Se le movieron las pestañas y, un momento después, una mirada verde familiar me estaba atravesando. Intenté con todas mis fuerzas parecer preocupada y cordial, lo que no era difícil cuando estaba casi sentada sobre mi pistola, pero de todas formas yo era más lenta que Pritkin al desenfundar el arma. No había tenido tiempo de comprobar si llevaba armas, pero, hablando de él, eso era casi innecesario; siempre estaba armado hasta los dientes.
Los ojos verdes centelleaban, evaluando el peligro con la misma objetividad que yo recordaba de la primera vez que nos habíamos encontrado con un enemigo. Ya había pasado mucho tiempo desde entonces, pero lo recordaba vívidamente. A pesar del frío empecé a sudar en menos de diez segundos.
Pritkin se desenroscó solo, sus ojos seguían cada una de mis respiraciones mientras se ponía derecho lentamente, mareado, pero ocultándolo tan bien que si no lo hubiera conocido, no me hubiera dado cuenta.
—Y pensar que yo creía que los vampiros eran las peores amenazas —dijo, mirando rápidamente a la barandilla y luego a mí.
—No soy una amenaza —le dije, sintiéndome aún anonadada. Aparte del pelo, él parecía… el mismo. Simplemente el mismo. Me quedé esperando a que me pidiera café y me regañara por algo.
—Llevas bien la máscara de la inocente angustiada —dijo, mirándome con unos ojos fríos como el hielo mientras se ponía de pie—. Pero a diferencia de un vampiro, no te voy a infravalorar.
—Quiero decir que no soy una amenaza para ti —le aclaré—. Estamos del mismo lado.
—Un engaño miserable —expresó con desdén—. Sé lo que buscas y a quién sirves. ¡Es por culpa de tontos como tú por lo que todos nos estamos tambaleando al borde de la destrucción!
Dio un paso atrás hasta que su cadera golpeó la barandilla, luego colgó una pierna. No tenía ni idea de adónde pensaba ir, pero conociéndolo, se arriesgaría. Y no podía permitirlo. Si había alguien aquí que supiera dónde estaba el Códice, ese era el hombre que lo escribió.
—¡Por favor! —le dije desesperadamente—. ¡No sirvo a nadie! Podemos trabajar juntos, ayudarnos el uno al otro…
—Si tú no sirves a esa alma vengativa, entonces has sido engañada por aquellos que han comenzado con sus proyectos de destrucción. Si tu caso es este, que sepas esto: no sé las mentiras que te han contado, pero sólo estamos seguros en la resistencia, no hay esperanza de proteger nuestros derechos y nuestras vidas si no ¡oponiéndonos al poder que incuestionablemente tiene el propósito de invadirnos y derrocarnos!
Aún estaba intentando descifrar lo que me había dicho cuando vi una pesadilla subir desde el suelo detrás de él. El cuerpo de la condesa se parecía extrañamente al queso suizo, con agujeros sangrientos en los restos de su vestido negro, pero con hilos de carne roja y las venas moradas que ya habían empezado a tejerse entre los agujeros, cubriéndolos. Y yo sabía lo que iba a pasar tan bien como cualquiera: si un vampiro se puede mover, es letal, y ella estaba otra vez en pie. Uno de los agujeros le había quitado un ojo y le había dejado un cráter quemado en lo que había sido una cara preciosa, pero el otro me estaba enfocando malévolamente.
Estoy muerta.
Mi vestido permanecía quieto, aún bonito, pero inútil en lo que tenía que ver con la defensa. Comencé a rebuscar en mi bolso, desperdigando joyas por la cubierta quemada mientras intentaba encontrar la pistola que, de todas maneras, no me iba a servir de mucho. Luego, escuché un sonido extraño como un silbido y levanté la vista: vi una columna de fuego donde la condesa había estado y un frasco de una poción vacío en la mano de Pritkin.
Ella chilló y corrió hacia la multitud, en dirección al elefante. El elefante mostró su miedo cuando vio una corriente de fuego dirigiéndose hacia él, y supongo que su instinto fue intentar apagarlo, porque uno de sus enormes pies bajó con la fuerza de un pilón a vapor, justo por encima de ella. Y luego el otro, por si acaso… Y después aparté la vista porque o lo hacía o vomitaba.
—Tú me hiciste un favor —dijo Pritkin—. Te devuelvo ese favor. No vuelvas a dar por hecho mi buena voluntad.
Se subió a la barandilla, aún mirándome de reojo y cuando Parindra hizo otro descenso rápido, él se agarró al borde de la alfombra y se fue.
—¡Pritkin! —grité el nombre equivocado, pero no importaba; para cuando las palabras habían salido de mi boca, él ya estaba lo suficientemente lejos como para no poder oírlo. No obstante, no estaba fuera de peligro.
Parindra tardó un segundo en darse cuenta que había recogido a un autoestopista. Le dio un golpe con el pie, pero Pritkin seguía sujeto fuertemente, lo que pareció molestar al Cónsul indio. Inclinó la alfombra completamente hacia arriba, cinco o seis pisos por encima de los tejados de las casas, antes de volver a intentarlo. Esta vez no falló y, con una patada que parecía malintencionada incluso desde la distancia, lo lanzó hacia la noche.
Miré fijamente, tenía el corazón en la garganta ya que sabía que ni siquiera un mago podía sobrevivir a una caída desde esa altura. Pero antes de que el grito pudiera salir de mi garganta, una masa membranosa se formó sobre su cabeza; un azul pálido brillaba en el cielo negro, como una medusa de neón. La parte de abajo fluyó hasta las manos y los brazos de Pritkin; el resto aumentó rápidamente sobre la cabeza, reduciendo al mínimo la velocidad de su descenso.
Había sabido que las protecciones podían hacer un montón de cosas, pero un paracaídas era algo nuevo; no obstante, estaba funcionando y a menos que hubiera una brisa que yo no sentía, él tenía el control sobre esa cosa. Y no estaba intentando volver dentro de la casa; se estaba dirigiendo hacia otra dirección.
—La magia humana nunca deja de asombrarme —dijo Mircea desde detrás de mí.
Me giré.
—¡Tenemos que cogerle!
—Ming-de ha accedido a llevarnos con ella cuando haga su salida, que será muy pronto. No sé cómo reaccionará al tener un mago desconocido a bordo.
—¡No me refiero a ayudarlo! ¡Digo cogerlo! ¡Tiene el Códice!
La mirada de Mircea se agudizó.
—¿Estás segura? ¿Lo viste?
—No necesité verlo —le dije sarcásticamente—. Está intentando irse. Y no se iría de ningún modo si no tuviera ya lo que quiere.
En algún lugar, bajo esa capa, él lo llevaba consigo. Y ahora se estaba escapando con él.
Mircea me estaba mirando con curiosidad.
—¿Conoces a ese mago?
Tuve una reacción tardía, entonces recordé que Mircea no había visto a Pritkin sin la capucha de la capa. Eso era bueno siempre y cuando la integridad de la línea del tiempo siguiera, pero también significaba que él no conocía al confabulador, malicioso y peligroso hijo de puta al que nos estábamos enfrentando.
Antes de que pudiera responder, hubo un resplandor de luz roja y un crujido que se escuchó incluso con el ruido de la batalla. Y entre un pestañeo y otro, Pritkin desapareció sin más.
—¿Qué…? ¡Se ha ido!
—Quédate aquí. —Mircea saltó por la barandilla y avanzó con dificultad a través de la carnicería de allí abajo hasta llegar donde Ming—de estaba; acababa de salir de la casa. Su silla, como un trono, volvía a estar suspendida en el aire, planeando serenamente a través del caos, sus ventiladores cortaron una amplia franja delante de ella mientras sus guardias le daban golpes y puñetazos a todo lo que había a los lados. Pero aparentemente los ventiladores reconocieron a Mircea porque lo dejaron entrar para hablar con su ama.
Volvió en un momento, utilizando un cuchillo que le había quitado al pasar a un mago para intentar extraer una de los orbes en las garras del dragón.
—¿Qué haces?
—Te prometí que te llevaría a través de las líneas ley. Parece que voy a cumplir esa promesa mucho antes de lo que me esperaba. —Con un golpecito en la muñeca, el orbe se cayó en sus manos. Ming-de flotaba suavemente por la rampa que se levantaba detrás de ella. Todo el barco empezó a temblar y lentamente se levantó del suelo como si fuera un globo aerostático.
—Espera —levanté la voz y se me escuchó por encima del ruido de un par de docenas de hechizos que estaban golpeando a la barcaza a la vez: parecía que los magos no se alegraban demasiado por la temprana salida de Ming-de—. ¡No lo entiendo!
—Te lo explicaré más tarde, pero si quieres atrapar al mago, tenemos que movernos rápidamente.
—¡Pero las líneas ley son fuentes de energía masivas! —El modo en el que la duendecilla las había definido había sido una mezcla entre una erupción volcánica y un reactor nuclear—. ¡No podemos entrar ahí!
—Te aseguro que sí que podemos —dijo Mircea poniendo un brazo alrededor de mi cintura mientras que la barcaza temblaba y arrasaba los tejados.
—Eso no es lo que yo quería decir —dije con un tono agudo mientras él saltaba hacia la barandilla estrecha que había alrededor de la barcaza, balanceándonos con una falta completa de aprecio por las pequeñas cosas, como la construcción destartalada, los magos de la guerra enfurecidos y, ¡ah, sí!, la gravedad.
—Espera.
Moví la cabeza violentamente.
—No. Mira, cada vez que dices algo así, al final terminamos haciendo algo realmente… —Mircea se puso lentamente de cuclillas y sus músculos se tensaron—. Escúchame —chillé—. No podemos…
Y luego lo hicimos. Mircea saltó en lo que por un segundo era solo aire fino y luego nos estábamos arrastrando de lado hacia un remolino apresurado de luz y de color, era como estar en medio de rápidos rojos como la sangre, precipitándose hacia una catarata del tamaño de las del Niágara. Destellos de luz profundamente brillantes explotaron a nuestro alrededor, mientras conductos derretidos de pura energía corrían al lado a toda prisa y formaban arcos sobre nuestras cabezas. Era demasiado para que mi cabeza lo entendiera y fue un momento antes de que me diera cuenta que no nos estábamos carbonizando.
—No tenemos protecciones como los magos —dijo Mircea, que parecía eufórico—, pero entrar en una línea ley, incluso simplemente pasar rozándola sin ellas, es una locura. Las fuerzas de energía nos consumirían en un momento.
—¿Y por qué no lo han hecho?
Señaló una burbuja dorada apenas perceptible de energía que brillaba suavemente a nuestro alrededor. Era casi invisible al lado del remolino pulsante de la línea ley.
—Los magos más fuertes pueden utilizar las líneas para transportarse rápidamente en distancias cortas tan solo con sus protecciones personales. Los viajes más largos precisan de algo más substancial.
Miré fijamente a mi alrededor, sorprendida, mientras la corriente de energía nos impulsaba hacia delante a gran velocidad.
—¿Cómo sabías que esto estaba aquí? No había nada visible.
—Quizá no con los ojos, pero puedes sentirlo si sabes lo que buscas. —Me quedé impresionada durante un momento hasta que Mircea de repente sonrió—. O puedes hacer lo que la mayoría de nosotros hace, llevar un mapa.
—Pero tú no tienes un mapa.
—Viví en París durante muchos años. Hace mucho tiempo que memoricé las ubicaciones de las líneas —admitió—. Las usaba todo el tiempo.
—¿Tú llevabas algo como esto por ahí? —Señalé el orbe que tenía en las manos. La cosa era tan grande como una pelota de fútbol.
—Hay protecciones de tamaño de bolsillo, aunque no te proporcionan un viaje tan suave.
Un remolino particularmente grande en la corriente eléctrica nos hizo girar a la izquierda durante un momento.
—¿Suave? —le pregunté, agarrándome fuerte a sus brazos para evitar caerme.
—Oh, sí. —Mircea pasó la mano cariñosamente sobre la pequeña esfera mientras de algún modo volvíamos al centro de la corriente donde estaba un poco más calmado—. Odio tener que devolver esto. —Volvió a sonreírme, obviamente regocijándose por el salvaje viaje—. Es más que una protección.
También puede ayudarte a encontrar las líneas: brilla más cuando una está cerca, y puede abrir una fisura si está directamente en su camino.
—¿Pero cómo se supone que vamos a encontrar al mago en todo esto?
Mircea señaló un remolino de luz más adelante.
—Alguien salió de la línea allí, no después. No noté ninguna otra línea ley antes de la suya, ¿y tú?
—No lo sé. —Entre los hechizos, el duelo y todo esto con Pritkin, se podían haber activado media docena y seguramente yo no me hubiera dado ni cuenta.
—Tenemos que arriesgarnos —dijo Mircea—. Espera.
—¿Sabes? Realmente estoy empezando a odiar esa…
Y luego, estábamos cayendo, abalanzándonos hacia el lateral de la línea, a través de un remolino de luz y sonido. Durante un momento creí que algo había salido terriblemente mal, pero con una repentina falta de color y un estampido arrollador, como el estruendo de un trueno, estábamos una vez más sobre suelo sólido.
—El Barrio Latino —escuché decir a Mircea mientras mis ojos luchaban por adaptarse, Los colores cambiantes y brillantes de la línea habían dejado sombras pulsantes en mi visión, como fuegos artificiales en el negro profundo del cielo—. Esta zona es un laberinto de calles pequeñas incluso en nuestra época. No será tan sencillo como esperaba.
Finalmente conseguí enfocar la vista en la única fuente de luz que quedaba: el orbe en sus manos. Brillaba suavemente, aunque si estaba poniendo una protección a nuestro alrededor, yo no lo veía. Claro que tampoco podía ver mucho más. Más allá del pequeño charco de luz, todo lo que pude distinguir fueron edificios alzados oscuramente a cada lado que alcanzaban en lo alto el gran nivel de la galaxia.
—¿Cómo puedes saber dónde estamos? —Incluso para una visión de vampiro, esto estaba muy oscuro.
—Esa línea en particular atraviesa el centro de París y la Île de la Cité. Y puedo oler el Sena.
Me alegré por él. Yo podía oler sobre todo las capas de basura que, a pesar del frío, se estaban descomponiendo en los canales. Mi zapato chapoteó en algo fangoso que se quedó pegado a la suela y subió el tufo a vinagre de la fruta podrida. Había estiércol de caballo y olor a orina humana por todos lados, como si las calles estuvieran empapadas de ella. De alguna forma, las películas de capa y espada nunca mencionaban ese tipo de cosas.
—Por aquí. —Mircea me cogió el brazo, algo que estuvo bien, porque los adoquines estaban desnivelados y eso sin contar que las partes que estaban cubiertas por una capa fina de hielo eran resbaladizas.
La calle oscura y serpenteante estaba demasiado tranquila y era tan estrecha que constantemente sentía que alguien estaba a punto de aparecer desde las sombras y me iba a coger. Teniendo en cuenta la preferencia de Pritkin por la ofensiva antes que la defensa, al menos cabía la posibilidad de que lo hiciera. Pero llegamos al final sin problemas y descubrimos un sitio un poco más claro iluminado por un trocito de luna: el Sena con las torres elevadas de Nôtre Dame al otro lado. La nieve ligera de la tarde se había derretido sobre los adoquines convirtiéndolos en un espejo de hielo que reflejaba perfectamente la enorme catedral. Desafortunadamente no reflejaban a Pritkin.
La cabeza de Mircea se elevó como si estuviera oliendo el aire. Todo lo que yo podía oler era pescado podrido y la prueba de que quizá las leyes del agua limpia no habían entrado en vigor aún, pero Mircea debía de que ser capaz de apartar esos olores. Se dirigió a la boca abierta de otra calle, pero antes de que llegáramos, una carretilla cercana llena de heno se incendió. Estaba al lado de la carretera, quemándose alegremente durante un momento y luego se lanzó hacia nosotros.
Mircea me apartó del camino, pero perdió segundos óptimos en el proceso y acabó sin librarse del todo de los pequeños pedazos de heno. Le había visto tratar antes con fuego, pero tenía que haber algo distinto en este, quizás algún residuo de una poción aún seguía pegado, porque no se apagaba; en lugar de eso, se pasó a la pesada tela de su camisa y comenzó a extenderse.
Se arrancó la camisa y la lanzó al río, en donde siseó y se apagó, pero para entonces el fuego ya se había extendido hasta su pelo. Antes de poder alcanzarlo para intentar apagarlo con mis manos, de repente desapareció y escuché una zambullida. Me giré y vi ondas extendiéndose por el agua.
Un momento más tarde, su cabeza salió a la superficie. El fuego se había apagado, pero no me dio tiempo a suspirar de alivio porque un cuchillo se deslizó por mi garganta. Me quedé helada.
—Creo haberte mencionado que sería imprudente seguirme —dijo Pritkin.
—Igual de imprudente que hacerle daño a ella —dijo Mircea. No vi que Mircea se moviera, pero Pritkin se puso tenso.
—¡Quédate donde estás, vampiro! —Sentí la hoja del cuchillo hundiéndose en mi piel y un pequeño goteo de calor corrió por mi cuello. Mircea se quedó paralizado, chorreando, a unos pocos metros.
—Deseas una muerte muy dolorosa, mago —le dijo y a pesar de estar cubierto en lodo del río que lentamente se estaba escurriendo por el pecho, hizo que pareciera creíble. El orbe se le había caído de las manos cuando entró en el agua, había dado vueltas hasta un adoquín demasiado alto y se había detenido. Por lo que podía ver por su tenue luz, aparte de algunas quemaduras que parecían desagradables en su pecho, parecía que estaba bien. Eso no me hizo estar menos furiosa con Pritkin.
Forcejeé, demasiado enfadada para preocuparme por ese hombre que no era el mismo que una vez me había puesto un cuchillo en el cuello. Ese Pritkin no había tenido ninguna razón para hacerme daño: por otro lado, este suponía que yo quería robarle.
—¿Estás loco? ¡Podrías haberlo matado!
—Y aún puedo. Ya te lo he advertido; si te niegas a hacer caso, debo y tendré que recurrir a otros medios.
—¿Como matar a dos personas con un estúpido hechizo? Por el amor de Dios…
—¿Y a qué deidad invocarías? —preguntó Pritkin, mientras la hoja del cuchillo se hundía un poco más. Estaba empezando a sentir sangre acumulándose en el hueco de mi garganta. Aún más preocupantes eran los ojos de Mircea que se habían inundado en ámbar y, en ese momento, eran más brillantes que el sustituto de una linterna. Estaba irritado y eso no era nada bueno.
Muy pocas veces Mircea perdía los nervios, pero cuando lo hacía, era espeluznante. Ya lo había visto dos veces y la verdad es que no quería otra demostración. Sobre todo porque Pritkin no podía morirse esa noche. Ninguno de esos hombres lo sabía, pero un día, ellos trabajarían juntos para hacer una historia bastante impresionante y un poco de esa historia sería mía. Necesitaba el Códice pero mi vida dependía de que los dos siguieran vivos cuando las cosas se hubieran calmado.
—Escúchame —le dije, mi voz era baja y urgente—. Te dejaremos en paz. Te puedes quedar el maldito libro. Todo lo que necesitamos es un hechizo. Dánoslo y nos iremos.
—Un hechizo —meditó Pritkin mientras comenzó a movernos hacia atrás. No podía imaginarme lo que estaba haciendo; con la velocidad de Mircea, unos cuantos metros extras eran insignificantes—. Y me pregunto cuál será.
Se lo hubiera dicho, pero había aumentado la presión tanto que tenía miedo de que lo siguiente que dijera fuera lo último.
—Suéltala, mago y consideraré permitir que sobrevivas a tu castigo —dijo Mircea muy suavemente.
—Y si tú te abstienes de seguirme los talones, consideraré dejar que se vaya, una vez que acabe mi trabajo —contestó Pritkin. Sonaba calmado, pero su latido de corazón en el pecho detrás de mi era demasiado fuerte para que fuera así. Mircea comenzó a decir algo más, pero Pritkin no le dio esa oportunidad. Levantó la mano como si estuviera cogiendo algo en el aire y la noche se abrió, desgarrándose como una herida, todo rojo pulsante en contraste con la oscuridad. Mircea saltó, pero demasiado tarde: la línea ley nos atrapó y nos fuimos.
Un momento más tarde, el torrente nos arrojó fuera a lo que parecía una carretera sucia, pero antes incluso de que pudiera comenzar a enfocar los alrededores, nos cogió otra línea, ésta era azul y volvimos a desaparecer. Perdí la pista de cuántas cruzamos después de esa, todos los colores corrían juntos: azul, blanco, púrpura, otra vez azul y luego, de nuevo, rojo. Era un viaje mucho más turbulento que el anterior, con la protección de la emperatriz, y la mayoría del tiempo apenas tenía la ocasión de andar a tropezones antes de que volviéramos a irnos.
A mis ojos no les daba tiempo a acostumbrarse, pero mis otros sentidos recogieron pistas aleatorias en cada parada; el olor fuerte de algas marinas enraizadas y la llamada de las gaviotas; el olor a estiércol y el balido de ovejas; el calor de algún espacio cerrado y el hedor de vino derramado. Habíamos llegado a la última parada con imágenes reflejadas aún bailando delante de mis ojos donde había otra grieta y un resplandor brillante rojo y Mircea apareció de la nada.
Pritkin maldijo y una bola de fuego apareció en el aire enfrente de nosotros. Mircea la esquivó y la bola de fuego explotó contra el orbe que había sido su objetivo todo el tiempo. Por alguna razón, esperaba que la bola dorada se hiciera pedazos como si fuera cristal, pero estaba hecha de material duro. Cuando las llamas desaparecieron, parecía exactamente lo mismo. Pritkin había usado el momento de la explosión para abrir otra línea ley, esta amarilla. Atraía como un pequeño sol justo por encima de nuestras cabezas y pude sentir su empuje, incluso cuando Mircea nos agarró.
Tenía una mano en Pritkin, pero los pliegues pesados de la capa hacían difícil distinguir dónde estaba el cuerpo del mago y en lugar de un brazo, él había agarrado un puñado de ropa negra. La capa se rompió cuando Pritkin se abalanzó hacia el orbe, recogiéndolo justo cuando fuimos succionados por un espacio vacío dorado.
Después de un viaje corto y turbulento, una bofetada de aire golpeó mi cara y descendimos a una superficie que se filtraba húmedamente alrededor de mis pies. Me apoyé en algo que parecía piedra, mis ojos se negaban a centrarse en nada excepto en sombras que daban saltos; mis pulmones amenazaban con rebelarse contra la nitidez del aire de la noche. Era como saltar al final profundo de la piscina cuando no está lo bastante caliente para nadar y el impacto es todo lo que puedes sentir hasta que sales a la superficie, jadeando.
Cuando pude volver a enfocar la vista, todo lo que vi, en lugar de corriente que daba saltos de color vívido, fue un mundo negro extendiéndose a mi alrededor en cada dirección, como la capa perdida de Pritkin. Pero lo podía escuchar jadear en algún sitio cercano, sonaba casi tan agotado como yo. Y recordé a Mircea diciendo que el viaje largo no estaba recomendado sin algún tipo de protección avanzado. A lo mejor, eso era por lo que nos habíamos detenido; a lo mejor todos esos saltos antes de robar el orbe habían agotado a Pritkin. Una lástima que yo no estuviera en forma para aprovecharme de eso.
Seguí apoyada contra la roca fría hasta que lentamente pude enfocarla. Era parte de una cerca de madera y piedra que bordeaba un campo vacío, sin nada en la distancia aparte de unas manchas de carbón que podrían haber sido árboles. Luces grises de niebla se elevaban desde el suelo húmedo, girando alrededor de nuestros tobillos de manera fría y húmeda, mientras Pritkin buscaba a tientas algo en su ropa. A sus pies, el orbe brillaba tenuemente a través de una costra de mugre, después de haber recibido un baño de barro cuando aterrizamos.
Parecía que estaba sola.
Examiné a este nuevo Pritkin mientras cuidadosamente mi latido del corazón volvía a normalizarse. No llevaba ningún pantalón bombacho de moda, chalecos bordados o pelucas cubiertas de polvo. Simplemente tenía puesta una camisa blanca de manga larga que, a pesar del frío, se había remangado para mostrar los antebrazos musculosos, y unos pantalones grises finos que no hubieran parecido que estaban fuera de lugar doscientos años después. Por supuesto, estaban cruzados con una carga de armamento, distinto de su montón usual de armas por la falta de automáticas.
La única nota discordante era la visión de pelo pelirrojo dorado. Por alguna razón parecía que no podía parar de mirarlo. Seguí queriendo pensar en él como el hombre que conocía, al que algunas veces llamaba amigo, pero el pelo no me dejaba. Lo miré con resentimiento, intentando entender la manera rápida en la que mi mundo había cambiado. Ya había lamentado nuestra amistad afrontando su traición. Sólo tenía que reevaluarlo otra vez, comenzar a confiar, solo averiguar que había tenido razón la primera vez.
No importaba si Pritkin tenía el Códice o no. Él había escrito el maldito libro. Sabía desde el principio el hechizo para deshacer el geis y simplemente no me lo había dado. Y no había manera de excusar eso. No necesitaba descubrir su tapadera. Pudo haber pretendido que se lo encontraba en uno de sus viejos tomos; podía haber hecho que lo redescubría; podía haber hecho un montón de cosas en vez de esperar y ver morir a Mircea. Pero se lo había dicho a sí mismo: los vampiros eran un poco mejores que los demonios en este libro.
Y el único demonio bueno era uno muerto.
Apisoné un arranque de ira pura. No podía permitirme explotar ahora. Si no obtenía el hechizo, Pritkin ganaría y Mircea moriría. Y ninguna de esas dos cosas era aceptable.
Aún estaba mirándolo cuando de repente me agarró los dos brazos.
—¡El mapa! ¿Qué hiciste con él?
—¿Qué mapa?
Me sacudió fuerte, y si era con la intención de que pudiera pensarlo mejor, no funcionó.
—¡El mapa de la ubicación del Códice!
—Pensaba que estábamos pujando por el Códice. ¿Me estás diciendo que no lo tenían?
—No querían traerlo a la subasta por si acaso alguien intentaba escaparse con él —dijo, inspeccionándome como si él pensara que podía tener metido el mapa en mi escote. Como si hubiera sitio para una servilleta allí—. Si no quieres sufrir la humillación de un hechizo revelador, te sugiero que me lo des ahora.
—¡No lo tengo! ¿Y qué humillación?
Pritkin pasó una mano sobre mí, sin tocarme, sólo sobrevolando unas pocos centímetros de la seda ahora inactiva. El vestido volvía a brillar brevemente, pero aparentemente no tenía fuerza porque no pasó nada. Nada excepto que de repente se volvió transparente junto con todo lo demás que llevaba puesto.
—¿Qué demonios? —Salté detrás del poste de la cerca que junto con la pobre luz era bastante para taparme bastante bien. No me hizo sentir mucho mejor—. ¿Qué clase de lunático eres?
Pritkin no respondió aunque su mandíbula se cerró un poco más fuerte.
—Dame lo que es mío e invertiré el hechizo.
—¡Ya te lo he dicho! ¡No lo tengo!
Con otro corto movimiento de la mano y una palabra susurrada, el poste de la cerca también se volvió transparente. Chillé y fui corriendo hacia una línea de barras de madera hasta el siguiente poste de piedra; Pritkin copió mis acciones al otro lado. Nos detuvimos, cara a cara, con el poste en medio de los dos.
—¡No te atrevas! —le dije, cuando levantó una mano.
—¡Entonces dame lo que quiero!
—¡Vete al infierno!
—Acabo de volver —gruñó, y el poste desapareció. Antes de que pudiera volver a correr, saltó hacia la cerca y una mano fuerte se cerró en mi nuca. Forcejeé, pero no me pude mover y al final me detuve.
Sentí cómo soltaba su mano y se echó hacia atrás. Con el golpe se debió caer el barro del orbe porque su luz de repente bailaba sobre las rocas como vidrios enfrente de mí. La piedra transparente y la luz del orbe asustaron a una pequeña criatura que había hecho una madriguera debajo del poste e hizo que se escabullera rápidamente en la oscuridad.
Pude sentir la mirada de Pritkin, despiadada, intransigente y enfocada mientras recorría la parte de atrás de mi cuerpo como el roce de un fantasma. Deseaba tanto volver a transportarme que podía saborearlo, pero incluso aunque hubiera sido posible, ¿adónde hubiera ido? Necesitaba el Códice y Pritkin lo tenía. Al menos era mejor que lo tuviera o lo mataría, lentamente.
—Date la vuelta —dijo después de un momento.
Me abracé al poste de la cerca invisible, diciéndome a mí misma lo estúpida que era. Acaba con esto y quizá él te escuche. Tan solo hazlo y no pienses en ello: era un fantástico consejo, excepto que era Pritkin y, a pesar de todo, eso lo hacía diferente. Era bastante extraño, pensaba que los ojos de un extraño me hubieran preocupado menos.
—No tengo el mapa —le repetí, intentando no notar que hacía mucho frío y que mi cuerpo estaba reaccionado como era de esperar.
—Siento no poder creerte —dijo fríamente y casi sonó sincero. También sonó implacable. Cuando aún no me moví, sentí cómo se acercaba detrás de mí—. Esto es desagradable. No hagas que sea más desagradable obligándome a que busque físicamente. —Su tono no me dejó ninguna duda de que lo haría.
Respiré hondo.
—Te hago un trato. Te enseñaré el mío si tú me enseñas el tuyo.
—¿Qué? —Sonó confundido. Supongo que no existía aún esa frase en esa época.
—Haz lo mismo y me daré la vuelta.
—¡No estoy escondiendo nada!
—¡Y yo tampoco! Lo justo es justo. ¿O es que estás buscando una excusa para hacer esa búsqueda física?
Pritkin murmuró algo que sonaba claramente malicioso.
—¡Mi ropa está protegida! Incluso aunque deseara acceder a lo que me pides, no funcionaría con ella.
—Entonces desnúdate.
—¿Disculpa? —De repente sonó casi educado, como si creyera que a lo mejor no había escuchado bien.
—Quítatela.
—¿Y dejar que me maldigas sin protección? —No pude ver su cara, pero pude escuchar la burla en su voz.
—Seguirás teniendo tus protecciones —le señalé—, y si te preocupa tanto que te pueda vencer, déjate las armas puestas.
Hubo un silencio durante un momento largo.
—Si tienes algo de caballero, lo harás —añadí, ya desesperándome.
Contuve la respiración, segura de que no funcionaría, que seguramente no se dejaría engañar. Pero supongo que no era tan viejo en 1790 porque un momento después escuché más maldiciones acalladas y los sonidos suaves de la ropa al quitársela.
—Muy bien —dijo una voz hecha una furia después de unos segundos—. ¿Te darás tú ahora la vuelta?
—¿Y cómo sé que de verdad te has desnudado?
—¿Estás poniendo en duda mi honor? —sonaba incrédulo.
—Digamos que no me siento especialmente confiada. Haz que el poste sea otra vez opaco y ponte de frente. Si no me has mentido, saldré de aquí detrás y acabaremos con esto.
Pritkin no se preocupó de maldecir esta vez. De repente las rocas se volvieron opacas y él dio pisotones hasta ponerse enfrente del poste. Llevaba una pistola en una mano y aún llevaba un cuchillo en una funda atada a la pantorrilla, pero no se había preocupado del resto. Supongo que lo había hecho para poner de manifiesto lo improbable que sería que le diera un golpe en una pelea.
—Ahora cumple con tu parte del trato —dijo apretando los dientes; o a lo mejor él los había apretado para evitar que castañetearan. Parecía que tenía frío, pensé sin sentir pena en absoluto.
Lo examiné mientras los ojos verdes me miraban detrás de una cortina de pelo pelirrojo dorado. No hizo ningún intento de taparse. ¡Qué noble! Luego le eché un buen vistazo y mis ojos se abrieron de par en par. A pesar de la temperatura, realmente no tenía ningún motivo para sentir vergüenza.
—En cuanto te des la vuelta —logré decir finalmente. Comenzó a discutir, pero levanté una ceja—. Es justo.
Pritkin levantó las manos, pero se dio la vuelta, dejando ver esos hoyuelos fascinantes. Esta vez no me detuve para admirar la vista. Tan pronto como se dio la vuelta, agarré su ropa y el orbe, abrí una línea ley y desaparecí.