«Apunta el arma. Equilibra la culata con la otra mano si necesitas estabilizar tu puntería. Aprieta el gatillo ligeramente. No tienes que apretar muy fuerte para que dispare». Respiré lentamente y observé el objetivo de papel retrocediendo como si las balas le estuvieran penetrando en la carne. Casi todas dieron fuera de la diana y ni siquiera una de ellas estaba dentro del círculo que representaba los órganos vitales. ¡Qué irónico!
El almacén sin uso tenía buena ventilación para ser un local que estaba en el interior, así que Pritkin lo había preparado como un área de tiro. Se suponía que la práctica diaria mejoraría mi puntería, al menos esa era la teoría. Hasta ahora, las figuras recortadas de papel al final de la habitación no habían tenido que preocuparse demasiado.
Solté el cargador vacío y lo recargué. Siempre tenía la misma sensación con el arma en la mano: el peso, el olor humeante del aceite y la pólvora, el olor de papel quemado, todo me resultaba familiar después de casi dos semanas haciendo lo mismo. Cuando había cogido hoy el arma, me había parecido extraño. Como si matar ayer a un hombre hubiera cambiado eso de algún modo: que pesara más, que resaltara la superficie negra lisa y brillante como una señal. Algo.
Pero no fue así.
«Beretta de nueve milímetros, el cartucho contiene quince tiros. El área efectiva máxima es de cincuenta metros, pero es mejor más cerca. Recuerda quitar el dispositivo de seguridad y apuntar al torso». Pritkin me había estado dando consejos, empeñado, como decía él, en minimizar mi condición de blanco gigante en el campo. Y así era como había estado pensando en las lecciones: como algo designado para ayudarme en la defensa. De algún modo, nunca se había dejado constancia de que normalmente la defensa con un arma significaba disparar a algo más substancial que a una diana de papel. Esa defensa con un arma podía significar matar.
Había crecido rodeada de armas, las había visto tan a menudo que formaban parte de mi entorno, no eran más importantes que un jarrón o una lámpara. Yo no había tenido ninguna porque no se esperaba que yo tuviera que pelear. En casa de Tony, yo había estado dentro del grupo de no combatientes útiles y se suponía que otras personas tenían que protegernos. Me habían dicho cien veces que si alguna vez se producía algún ataque, mi misión era ir a uno de los muchos de los refugios secretos que había por allí y esperar.
Había habido una cierta comodidad en mi antiguo cargo que nunca había apreciado realmente hasta ahora. Porque la pura verdad era que, en el momento en que asumías un cargo de responsabilidad, habría personas que te respetarían, que esperarían que las protegieras, que esperarían que las salvaras. Estaba acostumbrada a escapar y, de hecho, era condenadamente buena en eso, si no, no hubiera durado tanto. Sabía cómo conseguir acreditaciones falsas casi en todos los sitios, cómo cambiar mi aspecto, cómo mezclarme.
No sabía cómo mantener viva a la gente.
El cargador volvió a estar vacío, ese ruidito clic, clic me estaba diciendo que lo recargara. Presioné un botón y se me escapó. El cargador gastado chocó contra mi pie antes de dar vueltas por el suelo. Lo recogí y lo recargué manualmente con quince balas nuevas.
A pesar del dolor que tenía en la muñeca, mis manos estaban firmes. Me seguía sorprendiendo, seguía esperando desmoronarme. Me había lavado frente a un espejo de un baño después de que hubiéramos vuelto, dejando la toalla sobre mi cuello, fría y suave, mientras esperaba a desvanecerme. Sólo que aún no lo había hecho. Y estaba empezando a preocuparme de verdad.
Una vez, cuando tenía unos seis años, Alphonse había regresado de un trabajo cubierto de sangre, con una cuchillada en la frente que casi le dividía en dos el cuero cabelludo, haciendo que se pareciera al monstruo Frankenstein antes de que el doctor se lo cosiera. Pero estaba extrañamente de buen humor porque los otros tipos, los que había dejado tirados en pedazos sobre una cancha de baloncesto, tenían peor aspecto. Habían cogido a un par de los nuestros en una disputa de territorio, y ya que los muertos habían sido los vampiros de Alphonse, Tony le había dejado que se encargara de ellos. Alphonse había hecho su riguroso trabajo de costumbre.
Me había visto merodeando en una esquina, mirándole con los ojos abiertos de par en par, y me había acariciado la barbilla al pasar. Me había dejado una marca roja en la piel que Eugenie me limpió después mientras inadvertidamente me enseñó mi primera palabrota. Cuando fui más mayor, me había dado cuenta de que él había aclarado un asunto, volviendo cubierto de sangre para demostrar que el insulto había sido vengado como era debido, pero todo lo que había pensado en ese momento era que era extraño verlo tan relajado. Si no hubiera sido por la sangre, podía haber sido cualquiera que volviera de un buen trabajo de noche.
A él tampoco le había preocupado.
Apunté de nuevo a la diana, aún parecía bastante intacta a pesar del hecho de que el aire se estaba poniendo acre. Pensé en la cara de Mircea, en sus ojos reflejando fuego, su cuerpo perfilado en llamas mortales que saltaban. Quería tocarlo tan desesperadamente que podía sentir sus dedos en mi muñeca, como un dolor imaginario. Así era cómo se tenía que sentir el tratar de alcanzar algo sin una mano: alteración, vacío y confusión. Y casi me había quedado así para siempre, gracias a un tipo que pensaba que intentar electrocutar a alguien era una manera aceptable de saludar.
El aire resonaba con disparos y el sonido del papel se rasgó hasta que el clic volvió. Recargué, me escocían los ojos por el humo y deseaba que la vida fuera así de fácil. Tan solo rellenar lo que estaba vacío y sustituir lo que estaba perdido. Pero no era así. Algunas cosas no podían sustituirse, así que tenías que asegurarte antes de nada de no perderlas.
Empezar a estar de acuerdo con Alphonse ya sobrepasaba la locura.
Esa tarde, Françoise y yo nos dirigimos al edificio imponente de mármol y cristal en la galería principal donde Augustine había puesto una tienda. Mi disputa con los magos oscuros me había dejado una cosa bien clara: si Mircea no hubiera estado allí, hubiera durado unos treinta segundos. Si realmente tenía alguna esperanza de ponerle las manos encima al Códice, tenía que estar mejor preparada. Sólo esperaba que Augustine pudiera hacer lo que yo tenía en mente.
Françoise se había detenido enfrente de las dos ventanas grandes de cristal laminado que mostraban selecciones de la línea prêt-a-porter. Le puso el ojo a un vestido ceñido con burbujas doradas que sobresalían desde el dobladillo, pero continuó sin hacer ningún comentario. Dentro, un candelabro grande ocupaba la mayor parte del techo, sus cristales estaban formados por témpanos encantados que no se derretían a pesar de las velas esparcidas entre todas sus filas. Inmediatamente, Françoise comenzó a buscar, aunque no tenía ni idea de qué era lo que pensaba utilizar como dinero. Yo le había ofrecido irnos de compras, ya que había acabado aquí sin familia, sin amigos y sin ropa, pero en mi cuenta bancaria no había suficiente para las boutiques caras.
Decidí que le explicaría las cosas solo cuando encontrara algo, y pasé al lado del personal hasta un pequeño taller que había al final. Nadie intentó detenerme. Volvía a estar disfrazada de Elvira; llevaba una peluca negra y una credencial con un nombre que parecía oficial. Había descubierto que evitaría un montón de problemas si parecía una empleada, aunque no le estaba haciendo ningún bien a mis empeines.
El taller estaba tan abarrotado con percheros de ropa y cilindros de tela que ni siquiera podía ver a Augustine, pero escuché a alguien refunfuñando en una esquina a lo lejos. Resultó que era él, forcejeando con una pieza de piel dorada que parecía que estaba intentando comérselo. La lanzó y le puso encima una silla, luego comenzó a cavar en la pila de papeles sobre un escritorio al lado y siguió refunfuñando.
Me acerqué con cuidado, porque la tela se estaba resistiendo y haciendo un valiente intento para tirar la silla.
—¿Hola?
—No sirve de nada que te quejes —me dijo rápidamente—. No hubo espectáculo así que nadie va a cobrar, ni siquiera yo.
—No estoy aquí por eso.
La piel dio un tirón y casi lo tira al suelo. Él hizo como que no se había dado cuenta, pero disimuladamente acercaba hacia la silla el borde del pesado escritorio.
—Entonces, estoy a tu disposición.
—Estoy pensando en un vestido. Algo francés.
—No te referirás al inútil de Edouard —dijo, sonando horrorizado—. Querida, por favor. Puedo diseñarte algo mucho mejor con los ojos cerrados. ¡Qué demonios! ¡Puedo diseñarte algo mejor que sea divino!
—No me refiero a que quiero un diseñador francés —intenté explicarle—; sólo quiero algo que parezca…
—Olvida París. París se acabó —me dijo alegremente—. Ahora dime, ¿para qué ocasión estás planeando exhibir mi trabajo?
—Necesito una vestimenta que encaje con la época de finales del siglo dieciocho.
—¡Ah! Una fiesta de disfraces. No hago disfraces. —Teniendo en cuenta que el estilo personal de Augustine era una mezcla entre Galliano y Liberace, pensé que eso era discutible. En ese momento tenía puesta una túnica amarilla color azafrán con mangas abultadas sobre unos pantalones de harén púrpuras. Un fajín dorado atado alrededor de la cintura al estilo pirata que no sujetaban un sable, sino unas tijeras, un metro y un alfiletero con forma de tomate.
—No creo que lo entiendas —le dije pacientemente—. Es muy importante.
—¡Ah! Quieres vestirte para impresionar —dijo Augustine pícaramente—. Bueno, en ese caso, has venido al lugar perfecto. —Me llevó hacia un maniquí de modista en uno de los pocos espacios abiertos de la habitación. Murmuró una palabra y la figura adoptó una silueta muy detallada que me resultaba muy familiar. Sentí un impulso repentino de ponerle una toalla por encima.
—¿Alguna cosa especial que tenga que saber? —preguntó—. Algunas cosas pueden afectar al vestido.
—No, yo sólo…
—Porque no quiero que me vengas a última hora diciéndome que necesitas un hechizo que te haga bailar mejor o que te sostenga la copa o que seas una brillante conversadora y que te has olvidado mencionarlo.
—¿Puedes hacer eso con un vestido?
—Querida, puedo hacer cualquier cosa con un vestido. Claro, cualquier cosa legal, así que no me pidas una poción amorosa o alguna tontería porque no tengo ninguna intención de perder mi licencia.
—¿Qué más puedes hacer? —Mi mente iba a toda prisa con las posibilidades.
—¿Qué quieres? —Una pieza de tejido blanco comenzó a cubrir la figura.
—¿Me puedes hacer invisible?
Augustine suspiró y giró el borde de mi peluca con un dedo.
—Una prenda horrible y un pelo aún peor pueden hacer eso.
Entrecerré los ojos y lo miré.
—Entonces, ¿qué me dices de un aislante contra hechizos? ¿Puedes hacerlo para que si alguien me lanza algo perverso se pueda ver?
—¿Una rival celosa? —preguntó comprensivamente,
—Algo así.
—Dime, ¿cómo es esa pequeña gatita de poderosa?
—¿Eso importa?
—¡Claro que sí! Tengo que saberlo fuerte que es para hacer el contrahechizo —dijo impacientemente—. Si es algo pequeño, como hacer que huelas a un camión de basura…
—No. Necesito detener un ataque mayor, como el que podría lanzar un mago oscuro.
Augustine parpadeó con seriedad.
—Querida, ¿a qué clase de fiesta vas a ir?
—Ese es el problema. No lo sé.
—Bueno, quizá deberías pensar en no ir. ¿Quién necesita todo ese estrés? Tómate la noche libre, hazte las uñas.
—Es casi una obligación.
—Hmm. Esa no es realmente mi línea —dijo dubitativo—. Los magos de la guerra a veces utilizan capas encantadas para reforzar sus protecciones, pero no creo que la moda sea su mayor prioridad.
Françoise asomó la cabeza. Parecía que llevaba un pequeño animal sobre la mitad superior de su cuerpo, uno con un montón de plumas que se extendían hacia fuera en todas las direcciones.
—He encontrado algo —me dijo.
Augustine se puso rígido.
—¿De dónde has cogido eso? Es un prototipo.
—¿Qué es? —pregunté, mirándolo con cautela.
—Una chaqueta, ¡qué si no! —me dijo—. Puerco espín. Maravilloso para deshacerte de la atención que no deseas. Por desgracia, este tiende a lanzar plumas sin avisar a cualquiera que moleste a la persona que lo lleva, así que no creo que…
—Me lo llevaré. —Françoise apiló otros artículos que llevaba en el brazo encima de la mesa—. Y estos también.
—¿Qué es todo esto? —le pregunté. Detrás de ella había un par de montañas de ropa que caminaban; supuse que eran las dependientas aunque no se les veían las cabezas.
—Pour les enfants —dijo Françoise, sujetando una camiseta pequeña que ponía «El mejor niño del mundo» en lo que parecía lápiz de cera.
Fruncí el ceño y Augustine se la arrebató de la mano, con aspecto agraviado.
—Debajo de la frase va a aparecer una imagen del niño que la lleve —me dijo con altivez.
—Hay un sitio en la galería que puede hacer eso.
—Y hace que la persona que la lleve tenga una debilidad repentina e incontrolable por las verduras.
Suspiré.
—Nos la llevaremos. —Hizo un chasquido con sus dedos a sus dependientas sobrecargadas, que empezaron a correr alrededor añadiendo más cosas.
—Respecto a mi vestido —le dije, ahora que estaba de mejor humor—, creía que los genios creativos como tú apreciaban un reto.
Me dio una palmadita en la mejilla que me pareció un tanto excesivo teniendo en cuenta que él no parecía que fuera mucho mayor que yo.
—Así es querida, así es. Pero también esta el pequeño tema del pago. No estamos hablando de algo prêt-a-porter. Y por lo que me estás pidiendo…
—Envíale la factura a lord Mírcea —dijo Françoise jugando con una bufanda que aunque pareciera raro estaba allí tirada simplemente como una bufanda.
Comencé lentamente:
—¿Qué? ¡No!
Su bonita frente se frunció suavemente.
—¿Pourquoi pas?
—Yo no… Eso no es… No sería apropiado —dije, muy atenta a Augustine que escuchaba codiciosamente.
—Mais, eres su petite amie, non?
—Non! Quiero decir no, no lo soy. —Dejó de fruncir el ceño y luego Françoise se encogió de hombros de una forma que sugería que conocía una negativa cuando la veía—. Envíale la factura a Casanova —le dije a Augustine. Si se quejaba, le diría que lo descontara de mi nómina atrasada.
—Casanova —repitió Augustine, con un destello malvado en el ojo—. ¿Sabes que está esperando a que le pague por los daños de la sala de conferencias? Justo esta mañana se presentó con una estúpida factura.
—Entonces preséntale tú una de vuelta. Una muy grande. —Miré la pila de extravagancias de Augustine—. Y añádele esas.
La sonrisa de Augustine casi adoptó la forma de la del gato de Cheshire.
—Cenicienta, realmente creo que irás al baile.
Esta tarde, después de acabar otro turno en el Infierno, Françoise y yo salimos sin que nos vieran en un todoterreno negro reluciente. Mientras esperaba a que llegara Alphonse y mi apoyo, tenía que hacer unos cuantos recados y ella se había ofrecido voluntaria para ayudarme. Ninguna de las dos teníamos coche, pero me las había apañado para encontrar un medio de transporte.
La matrícula en la parte delantera del todoterreno era 4U2DZYR.[1] Pertenecía a Randy, uno de los chicos que trabajaba en la versión de Casanova de un spa. Hubiera sido el tipo perfecto californiano que se pasa todo el tiempo en la playa, con un profundo bronceado, pelo blanqueado por el sol y una sonrisa con dientes blancos, excepto por su voz, que aún tenía un acento del Medio Oeste de los Estados Unidos. Estaba poseído por un íncubo, pero hasta ahora se había comportado de buena manera.
—¿Lo estás diciendo en serio? —me preguntó Randy por tercera vez mientras entrábamos en el aparcamiento gigante de Wal-Mart—. ¿Quieres comprar aquí?
—Sí, ¡quiero comprar aquí! —le dije, desesperada. Hacía tiempo Wal-Mart había sido demasiado sofisticado para mí en comparación con el cajón de ofertas a veinticinco centavos de las tiendas de segunda mano o del Ejército de Salvación. Pero me dio la sensación de que no había muchos clientes de Randy que sentían lo mismo. Había tenido que preguntar la dirección a una de las camareras.
Se metió en la plaza de aparcamiento más estrecha que había, los neumáticos chirriaron y se detuvo bruscamente. Me miró de manera seria por encima de sus Ray Ban.
—Mientras que te asegures de que lord Mircea sepa que yo no tengo nada que ver con esto, tan solo estoy siguiendo órdenes. Si la señora del jefe quiere visitar los barrios bajos…
—¡Suena como si me fuera a un club de estriptis o algo parecido! —dije irritada—. ¡Y no soy la señora del jefe!
—Vaaaale. —Randy curioseó a Françoise, que estaba fuertemente agarrada a la tapicería del asiento trasero. Se me había olvidado preguntarle si alguna vez se había subido en un coche y a juzgar por los ojos abiertos de par en par y su tez blanca como un muerto, apostaba a que la respuesta era que no.
—No quiero volver a hacer esto.
—No soy tan mal conductor —dijo Randy ofendido.
—Sí, sí que lo eres —dijo fervorosamente.
—Bueno, las ruedas ya han dejado de rodar, cariño —le dijo, poniéndole un brazo alrededor de la cintura. La colocó en el suelo—. ¿Sabes? Algunos de mis mejores trabajos los he hecho en la parte de atrás de los coches. —Esta frase la acompañó con una sonrisa gigante como de «todo el mundo piensa que soy guapo». Probablemente era la única cosa que lo salvaba.
Saqué la larga lista de la compra del bolso y la moví delante de ellos antes de que Randy dijera nada.
—¿Podemos ir ya? Porque no tengo todo el día.
Había descubierto que ocho niños y un bebé necesitan un montón de cosas, especialmente cuando todo el armario que tenían era literalmente la ropa que llevaban en sus espaldas. Y excepto por unas pocas camisetas para los turistas, el establecimiento de Augustine no se especializaba en nada para niños. Prefería que sus clientes fueran adultos y muy adinerados. De ahí que tuviera la lista.
Una hora más tarde, estaba apoyada contra una estantería con un montón de camisetas Fruit of the Loom mientras Françoise aterrorizaba a varios empleados mal pagados de la tienda. Había secuestrado por lo menos a cuatro y los había hecho ir adelante y atrás intentando encontrar las tallas que necesitábamos. Parecía un poco fuera de lugar, como si estuviera llevando una de las creaciones sofisticadas de Augustine: un vestido largo negro y básico con una chaqueta elegante cubierta con impresiones de periódico. Esperé que nadie se diera cuenta de que todos los titulares eran de hoy.
Randy estaba de pie enfrente de una columna reflejada, sacando los bíceps y admirándoselos.
—¿Qué piensas?
La camiseta sin mangas que se había puesto era azul claro y pegaba perfectamente con sus ojos. Él sabía muy bien lo que yo pensaba, lo que la mitad de las mujeres que había en la tienda pensaban. O eso, o es que coincidió que habíamos ido de compras el mismo día que todas las madres jóvenes del estado necesitaban renovar los armarios de sus hijos.
—Pensaba que no comprabas en sitios como este.
—Una camiseta es una camiseta. —Se encogió de hombros, creando una onda de músculo que provocó un chillido de una cliente al lado—. Escucha, tienes un montón de niños.
—Sí, ¿y?
Durante un minuto, sólo se quedó de pie, mirándome incómodamente, como un niño grande. Un niño grande con un montón de músculos y una camiseta de malla transparente.
—¿Así que los estás alojando en el casino, verdad? ¿En un par de habitaciones libres?
—¿Cómo sabes eso? —El personal de cocina no había tenido espacio en los minúsculos cuartos que Casanova les había asignado para otras nueve personas, así que había tenido que ser creativa. Trabajar a veces en la recepción me había ayudado bastante.
—Todo el mundo lo sabe. El personal ha estado trabajando para evitar que el jefe se entere, pero a veces revisa los libros, ¿sabes?
—¿Qué es lo que quieres, Randy?
—Sólo quería decirte que si necesitas, bueno, dinero o cualquier cosa… —La voz se le apagó mientras lo miraba incrédula. No tenía ni idea de lo que le estaba enseñando su íncubo. Aparentemente, no habían llegado a la parte en donde se suponía que las mujeres le pagaban.
—Estaremos bien. —Si Casanova me diera algo de pena por el tema de las habitaciones, haría que Billy manipulara todas las ruletas de la fortuna de la casa.
Y puesta a pensar en eso, también era bastante bueno con los dados.
—¿Segura? Porque, quiero decir, a mí me pagan bastante. No me iba a doler ni nada, ¿sabes?
Françoise me echó una de esas miradas que yo esperaba que el íncubo se la echara a ella. Ella vio que me daba cuenta y se encogió de hombros de una manera que podría haber significado cualquier cosa desde «sólo estaba mirando» a «no he tenido sexo en cuatrocientos años, así que demándame». Decidí que no quería saberlo.
—Gracias. Estaré en la zapatería —dije, cogiendo el carrito más ligero de los que quedaban.
Dieciséis pies (no estaba contando al bebé porque hasta ahora no había demostrado ser capaz de aguantar de pie ni siquiera con calcetines) necesitan un montón de zapatos. Me levanté después de hurgar en la fila de abajo intentando encontrar un par parecidos a las Converse del número de Jesse y me golpeé la cabeza con el codo de alguien. Alguien que parecía que se había escapado del Palacio de César y se había olvidado de quitarse el disfraz.
—¿Por qué estás aquí? —La voz resonó muy alto en el espacio tan grande.
Miré a mi alrededor frenéticamente, pero parecía que en la sección de zapatos nadie estaba prestando atención a la diosa dorada que medía tres metros.
—¡Te podría hacer la misma pregunta! —le susurré.
—He venido para recordarte que el tiempo se acaba. Tu vampiro morirá si no se rompe el hechizo.
—¡Soy consciente de eso! —le solté.
—Entonces, te lo vuelvo a preguntar, ¿qué haces aquí? ¿Has hecho algún progreso?
—Sí, un poco. Bueno, sé dónde está el Códice.
—Entonces, ¿por qué no lo has recuperado?
—¡No es tan fácil! ¿Y por qué te preocupa? ¿Qué tienes tú con Mircea?
—Nada. Pero tu actuación no ha estado tan… orientada… como había esperado. Ésta es una prueba importante de tus habilidades, Herófila. Y hasta el momento te has dejado distraer con tareas innecesarias. Esos niños no son tu misión. El Códice lo es.
—¡Oh, oh! —Para alguien a quien no le preocupa el Códice, lo menciona bastante—. Bueno, quizá pudiera hacer un trabajo mejor ¡si tuviera algo de ayuda! ¿Qué me dices de quedarte cerca un rato? Y mientras estás por aquí podemos tomar unas cuantas de esas lecciones de las que siempre oigo hablar.
—No puedo entrar en este reino, Herófila. Este cuerpo es una proyección, solo puedes verlo tú, y no puedo mantenerlo durante mucho tiempo.
—Entonces, ¿por qué no me cuentas un poco más acerca del Códice? Como, por ejemplo, ¿por qué Pritkin estaba dispuesto a matar para mantenerlo a salvo?
—Sabes todo lo que necesitas. Encuéntralo y completa tu misión, y hazlo pronto. Hay personas que se van a oponer.
—Eso ya lo he notado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó tajantemente.
—Tú eres una diosa, ¿no lo sabes?
Sus ojos se entrecerraron peligrosamente.
—No te olvides de ti, Herófila.
—Me llamo Cassandra.
—Un nombre pobre para una pitia. Tu homónimo se opuso a mi deseo y vivió para arrepentirse. No cometas el mismo error.
Era más que un poco surrealista, incluso para mí, estar discutiendo sobre un mito con una leyenda en medio de la sección de zapatos de Wal-Mart. Especialmente con un dependiente echándome una mirada espeluznante desde el pasillo contiguo. No obstante, no dijo nada. A lo mejor muchos de sus clientes hablaban con los zapatos antes de comprarlos.
—A lo mejor es así, pero aún sigue siendo mi nombre y estoy haciéndolo lo mejor que puedo. Las amenazas no van a agilizar el proceso.
—Encuentra algo que lo haga —me dijo rotundamente y desapareció.
Suspiré y luché contra el impulso de golpearme la cabeza contra la estantería de metal y no detenerme. El dependiente me estaba mirando alrededor de los zapatos del número doce con una expresión que decía que estaba pensando en llamar a seguridad. Decidí no arriesgarme.
Levanté la imitación de los Converse rojos:
—¿Tiene el número nueve de estos?