Aterricé en el tejado del Dante dos semanas atrás y estuve a punto de caerme. Tenía los pies sobre hormigón, pero la campana de mi falda se balanceaba con la brisa. Me agarré a un lateral de una torrecilla tan fuerte que me arañé la piel, temblando ligeramente al darme cuenta de que si hubiese caído unos centímetros a la izquierda habría aterrizado sobre la nada. Pero no fue así, lo había conseguido. Y después de un momento logré separarme de la falsa roca y mirar a mi alrededor.
Desde aquí arriba todo estaba extrañamente silencioso: el ruido del tráfico se había atenuado y no se percibían sonidos de combate. Todo parecía normal, con las luces de la Franja brillando en la distancia y eclipsando la marquesina plagada de estrellas situada en lo alto. Pero una ráfaga repentina de viento procedente de la base de una torre me empujó con tanta fuerza que me hizo retroceder un paso. Con ella vino un olor a pólvora y ozono. Parecía que estaba en el lugar correcto.
Volví a acercarme con cuidado al borde del tejado y vi el aparcamiento a mis pies, una imagen caótica. El humo azul casi se había disipado en un lado y dejaba ver coches quemados y destrozados, una serie de cuerpos evidentemente muertos y Tomas, de pie frente a una multitud de curiosos espectadores haciendo su imitación de Obi Wan: «Estos no son los droides que estás buscando», mientras un hombre rata se acercaba a la puerta de atrás dejando un rastro de sangre en el suelo.
En el otro extremo del aparcamiento, alejado de la carretera, la limpieza había empezado. Fue ligeramente interrumpida por una vampiresa que corría por el aparcamiento agitando las manos frenéticamente mientras le salían llamas de la espalda de su chaqueta. Mircea se movió para interceptarla, mientras más vampiros emergían de un par de limusinas plateadas que estaban aparcadas en el otro extremo del casino. Mircea consiguió que la vampiresa enloquecida recuperase el control con una sola palabra, y otros saltaron sobre ella con mantas para apagar las llamas. Poco después me vi junto a Françoise y un punto brillante que supuse que era el destello de la duendecilla.
Aparte de Mircea, nadie pareció darse cuenta de su partida. La mayoría de sus vampiresas estaban demasiado absortas en controlar los incendios. Cuando una chispa sin control puede resultar mortal, uno tiende a prestarle atención. Miré hacia atrás, al otro charco de actividad, y vi que todo el mundo también parecía bastante distraído. Ahora Tomas estaba hablando con dos polis, mientras Louis-Cesare sostenía a la versión más joven de mi otro yo para que pudiese discutir con Pritkin. Pero era la mejor oportunidad que se me iba a presentar.
Me puse detrás de Mircea:
—¿Me has echado de menos?
Giró bruscamente la cabeza y abrió los ojos como platos. Miró hacia el lugar donde acababa de desaparecer mi otro yo y luego volvió a mirarme.
—¿Qué es esto?
Le eché una ojeada. No habría podido decirlo desde el tejado, pero tenía un aspecto horrible. Tenía una quemadura en la espalda de la cazadora en forma de diamante y pequeños harapos de material negro flotando en el aire tras él como serpentinas de Halloween. Tenía la mitad del pelo suelto, que le caía de lado sobre una mejilla, y tenía ceniza en la barbilla.
Por lo menos la camisa estaba bien: era de seda china fuerte, con pequeños broches en lugar de botones, y parecían haber sido protegidos de una electrocución gracias a la chaqueta.
Tenía un poco de ceniza pegada a la seda color crema. Me acerqué para limpiársela, pero él se apartó con un gesto brusco.
—Tenemos que irnos —dije con impaciencia. Probablemente tenía pocos segundos antes de que me viese alguien que no debía.
Me acerqué a él, pero de repente ya no estaba allí. ¡Maldita sea! Me había olvidado de lo rápido que pueden llegar a moverse los vampiros.
—¿Quién eres? —La voz provenía de detrás de mí.
Me giré tan rápido que la falda se me enrolló a las piernas. Me tambaleé un poco, pero recuperé el equilibrio y conseguí no caerme. Pero se me soltó el moño tan chic que Sal me había hecho y el pelo se me vino a los ojos. Lo peiné hacia atrás y recorrí a tientas el asfalto buscando las horquillas. Le dije que no funcionaría. La elegancia y yo no nos llevamos muy bien.
Por fin conseguí encontrar un par de horquillas y me levanté, intentando sujetarlas y que no se me cayesen las cosas de mi sobrecargado bolso. Marlowe había estado gorroneando por la tesorería del Senado y había aparecido con la gran bolsa de joyas que ahora mismo intentaba dislocarme el brazo.
—Riqueza portátil —me había explicado cuando le pregunté por qué iba a andar con un puñado de piedras que harían parecer al diamante Hope una cosa insignificante—. En una revolución, la gente quiere cosas que se puedan sacar fácilmente del país.
Podría discutir lo de fácil de sacar, pero no me apetecía quejarme. Sólo esperaba que fuese suficiente. Por desgracia, las piedras y mi pistola no habían dejado espacio para un cepillo.
—¿Tienes un peine?
Seguramente teníamos que parecer respetables para esto. Tal y como estaban las cosas, no estaba segura de que nos dejasen entrar a ninguno de los dos.
Como Mircea no contestaba, levanté la mirada y vi que estaba sosteniendo algo, y no era un peine.
—¿Para qué es eso?
—Para ti si no me dices la verdad.
—Ya tengo un arma —le dije, confusa. ¿Qué pensaba que iba a hacer con esa cosa? No era una pistola, era un rifle de asalto M16. Aquello era gigante, y me estaba apuntando.
—¡Ah! —De repente lo entendí. Dejé caer las horquillas y extendí las manos con las palmas hacia arriba. Pero la pistola que apuntaba a mi pecho no cambió de posición—. Después de lo que acabas de pasar es comprensible que estés un poco asustado —le dije. Y no sé por qué no se me habría ocurrido antes—. Pero estoy aquí para ayudar. Por favor, cógeme la mano y te lo demostraré.
La única respuesta de Mircea fue retroceder unos cuantos pasos. Probablemente para disparar mejor. Detrás de él, varios de sus vampiros dejaron sus tareas de extinción y nos miraron. Genial.
—Deshaz el hechizo —me dijo con un tono desagradable—. A mí no me engañas.
—No estoy utilizando… —empecé a decir, pero volvió a desaparecer antes de que pudiese acabar. Tardé un momento, pero lo divisé al otro lado del aparcamiento, por encima de una de las limusinas. Y no, dejar que se fuera a cualquier parte no era una opción.
Me transporté, pero en el medio segundo que me llevó llegar allí ya se había evaporado. Estaba a punto de abrir una de las puertas del coche para mirar dentro, cuando vi el reflejo de dos figuras borrosas moviéndose detrás de mí. Volví a transportarme antes de que los vampiros pudiesen agarrarme y aterricé de espaldas al otro lado del aparcamiento, cerca de donde había empezado. Empezaba a sentirme mareada. Mala señal. Sobre todo cuando ni siquiera habíamos conseguido llegar a la maldita subasta.
Miré a mi alrededor intentando encontrar a Mircea, y casi tropiezo con él. Ambos nos asustamos, y con un rápido vistazo vi que había perdido el arma. Quizá había recordado que realmente no la necesitaba para matarme. O quizá había decidido dejarme hablar.
—Escucha —le dije—, sólo quiero…
Me lanzó una poción a la cara. Yo tenía la boca abierta y me atraganté con aquella porquería de sabor vil. Era verde y aceitosa y me escurrían glóbulos de ella por la barbilla que fueron a parar en el collar de Billy. Maravilloso. Aquella cosa tenía tantos recovecos y huecos que probablemente nunca conseguiría limpiarlo.
Cuando por fin pude pestañear lo suficiente para quitarme aquella cosa de los ojos y poder ver: me encontré a Mircea mirándome fijamente, con una mirada medio perpleja, medio enfadada.
—Eso debería de hacer desaparecer el hechizo —dijo, como si estuviese hablando solo.
—Seguramente, ¡si es que hubiese alguno! —dije furiosa. Y volvió a desaparecer—. ¡Por tu bien espero que esto no manche! —grité hacia el lugar donde estaba antes, justo antes de que un brazo me rodease el cuello.
—Debes de ser poderosa —susurró exhalando su cálido aliento en mi oreja— para que ese brebaje haya fallado.
Conseguí liberarme de su abrazo estrangulador y me lancé sobre él.
—¿Te puedes estar quieto un minuto?
Mircea volvió a girarse con un movimiento demasiado rápido para mis ojos y me agarró por el cuello, con su palma sobre mi piel desnuda. Yo suspiré de alivio.
—Gracias —le dije con sinceridad, y nos transportamos antes de que alguien más nos viese jugando al cógeme si puedes.
Un momento después, estaba clavada contra una pared de ladrillo dura y fría. Mi cuerpo me informaba sin cesar de que quizá había hecho demasiados saltos últimamente, y que había aterrizado en un charco y tenía lodo congelado en el zapato. Sin hablar de la mano de Mircea agarrándome el cuello, que me sujetaba demasiado fuerte como para sentirme a gusto.
—¿Dónde estamos? ¿Y quién eres? —No lo veía muy bien, pero parecía cabreado.
—¿En qué momento estamos? —corregí. Caía una nieve fina que formaba remolinos y que se me quedaba como un pegote en las pestañas. No veía demasiado con su cuerpo en medio, pero la noche era fría y húmeda, no cálida y árida, y había guijarros bajo nuestros pies, no asfalto. A juzgar por lo que estaba experimentando, y a pesar de mi mareo, nos habíamos transportado por lo menos unos cuantos siglos atrás—. Y ya sabes quién soy.
—Tú no eres mi Cassandra. —Su tono era neutro y duro. Nunca lo había oído en él, al menos no dirigido a mí.
—Entonces, ¿quién soy? —Deseaba que la carretera se estuviese quieta durante un minuto, lo suficiente para recuperar la respiración, para pensar.
—Eres una bruja que se oculta bajo un hechizo y si no lo haces desaparecer, lo haré yo —dijo, mientras apretaba cada vez más.
Al tragar pude sentir su palma de la mano. Me preguntaba durante cuánto tiempo más podría seguir haciendo esto, cuánto tendría que apretar él para que yo no pudiese tragar ni respirar. No parecía faltar demasiado, pero no podía pensar ni en una sola cosa que decir para detenerlo. Lo único que nunca se me habría ocurrido era que Mircea me confundiese con una de las personas contra las que habíamos estado luchando. Porque lo conocía, instintivamente, sin lugar a dudas, y simplemente había supuesto que él sentía lo mismo.
Obviamente estaba equivocada.
Sentía sus dedos sobre mi cuello, flexionados contra el músculo, y sabía que tenía que decir algo o hacer algo ya. Pero no me podía volver a transportar, todavía no, no con el pánico y el cansancio devorándome. Y estaba segura de que perdería el conocimiento antes de poder recordar algo que pudiese convencerlo para que esperara un minuto antes de matarme.
De repente, Mircea soltó la mano y yo jadeé. Veía puntitos negros bailando ante mis ojos mientras mis pulmones luchaban con mi garganta para obtener el suficiente aire para mi sistema hambriento de oxígeno. Sentí como me agarraba la barbilla, noté que me apartaba el pelo de la cara, pero parecía bastante trivial después de no asfixiarme. Unos dedos ligeros recorrieron suavemente un par de arrugas apenas perceptibles en mi cuello, deteniéndose directamente sobre la piel sensible y brillante.
—¿Dónde te hiciste esto? —dijo con una voz débil, pero ya no estaba segura de si era él o yo. Los oídos todavía me pitaban, no sé si por el hecho de habernos transportado o por estar a punto de asfixiarme, no estaba segura. Me llevó un par de segundos entender de lo que estaba hablando. Y luego me di cuenta de por qué me había soltado, de por qué era probable que no muriese esa noche, al menos a manos de él. Me dejé caer contra el ladrillo frío tan aliviada que casi tenía ganas de reír, aunque de haberlo hecho me habría dolido mucho la garganta.
—¿Dónde?
Su voz sonaba ahora más fuerte, más insistente. A lo mejor había tenido una oportunidad de recuperarse de la conmoción. Lo miré fijamente con una mano sobre mi cuello herido. Podría darme la misma oportunidad.
—¿Dónde crees tú? —le solté.
Las marcas de mordiscos son como las huellas dactilares: no hay dos iguales. Hacía días que llevaba la huella de sus dientes en mi carne, como una marca. Probablemente fuese la razón principal por la cual Alphonse, Sal e incluso la Cónsul, a su manera, habían cooperado tanto. Y si ellas lo habían reconocido, Mircea seguro que también tuvo que hacerlo.
—Es mi marca, aunque yo no te la he hecho.
—No me la has hecho «todavía» —corregí. No podía ocultar el hecho de que yo pertenecía a su futuro. Su Cassie no podía transportar a la gente a través del espacio, y mucho menos a través del tiempo. Ya había revelado todo eso.
El truco era no decir nada más.
—¿Por qué no me lo dijiste? Podría haberte hecho daño.
—¿Podrías?
Volvió a tocarme durante un instante. Sus fuertes dedos se enredaron en mi pelo, me frotaron la nuca y recorrieron con cuidado la herida en proceso de curación hasta que dejé de sentirla. Al menos el dolor, pero los dos pequeños bultos seguían allí. No eran duros, pero sí obvios, al menos para mí. Y supongo que también lo eran para él, porque inclinó la cabeza y los besó, con mucho cuidado, suavemente, con sus labios suaves y cálidos recorriendo las pequeñas cicatrices.
No me tocó de una manera especialmente sensual, pero mi cuerpo reaccionó de inmediato emitiendo un torbellino de adrenalina. Por un minuto, mis dedos se aferraron a su abrigo, no por el frío ni por que oliese a humo, ni porque estuviese pringada de un líquido verde que me escurría por el cuello.
—Siguen ahí —dije temblando mientras él me acariciaba el cuello.
—Siempre estarán ahí —murmuró—. Eres mía. Anuncian ese hecho a todo el que te ve.
—Es un poco más común que te den un anillo —dije sin aliento—, sin mencionar lo de consultármelo primero.
—Soy todo un caballero, mi dulceaţă —me dijo con reprobación—. Nunca entraría en casa de una dama, ni en su cuerpo o su mente, a menos que me invitase.
—Pero yo no… —y me detuve. No le había dado permiso explícitamente aquella vez, pero tampoco lo había echado de la cama exactamente. Y cuando por fin había conseguido resistirme, Mircea lo dejó pasar. Después de llegar hasta allí, él paró.
—Tal y como pensaba —murmuró, y luego me besó. Y todavía era tan cálido, húmedo y necesario como el agua. Le correspondí a su beso con entusiasmo y se me pasó por la cabeza que quizá no fuese propio de una dama, pero a él no parecía importarle. Me besó hasta que empecé a marearme debido al calor que recorría todo mi cuerpo, como si hubiese bebido algo raro, extraño y adictivo. Tan adictivo que me llevó un momento recordar que el plan no era alimentar al geis.
Me aparté de un tirón sintiendo un peso en el pecho y el aire frío punzándome los brazos desnudos. Encogí los hombros por el frío y tragué saliva emitiendo un ruido que no se parecía en lo más mínimo a un gemido.
—¿Te importaría no hacer eso? —susurré. Ya era lo bastante duro tal y como era sin que provocase que mis niveles de hormonas se uniesen a mi presión sanguínea.
—¿Por qué? —Parecía realmente extrañado.
—Porque no… nosotros no… Es complicado, ¿de acuerdo?
Mircea era capaz de transmitir más con un pequeño movimiento facial que alguna gente que yo había conocido con conversaciones enteras. En este momento sus cejas indicaban sarcasmo.
—Dulceaţă, las únicas veces que he dejado tal marca fue para castigar o para reclamar.
—Puede que yo…
—Y cuando se trata de castigo no me alimento del cuello.
Tragué saliva y cerré el pico. Así no iba a ganar. Si seguía hablando no tardaría mucho en sacarme toda la historia. Y quizá no importase, pero quizá sí. Porque no había mucha gente que pudiese contemplar el tipo de tortura al que se enfrentaba sin hacer nada al respecto. No lo conseguiría, pero casi seguro que alteraría el tiempo en el intento.
Miré a mi alrededor, pero no había nadie a la vista. Podía ver gracias a la luz que emitían un par de faroles parpadeantes colocados uno a cada lado de una puerta cercana. Estaban unidos a una casa que estaba pegada con otras, moradas medievales de cuatro pisos alineadas una detrás de otra como viejos borrachos. Ninguna de las otras tenía faroles ni había sombras moviéndose tras las cortinas en su interior. Eso, además del hecho de que mi poder tiende a llevarme adonde necesito estar, significaba que probablemente ese era el lugar.
—Ahí dentro hay una fiesta esta noche —le expliqué mientras intentaba tranquilizarme al mismo tiempo que cada uno de mis nervios me decía: «¡Ahora! ¡Date prisa! ¡Está ahí dentro!». La idea de que el Códice pudiese estar a unos diez metros de distancia era suficiente para confundirme, aún sin la ayuda de Mircea.
—Un par de brujas negras están a punto de subastar un libro de hechizos. Tenemos que entrar ahí dentro y comprarlo, robarlo o conseguirlo antes de que alguien lo haga…
De repente, Mircea me atrajo hacia él y me llevó de nuevo contra la pared.
—No es momento de… —empecé, y luego el aire crepitó y se desgarró, como si todos los relámpagos de Europa hubiesen decidido descender sobre nosotros al mismo tiempo. Hubo una ráfaga de viento y el mundo basculó de forma horrible. Un segundo crujido entumecedor, un destello de luz púrpura imposible, y una barcaza ornamentada apareció en medio de la estrecha calle. Era tan grande que su casco casi rozaba los edificios situados a ambos lados.
La miré fijamente, viendo imágenes persistentes de la tormenta repentina bailando alrededor de la realidad de un enorme barco bloqueando abiertamente la calle de esta manera. Sólo me dio tiempo a pensar: «Sí, probablemente éste sea el lugar», antes de que Mircea me arrastrase hacia las sombras de un callejón casi inexistente entre dos edificios ebrios. Su mirada era furiosamente atenta.
—¿Dónde estamos?
—París, 1793 —conseguí decir, sin estar segura de si sería capaz de oírme. Le había tenido que leer los labios para entenderlo debido a la sinfonía interpretada casi al completo por instrumentos de percusión que se habían instalado en mis canales auditivos—. Al menos eso espero.
Mircea permaneció en silencio durante un momento, mientras su raudo cerebro se ponía al día.
—¿Por qué? —preguntó por fin.
—Te lo dije. Nos vamos a una fiesta.
Por encima de su hombro, vi cómo de la barcaza salía una rampa que se extendía hasta tocar la calle helada. Era roja, como el casco, y un intenso color carmesí formaba el fondo de grandes espirales doradas, verdes y azules que mis ojos, en fase de recuperación, finalmente pudieron identificar como un dragón alargado. Su hocico esculpido formaba la proa del bote. Cada uno de los colmillos delanteros sostenía una bola dorada y brillante colocada casi como faros delanteros. Su largo cuerpo serpentino recorría el lateral para terminar en una cola con púas cerca de la proa. No había remos, velas ni ningún otro rastro de sistemas de propulsión, nada que pudiese explicar cómo había aparecido encallado entre los edificios sin agua a la vista.
Cuatro hombres fornidos con armaduras doradas descendieron por la rampa. Sus trajes estaban cubiertos por completo de pequeñas escamas, imitando a las del dragón. Se colocaron a ambos lados de la rampa, de dos en dos, blandiendo largas espadas como guardas de honor. Entonces, de la barriga del dragón salió flotando una pequeña silla con una mujer aún más pequeña sentada sobre ella. Sus pies, increíblemente pequeños, estaban envueltos en zapatos de loto satinados y no tuve que preguntar por qué levitaba la silla, porque no había manera de que aquellas cosas tan minúsculas hubiesen sostenido ni siquiera su propio peso.
A primera vista parecía desvalida, como una muñeca vestida con demasiada elegancia que tenía que ser transportada por sus ayudantes. La imagen contrastaba rigurosamente con el poder que irradiaba, igual que una pequeña supernova, inundando la calle con una fuerza invisible pero casi sofocante. Los guardias eran para alardear, ya que esta belleza no necesitaba a nadie que la defendiese.
—¿Quién es? —conseguí soltar.
—Ming-de, emperadora de la corte china… es casi lo mismo que nuestra Cónsul —susurró Mircea, con su aliento congelando el aire delante de mi cara.
Observé cómo los dragones adornados con joyas del vestido de Ming-de se enroscaban, se retorcían y se enrollaban. En principio pensé que se debía a la luz parpadeante de los faroles, pero no. Un pequeño dragón dorado correteaba por los bajos de su vestido, brillante como el fuego en contraste con la seda carmesí, y me di cuenta de que tenían pensamiento propio.
—Pero, ¿cómo ha llegado hasta aquí?
—Viajando por líneas ley —dijo Mircea mientras todo el grupo entraba formando una majestuosa procesión.
—¿Qué?
Hubo otro fogonazo, esta vez verde, y un golpe tan fuerte como para hacerme saltar. Parpadeé y, cuando volví a mirar, detrás de la barcaza de Ming-de apareció un enorme elefante gris con un howdah dorado. El elefante no parecía tener tanto espacio como le gustaría y soltó un trompetazo atronador de protesta. De la parte de atrás de la barcaza asomó la cabeza de un guardia y gritó algo. Luego el enorme barco dio un bandazo hacia delante a paso lento hasta que golpeó un farol y tuvo que detenerse. Empezaba a parecer una fiesta en la que los anfitriones no habían pensado demasiado en el tema del aparcamiento.
Después de un momento, el elefante se arrodilló y apareció una pareja india. Llevaban hermosísimos ropajes con colores verdes y azules de pavo real, aunque nada parecía moverse. Entre ambos llevaban puestas tantas joyas como yo tenía dentro de mi pequeña bolsa, y el zafiro del turbante del tío era tan grande como mi puño. Pero no tuvieron que despojarse para la subasta. Cuando se dirigían hacia la puerta, una pequeña alfombra voladora se desplazó por el aire hasta colocarse detrás de ellos transportando un cofre. Sentí cómo me daba un vuelco el estómago. Si estos eran ejemplos de los pujadores, volvía a tener problemas.
—Vale. ¿Qué está ocurriendo? —pregunté.
—El maharajá Parindra de la Durbar de la India. Es lo mismo que nuestro senado —me explicó Mircea—. Creo que la mujer es Gazala, su segunda.
—Pero, ¿cómo han llegado aquí?
—A través de líneas ley.
—Eso ya lo has dicho antes. No me ayuda.
Mircea me hizo un gesto raro con una ceja.
—¿Nunca has navegado por una línea ley?
—Ni siquiera sé lo que significa.
—¿De verdad? Recuérdame que te lleve algún día. Creo que te parecerá… excitante.
Lo miré fijamente e intenté recordar, no sin dificultades, de lo que estábamos hablando. Frunció la boca formando una casi sonrisa, olvidando su intensidad anterior o, lo que era más probable, ocultándola.
—Me encantará aclararlo más tarde, pero por ahora apreciaría más una explicación más coherente de tu presencia aquí.
—Vamos a pujar por un libro de hechizos. Acabas de ver a nuestra competencia.
Mircea me miró con escepticismo.
—Conozco bien a Ming-de, pero sólo porque una vez fui el enlace del Senado con su corte. Y me encontré con Parindra una sola vez, porque ambos tenemos la reputación de viajar poco más allá de nuestras tierras. Si quisiesen algo así hubiesen enviado a un sirviente.
—Bueno, obviamente no lo han hecho —dije hurgando en lo que quedaba de la chaqueta de Mircea hasta encontrar un pañuelo. Limpié todo lo que pude de aquella cosa que me había lanzado, fuese lo que fuese; por suerte se había secado casi todo y mucho se había ido con el viento—. Por lo menos no huele —dije tristemente.
Mircea cogió el pañuelo y me limpió una mancha verde del cuello. Sus nudillos apenas me rozaron, y aun así fue a través del tejido satinado del lino.
Fue una sensación extraña, cerca pero sin tocar, cálido pero sin sentirlo, la manga de su chaqueta susurrando a lo largo de mi brazo desnudo.
—¿Por qué volviste a por mí? —murmuró, acariciándome suavemente, presionando lo justo para que yo sintiese las iniciales bordadas en la tela—. ¿No existo en tu época?
Define existir, pensé, mientras el pequeño cuadrado descendía, con los extremos bordeados con una cinta haciéndome cosquillas en la parte superior de los pechos.
—La Cónsul no me dejaba venir sola —dije respirando.
Cuando había hablado con Billy sobre llevarnos a Mircea, todavía estaba relativamente lúcido… tanto como el geis nos permitía a todos. Pero si la Cónsul estaba tan desesperada como para ordenar que lo confinasen, entonces estaba muy lejos de poder ayudarme. Y yo necesitaba ayuda competente.
Si Mircea moría, no tenía ninguna duda de que la Cónsul me echaría la culpa a mí. Y, a diferencia del Círculo, que parecía tener demasiados problemas para concentrar toda su energía en perseguirme, me dio la impresión de que era una persona de ideas fijas. Si quería verme muerta, tenía la sensación de que moriría. Realmente rápido.
—Podías haber elegido otro senador —señaló Mircea.
No se me ocurría ninguna mentira convincente teniendo toda la piel en carne de gallina debido a sus caricias, que me profería con servil devoción.
—Tu otro tú estaba ocupado —dije, agarrando el pañuelo antes de que se me fuese la cabeza. Esto no iba a llegar a ninguna parte y yo no era tan masoquista.
—Para algo tan importante podría haber encontrado tiempo —dijo Mircea en voz baja.
Y sí, estaba jodida, porque de ninguna manera habría enviado a nadie más para ocuparse de algo que le concerniese de manera tan personal. Pero todavía no le iba a decir nada.
—Vas a tener que confiar en mí —le dije.
—Aunque tú no me corresponderás con el mismo honor, ¿verdad?
Respiré profundamente y me concentré en no darme cabezazos contra la pared.
—No hay mucho más que te pueda decir. Probablemente ya he dicho demasiado. Lo único que necesitas saber es que tenemos que conseguir ese libro o ambos tendremos problemas.
Mircea se tomó un momento para procesarlo. Estaba segura de que no iba a dejarlo así, que no iba a confiar en mi palabra sin más. Pero luego extendió el brazo.
—¿Puedo suponer que esto cuenta como una primera cita?
—Ya hemos pasado por eso hace mucho tiempo —dije sin pensar.
Él sonrió lentamente.
—Es bueno saberlo.