El tipo que contestó a la puerta tenía unos cuarenta y pocos años, el pelo fino debajo de una peluca que llevaba torcida y muchos dientes ya podridos. No parecía alguien que hubiera sido capaz de defender a un mago legendario, pero quizá solo era el mayordomo. Le seguimos a través de un pasillo estrecho y subimos unas escaleras hasta una biblioteca. Tenía una chimenea de mármol vistosamente tallada, estanterías que cubrían dos paredes, nácar sobre las molduras de madera oscura y unas tres docenas de invitados.
Todos ellos se detuvieron para mirarnos cuando el mayordomo, o lo que fuera, nos presentó. No había escuchado a Mircea dar su nombre, pero de todas formas el hombre lo sabía, aunque yo solo era una invitada. No tenía que haberme preocupado tanto por nuestra apariencia: Mircea se las apañó para hacer que la manera de quitarse su abrigo fuera como si hubiera marcado una tendencia de moda. Vi a muchos otros hombres allí, a hurtadillas, quitándose los suyos después de un momento, sin querer perderse esa nueva tendencia. Pero uno permaneció quieto, tapado desde la cabeza hasta los pies, con una capa negra gruesa que rozaba el suelo y no dejaba ver mucho más que una nariz. Me pareció bien, porque la gente que estaba viendo ya me estaba sorprendiendo bastante.
Una mujer apareció enfrente de nosotros llevando una cesta de escarapelas tejidas azules, blancas y rojas. Preferí no hacerle ningún agujero a la creación de Augustine y quedarme con la que llevaba puesta aunque no me gustara. Era divertido: no me podía imaginar qué material habían usado.
—Pelo humano, probablemente de los guillotinados —murmuró Mircea. Rápidamente la puse en una mesa de al lado.
Un momento más tarde, una chica francesa, bonita y con ojos oscuros se pavoneaba con una bandeja de vasos de vino. Le dio uno a Mircea y luego se quedó allí parada, aparentemente esperando a que lo acabara para así poder darle otro. Parecía que el resto de la sala no tenía tanta suerte. Pero me di cuenta de que Mircea no bebía, tan solo sostenía el pie de la copa delicado con indiferencia en una mano, el contenido de color rojo sangre brillaba en la luz tenue.
Cogí una copa de la bandeja y me la bebí casi toda de un sorbo. Estaba bueno y el humo que me despejaba la cabeza era mejor. Mircea me observó con una sonrisa, nos intercambiamos los vasos y él me dio el suyo lleno.
—¿No te gusta el vino? —le pregunté, dando sorbos con un poco más de decoro.
—Depende de las circunstancias.
—¿Cómo por ejemplo?
—Recuérdame que alguna vez te lo enseñe —murmuró mientras una mujer impresionantemente bonita se unió a nuestro grupo.
Era japonesa, o al menos parecía asiática y tenía colibríes de papiroflexia zumbando a su alrededor, sujetándole la cola de su vestido pintada a mano. Y ella era solo la primera de muchas. A pesar del hecho de que encontramos una esquina oscura al lado de la chimenea para esperar al evento principal, una corriente continua de personas se dirigieron hacia allí para hablar con nosotros. O, para ser más precisos, para hablar con Mircea, ya que la mayoría de ellos apenas me habían mirado. No pude evitar darme cuenta de que un número desproporcionado de esas personas parecían ser atractivas y, además, mujeres.
No sé por qué me sorprendió. Había sido igual en el patio, cuando Mircea vino para hacerle una visita larga a Tony. Había oído por casualidad al personal quejándose de que nunca habían tenido tantos invitados; incluso vampiros que odiaban a Tony habían pasado por allí para mostrar su agradecimiento. Porque Mircea no era sólo un miembro del Senado, era un Basarab, lo que para los vampiros era como estar en la categoría de estrellas de películas.
O quizá una estrella del rock, pensé, conteniéndome para no quitar a la fuerza la mano que la groupie de turno, una bruja escultural con el pelo castaño rojizo, había puesto sobre su brazo. Mircea se echó para atrás con el pretexto de poner su copa vacía sobre la repisa de la chimenea y su admiradora hizo lo mismo. Su boca se arqueó en una sonrisa afligida que, por un momento, quise probar de tal manera que ni siquiera podía pensar.
No culpaba a las groupies. Mucho. Mircea era perfectamente capaz de utilizar su aspecto y reputación para sacar ventaja: era prácticamente un requisito del trabajo. Pero lo más gracioso era que la mayoría del tiempo no lo hacía a propósito. Simplemente disfrutaba de su entorno, igual daba dónde estuviera o lo que estuviera haciendo, con una sensualidad inconsciente que formaba parte de él, igual que su color de pelo.
Incluso con el poder extra que mi oficio me prestaba, el geis se estaba fortaleciendo. Simplemente el estar a su lado hacía que mi corazón corriera a toda prisa y mi pulso palpitara. Y mi cuerpo iba notablemente más despacio al obedecer las órdenes de mi cerebro para mirar a otro lado, para no tocar, para no notar cualquier cosa pequeña en él. Como el modo en el que su pelo aún tenía el recuerdo débil del frío invierno afuera. Como el calor de su piel cuando tocaba el corte en mi labio superior con la punta de los dedos.
—Una especulación de poción —murmuró, su dedo se arrastró por mis labios.
Claro que, a veces, lo hacía a propósito.
Levanté la vista y me encontré con sus ojos que estaba quietos, intensos y bien enfocados. Con esa mirada, era fácil creer que yo era la única persona de la sala que tenía algún valor para él, la única en la tierra que le importaba. Pero ya había visto esa mirada antes y no solo dirigida a mí. La gente tímida se volvía más habladora, la gente agresiva se volvía dócil y las personas simples se transformaban, intentando estar a la altura de la admiración que veían en sus ojos, o que ellos pensaban que veían.
Sostuve su mirada durante un momento tenso antes de parpadear y apartar la vista, enfadada porque estaba intentando hacérmelo a mí y confundida porque lo estaba haciendo ahora y me encontré con lo ojos de una vampiresa con el pelo oscuro. Su vestido granate se aferraba a unas curvas peligrosas y su mantilla plateada encuadraba una cara tan bonita que lo único que pude hacer fue mirarla fijamente durante un momento. Extendió una mano, pero la ignoré; estaba demasiado alta para que yo se la estrechara así que me supuse que no iba dirigida a mí.
Mircea la besó respetuosamente y le dijo algo en italiano, pero sus ojos seguían mirándome. Esto siguió durante un periodo de tiempo incómodamente largo, pero ella no dijo nada, así que yo tampoco lo hice. Después de un rato, en lugar de eso, prefirió mirarlo a él.
Tuvieron una corta conversación que no pude seguir, pero luego, realmente no tuve que hacerlo. Ella era bastante buena en dar a conocer la información en silencio. Le miró fijamente a la cara, pestañeando, frotándose los laterales de su cuerpo arriba y abajo con las manos y hablando con un tono ronco. Cada mirada, cada movimiento decía que ella lo quería, con una franqueza perfecta y sin ningún tipo de vergüenza. Aparté la vista antes de verme tentada a hacer algo realmente estúpido.
Al final se fue, pero no antes de lanzar otra mirada extraña en mi dirección.
—¿Una vieja amiga? —le pregunté, intentando quitarle importancia.
—Una conocida —murmuró. Ahora sus ojos estaban fijos en un par de nuevas personas que acababan de llegar, dos vampiros. Se inclinaron de modo respetuoso en su dirección y él hizo lo mismo, pero su postura se agarrotó ligeramente. Para el normalmente muy controlado Mircea, era el equivalente de alguien cabreado. De repente, las cosas comenzaron a tener sentido.
Más de doscientos años de vida añaden un montón de fuerza, incluso a un maestro de primer nivel. Y los vampiros pueden sentir los cambios en el nivel de poder de otro tan fácilmente como los humanos podrían notar un nuevo corte de pelo. Era probable que cualquier vampiro que se acercara demasiado se diera cuenta de que había algo seriamente distinto en Mircea. Él me había utilizado para distraer a la mujer, pero dudaba que el mismo truco funcionara con los hombres.
—Pareces muy afectuoso con tus conocidos —le comenté, sin molestarme en disimular mi tono mordaz. Estaba resentida por formar parte de su treta, incluso aunque estuviera de acuerdo con su motivación.
—La condesa y yo formamos parte del Senado europeo durante un tiempo. Se sorprendió al verme —dijo Mircea, mientras observábamos a los dos vampiros coger su distintivo tricolor con idénticas expresiones insulsas. Comenzaron a circular, pero no hacia nosotros.
—Se supone que tengo que estar en Nueva York en este momento, sondeando la posibilidad de comenzar allí un nuevo Senado.
—Fantástico. —Era todo lo que necesitaba, que el Mircea de esta época regresara y tuviera a la condesa «como se llame» preguntándole por sus vacaciones en París.
—No te preocupes. Ella murió en un duelo antes de que yo regresara. De todas formas, más que nada hemos estado hablando de ti.
—¿De mí? ¿Por qué?
—Quería saber por qué llevas mi marca. Se la negué a ella hace un tiempo y se mostró… sorprendida… porque te hubiera preferido a ti.
—¿La rechazaste? —Me imagino que estaba bastante sorprendida. Yo parecía bastante decente después de haberme limpiado la mayor parte de la poción y después de haberme peinado con los dedos mi pelo voladizo, pero no estaba en el mismo nivel que la condesa. No había necesitado su gesto para decirme que nunca lo estaría.
—Quería irse conmigo a la cama no por placer, sino por la ventaja política que ganaría —dijo Mircea suavemente.
—No estás hablando en serio. —¿Qué? La tía tenía que haber estado borracha.
—Ha habido muchas durante estos años que han compartido esa perspectiva. Cuando tienes una gran cantidad de poder, siempre están aquellos que piensan que esas cosas son más atractivas que tú.
—Entonces es que son idiotas. —No me pude callar y se me escapó.
Mircea se rió de repente, sus ojos estaban radiantes.
—No me has preguntado la respuesta que le di, dulceaţă.
Seguramente me iba a arrepentir de esto, pero tenía que saberlo.
—¿El qué?
Se inclinó y me cogió la mano, se la llevó de manera dramática hasta su pecho.
—Que tú me has embrujado.
—Seguro que no le dijiste eso.
Me dio un beso rápido sobre el punto del pulso en mi muñeca.
—Con esas mismas palabras.
Quité la mano, mirándole. Lo que me faltaba era otra enemiga a la que tener que estar vigilando toda la noche.
—Ella te llamó príncipe, ¿verdad? —le pregunté, decidiendo cambiar de tema. No hablo italiano, pero el término es el mismo en español—. Creía que eras conde.
—Cuando yo era joven, no había condes en Wallachia —dijo Mircea, para que no quedara mal—. El término era voivode. Los españoles a veces lo traducen como «conde»; otros prefieren «gobernador», o de vez en cuando «príncipe». Gobernábamos un país pequeño. —Se encogió de hombros.
—¿Por qué no seguís usándolo?
—La idea de un conde rumano estaba demasiado popularizada cuando salió el libro de Stoker. Hubiera sido imprudente después de eso.
Nos interrumpió la llegada de otra groupie guapísima. Aparentemente, todas las chicas sencillas habían decidido tomarse la noche libre. Me quedé mirando a lo lejos e intenté pensar en cosas más importantes mientras ella se reía tontamente y flirteaba. No me ayudó mucho. Yo no era estúpida, a pesar de la opinión pública. Había sabido todo el tiempo que yo no podía tener esto. Pero echarle esas miraditas estando justo a mi lado no era solo de mal gusto, era insultante y ya había tenido bastante. Deslicé mi brazo por el suyo y le eché a esa desvergonzada la mejor de mis miradas. La galaxia daba vueltas alrededor de mis pies y de repente se expandió, ampliando su anchura quizá un palmo, lo bastante para que el dobladillo de su vestido se incendiara. Era una bruja, no una vampiresa, así que apagó las pequeñas llamas con sólo murmurar una palabra. Pero después de eso no se quedó cerca.
Miré a Mircea, me di cuenta tarde de que también le podía haber dado a él. Pero no había agujeros del tamaño de un alfiler en sus pantalones negros y no vi ni rastro de humo, lo que no tenía sentido, ahora que lo pensaba.
—¿Por qué no estás en llamas?
Levantó una ceja.
—¿Tú querías que estuviera en llamas?
—No, pero… el vestido tuvo… un ligero efecto sobre Marlowe. —Y ni siquiera había estado tan perspicaz entonces.
La ceja subió un poco más.
—¿Quemaste al senador Marlowe?
—Bueno, no fue intencionado. —Mircea solo se me quedó mirando—. Estábamos en la cámara del Senado y se puso demasiado…
—¿En la cámara del Senado?
Fruncí el ceño. Su cara parecía que hacía muecas por alguna razón.
—Sí, él me arrastró para que viera a la Cónsul.
—Le prendiste fuego en la cámara del Senado delante de la Cónsul.
—Sólo fue un fuego pequeñito —le dije, luego me detuve porque él empezó a reírse a carcajadas, toda su cara se arrugó al hacerlo, sus dientes brillantes y sinuosos, una boca irresistible.
—Él lo apagó —le dije a la defensiva. Dejó de reírse.
—Dulceaţă —jadeó finalmente—, hubiera dado cualquier cosa por haber visto eso, pero estaría bien si no lo repitieras esta noche.
—Yo no…
—Sólo te lo digo porque creo que Ming-de desea una audiencia.
—¿Qué?
Él inclinó la cabeza ligeramente a la parte opuesta de la sala, donde la versión china de un Cónsul estaba flanqueada por sus cuatro guardaespaldas.
—Sería prudente que te contuvieras para no incendiar a la emperatriz china.
—Parece ocupada —le dije débilmente. Era verdad: ya había reunido una larga corte de admiradores; pero yo también había tenido mujeres formidables por una noche. Mircea no se molestó en contestar, sólo utilizó nuestras manos unidas para llevarme a través de la sala.
Nos detuvimos enfrente del estrado en el que Ming—de había aparcado su silla como si fuera un trono. También tenía dragones contorsionados alrededor de la parte de atrás de la silla, pero al menos, no se movían; a diferencia de los ventiladores que estaban puestos a ambos lados de su cabeza, revoloteando y agitándose en el aire como dos mariposas hiperactivas. Nadie los estaba sujetando, las manos de los guardias estaban tan preocupadas con las lanzas que, ya que eran vampiros, supuse que era sobre todo ceremonial. Especialmente cuando los ventiladores estaban bordeados de cuchillas y probablemente podrían pasar de mover el aire a aferrarse a la carne en cualquier momento.
Había estado tan preocupada con el espectáculo de Ming-de, que no me había dado cuenta de que estaba hablando hasta que Mircea me empujó con el pie. Aparté la vista de las fanáticas que bailaban y la dirigí a los negros ojos líquidos puestos en una pequeña cara ovalada. Ming-de parecía que tenía veinte años y sí, era asombrosamente hermosa. Suspiré. Por supuesto, ella había querido ver a Mircea.
Sólo que ella no lo estaba mirando. Me pregunté si a lo mejor debería tener un cartel que pusiera «Víctima de un hechizo ficticio, no soy una amenaza» antes de que nadie comenzara a planear deshacerse de la competencia. Ming-de extendió una mano con uñas rojas brillantes y ridículamente largas. Me quedé tan absorta mirándolas (sólo la uña del dedo pulgar debía medir quince centímetros y estaba curvada hacia fuera, como un muelle), que tardé unos segundos en darme cuenta de que me estaba dando con algo.
Era un bastón con un nudo marrón horrible al final. Me eché hacia atrás antes de que pudiera cortarme el corazón o algo. Pero me siguió hasta que logré enfocarlo, a pesar de tenerlo casi encima de las narices. El nudo se deshizo y se convirtió en una cabeza reducida que llevaba un pequeño gorro de capitán sobre su fino pelo.
—A su majestad imperial, la emperatriz Ming-de, majestad sagrada del presente y del futuro, dama de los diez mil años, le gustaría hacerle una pregunta —dijo en una monotonía aburrida que lograba transmitir una repugnancia absoluta hacia mí, hacia su ama y hacia el mundo en general.
Parpadeé.
—Usted no es chino. —El acento británico lo delató; eso y el hecho de que las trenzas que le salían del gorro eran pelirrojas.
La cabeza dio un suspiro de sufrimiento.
—Sería gilipollas si estuviera utilizando un intérprete si lo fuera, ¿no? ¿Y cómo lo ha sabido?
—Bueno, yo sólo…
—Es el sombrero, ¿a que sí? Ella hace que me lo ponga para que la gente me pregunte.
—¿Le pregunte el qué?
—¿No lo ve? Siempre funciona. Es parte de mi castigo, el tener que contar la historia de mi trágica vida y dolorosa muerte a cada Tom, Dick y Harry antes de que contesten a una simple pregunta.
—Vale, perdón. ¿Cuál es la pregunta?
Me miró desconfiadamente.
—¿No quiere saber nada de mi trágica vida y de mi dolorosa muerte?
—La verdad es que no.
De repente se mostró ofendido.
—¿Y por qué no? ¿Mi muerte no es suficientemente interesante para usted? ¿Qué haría falta, eh? Quizá si Robespierre estuviera aquí colgado, maldita sea, entonces si me escucharía, ¿verdad?
—Yo no…
—Pero un simple capitán de una compañía de la India del Este que cometió el error de disparar al barco equivocado… oh, no… Eso no es bastante para que se preocupe, ¿verdad?
—¡Mire! —le dije mirándolo—. No estoy teniendo una muy buena noche aquí. Cuéntemelo, no me lo cuente, ¡me es igual!
—Bueno, no hay razón para que grite —dijo susceptiblemente—. El ama solo quiere saber el nombre de su costurero.
—¿Qué?
—Del mago que encantó su vestido —explicó, en un tono que dejaba claro que el sufrimiento más grande en la vida después de la muerte era tratar con gente como yo.
—El no está… disponible ahora. —Lo que era cierto, ya que ni siquiera había nacido aún.
—Está intentando guardarse el secreto para usted sola, ¿eh? A mi ama no le gustará eso —dijo con júbilo.
Mircea y Ming-de habían estado charlando mientras yo hablaba con su asistente. Ni siquiera había intentado seguir su conversación que era en mandarín, pero reconocí la frase Códice Merlini. Y aunque no lo hubiera hecho, el agarre repentino y fuerte de Mircea hubiera llamado mi atención.
—Estamos aquí por el Códice —susurró.
Lo miré, preguntándome de qué iba todo este alboroto.
—Sí, te lo dije…
—¡Tú dijiste un libro de hechizos! —Mircea comenzó a inclinarse y a murmurar una sarta de cosas rápidas en chino y a separarme de Ming-de.
—¡Eso es lo que es!
—¡Dulceaţă, describir el Códice como un libro de hechizos es más o menos como describir el Titanic una barca!
No me enteraba de lo que estaba pasando, pero no pude evitar notar que nos estábamos dirigiendo hacia la puerta.
—¡Espera! ¿Adónde vamos?
—Fuera de aquí.
Me eché para atrás. ¿Por qué? No lo sé ya que no me sirvió para nada.
—¡Pero la puja está a punto de empezar!
—De eso es de lo que tengo miedo —susurró, justo cuando se apagaron todas las luces.
No es que hubiera habido mucha luz antes en la sala, solo algunas pocas velas, pero ahora estaba completamente a oscuras. Sentí un brazo rodeando mi cintura y chillé antes de reconocer el escalofrío del geis. La gente estaba murmurando y dando vueltas por todos los lados mientras Mircea se iba derecho a través de la multitud, prácticamente arrastrándome.
No entendía lo que le pasaba; nadie parecía estar muy contento por el repentino apagón, pero tampoco parecía que fuera algo amenazador. Para cuando llegamos a las escaleras, mis ojos se habían acostumbrado lo suficiente a la oscuridad y vi la luz que mi vestido desprendía. La sala estaba iluminada por las estrellas y había sombras y parecía exactamente igual que antes, hasta que un grupo de figuras oscuras rompieron las ventanas y entraron.
Mircea me puso en sus brazos y prácticamente voló hacia el vestíbulo donde nos encontramos con otra media docena de figuras oscuras acercándose. Mis ojos no pudieron enfocarlas, pero no creía que tuviera nada que ver con la falta de luz. Y luego de repente estábamos de vuelta en la parte de arriba, en casi el mismo tiempo que hubiera tardado yo en transportarme. Mircea se detuvo en la biblioteca y aterrizó para esquivar al mago que tropezó de espaldas y salió por la puerta, los ventiladores voladores de Ming-de estaban zumbando alrededor de su cabeza como si fueran avispas enfadadas. Uno de ellas golpeó un candelabro de pared al pasar y lo cortó justo a la mitad.
Eché una ojeada a la puerta de la biblioteca y no vi nada más que una tormenta de fuego de hechizos, golpes y chillidos, todo demasiado resplandeciente para que mis ojos pudieran capturar algún detalle. Luego Mircea cogió a un mago que estaba bloqueando la escalera mientras subía y lo lanzó escaleras abajo. Golpeó al grupo de figuras oscuras que estaban intentando subir por la estrecha escalera al mismo tiempo y la mayoría de ellas se cayeron de espaldas. Los ventiladores seguían como si estuvieran en una misión.
Para cuando pestañeé, estábamos en la siguiente planta, donde había un mago enfrentándose a la condesa. Su bonita mantilla se había convertido en una red brillante que lo envolvió como una tela de araña. Justo antes de nuestro último vuelo de escaleras, ella lo sacudió y lo llevó hacia ella, con los colmillos ya sacados y resplandecientes.
Alguien me cogió el pie cuando llegamos al ático, pero Mircea dio una patada hacia atrás y escuché el sonido de quien fuera cayéndose por las escaleras. Arrancó la puerta que llevaba a lo que parecía que era la habitación del sirviente, abrió una ventana y se puso conmigo en la repisa resbaladiza y helada antes de que yo pudiese protestar. Luego se detuvo, miró fijamente la entrada principal debajo, donde docenas de figuras oscuras se estaban dirigiendo a la puerta principal. Seguramente se han quedado sin ventanas que romper, pensé con la mirada en blanco.
—¿Puedes hacer lo que hiciste en el casino? —preguntó Mircea; su voz estaba mucho más calmada de lo podría estar en esas circunstancias.
—¿Qué? No, aún no. —El mareo y las nauseas de haberme transportado tantas veces seguidas casi se habían pasado, pero aún me sentía aniquilada. Dudaba que pudiera transportarme yo sola, y mucho menos a los dos.
Mircea no hizo ninguna pregunta, tan solo me puso sobre su hombro derecho lo que me dejó ver la figura encubierta que irrumpió en la habitación detrás de nosotros. Era el invitado de la fiesta con capucha. Decidí que aún no quería saber lo que había debajo de todo aquello.
—Voy a tener que saltar —dijo Mircea, echándole al recién llegado una mirada indiferente.
—¿Saltar? ¿Qué? —Estaba segura de que no había escuchado bien.
La capa envió un hechizo que bajó volando las escaleras, luego bloqueó la puerta al empujar un armario pesado contra ella.
—Si vas a saltar, ¡hazlo! Si no, ¡quítate de en medio! —le soltó.
Y ahí fue cuando comencé a preguntarme cuándo había caído en esa fantasía. Estrés, pensé vagamente. Seguro que es eso.
—Estoy esperando a que entre el resto de los magos para poner la bomba —contestó Mircea con sequedad.
—¿Qué bomba? —Dijimos la figura encapuchada y yo a la vez.
—La que los magos de la guerra de la asamblea de brujas de París van a poner para destruir esta casa, y ellas esperan que también se destruya el Códice.
No era de extrañar que hubiera enloquecido allá abajo o eso fue lo que le pareció a él. Seguro que había escuchado hablar acerca de esta noche en algún sitio. Y si era lo bastante interesante para que la gente contara historias sobre eso, yo no quería andar por allí, pero no me podía ir. ¡Coño, no ahora que estábamos tan cerca!
—¿Y por qué destruirlo? —pregunté—. ¿No lo quieren para ellos?
—Sí, y por eso es por lo que lo están buscando ahora; pero si no lo encuentran, destruirán la casa y todo lo que hay en ella, eso es mejor que dejar que caiga en manos de los oscuros.
—El Códice no está aquí —dijo el encapuchado, abriéndose camino hacia la ventana. Ahora éramos tres situados en lo alto del tejado congelado—. ¡La asamblea de brujas va a matar a docenas de personas innecesariamente!
—Lo dudo —dijo Mircea, moviendo la cabeza hacia donde había comenzado una lucha delante de la casa entre los magos y los invitados de la fiesta, la mayoría de los cuales parecían haber salido a salvo de una situación muy peligrosa en la biblioteca.
Me eché hacia atrás cuando Parindra pasó a gran velocidad, tan rápido que la brisa me encrespó el pelo; parecía que había encontrado otro uso para su alfombra. Arrojó algo sobre la multitud de magos que había debajo, que explotó en una neblina amarilla que atravesó sus protecciones como ácido e incendió a muchos de ellos. También hizo que comenzará a arder la parte de atrás de la barcaza y asustó al elefante.
El animal soltó un rugido de descontento y salió hecho una furia, cogiendo a un mago con su trompa y lanzándolo contra una casa cercana que golpeó con un crujido repulsivo. El ataque diseminó al resto de los magos que se fueron corriendo en todas las direcciones para evitar ser aplastados por el elefante o por la silla del elefante pesada que se había resbalado por la parte de atrás y se estaba moviendo a los lados como un ariete incrustado con joyas.
—Eso debería valer —dijo Mircea.
—Espera. ¿De qué estás hablando? ¿Valer para qué? —le pregunté, y sentí sus músculos tensos debajo de mí. Me di cuenta de que el alboroto había dejado la zona libre de magos debajo de nosotros y que Mircea tenía intención de aprovecharlo—. Oh, no. No, no. Mira, estoy empezando a tener un problema con las alturas y…
—Espera —dijo, y ya estábamos volando.
Ni siquiera me dio tiempo a chillar. Sentí una ráfaga de aire frío, una corta sensación de ingravidez y luego nos estrellamos contra la cubierta del barco. Mircea se llevó la peor parte de la caída, pero me soltó de sus brazos y me abalancé contra el encapuchado que aparentemente había saltado con nosotros. No parecía un vampiro allí abajo, no sentí ningún débil hormigueo a través de la espina dorsal, ¿pero cómo había podido conseguir un humano dar ese salto y seguir aún con vida?
No tuve tiempo de averiguarlo porque un hechizo golpeó la barcaza, haciendo que temblara y que se sacudiera detrás de nosotros, consiguiendo que los dos nos fuéramos tambaleando hasta la barandilla, al mismo sitio donde un mago estaba intentando subirse a bordo. Un tipo vestido como los sirvientes de Ming-de vino corriendo y comenzó a darle cuchilladas con una lanza, pero el mago había conseguido mantener sus protecciones y todo lo que hacía era sacarlo de quicio. Llegó hasta nuestro lado y él y el guardia se cayeron al suelo en un enredo de extremidades, antes de dar vueltas y chocar contra mí y contra el encapuchado. Sentí un pie en el estómago que me cortó la respiración, pero al encapuchado le fue peor que a mí: su cabeza se dio un golpe fuerte contra la barandilla de madera pesada de la barcaza.
Mircea se había vuelto a poner en pie y fue haciendo eses hasta la barandilla. Apenas pudo echarse atrás antes de que un hechizo pasara rápidamente a su lado, explotando contra la fachada de piedra de la casa que había detrás de nosotros. No fue el único. Los hechizos estaban siendo lanzados por todos sitios haciendo que el cielo oscuro pareciera tan claro como si fuera de día, como si la luz del día tuviera todos los colores del arco iris.
—Nunca conseguiré que salgas de aquí viva, no sin una protección —dijo con gravedad—. Y ahora mismo estoy demasiado agotado para proporcionarte una. Tendré que improvisar. —Tuvo una conversación corta con el vampiro chino que quedaba—. Zihao te protegerá. No salgas del barco —añadió, justo antes de saltar al otro lado.
—¡Mircea! —Entorné los ojos sobre el borde de la barcaza, pero toda la calle era un hormiguero de actividad y no pude verlo. Aunque sí vi a alguien más.
Aparentemente la condesa había acabado su comida y vino para el postre; no tenía que preguntar a quién había elegido para cumplir ese papel. ¡Maldita sea! Sabía que iba a pasar algo como esto.
Saltó a cubierta y dijo algo en italiano que no entendí, y sonrió maliciosamente… eso sí lo entendí. Intenté ponerme de pie, pero la cola de vestido que Augustine había añadido al traje se puso en medio, envolviendo mis tobillos como una cuerda. Ella empezó a reírse mientras yo tiraba del material de seda que claramente se había negado a romperse o a soltarse. Entonces ella se inclinó sobre mí y me desenredó con un golpecito de su muñeca.
—Si lo quieres, lucha por él, pero de pie, bruja —me dijo, mientras Zihao intentaba encontrar algo que hacer al otro lado del barco. Aparentemente defender mi vida no incluía ser destripado por un miembro del Senado celoso.
La verdad es que de eso no podía culparle.
Gateé hasta ponerme de pie e hice un amago de sonrisa.
—Uy, eso ha sido muy… decente por su parte —le dije esperanzadoramente. Quizá podríamos arreglar esto.
La red plateada brillante subió por detrás de su cabeza como un marco para su bonita cara.
—La verdad es que no. —Sonrió—. Prefiero cenar de pie.
O quizá no.
La red de encaje se lanzó sobre mí, como lo hizo el mago que yo estaba segura que no había conseguido escapar de la casa. Pero se detuvo a medio camino entre nosotros, atrapada en un campo de estrellas que de repente se había arremolinado alrededor de mí, como una galaxia en miniatura. Durante unos pocos segundos, la mantilla se quedó suspendida en el aire, el objeto inamovible se encontraba con la fuerza irresistible. Luego todo explotó como si una estrella se hiciera nova.
Lancé un brazo sobre mi cara para no dejar que entrara el resplandor y cuando volví a mirar, la condesa estaba allí de pie como si no hubiera pasado nada. Aunque no pensaba que ese hubiera sido el caso, porque pude ver escenas de la batalla detrás de ella, a través de los cientos de pequeños agujeros que la luz de las estrellas había tallado por su cuerpo. Y entonces, ella se cayó por el lado de la barcaza hasta la carretera que había debajo.
Me quedé allí de pie, mirando fijamente su cuerpo estrujado, conmocionada y más que un poco asustada. Estaba viva, pero posiblemente no durante mucho tiempo. Porque no se podía matar a un vampiro maestro de esta manera. Hacer daño, enloquecer, enfurecer, sí; matar: no. Se podía levantar en cualquier segundo y, en cuanto lo hiciera, estaría acabada. Realmente necesitaba salir de ese barco.
Zihao vino mientras yo intentaba encontrar algún hueco. Él había perdido la lanza, pero había improvisado un arma nueva de un remo grande con el que comenzó a embestir desde la parte superior de la capa.
—¡Espera! —Me puse de rodillas, que de todas formas estaban temblando, y extendí las manos. Las estrellas habían vuelto a su sitio habitual y parecía que ya no seguían rotando. Pero el guardia se detuvo de todas maneras.
Dijo algo que, de nuevo, no entendí. Estaba empezando a envidiar el dispositivo de traducción que tenía Ming-de, aunque fuera temperamental. Finalmente pareció que se dio cuenta de que teníamos problemas para comunicarnos. Sacudió con fuerza un dedo pulgar entre el encapuchado y yo, como si quisiera preguntar si estábamos juntos y yo asentí con la cabeza enérgicamente. No era cierto, pero quien fuera el que estaba debajo de eso tampoco estaba con la otra parte y ya había visto bastante sangre por una noche.
Eso pareció agradar al guardia que caminó sin rumbo para atacar a alguien más. Dirigí mi atención al encapuchado y me pregunté si había desperdiciado mi tiempo defendiendo un cadáver, porque el hombre que había debajo estaba inmóvil con un brazo pálido extendido hacia afuera y la capucha aún le oscurecía la cara. Ni siquiera parecía que estuviera respirando aunque con tanta tela amontonada, era difícil saberlo. Pero el brazo estaba caliente y parecía bastante humano, así que le eché para atrás la capucha para ver si tenía alguna herida.
Y me quedé helada.
Podía oír la locura alrededor de mí, el elefante arrasándolo todo, los cristales rompiéndose, la gente insultando. Pero nada de eso me parecía tan real como aquella cara en el medio de todo ese molde negro en una miríada de colores por hechizos voladores. Una cara muy familiar.
No. Seguro que me había dado un golpe en la cabeza y no me había dado cuenta, porque tenía que estar alucinando. Parpadeé fuerte un par de veces pero no cambió nada: la cara seguía siendo persistentemente la misma. Apreté las manos contra mis ojos y me quedé sentada así un minuto, sin hiperventilar porque eso sería débil y no me lo podía permitir, pero quizá respirando un poco mas fuerte. Cuando dejé caer las manos sobre mi regazo, me las arreglé para controlarme. Para controlarme un poco, o algo parecido.
Bajé la vista y miré fijamente a la cara y, vale, quizá empecé a hiperventilar solo un poco mientras mi cerebro intentaba darle un giro a la cosa loca, estúpida y completamente imposible que mis ojos insistían en mostrarme. Pero seguro que estaban equivocados, tenían que estarlo, porque ese no podía ser Pritkin. Lo había dejado en el Dante, con la feliz creencia de que iba a regresar temprano. Y a menos que hubiera encontrado una máquina del tiempo en algún sitio, él aún seguía allí. Pero tampoco era Rosier, porque aunque sabía con toda seguridad que el señor de los demonios podía sangrar, dudaba que se hubiera quedado inconsciente por culpa de una herida en la cabeza poco grave.
Parecía un poco distinto, pensé aturdida, con el pelo largo rubio rojizo sobre sus ojos, rozando sus hombros. Parecía más joven, su cara era un poco más fina y hacía su nariz incluso más larga de lo normal, y los pómulos estaban más resaltados. Sus labios, como siempre finos, eran un simple tajo fino a lo largo de su mandíbula.
Pero supongo que él hubiera necesitado algún tipo de disfraz. No podía parecer el mismo siempre, vida tras vida; alguien se tendría que haber dado cuenta. A lo mejor era por eso por lo que sabía tan poco de los vampiros. No sería inteligente juntarse con criaturas tan mayores como él y que pudieran recordar una cara desde hacía algunos siglos, no importaba el disfraz que llevara. Y Pritkin nunca había sido estúpido.
No, Pritkin no, me corregí. Escuché la voz de un genio gruñón diciéndome que el autor del Códice había sido medio íncubo. Y Casanova había dicho que en toda la historia solo había habido uno de esos.
Miré fijamente la cara debajo del corte de paje ridículo: Dios, él nunca había tenido un corte de pelo decente, ¿verdad?, y no me lo creí. Pero el hecho seguía estando allí, solo conocía a un medio íncubo, un mago británico que sentía una gran fascinación por el Códice y que vivía alrededor de 1793. Y Pritkin no era su nombre.
¡Maldita sea! Incluso yo misma lo había dicho una vez, él no se parecía a un John; pero, de repente, se pareció muchísimo a un Merlín.