Tardé dos minutos en darme cuenta de que aún no estaba muerta. Estaba de cuclillas protegiéndome la cabeza con las manos, esperando un ataque, pero el pasillo estaba tan silencioso como la tumba que era. Las únicas personas que estaban a nuestro lado estaban unidas con cemento a las paredes o quemadas bajo el montón de escombros que su propio hechizo había derribado sobre sus cabezas. Me desplomé hacia atrás y me caí en el suelo, respirando irregularmente e intentando no chillar.
Después de un minuto, busqué a tientas mi linterna y mi mano se cerró sobre un cilindro de plástico frío. Me sentí aliviada al ver que aún funcionaba y vi a Pritkin echado de lado. No se movía y tenía sangre corriendo por su barba de tres días, brillante y aterradora. Murphy y su pequeña ley se pueden ir al infierno, pensé con furia, sacudiéndole frenéticamente.
—¿Serías tan amable de dejar de hacer eso? —me preguntó de manera educada.
Me quedé mirándolo fijamente. No estaba del todo segura, pero un John Pritkin educado podría ser una señal del apocalipsis.
—¿Te golpeaste la cabeza? —Me intenté acercar a él para verle mejor y mi rodilla le lanzó accidentalmente una lluvia de piedras a la herida profunda y sangrienta que tenía en la frente.
—Si te digo que estoy bien, ¿dejarás de intentar ayudarme? —Todos los músculos de mi cuerpo se relajaron con ese tono tan familiar, la crispación y su seca impaciencia. Eso estaba mejor, eso era terreno conocido.
—¿Así que estás vivo? —le pregunté con voz ronca.
—Maldita sea, sí.
Sin embargo se quedó allí tumbado, así que alumbré con la linterna a mi alrededor, dándole un minuto. Tardé unos segundos en darme cuenta de lo que estaba viendo exactamente. Obviamente había vuelto a alzar sus protecciones porque brillaban, azules y acuosas, ondulándose lentamente bajo el haz amarillo, pero el techo de la cueva ya no estaba sobre ellas; o, para ser más precisa, estaba allí, sólo que ya no estaba pegado a nada.
Bloques enormes, labrados a medias, algunos que aún soportaban marcas antiguas de cincel, yacían encima de las protecciones tan repentinamente finas. Cada vez que se doblaban, se deslizaban pequeñas lluvias de escombros y polvo en la parte de arriba y goteaban por los laterales resonando en el silencio como suaves susurros. Las piezas grandes no tenían adónde ir, pero se movían lo bastante como para que fuera obvio que no estaban sujetas a nada. Incluso los pequeños pedazos del tamaño del adoquín nos harían mucho daño si se cayeran sobre nosotros y ni siquiera me pregunté lo que harían los grandes con nosotros: dos magos lo demostraban de manera sangrienta apenas a unos metros de distancia.
Podía haberme estirado y haberlos tocado justo donde ellos estaban atrapados entre la protección y el derrumbe. Sus cuerpos estaban extrañamente contorsionados, atrapados entre la roca y los escombros como antiguos fósiles; sus ojos abiertos brillaban en la luz que los reflejaba. Excepto que los fósiles normalmente no vienen completos con la prueba de cómo se han convertido en eso, al menos no con el brillo de tecnicolor.
El blanco con rayas rojas del hueso destrozado de nuevo resaltaba fuertemente contra el dorado tenue de los especímenes más antiguos. Una mano estaba apoyada contra el azul de la protección, atrapada en un gesto de defensa, como si la fuerza humana se pudiera mantener contra el peso de una montaña. Me hizo preguntarme durante un momento de locura si también aparecería la próxima vez que Pritkin levantara sus protecciones, si dejaría un contorno rojo.
De repente sentí el aire mucho más pesado en mis pulmones. A pesar del gran número de cosas imposibles que me habían pasado últimamente, parecía que mi cerebro no acababa de asimilar lo ocurrido. Estaba insistiendo en alto en que los grandes bloques de roca que pesaban quizá una tonelada cada uno no se sostenían en el aire y que los dos íbamos a morir en cualquier segundo.
Solté un pequeño sonido asfixiante, pero logré tragarme la burbuja de histeria antes de que pudiera reventar. Si Pritkin hubiera puesto la protección hacia arriba un segundo más tarde, en lugar de dos, habría cuatro cuerpos nuevos sepultados allí. Pero no fue así. Estábamos a salvo. Más o menos.
Pritkin se había dado la vuelta y me estaba mirando fijamente, con intensidad y concentrado.
—Esto es exactamente por lo que te dije que te fueras a casa.
—Tengo una respuesta devastadora para eso —le informé con dignidad.
—No, justo ahora no.
—¿Quieres abandonar? —parpadeé. Podía contar el número de veces que él me había pedido opinión: ninguna—. Porque es casi seguro que haya más ahí fuera.
Me acordé del fantasma diciendo que había doce magos en total; lo que significaba que detrás de ese derrumbe de montaña, aún había diez más merodeando, a menos que estuvieran atrapados en algún sitio que no podía ver. O a menos que se hubieran ido, suponiendo que el derrumbe nos había matado. Pero no, no había tenido esa suerte.
—Tú sabes lo que está en juego —le recordé.
—Ya sabía yo que ibas a decir eso. —Pritkin se incorporó hasta ponerse de rodillas con un gruñido. Los escombros se movieron con él, tanto que otro bloque grande se cayó.
La voz de Pritkin, unida a su acostumbrada impaciencia, me cortó el pánico:
—Vamos.
—¿Vamos? —sonó más a un chillido de lo que yo pretendía—. ¿Cómo? Porque yo puedo hacer que nos transportemos a casa, pero no más allá de aquí. No sé lo que hay al otro lado ni tan siquiera dónde está el otro lado…
—Tan solo quédate cerca. —Antes de que él hubiera acabado casi de hablar, sus protecciones habían cambiado de olas fluidas a cristal duro, reflejando el derrumbe a través de cientos de facetas cortantes. Se cayeron unas pocas rocas más, lo que causó que llovieran más desde la parte de arriba y se eliminara la superficie nueva y rígida con ruidos sordos. Pritkin comenzó a gatear hacia adelante y sus protecciones con él, llevándome casi en volandas antes de que me espabilara y me pusiera a su lado detrás de él.
No fue hasta que vi el cuerpo de uno de los magos deslizándose de lado y rodando detrás de nosotros cuando me di cuenta de lo que estaba pasando en realidad. Nuestra pequeña pompa se estaba abriendo camino entre las rocas y la mugre era como un topo de cristal que estaba intentando hacer una nueva madriguera. Golpeamos una pared una vez, buscando una entrada que no estaba allí, pero la encontramos a unos pocos pies a la izquierda y la rompimos; la cueva se estaba derrumbando detrás de nosotros.
Pritkin dejó caer sus protecciones con un suspiro audible, y el polvo que habíamos causado con nuestro escape nos inundó, casi me cegó. Seguimos adelante para escapar de la nube asfixiante que no tenía manera de dispersarse en una zona sin viento o sin aire. Pero antes de que hubiéramos avanzado diez metros, nos encontramos con lo que parecía ser otro derrumbe.
Cuando pestañeé para quitarme el polvo de los ojos, me di cuenta de lo que estaba viendo. Un túnel estrecho se extendía enfrente de nosotros, cubriendo desde la mitad hasta el techo lo que parecía una milla de huesos. Pritkin escaló hasta la cima de la masa de humanos rotos mientras iluminaba con la linterna alrededor.
—Hay un agujero en la pared allí arriba. Seguramente nos lleve hasta otro túnel.
Miré la pila de huesos inquieta. Todo lo que haya estado muy cerca del aura de una persona acaba dejando su impronta parapsicológica. Había vivido otras historias de terror por haber tenido el más leve contacto, sin darme cuenta, con un desencadenante poderoso. Y no podía pensar en un desencadenante más poderoso que una parte de cuerpo real.
—¡Deprisa! ¡Maldita sea! —Pritkin me tendió una mano mientras el sonido de las voces hacía eco débilmente desde el pasillo que había detrás de nosotros. Alguien había escuchado nuestra salida.
Me levanté con cautela, antes de que pudiera pensarlo demasiado. Los huesos eran viejos y estaban secos y crujían asquerosamente bajo mi peso. Muchos se astillaban, enviando pequeños cuchillos a las palmas de mi mano y rajando mis pantalones, pero no había destellos parapsicológicos. El moverlos tenía que haber acabado con cualquier huella que hubieran formado.
Cuando Pritkin había hablado de un agujero en la pared, no estaba bromeando. A duras penas logré deslizarme a través de ese hueco y por su manera de maldecir parecía que él se había dejado allí una buena porción de piel.
—¡Muévete! —me susurró, dándome un empujón en los riñones. Entré gateando en la pequeña caverna hecha de roca, llegué hasta el otro lado del agujero y casi tiro abajo unas escaleras que comenzaban a solo unos cuantos pies de allí.
El hueco de las escaleras claustrofóbicamente bajo era de lo menos atractivo. Tan solo veía la oscuridad que se juntaba en cada hueco y en cada esquina. La verdad es que no quería ir allí. Entonces, un hechizo golpeó el techo detrás de mí y causó una grieta como un disparo de un cañón; lo reconsideré y empecé a gatear por las escaleras delante de Pritkin.
Lanzaron un segundo hechizo mientras aún estábamos en los escalones. Siguió y siguió, como una explosión de una bomba a cámara lenta, causando que la gravilla salpicara mis manos y el cuello como si fuera granizo. Me lanzó escaleras abajo, pero las vibraciones subían por las piernas y hacían casi imposible encontrar un punto de apoyo. Y después ya no importó, pues que no había ningún punto de apoyo que pudiera encontrar. La roca se desintegró debajo de mis pies y caí en la oscuridad, en el aire vacío, antes de frenar en agua congelada.
Tardé un momento en darme cuenta de que no me estaba ahogando. El agua me llegaba sólo hasta la cadera, pero era como hielo y el frío se lanzó directamente a mi columna vertebral. Pero lo peor era la ya familiar nube de polvo que me estaba atrapando en una neblina asfixiante. Me agité haciendo ruido con el agua para alejarme del derrumbe, intentando respirar, y me encontré pisando agua. Agarré una calavera cubierta de musgo que sobresalía de la pared, mis dedos encontraron un asidero en los huecos de sus ojos. Me agarré, demasiado agradecida para encontrarlo repulsivo en ese momento, respirando entrecortadamente y dando grandes bocanadas de aire.
—¡Pritkin! —Apenas era un chillido, pero un momento más tarde la luz de la linterna me dio en los ojos dejándome ciega.
—¿Sigues viva?
Intenté contestar, pero mis pulmones decidieron que sería un buen momento para expulsar toda la materia extraña que había respirado y acabé teniendo arcadas y asfixiándome. Perdí el agarre en el hueso viscoso, resbalé y caí en el agua congelada. Durante un momento largo y aterrador, estuve perdida en un interminable mar de oscuridad que inmediatamente me congeló hasta la médula. Luego, dos manos anchas empezaron a buscar a tientas un agarre en mis hombros y me echaron para atrás hacia la superficie, recordándome dónde estaban el arriba y el abajo.
—¡Señorita Palmer!
Escupí una bocanada de pasta de caliza, el resultado de agua aceitosa mezclado con polvo y jadeé.
—¡Demonios, sí!
Pritkin asintió con la cabeza e iluminé alrededor con la linterna, vislumbrando un pasillo donde el suelo se ondulaba extrañamente y de repente todo eran sombras grises y pálidas, y tremendamente verdes. Parecía que todos los niveles más bajos se habían inundado. Sabía nadar, pero no me entusiasmaba la idea de navegar por una corriente oscura subterránea con apenas suficiente altura para poder respirar.
—Yo me encargaré de esto —dijo Pritkin con tono grave—. Transpórtate fuera de aquí.
—¿Y si continúan viniendo?
—Ya me las apañaré.
Y me llamó terca. Inspiré otra vez para informar a mis pulmones de que la asfixia tendría que esperar y me dirigí hacia la inundación.
—Simplemente nada.
Pritkin no contestó, al menos que las palabrotas contaran, aunque eso podía haber sido debido al hechizo que golpeó el agua por detrás de nosotros, subiendo instantáneamente la temperatura de fría a hirviente. Chillé y el pensamiento coherente desapareció. No pensé, tan solo le agarré la mano y me transporté.
Un segundo más tarde, aterrizamos en el mismo pasillo, pero sin nube de polvo, sin magos y sin ninguna inundación. Antes estaba pisando agua, así que ahora solo aparecí a unos pocos pies del suelo. Por desgracia, Pritkin había estado flotando y cayó un poco más lejos. Como a unos seis pies.
Golpeó el suelo rocoso con un ruido sordo, una maldición y un crujido, este último proveniente de la desaparición de la linterna. Intenté preguntarle cómo estaba, pero sentí una punzada en el costado y, durante un largo momento, me fue imposible hacer llegar el oxígeno a los pulmones. Me deslicé por la pared para sentarme ya que de repente mis rodillas se sentían demasiado débiles para poder fiarme de ellas.
—¿Qué pasó? —jadeó Pritkin después de un momento. Sin linterna y sin hechizos mortales moviéndose rápidamente alrededor, todo estaba muy oscuro. Pero por la procedencia de su voz, parecía que seguía en el suelo.
—He hecho que nos transportemos atrás en el tiempo —conseguí chillar.
Decidí que probablemente no estaba bien que aún me sintiera débil y con náuseas a pesar de estar tan cerca del suelo y completamente inmóvil. No podía imaginarme qué es lo que había salido mal. Sólo me había transportado dos veces ese día: una vez para llevarnos a París desde la casita de Manassier y otra, justo ahora; aunque estaba agotada. Parecía que traer a otra persona conmigo sacaba mucho de mí. Lástima que nadie se hubiera preocupado de darme el manual.
—¡La próxima vez dame un pequeño aviso!
—De nada.
—¿En qué momento estamos?
Escupí más polvo con sabor a cal. Ahora ya sabía por qué Lara Croft siempre llevaba una cantimplora. Mi cuerpo estaba empapado, pero tenía la garganta seca. Tragué seco repasando el Rolodex mental que me da mi poder.
—Mil setecientos noventa y tres.
—¿Qué? ¿Por qué?
—¿Porque no quería sentirme cocida viva?
—Nos podías haber transportado un día atrás, ¡una semana! ¡Esto no sirve para nada!
Claro, pensé amargamente. Lara Croft también tendría algún tipo de técnico agradable para sacarle de todo esto. Y un compañero que no fuera un gilipollas. Me levanté con cuidado y, para mi sorpresa, me di cuenta de que sólo estaba ligeramente mareada. Forcé los oídos, pero todo lo que escuchaba era mi propia respiración agitada y un goteo débil, un goteo de agua que procedía de algún sitio.
—Vamos —dije, buscando a tientas hasta que encontré la mano de Pritkin. Su piel estaba fría por el agua y su pulso era rápido pero no estaba mal. No, por ejemplo, como el mío, que parecía que podía reventar una vena. Necesitaba asegurarme de que no tenía que volver a transportarme en algún momento que fuera pronto. Como por ejemplo en toda la semana.
Pritkin se encontraba donde estaba antes.
—¿Ir? ¿A dónde?
—¡A encontrar el Códice! Pensé que podría estar bien buscarlo sin que nadie nos esté disparando para variar.
—Una idea excelente, excepto por la pequeñez de que la asamblea de brujas es una de las más antiguas de Europa. Podrían haber abandonado esta instalación en nuestra época, pero en esta, sin duda había magos por todos sitios. Sin mencionar los cepos y las trampas. Si aún no nos hemos tropezado con una zona de protección, ¡pronto lo haremos!
—¿Tienes otra sugerencia?
—Sí. ¡Transpórtanos fuera de aquí! —Incluso en la completa oscuridad, estaba segura de que podía ver su mirada feroz.
Tomé aliento, más molesta de lo que podía recordar; bueno, a decir verdad, más molesta que antes de conocer a John Pritkin.
—¿Por qué no pensé en eso?
—Tú te has transportado muchas veces antes en un solo día.
—Y antes acabó conmigo.
—Nunca lo habías mencionado.
—Nunca lo preguntaste.
Hubo una pausa corta.
—¿Estás bien?
—Sí, de maravilla. —La verdad es que odiaba su sugerencia, pero no se me ocurría una mejor—. Al menos vamos a despejar el pasillo primero —le dije comprometiéndome—. Luego, intentaré ponernos allí un poco antes, antes de que empiecen los fuegos artificiales.
Tardamos una eternidad en bajar ese pasillo, no por la oscuridad, sino porque Pritkin estaba seguro de que alguien estaba a punto de lanzarse sobre nosotros. Pero los únicos problemas eran los de siempre: el calor, el aire y la concentración para intentar no caer en el suelo desnivelado o rasparnos un poco más de piel en la pared. Por fin llegamos a una bifurcación en el camino y Pritkin se detuvo.
—¿Estás segura de que estás preparada para esto?
—¿Cuál es tu plan si te digo que no?
—Esperar aquí hasta que digas que sí.
—Entonces supongo que estoy lista. —No tengo claustrofobia, pero la verdad es que me estaba cansando de esos túneles. Le agarré la mano más fuerte, concentrándome en nuestra era y nos trasportamos.
Esta vez el mundo se derretía lentamente a nuestro alrededor, como pintura disolviéndose en el agua, desprendiéndose en lentos goteos. No suelo sentir el paso de los años, solo siento una caída libre ingrávida que termina en el momento en el que había planeado estar. Esta vez sí lo sentí. La realidad nos envolvía en ondas nauseabundas, impalpables y etéreas. De pronto, estaba agradecida por no ver, porque lo que llegué a sentir era terrorífico: durante un buen rato, fui una corriente desgarrada de átomos dislocados, violentamente privada de conciencia, con un cuerpo tan alargado que no tenía ni principio ni fin.
Luego volví en mí de nuevo, sólo para volver a comenzar con el proceso. Había fragmentos de conversaciones, unas pocas notas de música y lo que sonaba como otra explosión o derrumbe, todo en una sucesión rápida, como si alguien anduviera toqueteando una radio demasiado deprisa. Y por fin me di cuenta de lo que estaba pasando. Este viaje no había sido un salto largo, sino que había sido una serie de saltos más pequeños, con nosotros saltando de un tiempo a otro como si nos dirigiéramos lentamente hasta nosotros mismos.
Pude sentir el tiempo, y era pesado, como nadar a través de melaza. Pasar por los siglos era como correr una maratón. En la oscuridad. Con pesos atados a mis piernas.
Cuando por fin salimos, fue como sentir el oxígeno cuando te ahogas: impactante, inesperado, milagroso. Suponía que iba a aparecer debajo del agua, pero aparentemente habíamos pasado la zona de la inundación, porque tropecé contra una pared en su mayor parte seca. Me senté repentinamente, inclinando la cabeza hacia atrás, tragando un suspiro tan fuerte que hizo que me mareara.
Pritkin gateó para apoyarse en una pared cerca de mí.
—¿Estás bien?
—Deja de preguntarme eso —le dije. Luego tuve que quedarme completamente inmóvil para ocuparme de las náuseas. Era como si mi estómago hubiera ido un par de segundos por detrás del resto de mi cuerpo y cuando lo alcanzó, no se alegró mucho de estar allí.
—Me tomaré eso como un sí.
Tragué, aún sabía a polvo, y me dije a mí misma que vomitar sería muy poco profesional.
—Sí. Es sólo que… la curva de aprendizaje puede ser un poco difícil.
Después de unos cuantos minutos de estar sentada tranquilamente con los ojos cerrados, logré relajarme y comenzar a respirar con regularidad.
—No tienes por qué hacer esto —dijo Pritkin—. Yo podría…
—No te podría sacar de aquí ahora mismo ni aunque mi vida dependiera de eso —le dije sinceramente.
—Tu poder no debería fluctuar así —me dijo; noté desconcierto en su voz.
—El poder no fluctúa. Mi habilidad para canalizarlo es la que lo hace. Cuanto más cansada estoy, más difícil se hace.
—Pero no debería ser tan difícil —repitió Pritkin obstinado—. Mi poder no…
—¡Porque es tuyo! —Maldita sea, justo ahora no tenía aliento para una de nuestras interminables discusiones—. Éste no es mío. No nací con él. Es un préstamo, ¿te acuerdas?
El poder se había originado con la pitia que había sido la sacerdotisa de un anciano que se hacía llamar Apolo. Lo vi tan solo una vez, cuando me había prometido entrenarme. Hasta ahora, le había prestado a esa promesa la misma atención que le había prestado a mis objeciones acerca de recibir el cargo: ninguna. Por desgracia, no tenía ningún sitio más adonde ir.
A diferencia de la mayoría de las pitias a las que se les había entrenado completamente durante una década o dos para su puesto, mi introducción había durado unos treinta segundos; el tiempo suficiente para que la última titular del cargo me diera el poder a mí antes de morirse. Y todos los demás que me podrían haber dado algún consejo estaban bajo el control del Círculo.
Nos quedamos allí sentados en silencio durante un rato. Finalmente reuní las fuerzas para quitarme los zapatos y lanzar mis calcetines empapados contra la pared lejana, en donde aterrizaron con un sonido de trapos mojados. No fue de mucha ayuda ya que me tuve que volver a poner los zapatos mojados.
—Antes de que completaras tu ritual para convertirte en pitia, tu poder controlaba cómo y dónde se manifestaba —dijo Pritkin, mientras que yo, con un gran esfuerzo, lograba ponerme en pie. Me había quedado casi dormida por segunda vez sobre su hombro, con la ropa mojada, el suelo duro y todo—. ¿Es así?
—Sí. Sólo me dejaban sentarme en el asiento del conductor después de comprar el coche, por decirlo de alguna manera. —Lo que era mejor a que me lanzaran a otro siglo cada vez que me daba la vuelta para arreglar lo que fuera que estaba a punto de joderse, normalmente sin tener ni idea de lo que podría ser.
—Entonces tienes que empezar a controlar tu resistencia. De lo contrario, podrías verte atrapada en otra época o tu sistema se podría poner a prueba, y posiblemente terminaría haciéndote mucho daño.
—¿No me digas? —Salí hacia el pasillo, sentí los pies como si estuvieran recubiertos de cemento—. No se me hubiera ocurrido nunca a mí solita.
—Te lo digo en serio. —Pritkin me cogió del brazo, en su parte favorita, justo por encima del bíceps. Seguramente algún día tendría allí la hendidura permanente de sus dedos—. Tienes que comenzar a experimentar para descubrir tus límites. ¿Cuántas veces puedes transportarte antes de que te quedes agotada? ¿Ha sido más agotador retroceder en el tiempo las últimas veces? ¿Qué otros poderes tienes sobre el tiempo?
—Si no dejo que nadie se suba a caballito, tres o cuatro, dependiendo de lo cansada que esté para empezar; ¡maldita sea! Sí; y la verdad es que no lo quiero saber —le respondí en orden a sus preguntas—. ¿Ahora podemos ocuparnos de la crisis actual, por favor, y dejar las preguntas para después?
Pritkin se calló, pero con un silencio significativo que indicaba que esto no se había acabado. Le dejé dándole vueltas mientras yo me concentraba en no pegármela contra nada. Nos dirigimos a otro pasillo oscuro y polvoriento.
Por fin encontramos el depósito; fue tan simple como encontrárnoslo; o, para ser más precisa, chocamos con la puerta oxidada de hierro que bloqueaba la entrada. Me eché atrás unos cuantos pasos mientras Pritkin correteaba. Escuché una cerilla y de repente pude ver. La luz amarilla acuosa se filtraba hacia afuera desde una pequeña linterna puesta en un nicho, permitiéndole comprobar la zona por si había trampas. No encontró ninguna, lo que parecía que le preocupaba más que si las hubiera encontrado.
—¿Qué pasa? Manassier dijo que este sitio estaba abandonado.
Pritkin se pasó la mano por el pelo, que a pesar del sudor y del polvo de la caliza aún actuaba como una entidad independiente.
—¿Puedes transportarnos todavía?
—Quizá.
—Si algo va mal, tienes que transportarte inmediatamente, ¿lo entiendes?
—Claro.
Pritkin me lanzó una mirada desconfiada y yo le devolví el mejor de mis gestos amables. Me había preguntado si lo entendía y yo le había dicho que sí. No habíamos quedado en nada.
Pasó el dedo por el mecanismo de la puerta, atravesando una pulgada de polvo y suciedad. Algo hizo un ruido seco y él se echó hacia atrás antes de empujar la puerta con el pie. La puerta se abrió sin resistencia; pero él dudó en el umbral.
—No me gusta. Es demasiado fácil.
Yo personalmente pensaba que lo fácil estaba bien. De hecho, era la primera vez que nos encontrábamos con algo fácil.
—A lo mejor nuestra suerte está cambian…
Pritkin entró en la habitación y desapareció con un sonido ahogado.
—¡Pritkin! —No hubo respuesta. Me arrodillé en el umbral, pero no había nada que ver: solo una pequeña cueva vacía, sin salida y sin ningún mago.
Me agarré fuertemente a las barras de hierro de la puerta y alargué la mano. Mi mano no encontró nada aparte de caliza polvorienta que medía como medio metro y que luego desaparecía en el suelo. Eché el brazo para atrás, pero no parecía que estuviera dañado. Una ilusión, entonces.
Me estiré en el suelo, cerré los ojos y me incliné hasta tal punto que mi frente hubiera golpeado la roca si es que realmente hubiera habido un suelo allí. Cuando no lo hizo, abrí los ojos en la oscuridad. Después de un momento, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y me mostraron unos dedos sucios, blancos y tensos agarrándose a un fragmento de caliza tres o cuatro metros más abajo. Eran de humano y debajo de ellos, casi fuera del alcance de mi vista, había una cabeza puntiaguda y familiar.
—Coge mi mano y haré que nos transportemos fuera de aquí —le grité, esperando que de verdad pudiera hacerlo. Levantó la cabeza rápidamente.
—¿Qué es lo que te acabo de decir? —preguntó Pritkin.
—Hola, soy Cassie Palmer. ¿Nos conocemos?
Una frialdad de acero penetró la repentina suavidad de su tono.
—Señorita Palmer. Apártese del borde. Ahora.
—No me voy a caer —le dije irritada.
—¡Tampoco iba a hacerlo yo! Hay algo aquí abajo. —No podía ver muy bien la cara de Pritkin, solo veía una imagen borrosa pálida en las sombras, pero no parecía muy contento. Algunas personas pensaban que él sólo tenía una manera de estar: cabreado. En realidad, tenía muchísimas de esas. En las últimas semanas había aprendido a distinguir entre cabreado de verdad, cabreado impaciente y cabreado asustado. Sospechaba que de esta última era cómo él se encontraba esta vez. Si era así, ya éramos dos.
Esa impresión ganó intensidad cuando él maldijo y disparó varias veces a algo en la oscuridad. El olor débil y amargo de la pólvora flotó hasta mí cuando me moví hacia adelante, manteniendo las piernas extendidas y esperando que si distribuía mi peso sobre una superficie más grande, no causara ningún deslizamiento de rocas. Me estiré hasta que oí algo que saltaba hacia mi hombro, pero ni siquiera estaba lo bastante cerca de él. Y si no lo podía tocar, no podía transportarlo.
Me mordí el labio y miré fijamente al suelo que no estaba allí. Era un tanto extraño verlo desde este ángulo, como si la superficie del océano se hubiera manchado con suciedad y guijarros. No me ayudaba a concentrarme, así que me eché hacia atrás, me senté y en lugar de eso me quedé mirando fijamente la parte de arriba.
Hubo un tiempo en que mi reacción a las cosas que me asustaban había sido la de correr y esconderme. Era una estrategia eficaz para mantenerme con vida en los buenos tiempos en los que por todo lo que tenía que preocuparme era por un vampiro homicida. La diferencia entre entonces y ahora era que en aquel tiempo había tenido problemas que realmente podía dejar atrás. Ahora tenía obligaciones y responsabilidades, el tipo de cosas que siempre está contigo. Había alrededor de una docena de pesadillas intentando obtener el puesto ganador cada día; cada una de ellas era espectacularmente horrible a su manera. Y justo en lo alto de la lista estaba el miedo que tenía y ver cómo un amigo se moría intentando ayudarme.
De repente me alegré por no poder ver el fondo.
La roca se desmoronó bajo mis dedos mientras me deslizaba a un lado; o a lo mejor era que mis manos estaban temblando. Una cascada de piedras pequeñas desaparecieron más allá de la ilusión y algunas de ellas tuvieron que haber golpeado a Pritkin, porque le escuché maldecir de nuevo.
—¿Qué demonios estás…?
—Más terca que una mula, ¿lo recuerdas? ¿Y puedes ver mi pierna?
Estaba cogida al borde del abismo con los brazos y codos, y aún seguía increíblemente inmóvil. No miré abajo, pero durante unos segundos, me esforcé en escuchar las piedras golpeando el suelo; no escuché ni una.
Intenté palpar con el pie sin caerme abajo, pero solo me encontré con aire. Maldita sea, ¿y si necesitara tocar piel desnuda? ¿Por qué no había pensado antes en descalzarme? Intenté quitarme un zapato, pero el agua había hecho que mis zapatillas de deporte encogieran y estuvieran pegadas a mis pies.
—Coge mi tobillo.
Un montón de cualquier cosa, menos lenguaje amable, hizo eco en las paredes.
—¡No puedo agarrar nada sin hacerte caer!
—¡Tienes dos brazos!
—Escúchame. —La voz de Pritkin fue baja y controlada, el tono que solía utilizar cuando pretendía ser razonable—. No puedo soltar el arma. Hay algo aquí abajo. Me empujó hacia dentro. Se podría aburrir conmigo en cualquier momento e ir tras de ti. Tienes que… —Dejó de hablar con el sonido de tiros y explosiones y pies embotados haciendo eco en la parte de abajo del pasillo—. ¡Transpórtate, maldita sea!
—¡Agárrate a mi pierna!
Me asomé hasta el punto de que mi cabeza apenas estaba sobre la parte de arriba del abismo, pero aún no tocaba nada. La maldita roca se estaba abriendo debajo de mis dedos y el sudor por los nervios hacía que mis manos fueran resbaladizas. Mis brazos enviaban pequeños dolores cortantes hasta los hombros y no había ningún apoyo para mis pies en ese lado del abismo.
¿Demonios, a cuánto estaba él de distancia?
Y entonces, eso ya no era importante, porque un par de pies embotados se detuvieron justo delante de mis ojos. Estiré el cuello lo bastante como para ver a un hombre mayor con pelo entrecano y ojos grises pálidos sonriéndome. Manassier. Bueno, eso ya explicaba bastante.
—No pensaba que fueras a llegar tan lejos —me dijo con su acento marcado. Y pensándolo, sólo esa tarde, lo hubiera encontrado atractivo.
En algún momento me había mordido la lengua tan fuerte que sabía a cobre.
Tragué sangre.
—¡Sorpresa!
Él se encogió de hombros.
—No importa; aun así, recojo la recompensa.
—¿Hay una recompensa?
—Medio millón de euros. —Su sonrisa se hizo más grande—. Estás a punto de hacerme rico.
—¿Medio millón? ¿Te estás quedando conmigo? Soy la pitia. Valgo mucho más que eso.
Sacó una pistola, una Sig Sauer P210, que reconocí debido a las clases de tiro que Pritkin me había estado dando. Mi puntería no había mejorado mucho, pero ahora podía identificar todos los tipos de armas. Incluso la que estaba a punto de matarme.
—Soy un hombre simple —dijo Manassier—, con necesidades simples. Con medio millón me bastará.
Parecía que me había tocado un criminal sin avaricia. Me tragué un loco impulso por reírme.
—No tienes que dispararme —respiré entrecortadamente—, de todas formas no puedo aguantar mucho más.
—Sí, pero si resbalas, el Círculo podría decir que te moriste por causas naturales y no me pagarían la recompensa. Y entonces todo esto no habría servido para nada.
—Sí, eso sería una pena.
Le quitó el dispositivo de seguridad a la pistola.
—Ahora estate tranquila y esto no te dolerá.
—Eso sería un buen cambio. —Parecía que mi cuerpo pesaba una tonelada, mis brazos estaban hechos polvo del cansancio y me dolían las articulaciones de los hombros. Sería un alivio tan solo dejarme caer.
Y así lo hice.
Le escuché gritar algo en francés y sentí una bala pasar al lado de mi cabeza, pero no tenía importancia porque estaba cayendo y no había nada a lo que pudiera agarrarme, sólo suciedad deslizante y rocas de caliza desmoronándose debajo de mis manos. Sacudí los brazos con furia, agarrando la única cosa que tenía que encontrar, pero durante un segundo interminable, solo sentí aire. Luego mis dedos chocaron con algo caliente y vivo y lo agarré, y después los dos estábamos cayendo. Hubo una ráfaga vertiginosa de aire; mi poder no funcionaba y todo lo que podía pensar es que yo misma nos mataría a los dos; luego recuperé la conciencia y mi corazón intentó detenerse; la realidad giró y se curvó a nuestro alrededor.
Y caímos en un vestíbulo de un casino a medio mundo de allí.
No lo había calculado demasiado bien debido a toda esa cosa del terror absoluto, así que caímos desde casi metro y medio de altura. Pritkin dio en el suelo primero, con un gruñido de reproche y conmigo agarrada a su espalda. Y luego todo se volvió increíblemente tranquilo durante un minuto, como siempre pasaba cuando sobrevivía a algo extremadamente peligroso y completamente estúpido. El hecho de que reconociera el fenómeno seguramente significaba que ya había pasado demasiadas veces. Me quedé allí tumbada temblando, escuchando un recrudecimiento en el parloteo educado de los invitados sin preocuparme por nada. Todo lo que podía pensar es: ¡Gracias a Dios! No hice que nos matáramos.
Después de un momento de confusión, tosí fuerte y me quité de encima de Pritkin. Tenía la cara llena de polvo, las palmas de mis manos raspadas; jadeaba y cojeaba. Algunos músculos se contraían con espasmos, agarrotándose con un dolor agudo y luego se relajaban. Tenía ganas de romper a llorar y gritar de alegría a un tiempo.
Por fin Pritkin gimió y se irguió. Estaba pálido y sudaba copiosamente con el pelo húmedo pegado a la frente. Tenía cortes en la cara y en las manos, y quemaduras en el antebrazo.
Quería tocarlo, volverme a asegurar que los dos habíamos sobrevivido de verdad, pero no me atreví. Una chica podría perder la mano de ese modo. Así que, en lugar de eso, me quedé mirándolo fijamente, tan contenta de estar viva que apenas notaba mi espalda dolorida, mis brazos temblorosos y mi feroz dolor de cabeza.
—Ha sido divertido —dije con voz ronca—. Sí, sí, divertidísimo.
Pritkin tiró de mí hasta sentarme, una mano sucia y cicatrizada me agarró la nuca.
—¿Estás bien? —Su voz era aguda y cortante, ligeramente sobrecogida por el pánico.
—Te dije que dejaras de preguntarme…
Me sacudió y, a pesar de hacerlo solo con una mano, hizo que mis dientes repiquetearan.
—Si alguna vez vuelve a pasar algo como esto, ¡me dejas atrás! ¿Entiendes?
Hubiera discutido, pero me estaba sintiendo un poquito conmocionada por alguna razón.
—No soy buena abandonando a la gente —dije finalmente.
Una persona de la recepción salió corriendo hacia nosotros, con el maletín de primeros auxilios en la mano, pero Pritkin gruñó al pobre chico y rápidamente se volvió atrás.
—Entonces, ¡aprende a serlo!
Empezó a dar pisotones fuertes, cojeando, medio de lado.
—De nada —murmuré.