una serpiente plateada. Lo había olvidado: las líneas ley no siempre siguen la tierra.

No podía chillar, había demasiado aire en mi cara y apenas podía ver. La bolsita que había hecho con mis enaguas aseguraba que no se pusieran delante de mi cara, pero seguía chocando conmigo, lo bastante fuerte para que me doliera. Maldita sea, ¿qué era lo que llevaba Pritkin encima?

Era incluso peor, aunque el campo de gravedad que la línea aplicaba estaba evitando que cayera hasta morir, no aguantaría una vez que el orbe se liberara completamente. No parecía que fuera a pasar mucho tiempo para que eso ocurriera, porque cada vez veía más de mi cuerpo y no sabía cómo pararlo.

Tampoco sabía cómo utilizar mis protecciones rudimentarias como un paracaídas, aunque fueran lo bastante fuertes para soportar mi peso, cosa que dudaba. Aparentemente los magos de la guerra aprendían todos los tipos de usos para su protección personal, pero como le había recordado una vez a Pritkin, yo no era uno de ellos. Observe el río pulsante de energía que había a mi alrededor y me pregunté si me había enroscado completamente. Entonces la línea se cayó en picado de repente, como una montaña rusa invisible y se dirigió directamente hacia el suelo.

Entonces sí que grité, aunque el sonido arrancó de mi garganta y se fue antes de que pudiera oírlo. Mis oídos estaban llenos de viento apresurado y vértigo mientras la línea daba vueltas y giraba y de repente volvió a ir hacia arriba. Durante los siguientes minutos, subía y bajaba, daba vueltas y se desplomaba hasta que estuve tan mareada que ya no sabía hacia dónde se dirigía ni lo que hacía.

Colgada por sólo una pierna, cuando mi cuerpo estaba casi a punto de soltarse de la pequeña protección que el orbe proporcionaba, vi una sombra gigante y oscura apresurándose hacia mí. Podía ver la línea hacia delante y estaba volviendo a subir, alto, tan alto por encima de la ciudad que si me caía, no habría nada que pudiera recogerme. Tenía que coger esa sombra, fuese lo que fuese.

Tiré con fuerza, liberándome centímetro a centímetro, mientras la burbuja se hacía más grande. Era un edificio de algún tipo, pero no pude distinguir los detalles. Tenía el pelo en los ojos, oscureciendo la pequeña visión que el viento y las lágrimas de puro pánico habían dejado. Saqué una mano fuera a ciegas y allí, sin saber de dónde, una criatura con cuernos con una expresión aburrida saltó frente a mí.

Mi pie se liberó de la línea y todo mi peso de repente estaba colgando de mis brazos; brazos que habían agarrado al monstruo y no iban a dejar que se marchara. Mis pies se abrieron hacia afuera sobre la nada, antes de golpear con la fuerza de la inercia el lateral de algo duro. El impacto hizo que un escalofrío torturara mi cuerpo y por un momento dejé de agarrar. Pero la criatura no se movió, ni siquiera se inquietó, y volví a agarrarla fuerte.

Después de unos segundos intentando recobrar la respiración, entorné los ojos a través de una cortina de pelo enredado y vi una cara como un perro con una mirada lasciva sacándome la lengua. Parpadeé, pero su expresión no cambió. Después de otros pocos segundos, mi cerebro se recuperó y me informó de que lo que fuera lo que mis manos estaban sujetando con fuerza no estaba vivo.

Estaba suspendida de una gárgola de piedra que estaba en guardia sobre lo que probablemente había sido una vista panorámica de París durante el día. Debajo, luces pequeñas alumbraban por momentos pedacitos del mundo entre las sombras y un trocito de luna bailaba sobre el Sena. Estaba en lo alto de Nôtre Dame. De alguna forma había completado el círculo.

Mis brazos estaban cansados, me dolían los hombros y había un camino muy largo hasta llegar abajo. Con un montón de maldiciones acalladas, arrastré mi cuerpo hasta el lado del parapeto y salté al suelo. Mis rodillas se aflojaron y me senté repentinamente, aferrada agradecidamente a la sensación divina de una superficie que no se movía. El suelo de piedra estaba frío y húmedo con nieve medio derretida, pero durante un segundo pensé seriamente en besarlo.

Parecía que las estrellas estaban girando alrededor de mí, así que me quedé allí sentada, jadeando, hasta que se detuvieron. El orbe había aterrizado a unos metros de mí y lo observé mientras pulsaba su extraña luz contra la pared alta de piedra del parapeto. Me di cuenta de que al menos Pritkin no podría seguirme, y la idea me alegró inmensamente.

Comencé a buscar por la zona la ropa de Pritkin que se había esparcido por todos sitios cuando aterricé y se soltó el nudo de mis enaguas. La recogí y la puse en un pequeño bulto frente a mí y comencé a examinar detalladamente cada pieza. Me había llevado un par de pantalones de lana, una camisa blanca de lino con cordones en el cuello y en las muñecas, un cinturón lleno de pociones, un par de botas de piel fuertes y calcetines de lana calientes.

Miré lo último con un remordimiento de culpa. No me había esperado que él fuera tan literal para que incluso se quitara lo que llevaba en los pies. Aparentemente él había creído que un trato era un trato y no había hecho ninguna excepción a lo que le había pedido. O a lo mejor, se había sentido mal por someterme a eso. Quizás había pensado que se merecía unos dedos de los pies fríos, al menos… Vale, no. Seguramente no fue así. Pero aun así, los calcetines hicieron que me sintiera mal.

No obstante, no lo bastante mal para no ponérmelos. Las botas eran demasiado grandes, pero también me las puse, atándolas lo más fuerte que pude. Había perdido mis zapatos en algún sitio de París y no iba a ir a buscar a Mircea descalza.

Examiné todo dos veces, luego de nuevo, otra vez, comprobando cada costura por si tuviera compartimentos escondidos. Incluso puse las pociones a la luz por si acaso hubiera rellenado alguna de ellas con un trozo de papel, pero no hubo suerte. El mapa no estaba allí.

Claro que no, pensé furiosa. Yo había esperado que él hubiera estado tan predispuesto a dar por supuesto que yo lo había robado que él no había comprobado nada a fondo antes de acusarme. Pero parecía que había dicho la verdad. Realmente lo había perdido. Y eso significaba que podía estar en cualquier sitio: aún en la barcaza, pisado bajo los pies en la batalla o se le había caído cuando se quedó colgando de sus protecciones diez veces sobre la ciudad. Nunca lo encontraría.

Me levanté de puntillas y me incliné sobre el parapeto para ver si se había caído algo abajo. Por casi todos sitios el cielo era más brillante que la ciudad, con edificios que lanzaban sombras negras que eliminaban todo en su camino, como si partes grandes del mundo hubieran desaparecido. Pero la famosa ventana rosa brillaba tan resplandeciente como un reflector en el cielo negro que iluminaba la superficie de adoquines delante de las puertas principales de la catedral. Allí no había nada.

Seguí allí de pie, intentando pensar qué hacer, cuando un resplandor amarillo y brillante iluminó el cielo nocturno. Miré arriba y vi la mitad de un mago de la guerra desnudo y enfurecido inclinado fuera de la línea ley; su pelo golpeaba su cara lívida mientras me miraba directamente. Chillé y anduve a tropezones hacia atrás, maldiciéndome. Parecía que Pritkin no estaba tan agotado como yo pensaba. Y con sus protecciones intactas, él no necesitaba ropa ni juguetes para acceder a las líneas ley. Vi sus armas en mis enaguas transparentes y corrí a por ellas.

Aterrizó justo detrás de mí, sus ojos eran salvajes, le salía humo del pelo debido a la energía que se había filtrado por sus protecciones puestas a prueba. Por primera vez parecía el hijo de su padre. Miré a mi alrededor desesperadamente y descubrí una puerta de madera dentro de la torre de la campana. Gracias a Dios no estaba cerrada con llave.

Miré a Pritkin durante una décima de segundo y giré. Casi ya había llegado a la puerta, estaba sólo a unos pocos pasos detrás de mí, como si no hubiera roto el paso al dejar la línea detrás. No intenté razonar con él: su expresión me decía cómo iba a resultar todo. Le golpeé con la puerta en la cara, eché el pestillo y huí.

Las escaleras en espiral y claustrofóbicas eran tan estrechas que mi vestido pasaba rozando los dos lados y todo estaba completamente negro excepto por la tenue luz del orbe y las pequeñas ventanas alargadas ocasionales que mostraban trocitos de lo ligeramente menos negro que había afuera. Como mucho podía ver dos escalones delante de mí mientras zigzagueaba escaleras abajo, intentando darme prisa sin resbalar con piedras que ya estaban lisas por los cientos de años de uso.

Escuché una colisión detrás de mí y trocitos en llamas de madera cayeron en cascada por los escalones junto con un montón de chispas. Por suerte, las curvas de la escalera me protegieron de la mayoría, pero él tenia que atravesar un campo de minas de astillas en llamas con los pies descalzos. Por desgracia para mí, parecía que lo hacía muy bien.

Me cogió cuando apenas había llegado a la mitad de las escaleras y el impacto hizo que perdiera el equilibrio. Nos caímos, la mitad de la caída rodando por la espiral estrecha y girada. Había estado sujetando el contenido de su cinturón de pociones en el pliegue de mi vestido y cuando me caí, los frascos pequeños se cayeron por todos los sitios. Algunos se cayeron junto a nosotros, mientras los otros explotaron contra las paredes, inundando la escalera con un hedor punzante que inmediatamente llenó mis ojos de lágrimas. Tuvo que haberle dado algo a Pritkin porque maldijo y me soltó.

Le escuché caer, pero no pude ayudarlo. Perdí mi agarre en el orbe, que se fue rebotando escaleras abajo, desapareció alrededor de una curva y dejó la escalera completamente a oscuras. La única razón por la que no lo seguí era porque había puesto mis uñas en una de las ventanas pequeñas, la única tracción posible. El hedor de las pociones era increíble, pero el aire frío de la noche que entraba por la ventana me permitía respirar. Me quedé pegada allí, esforzándome en escuchar por encima de mis propios jadeos, pero no había otro sonido que no fuera el del viento en la parte de afuera.

—¿Estás herido? —grité finalmente, pero solo me respondieron ecos. No escuchaba mucho más que un gemido desde abajo. De repente la escalera estaba misteriosamente tranquila.

Me mordí el labio, pero en realidad no había nada en lo que pensar. Aunque me hubiera preocupado por Pritkin, no había otra salida. Sólo había una escalera desde la torre de la campana y yo estaba en ella. Y el viaje por la línea ley era imposible con el orbe en la parte de abajo de las escaleras, aunque estuviera dispuesta a volver a arriesgarme.

Después de otra respiración profunda, me arriesgué a través de un miasma de humos y frascos hechos pedazos que crujían bajo mis pies. En la parte de abajo de las escaleras, el orbe se había detenido en una puerta de madera que probablemente daba al exterior. Al lado de su charco pequeño de luz estaba Pritkin tirado en un montón arrugado, sin moverse. Me olvidé de la precaución y corrí abajo hasta los últimos escalones, me puse de rodillas en el pequeño espacio que había antes de la puerta y desesperadamente busqué el pulso bajo la piel de su cuello.

Estaba caliente, lo que me tomé como una buena señal, pero durante un buen rato, no pude sentir nada más. Mechones pesados de pelo se habían enrollado en su cuello y los solté antes de volver a intentarlo. Casi sollozo de alivio cuando al final encontré un pulso que palpitaba fuerte y seguro bajo mis dedos. Pero una humedad pegajosa goteaba de su mandíbula hasta mi mano y después de una pequeña exploración, encontré un corte que parecía desagradable en su cuero cabelludo y otro en su brazo.

Abrí la puerta para que salieran algunos de los vapores y me giré; me encontré a Pritkin de pie.

—Simplemente es justo —dijo de mala manera, antes de cogerme por los hombros y golpearme contra la roca implacable de la pared.

—¡Déjame! —Me giré y luché, pero él me sujetó mientras sus ojos hicieron un repaso visual al desnudo con la luz débil del orbe.

—¡Dámelo!

—¡No lo tengo!

—¡No me mientas más! —siseó Pritkin.

—¡Nunca lo encontré! —grité, empujándolo, pero sin llegar a ningún sitio—. Ahora suéltame o te juro que…

Hizo que me callara besándome fuerte y enfadado, tan enfadado que no sabía qué hacer excepto dejarle que me silenciara tragando todo mi aire. Curiosamente era como si me estuviera gritando de una manera nueva, ya que los últimos gritos no habían funcionado. Sentí el rasguño de su barba de tres días y el hundimiento de sus dedos a través de la seda, apretándome más fuerte, luego se separó, aquellos ojos como el hielo eran vibrantemente verdes.

—¡Dámelo!

Me quedé sorprendida por la lucha durante un momento, luego lo miré fijamente, jadeando. Tenía sangre secándose en la piel de su frente y una herida abierta en su barbilla, pero sus ojos brillaban con más luz que nunca. Un calor dulce y pesado comenzó a extenderse dentro de mí y a pesar del frío, podía sentir el sudor brotando por la superficie de mi piel.

De repente, la idea de Pritkin como medio íncubo me pareció posible por primera vez.

La sugerencia surgió por mis venas, casi como una droga.

—Estaba buscándolo cuando me atacaste —le dije sin luchar. Estaba diciendo la verdad y necesitaba guardar mis fuerzas para escapar—. Creía que lo llevabas encima pero no estaba en tu ropa.

—¡Te he dicho que no me mientas más! —Pritkin volvió a besarme fuerte, poniendo mi labio inferior entre sus dientes y mordiéndolo. Sus labios estaban fríos y un poco agrietados por el viento invernal, pero su beso era intenso, profundo y voraz. Mi corazón se aceleró, instintivamente traté de escabullirme, pero me resultó imposible resistirme. De repente, mis manos estaban agarrando fuertemente sus hombros, mis uñas estaban clavadas en el grupo de músculos que se encontraban allí y lo estaba besando también, brutalmente.

Envolví mi pierna derecha alrededor de la suya, sintiéndole duro contra mi muslo vestido de seda, mientras él rompía los cordones que tenía en mi espalda. No llevaba mucho debajo del vestido, era tan apretado que no me había hecho falta llevar un sujetador, algo que se hizo obvio cuando me bajó el vestido hasta la cintura. El sentimiento del aire frío sobre mi piel me devolvió de nuevo a mi cuerpo, mientras él recorría mi piel con sus manos. La única satisfacción menor era que él no tenía mucho mejor aspecto que yo. Su piel brillaba por el sudor que le salía del pelo y bajaba hasta su cuello. Y a pesar de todo, yo quería enterrar mi cara en ese pelo sucio, chupar esa piel brillante y morder ese hombro flexionado.

—¿Dónde está? —Me agarró por los hombros, sacudiéndome bruscamente. El movimiento hizo que el vestido se cayera incluso un poco más, el forro de seda se deslizó por mi cuerpo con un suave siseo hasta que se arrugó en mis pies, la tela transparente parecía un montón de envoltura plástica. Me quedé allí de pie, muerta de frío, sólo con unas bragas, unas medias y las botas grandes de Pritkin.

La rabia y el dolor se condensaron en mi garganta durante un momento, así que todo lo que pude hacer fue mirarlo, con los ojos ardientes, mientras continuaba su búsqueda. No me desvistió, pero sus manos recorrieron cada pulgada de mi cuerpo, deteniéndose solo en lo alto de mis botas robadas.

—¡No lo llevas encima! —Miró hacia arriba con reproche; sus manos aún seguían en mis pantorrillas.

—¡Ya te lo dije! —Me costó un mundo no golpearle en la cara.

—¡Tuviste tiempo de esconderlo!

Comenzó con los cordones de las botas mientras yo intentaba pensar enfurecida. No creía que otro rechazo me hiciera ningún bien, no cuando ni siquiera me estaba escuchando.

—¿Reduce tu energía, verdad? —dije en lugar de eso—. Seducir a alguien que se resiste.

En un segundo, tenía mis muñecas inmovilizadas contra la roca, sus caderas presionadas contra mí, entre mis piernas.

—No cuando prácticamente te mueres por eso —dijo suavemente—. Tiene que ser poco satisfactorio estar al lado de un cadáver, noche tras noche. Puedo sentir la frustración en ti, la desesperación, la necesidad.

Levanté la vista y miré fijamente los ojos verdes que brillaban tanto que podrían haber estado en llamas. Y por un momento extraño y fuera de mí, realmente quise arrancárselos.

—¡Al menos yo sé lo que es Mircea! —le solté—. ¿Pueden decir lo mismo tus amantes?

El golpe iluminó sus ojos durante un instante antes de que se ocultara detrás de la certeza de que estaba fanfarroneando.

—¿Y qué soy?

Él había tenido que averiguar mi punto débil sintiendo la concentración de emoción de semanas combatiendo contra el geis, pero sin saber el motivo real. Pero yo no tuve que especular sobre el suyo.

—Lo supe en cuanto te vi —le dije toscamente, odiándome incluso mientras pronunciaba las palabras. Nunca es más fácil clavar el cuchillo que descubrir los secretos de alguien en el que una vez confiaste lo suficiente, pero no tenía otra opción. Si él volvía a insinuarse, no sé si tendría la fuerza suficiente para combatirle—. Eres medio íncubo.

Una mirada atravesó la cara de Pritkin por un instante, como si le hubieran dado una bofetada fuerte y estuviera intentando disimular, cuánto le dolía.

—¿Cómo lo supiste?

Ignoré la pregunta. Debía hacerlo mientras tenía su atención o quién sabe dónde acabaría todo esto.

—Si estoy mintiendo, ¿por qué iba a coger tus cosas? —pregunté, mi corazón golpeaba duramente—. Me podía haber ido mucho antes de que tú aparecieras si no me hubiera tomado mi tiempo para buscar en tus pertenencias. ¿Para qué hacer eso si ya tuviera el mapa? ¡Ahora suéltame!

Durante un segundo, algo de duda centelleaba detrás de sus ojos. Luego su barbilla se movió hacia afuera en una obstinación que me resultaba familiar.

—Dejaré que te vayas cuando me devuelvas lo que es mío.

—No te puedo devolverlo que nunca tuve —le solté, intentando liberarme de él con todas mis fuerzas. No vino tras de mí y recogí con fuerza mi vestido, antes de recordar que era inútil para taparme. Me lo puse de todas formas, las escaleras estaban congeladas—. Si no te importa… —le dije, con los dientes apretados.

Su mirada se movió recorriendo mi cuerpo de nuevo y mi piel se tensó por la presión de sus ojos. Con un rápido gesto por su parte, de repente mi vestido volvió a ser mucho más opaco. No le di las gracias por ello.

Me dirigí hacia la puerta y se cerró con fuerza en mi cara.

—Aún no hemos terminado —gruñó Pritkin.

Me giré tan enfadada que ni siquiera podía ver y tropecé con la enagua demasiado larga. Me ayudó a levantarme sin decir ni una palabra y me giró y anudó los lazos. Sentí sus dedos fríos sobre mi piel acalorada y se movían con sabiduría. La única razón por la que le dejaba tocarme era por la certeza de que si volvía hasta Mircea así, él mataría a Pritkin.

No es que eso no tuviera cierto encanto.

—¡Quítame las manos de encima! —le dije fríamente tan pronto como terminó. Me sentí traicionada y absolutamente lívida, pero mi cuerpo no era lo bastante listo como para saberlo. Le había gustado el tacto de sus manos, quería más, lo quería ahora. Era casi como si hubiera dos yo, uno que aprobaba enérgicamente al mago y otro al que le hubiera encantado verlo muerto.

Entonces me ocurrió algo que debería haber notado antes.

—El geis. No se encendió.

—Tú misma lo dijiste —dijo Pritkin fuertemente—. Soy medio íncubo. Puedo romper los hechizos mientras me alimento.

Lo miré fijamente, sin habla, mientras una miríada de piezas encajaba. Rosier pudo vencer al geis, así que estaba claro que su hijo también tenía que ser capaz de hacerlo. Pero no lo había hecho, al menos no en nuestra época. Había preferido sufrir el agudo dolor en más de una ocasión que… ¿qué? ¿Arriesgarse al acercarse demasiado a mí? ¿Estar tentado a repetir lo que había pasado con su mujer? Una mujer que este Pritkin aún no tenía, pensé. No era de extrañar que no estuviera tan preocupado al utilizar sus habilidades, que no fuera tan cuidadoso por evitar tocar a alguien.

Un recuerdo de todo lo que nos acabábamos de tocar pasó por mi mente y sentí una ola de calor creciendo por mis mejillas. Dios, lo odiaba, pero aún odiaba el geis un poco más.

—Quiero que elimines el geis —le dije bruscamente—. Eso es para lo que necesito el Códice. ¿Puedes hacerlo?

Me miró incrédulo.

—¿Esperas que me crea que has llegado tan lejos simplemente para eso?

—¿Para que se quiere si no es para un hechizo? —le rebatí.

—¡Para destruirlo! ¡Es la única manera de asegurarse que nunca caerá en manos de gente como tú!

—Dame el hechizo para invertir el geis y podrás hacer con el Códice lo que te salga de las narices. No me importará.

Hubo un silencio absoluto durante un minuto, mientras me miraba fijamente con una expresión medio desconcertada, medio enfadada. Por primera vez se pareció a mi Pritkin, al hombre insolente, cínico y brutalmente sincero.

—¿Y por qué simplemente no me lo dijiste? —preguntó finalmente.

—¡Acabo de hacerlo! En fin, ¿me lo vas a dar o no?

Pritkin me pasó una mano por encima y pude sentir cómo mi aura crujía.

—Tú tienes dos geis, no uno —me informó después de un momento—. Y están extrañamente entrelazados. Nunca había visto esta configuración antes. ¿Cómo sucedió?

—Es una larga historia. —Y, de todas formas, no una que pudiera contarle—. ¿Puedes lanzar el hechizo?

—Quizá. Si me devuelves el mapa.

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No… lo… tengo.

—Si tú no lo cogiste, entonces dónde… —Sus ojos se abrieron de par en par—. ¡Mi capa!

Tardé un segundo, pero lo entendí. Una sonrisa amplia apareció en mi cara y ni siquiera intenté hacerla menos sarcástica.

—¿La que tú llevabas cuando robaste el mapa, no? ¿La que Mircea cogió antes de irnos?

Pritkin gruñó y yo sonreí aún más. Dijo unas cuantas palabras, ninguna en un idioma que yo conociera. Seguramente era alguna versión antigua de «que te jodan».

—¿Vas a darme el contrahechizo o no? —le pregunté.

—Persuade al vampiro para que me dé el mapa y te daré el hechizo —dijo finalmente, aunque sonaba como si le ahogara.

Me eché hacia atrás contra la pared, de repente estaba agotada.

—Hecho.

Volvimos sobre nuestros pasos, pero la bodega estaba vacía y la taberna ruidosa en la parte de arriba estaba llena de personas que no eran Mircea.

—¿Se habrá ido solo a por el Códice? —preguntó Pritkin.

—No creo. —Mircea estaba tras de mí, no tras el Códice—. Pero sabrá que descubriste muy pronto que había desaparecido. Esperará a que vayas tras él; y esperará una lucha, así que no se quedaría aquí, es demasiado público.

—¿Adónde iría? —preguntó Pritkin.

Abrí la boca para indicar que leer la mente no era una de mis habilidades, pero de repente la volví a cerrar. La ventana rosa, pensé, viéndola iluminada en mi memoria como un adorno gigante de Navidad. Era ya medianoche y las calles alrededor de la catedral estaban vacías. ¿Dónde mejor para tener un enfrentamiento?

Le dije todo eso y Pritkin hizo un ruido que en cualquier otro hubiera indicado un incipiente ataque al corazón, pero él me echó hacia atrás hacia el sótano y abrió una línea ley casi salvajemente, como si rompiera el aire. Un momento más tarde, después de otro viaje salvaje entre mundos, estábamos abriendo las puertas principales de la antigua iglesia.

A nuestro lado había vidrieras de colores largas que brillaban débilmente con la luz reflejada de unas pocas docenas de velas. No era sorprendente que parecieran mucho más auténticas que las que había en el casino, con el vidrio enrollado en líneas sutiles hacia la parte de abajo de los cristales, más grueso aquí que en la parte de arriba, frágiles por su antigüedad incluso hacía doscientos años. Más velas iluminaban una línea arrolladora de obras maestras similares que conducían a la parte delantera oscurecida de la iglesia, donde estaba Mircea, lavándose en un pila de agua bendita.

—No es posible —dijo Pritkin mirándolo fijamente incrédulo. No podía haber sonado más conmocionado si Mircea hubiera estando bebiendo a sorbos sangre de un cáliz de comunión.

Mircea tuvo que habernos escuchado entrar, pero continuó con lo que estaba haciendo. Estaba dándonos la espalda, la luz de las velas sobre su piel desnuda hacía que sus músculos formaran un marcado relieve. Se había lavado el barro del río que tenía en el pelo y ahora se había echado el pelo hacia atrás, las gotitas de agua brillaban en la luz. La escena le parecería a todo el mundo una portada muy buena para una novela romántica.

Suspiré y Pritkin puso su mirada en mí.

—¡Es un vampiro! —dijo, como si yo no lo hubiera notado.

—Sí, ¿y?

—Creo que el mago está sorprendido porque no ardo en llamas por el agua sagrada —dijo Mircea, secándose con lo que sospechosamente parecía un paño del altar. Yo misma estaba un poco sorprendida teniendo que en cuenta que era católico. Pero luego lo miré mejor y me di cuenta que, como la catedral, había visto días mejores.

Cajas, barriles y toneles estaban apilados por todos lados, bloqueando todo menos el pasillo principal que estaba estropeado por un montón de pisadas de barro. Fuera no había conseguido evitar darme cuenta de que las estatuas, seguramente santas pero definitivamente escalofriantes, habían sido destrozadas. No parecía que la revolución se preocupara demasiado por la religión.

—¡Claro! —Se burló Pritkin—. ¡En este momento el agua no es sagrada! ¡Los jacobinos se aseguraron de eso!

—Destrozaron la catedral antes de que la convirtieran en un «Templo para razonar» —coincidió Mircea, seguramente por mi bien—. Lo que, teniendo en cuenta sus excesos no parece para nada irónico.

—Ellos la profanaron —soltó Pritkin—. ¡Desde luego ahora abarca algo igualmente impuro!

—Pero —continuó Mircea—, ya que no somos de su tipo, salvemos su reputación. He descubierto que la mayoría de los hombres pueden ser razonables, si reciben el estímulo apropiado.

Levantó algo en dos dedos de la mano mientras continuaba secándose con la otra mano.

—¡Eso es mío! —Pritkin dio un paso adelante antes de contenerse.

—Y tú tienes algo que me pertenece a mí. Sugiero un cambio —dijo Mircea, dándose la vuelta por fin.

Cuando reconoció a Pritkin, no fue nada explícito, pero por un instante su cuerpo se agarrotó y sus ojos se dirigieron hacia mí. Moví la cabeza brevemente, pero la detuve cuando Pritkin nos miró a los dos.

—¿Qué truco es éste? —preguntó—. ¿Me estáis tomando por tonto?

—No, no por tonto —dijo Mircea con el aire de un hombre que no sabía muy bien qué pensar de él. Me pregunté cuánto tiempo le llevaría estar seguro. Los humanos mágicos podían vivir doscientos años, así que podría haber algunos por allí que estuvieran vivos en la época de la Revolución francesa. Pero no aparentarían treinta y cinco.

—Así es como procederemos —dijo Pritkin de manera concisa—. Sacarás el mapa y lo dejarás al lado de la línea ley. Yo lo cogeré y abriré una fisura. Tan pronto como haya verificado que es auténtico, te daré el hechizo.

—Él ya sabe el hechizo que necesito —expliqué.

Mircea dirigió su mirada incrédula desde el mago hacia mí.

—¿Y tú confías en él para que te lo dé?

—¡Yo no soy aquel cuyo honor está en duda! —dijo Pritkin furioso.

—¡La secuestraste e intentaste matarla!

—¡La secuestré para que no tuviera que matarla!

—Mago, te juro por todo lo que es sagrado que…

—¿Sagrado? —El desprecio de Pritkin era el mismo que antes—. No te atrevas a utilizar ese término, tú…

—¡Cállate! —grité y resonó extrañamente en todas las partes de la catedral, como un altavoz fantasmal. No podía soportar un minuto más así—. No tenemos otra opción —le dije a Mircea más calmada.

—¡Ya ha demostrado que es un traidor! Volver a confiar en él…

—No te estoy pidiendo que confíes en él; te estoy pidiendo que confíes en mí. Por favor.

Mircea no respondió, pero cruzó el espacio y cogió el brazo de Pritkin, tan rápido que ni siquiera lo vi moverse.

—Si le haces daño, no volverás a ver el mapa —dijo suavemente—. No vivirás lo bastante para volver a ver nada.

Pritkin intentó ignorarlo, pero se dio cuenta de que no podía.

—Si dices la verdad, no tengo ninguna necesidad de hacerle daño —dijo maliciosamente—. Ahora, ¡suéltame!

Mircea accedió de mala gana, después de un apretón que hizo que Pritkin juntara los dientes en un gesto de dolor; luego todos fuimos en grupo hacia afuera. Pritkin no se frotó el brazo tercamente, aunque seguramente se le había cortado la circulación y tuvo cuidado de tenernos a los dos claramente a la vista. Mircea puso el mapa en el centro del suelo de adoquines y se movió unos metros hacia atrás, lo que en términos de vampiros significa que también podría no haberse preocupado de moverse; podía haber cruzado ese espacio en un suspiro.

Miré intencionadamente a Pritkin. Me saludó con la mano y pronunció unas pocas sílabas guturales. No ocurrió nada. Prunció el ceño y volvió a repetirlo.

—No sentí nada —dije, excepto que la presión de la sangre comenzó a subirme.

—No ha salido bien.

—¡Dijiste que podías lanzarlo!

Mircea hizo una mueca con el labio.

—No se puede confiar en un mago.

Pritkin lo miró brevemente, pero ni siquiera se acercó a un intento. Parecía preocupado, se estaba dando golpecitos con un dedo en los labios.

—Dime, ¿había un método de salida adjunto a los hechizos cuando se lanzaban, en el caso de que algo saliera mal?

—Sí, pero ya lo hemos intentado —le dije desesperada.

—¿Cuál era?

Miré, pero no tuve más opción que responderle. No sabía qué información necesitaba para que el hechizo funcionara.

—Sexo con el creador o alguien de su elección. Pero no sucedió nada.

No era tan loco como sonaba. El ritual para completar la transferencia de energía desde la antigua pitia hacia mí había requerido que yo perdiera mi virginidad. Era una cláusula justamente normal en el mundo antiguo, donde el sexo era una parte en todo, desde los hechizos curativos hasta el culto. Pero le había dado a Mircea una idea. Él también había hecho del sexo una condición para la liberación del geis.

Tenía que haber parecido infalible: el geis me protegería hasta el ritual, donde se invertiría en el mismo acto que me hizo pitia, por lo tanto asegurando que Mircea no acabara unido a mi poder. También tenía que haber funcionado, excepto porque el hechizo había sido duplicado antes de que la transferencia se hubiera completado. Después de eso, Tomas había servido de sustituto de Mircea para el ritual y yo me convertí en pitia según lo previsto, sólo que con el geis vivito y coleando.

—¿Estás segura? —insistió Pritkin—. Porque si el geis se expandió más allá de sus parámetros originales, en realidad se convierte en un hechizo nuevo. Eso es por lo que se toman normalmente precauciones adicionales.

—¿El geis? —La mirada de Mircea se acentuó.

—No preguntes —le solté, aún mirando a Pritkin—. Y sí, estoy segura.

—Entonces no hay nada que hacer —dijo Pritkin encogiéndose ligeramente de hombros.

—¡No me mientas! ¡Necesito el contrahechizo real!

—Ya lo tienes.

—¡No te creo! —Le cogí por la camisa, sin preocuparme por las posibles consecuencias. Me apetecía chillar de frustración—. ¡Dámelo! Tengo que lanzar esta cosa. ¡No lo entiendes!

—¡He hecho todo lo que puedo! ¡Ahora dame lo que es mío!

—¡Lo destrozaría antes que dártelo a ti! —le dije, tan enfadada que apenas podía ver. Debería haberlo sabido. Cada vez que confiaba en un hombre, cada vez, acababa así, con lágrimas en los ojos y echando humo. Hay un dicho: la locura hace siempre lo mismo y espera resultados distintos. O quizá esto era estupidez.

Pritkin maldijo.

—¿El pudor indignado tiene un precio tan alto?

Le sonreí intensamente.

—Supongo que solo soy vengativa así.

—Dámelo y nos separamos, si no como amigos, por lo menos no como enemigos —me advirtió—. Y créeme cuando te digo, señora, que no me quieres como enemigo.

—Quizá no me he expresado con claridad —le dije desagradablemente, dándole una patada al mapa y lanzándoselo a Mircea—. Sin geis, no hay mapa. O lanzas esta cosa o nunca volverás a ver el Códice, ¡te lo juro!

Pritkin no respondió, sino que hizo lo último que esperaba que hiciera. Me quitó de encima, como si yo no estuviera, y saltó derecho hacia Mircea. Me golpeé en el costado y para cuando me levanté ya habían llevado la lucha a medio camino de la superficie de adoquines, de vuelta a la catedral.

Mircea podía haber estar agotado del ataque en el casino, pero un vampiro maestro es siempre un vampiro maestro, algo que Pritkin estaba aprendiendo a fuerza de golpes.

La pelea se acabó tan deprisa que casi fue como si no hubiera ocurrido. Un golpe rápido y malintencionado con el codo de Mircea hizo que el mago se fuera tambaleando hasta las puertas de la antigua catedral y que las golpeara con un ruido sordo y repulsivo. Pritkin también debía de estar bastante agotado porque sus protecciones no aparecieron para amortiguar el golpe.

Rebotó contra las puertas y se cayó débilmente en las escaleras, con una pose que recordaba a una muñeca abandonada. No obstante Mircea se dirigió hacia él y yo me levanté rápidamente:

—¡Mircea! ¡No lo mates!

Levantó la vista y dudó un poco, luego asintió con la cabeza. Él había visto a Pritkin en nuestra época; sabía que no tenía que morir esta noche. Corrí hacia delante, preocupada por si ya era demasiado tarde y por si el sonido que había escuchado había sido la cabeza de Pritkin. Pero cuando me puse de rodillas a su lado, no encontré ninguna herida grave. Comprobé su pulso y después le levanté un párpado. Pudo haber estado fingiendo en las escaleras; no estaba segura, pero él había estado frío en la barcaza y si no estaba fingiendo, entonces era un actor de puta madre.

—Está inconsciente —confirmó Mircea. Él podía sentir cosas como la presión sanguínea y sabría si el mago estaba fingiendo.

Mircea metió a Pritkin en la catedral y lo tapamos con su capa. El sitio estaba desierto y aún quedaban horas para el amanecer. No habría nadie que le pudiera molestar hasta que volviera en sí. Pero todo estaba demasiado tranquilo y el sitio tenía un aire extraño: no era como una iglesia en donde la gente se congrega regularmente, sino que más bien era como una de esas criptas desiertas en Père Lachaise, preciosa pero olvidada. No me gustaba tener que dejarlo allí.

Mircea me cogió el brazo y me apartó del mago.

—Vivirá —me aseguró—, pero cuando se despierte…

Tenía razón. Pritkin no era de esos que abandonan, incluso con una posible conmoción cerebral. Y lo último que necesitábamos era que Mircea tuviera que hacerle aún más daño.

—¿Dónde vamos ahora? —pregunté cansada. Tenía frío y hambre, y, ahora que el subidón de adrenalina estaba desapareciendo, mis ojos querían cerrarse. La verdad es que no tenía muchas ganas de una búsqueda agotadora.

—Los dos necesitamos descansar antes de que vayamos a la caza de nuestro tesoro —dijo Mircea, haciendo eco de mis pensamientos. Frunció el ceño durante un momento y luego la cara se le despejó—. Conozco el lugar perfecto.