15

Me pasé el resto del día en la cama, me dolía todo tanto que incluso relajar los músculos hacía que me dolieran. Era difícil creer que podía estar tan dolorida y viva. No estaba segura de si fue por el ataque o por toda esa cosa de parar el tiempo. Mi predecesora había muerto poco después de hacer ese truco por última vez; quizá eso había querido decir algo. Cualquiera que fuera la razón, todo mi cuerpo se sentía como una gran herida.

Mi estado mental no estaba mucho mejor. Cuando por fin me las apañé para dormir, mis sueños mostraban continuamente la cara de Pritkin, con una sonrisa brillante e indefensa que era bastante para extrañarme, ya que no era una expresión que hubiera visto alguna vez en la vida real. Entonces comenzaba a hundirse, como si su carne fuera de cera, con unos riachuelos que corrían por sus mejillas para acabar goteando en su barbilla, los ojos fuera de órbita, la sonrisa alegre se desvanecía y se convertía en una mueca de esqueleto. Me desperté cubierta de sudor frío.

Miré fijamente las figuras que la lámpara de la mesita de noche proyectaba en el techo, haciendo conscientemente que el ritmo de mi corazón fuera más despacio. Ésta no soy yo, me dije furiosamente. No respiro hasta que no decida hacerlo. No pienso en las cosas que no quiero. Y no chillo como una niña pequeña por una puta pesadilla. Inspiré y expiré durante unos minutos, con calma y firme, hasta que mi respiración se calmó sin tener que hacer ningún esfuerzo.

Luego se abrió la puerta y Pritkin estaba allí, mirándome fijamente. Hubo un ruido retumbante y apresurado, y un suave susurro de aire. Chillé como una niña pequeña.

Saltó dentro de la habitación, me puso en el suelo, cubrió mi cuerpo con el suyo y hundió la cabeza. Esperé a que se apoderara de mí el letargo enfermizo para que empezara la sensación horrible de succión sobre mi poder, pero no sucedió nada. Después de un minuto, el sonido zumbante desapareció.

Comencé a sentir cómo me ardía la cara, a pesar de tenerla presionada contra el suelo de hormigón frío.

—No es que no te agradezca que me protejas del aire acondicionado —dije murmurando—, pero ¿me puedo levantar ahora?

Pritkin me soltó y me ayudó a volver a la cama y desapareció. Cosa que estuvo bien. Aún no tenía ni la más remota idea de lo que iba a decirle.

Volví a dormirme como una persona que se tira por un barranco y no soñé. Pero a medianoche, había dormido tanto como pude y llegué al punto en el que el aburrimiento había sobrepasado los dolores y las molestias. Me senté. Tenía sed, estaba sudando y atontada. El espejo me mostró una versión mía pálida y fatigada con una impresión del tejido de la manta en la parte izquierda de mi cara. Pero después de una ducha muy caliente, comida y cuatro aspirinas, me fui a encontrar algunas preguntas.

Pritkin no estaba en la escena del crimen. Aunque había barrido los cristales y el agujero estaba cubierto con una lámina de plástico duro impresa para parecerse a la que una vez había sido una ventana preciosa. Supuse que estaba allí como una especia de sustitución para que, al menos desde fuera, todo pareciera medio normal a pesar del caos que había dentro. Me imagino que tenía que ver con eso.

Me hubiera gustado haber tenido una perspectiva diferente de lo que pasó, pero Billy estaba ocupado, chocando con mi gargantilla para absorber la energía que había conseguido acumular. La monstruosidad de oro y rubí que era tan fea y que siempre llevaba por dentro de la ropa era un talismán, guardaba energía mágica, del mundo natural y le alimentaba en pequeñas dosis. Era suficiente para que él siguiera activo, pero nunca era lo bastante como a él le hubiera gustado. Normalmente la complementaba con mis propias reservas, pero en ese momento no me quedaba ninguna.

Me fui a buscar a la única persona que podría saber algo y la encontré mirando las máquinas tragaperras en el segundo piso. Por la expresión de Casanova, pensé que alguien se había hecho millonario; pero no. Era peor.

En ese momento era más de la una de la mañana, pero ese era el horario estelar del Dante. Por eso había pensando que era un poco extraño que una tercera parte de la sala estuviera vacía, con fila tras fila de máquinas tragaperras abandonadas suplicando silenciosamente que las toquetearan, que las quisieran y que las alimentaran con dinero. Luego, di la vuelta a la esquina y vi, que de hecho, había una buena razón para ese aislamiento.

Dos de las tres antiguas semidiosas conocidas mitológicamente como las Grayas estaban en el lugar. Parecían inofensivas, pequeñas, arrugadas y ciegas, excepto Dino, que en ese momento tenía el único ojo que todas ellas compartían. Tenía que haber sido su día de suerte porque cuando sonrió y me saludó con un dedo pequeño, vi que también llevaba el único diente de las tres.

Accidentalmente las había ayudado a liberarse de su largo encarcelamiento hacía poco, lo que las había convertido en mis sirvientas hasta que cada una de ellas me salvara la vida. Teniendo en cuenta todas las veces que me había metido en líos, eso no duraría mucho. Ahora eran libres y capaces, como Pritkin había dicho: «para volver a aterrorizar a la humanidad», a menos que yo pudiera atraparlas.

Era algo que definitivamente quería arreglar uno de estos días, solo que había ido pasando a lo último de la lista de cosas que tenía que hacer y se había desplazado por culpa de las crisis que había tenido con más presión. Françoise se había ofrecido voluntaria para hacerlo por mí, como una forma de darme las gracias por obtener su empleo medio normal. Sentía una punzada de culpabilidad por meterla en un lío que no importaba las vueltas que le diera, era todo mío. Pero francamente, una bruja poderosa probablemente hubiera tenido más suerte que yo tratando con las Grayas.

No parecía que estuviera haciendo mucho en ese momento. Las estaba mirando con los ojos entrecerrados sin hacer ningún intento claro de atraparlas. Me miró y se encogió de hombros.

—Tienen un lazo.

—¿Qué?

—Un lazo metafísico —soltó Casanova—. Hace que la magia las trate como una sola entidad.

Miré a las chicas mientras asimilaba eso. No veía a Penfredo por ningún sitio, pero Enyo estaba jugando una partida de blackjack con monedas de cinco centavos y Dino estaba al lado de ella, sentada en una silla. Estaba destripando una máquina de póker, sistemáticamente desparramando sus entrañas mecánicas por todo el alfombrado psicodélico. Supongo que no se había quedado muy contenta con el pago.

Necesitaba un poco más de información.

—¿Qué tal?

Casanova golpeó ligeramente la caja negra pequeña que Françoise tenía en una mano. Era una trampa mágica, que a pesar de su tamaño, era perfectamente capaz de atrapar y mantener dentro a las Grayas, una trampa como la que una vez las encarceló durante siglos.

—El hechizo —repitió Casanova, mostrando su impaciencia—, ¿tiene que meterlas aquí para que desaparezcan?

—Sí.

—Por alguna razón ve a las abuelas horripilantes allí como tres partes de una única totalidad, que puede ser que sea así, por lo que tengo entendido. A menos que todas estén presentes, simplemente no se presentan como si estuvieran aquí, al menos no para el hechizo. Y se han imaginado que estamos intentando atraparlas.

—Así que se aseguran que siempre falte una. —Acabé por él—. Pero eso no explica por qué están aquí en primera instancia, si saben que vamos tras ellas…

—Me están vigilando —susurró Casanova.

—¿Qué?

—Están hechas para ser guerreras y creo que encuentran las Vegas un poco insulso para su gusto. Rara vez hay algo por aquí —dijo, enviándome una mirada oscura.

—Ellas saben que si todo el Infierno se va a romper en pedazos en algún sitio, será aquí. Así que entonces. Nunca. Se irán.

—Hablando del Infierno —le dije, pero él no me hizo caso.

—No empieces, no hay nada que pueda hacer.

—Él te destrozó la ventana, ¡prácticamente mató a Pritkin!

—Teniendo en cuenta que tu mago ha estado siguiéndole los pasos durante más de un siglo con la misma cosa en la cabeza, no creo que se pueda quejar mucho.

—Tenemos que hablar.

—Sí, así es. —Casanova era el chico del póster para «Nunca estoy Feliz»—. ¿Qué te parece si empezamos con el hecho de que esto no es un campo de refugiados? Ya tengo a un montón de inmigrantes ilegales en la cocina gracias a ti.

—Eso fue idea de Tony, lo sabes perfectamente…

—Y ahora descubro que se les han unido un grupo de mocosos zarrapastrosos, probablemente llenos de piojos…

—¡Eh!

—Que también están ocupando dos de mis habitaciones, ¡probablemente para robarme y dejarme sin blanca!

—Sólo son niños.

—A los niños se les debe ver y no oír. Y a ser posible, sería mejor ni verlos —me dijo, sin calmarse—. ¡No tengo bastante seguridad para ver a ese trío allí, limpiar tus desastres y cuidar de niños!

—Nadie te está pidiendo que lo hagas…

Me señaló con un dedo, acusándome.

—Estoy en esto contigo, ¿me escuchas? Tú y tus raros amigos, corrompiendo al personal, destrozando el casino, llamando la atención de lord Rosier…

—¿Quién?

—Ya sean órdenes o no, ¡ya he tenido bastante! —Lo agarré cuando intentaba irse, lo que no hubiera funcionado si no hubiera sido porque Françoise había puesto su hombro en medio—. ¡Oh! Esto sí que es bonito. ¡Asaltado en mi propio casino! ¿Qué más viene ahora? ¿Atarme?

—Sí, seguro que eso lo odiarías —le dije amargamente—. Deja ya de hacer tanto teatro. Pritkin se ha ido a algún sitio y necesito respuestas. O me las das o me echas.

Casanova resopló.

—Vale, ¡no voy a echar a la calle a la novia del jefe!

—¡No soy la novia del jefe!

—Oh, oh, eso no es lo que yo recuerdo. La última cosa que escuché de ese mismo hombre era que te prestara cualquier ayuda posible porque tú eres… ¿cómo era la frase?, ¡ah, sí!, muy preciada para él. —Casanova miraba vagamente indignado—. Claro que eso fue antes de que empezaras a entenderte con el mago ¡en medio del puto vestíbulo!

—¡Ese no era él!

—Tú lo sabes y yo lo sé. ¿Y Mircea lo sabe? Porque la verdad es que a él no le gusta compartir.

—Yo no sé nada —le dije con tono grave—. Pero estoy a punto de saberlo.

—No de mí —dijo Casanova rotundamente.

Françoise comenzó a hechizar algo y él se quedó pálido.

—¡Estate quieta! ¡Ni siquiera tengo la factura del último desastre aún!

—Entonces habla. ¿Quién me atacó? Y, ¿por qué?

—¡Ya te lo dije! Y preferiría no volver a mencionar su nombre; podría llamar su atención. —Casanova se estremeció visiblemente—. Ya con tener sus semillas destructivas aquí es más que suficiente.

—¿Te estás inventando esto? —El único grupo en el que podía pensar que ya no me quisiera muerta eran los demonios, sobre todo porque no conocía a ninguno. Al menos, no había conocido a ninguno hasta hoy, a menos que contáramos al íncubo. Y la muerte y la destrucción no eran realmente sus especialidades.

Por lo menos, eso era lo que yo pensaba.

—Hay unas cuantas cosas sobre las que yo no bromeo, nena, y él es una de ellas.

—¿Me estás diciendo que el padre de Pritkin es un tipo de demonio?

Casanova se quedó pálido.

—No algún tipo de demonio. Es el gobernador de nuestra corte.

—¿Así que este Rosier es qué? ¿El Señor de los demonios?

—¡No uses su nombre!

Billy Joe lo había dicho y yo incluso había escuchado una especie de admisión de los propios labios de Pritkin, pero aún no podía creérmelo.

—Pero Pritkin odia a los demonios, los ha cazado durante años, es un fanático de eso…

—No me digas.

—Pero si él es medio demonio, ¿por qué…?

—No lo sé; o mejor dicho, tienen sus cosas; todo el mundo lo sabe. Tu mago tiene la distinción de ser el único mortal al que se le ha echado del Infierno, pero no tengo casos concretos. Yo no me meto en la política del Tribunal Supremo; tengo mis propios problemas, la mayoría de los cuales ¡últimamente tienen que ver contigo!

Ignoré el obvio intento de cambiar de tema.

—No lo pillo. ¿Cómo es posible que Pritkin sea medio íncubo? —le di un codazo en el brazo—. Tú eres incorpóreo.

—Tengo un huésped…

—Eso es a lo que me refiero. Necesitas un huésped, ya sabes… —Agité la mano por su cuerpo, que como siempre era elegante en un traje de lino color canela y una vistosa corbata de seda naranja. Casanova levantó una ceja—. Para alimentarte, ¿no? ¿Y no haría eso que el padre del niño no fueras tú, sino el huésped?

Casanova jadeó; el peso de mi estupidez comenzaba claramente a ser demasiado para él y ya no lo aguantaba. Pero al menos, respondió:

—El gobernante de nuestro tribunal es lo bastante poderoso para asumir la forma humana cuando quiera, en lugar de tener que encontrar un huésped, y, por lo tanto, es el único de nosotros que tiene progenie. —Puso mala cara—. Teniendo en cuenta el resultado, no puedo decir que le envidio en eso.

—Quieres decir que ¿Pritkin es el único de su tipo?

—Hay muchas razas de demonios ahí fuera y muchos de ellos son corpóreos todo el tiempo —dijo Casanova enfadado—. No hay exactamente muchos niños medio demonios en el mundo, pero existen. Y la mayoría de ellos son maniacos destructivos.

—¿Pero no hay más íncubos?

—El experimento no fue un éxito total —señaló secamente.

—Vale, pero nada de esto explica por qué Ros… —Casanova se sobresaltó—. Ese demonio me atacó. Solo fue a por Pritkin cuando él intentó protegerme.

—¿Protegerte? ¡Es como enviar a Pancho Villa a que le ayude a resolver los problemas a Che Guevara!

—¿Podrías por favor…?

—No lo sé. —Casanova vio mi expresión—. ¡Es la verdad! No lo sé y no lo quiero saber. Lo último que ahora mismo necesito es ¡que la gente crea que estoy interfiriendo en sus negocios!

—Rosier mató a Saleh —dije, intentando juntar las piezas del puzle—. Y cuando vino a por mí, dijo que era porque había hablado con él. Pero de lo único que Saleh y yo hablamos fue de…

—¡No me lo cuentes! —Casanova dio un paso hacia atrás con cara de pánico, justo hasta la línea de las criaturas con aspecto peligroso que acababan de entrar en la sala. Habían estado demasiado tranquilas, ni siquiera las había escuchado. Me supuse que Casanova sí lo hubiera hecho en otras circunstancias, pero no estaba en su mejor momento. Fue incluso peor cuando se giró y se encontró con la mirada en la cara burlona de Alphonse.

Gruñó literalmente y la seguridad del casino, que había estado siguiendo en secreto al grupo de vampiros vestido elegantemente, se acercó un poco más.

—¡Yo los invité! —dije, antes de que las cosas se pusieran feas.

—¡Me has tendido una trampa! —Casanova me lanzó una mirada puramente maliciosa. Y vale, está bien, quizá podía habérselo dicho antes, pero había estado ocupada.

—Están aquí para ayudarme con algo, no para pelear —le dije. Miré a Alphonse, lo que fue fácil con Casanova en medio ya que medía casi dos metros—, ¿vale?

—Seguro —coincidió suavemente, dándole un apretón amistoso en el hombro a Casanova que hizo que el íncubo hiciera una mueca de dolor—. Ven a ver las motos en el Mirage.

—¡Estás en mi territorio!

Alphonse sonrió lentamente.

—Ya no hay territorios, ¿no lo has escuchado? El Senado los declaró ilegales para acabar con las peleas. —Se rió entre dientes, como si hubiera sido la broma más graciosa que había escuchado en mucho tiempo.

—Le gustan las motos —le recordé a Casanova rápidamente—. ¡Ya lo sabes!

Era verdad. Aparte de la fotografía, las películas de vampiros y matar cosas, a Alphonse le gustaban las motos grandes y ruidosas que echaban humo negro y que ahogaban a cualquiera que por desgracia estuviera detrás de él. Para ser un asesino a sangre fría, estaba bastante equilibrado.

También era muy bueno en meterse bajo la piel de Casanova. No le resultaba muy difícil. Tenía la impresión de que había algún resentimiento rezagado por el hecho de que Alphonse hubiera asumido el puesto de Casanova como el segundo de Tony hacía unos años. No tenía ni idea de si había sido una simple decisión de negocios o tenía algo de personal, pero no había duda de que el íncubo estaba resentido. Y Alphonse asomado al pie de su puerta sin ni siquiera pedir permiso no estaba ayudando.

—¿Y si mi señora y yo queremos jugar un poco, quién va a detenernos?

Las cinco personas enormes del personal de seguridad dieron un paso adelante a la vez. Comencé a meterme entre ellos y el grupo de Alphonse que estaba formado por él, Sal, tres vampiros que recordaba de Tony y uno que no reconocía. La verdad es que no quería ser responsable de una guerra de territorio. Pero Sal me cogió de la muñeca antes de que yo pudiera pestañear y me quitó de en medio.

—Déjales que se desquiten o si no, será mucho peor después —dijo, mientras los dos grupos se abalanzaban los unos hacia los otros. Alphonse cogió un cenicero que había, que era tan grande como un cubo de basura pequeño, y lo hizo girar como una porra. La arena negra, que había sido impresa con esmero con el logo del Dante, se fue volando por todos sitios antes de que el cenicero le diera a Casanova directamente en el estómago. Se fue haciendo eses hacia atrás hasta que llegó donde estaba Enyo tirándole de la silla.

—¿No te importa si se matan los unos a los otros? —pregunté, mientras Enyo se ponía derecha, miraba a su alrededor y lanzaba la máquina tragaperras destripada contra Alphonse.

Sal me echó hacia atrás unos pocos metros hasta donde había un pequeño banco cerca de las puertas de vidrio adornado que daban al paseo. Se encendió un cigarrillo, sus numerosos anillos daban más luz que los candelabros cubiertos de telarañas que había sobre nuestras cabezas.

—Tienen que establecer fronteras —dijo, encogiéndose de hombros—. Cariño, de todas formas esto iba a pasar antes o después. Mejor que sea ahora cuando aún se necesitan los unos a los otros.

Casanova se lanzó de un salto y acabó en la espalda de Alphonse y comenzó a estrangularle con el cordón de plástico de cable de ordenador.

—No parece que vayan a darme puñetazos a mí.

—Relájate. No se pueden permitir matarse los unos a los otros con la vida de Mircea en juego. Es sólo un combate pervertido; deja que lo acaben y luego ya hablamos.

Aparentemente Casanova había cogido el cable del ordenador de Enyo y ella lo quería de vuelta. Al menos supongo que esa era la razón por la que lo sacó de la espalda de Alphonse y lo lanzó por las puertas de cristal. Sal se apropió de una bandeja con bebidas de un camarero que estaba corriendo a toda prisa para quitarse de en medio y me miró de cerca, las uñas largas y rojas golpeaban ligeramente su vaso.

Iba vestida de la manera correcta. Sus pantalones de seda blancos estaban tan aferrados a su piel que era como si les encantara cada centímetro de su cuerpo y su camiseta lamé dorada caía por un lado y era muy corta por el otro de modo que se parecía más a un concepto que a una camiseta en sí. Su pelo rubio estaba echado hacia atrás en una cola de caballo rizada y su maquillaje era perfecto. Cogió mi camiseta arrugada y los vaqueros que me había puesto de prisa, todavía medio dormida, con los ojos llenos de lagañas y mi pelo hecho un nido de ratas.

—Chica, tienes que tener más nivel. Estás con lord Mircea —me informó con un tono de deber.

Decidí que intentarle explicar mi relación real con Mircea sería un error, ya que ni siquiera yo estaba segura de lo que era.

—¿Y?

—Representas a la familia. ¿Y esto? —Un gesto menospreciador indicó mi falta total de elegancia—. Es absolutamente vergonzoso.

—¿Disculpa?

—No puedes andar por ahí con estas pintas —me dijo claramente, como si pensara que a lo mejor yo era un poco lenta. Su novio, que había cogido impulso balanceándose en el candelabro, saltó sobre uno de los hombres de Casanova que había estado moliendo a palos al vampiro cuyo nombre yo desconocía.

—La verdad es que no te esperaba esta noche —le dije a la defensiva—. Sin mencionar que estoy disfrazada.

—¿De qué? ¿De vagabundo?

Debería haberlo recordado: Mircea estaba en la minoría de los vampiros que preferían el atuendo modesto. La mayoría creía en el antiguo dicho que decía que si lo tienes, tienes que hacer alarde de ello y así valdrás más. Alphonse era un converso fanático de esa mentalidad, tanto que se había metido en líos más de una vez en el tribunal por haber deslumbrado más que el jefe. Esta noche llevaba uno de los trajes que se había hecho a medida en Nueva York por tres o cuatro mil dólares, un traje muy moderno y lo bastante caro para que fuera la envidia de cualquier estrella del rap. Quizá, debería haberme cepillado el pelo al menos, pensé un poco tarde.

Casanova se tambaleaba hacia atrás desde el pasillo, cogió una bebida de la bandeja que Sal había puesto en el borde del sofá y la sujetó antes de lanzar la bandeja recortando el aire hacia el cuello de Alphonse. Alphonse la esquivó en el último minuto y hubiera alcanzado a Dino si no fuera porque la cogió como un frisbee y se la envió de vuelta. Sal la alcanzó en el aire y puso su vaso vacío encima de ella antes de volver a ponerla encima del cojín del sofá.

—Vas a necesitar un look distinto —dijo pensativamente.

—¿Qué?

—Una persona.

Parpadeé. Era desconcertante escuchar palabras como esa que salieran de la boca de Sal. Nunca la había conocido demasiado bien en casa de Tony; principalmente porque ella siempre estaba encima de Alphonse, vestida con algo corto, apretado y provocativo, dando una buenísima impresión de una rubia tonta. La verdad es que hasta ese segundo yo había pensado que era una rubia tonta.

—Mira un ejemplo. Soy una chica que trabajó en cantinas y una prostituta con armas. ¿Crees que alguien me va a tomar en serio si aparezco en Dior?

—A lo mejor Gaultier —le ofrecí, antes de estirar mis piernas para apartar a un vampiro que se deslizó de morros por la alfombra, antes de desaparecer debajo del sofá. Cuando no volvió a salir gateando de allí inmediatamente, miré por debajo y me encontré con una mano agarrándome la garganta.

Sal golpeó con su tacón plateado brillante el lateral del brazo y él lo quitó precipitadamente. Pude ver el zapato de cerca y me di cuenta de por qué llaman así a los tacones de aguja. La cosa estaba hecha de metal, a juzgar por su aspecto de aleación de acero, y era punzante como un cuchillo.

—Tienes que destacar tus virtudes —dijo, mientras intentaba frotar mi garganta sin que se notara demasiado—. Soy una mujer dura y todo el mundo lo sabe, así que vivo con ello. Pero en tu caso —me echó un vistazo—, tú nunca vas a triunfar con eso.

—Puedo ser dura —le dije, enfadada.

—Sí, claro. —Sal hizo una pompa con el chicle—. Con esos pequeños brazos como palos. Creo que vamos a intentarlo con la elegancia, así también tendrás el mismo estilo que Mircea.

—Pero Mircea no…

—¿Y no crees que eso hace que resalte? Él está diciendo: «Soy tan fuerte que no necesito jugar a disfrazarme para vosotros, gilipollas». Pero aunque él no lleve ninguna mierda de esa medieval como algunos, él siempre está guapo.

—Tengo cosas más importantes por las que preocuparme que…

—No hay nada más importante que tu imagen —me dijo Sal tajantemente—. Tienes que estar espectacular o vas a estar luchando todo el tiempo. Si no pareces importante, todo el mundo va a asumir que eres pan comido. Luego tendremos que defenderte por el bien del jefe y un montón de gente morirá. Sólo porque no te preocupaste y no te pusiste un poco de maquillaje.

Cuando estuve en el tribunal, me dedicaba a mezclarme con la gente y pasar desapercibida, intentando evitar la atención porque normalmente no acababa bien. Nada en mi experiencia pasada me había enseñado cómo causar impresión.

—Normalmente no me visto bien —le dije sin convicción.

Sal me cogió el brazo, esas garras, rojas como la sangre, se hundieron, pero no me perforaron la piel.

—¡Oh! Nos encargaremos de eso. Y la mirada calculadora en su cara fue la cosa más espeluznante que había visto en toda la noche.