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Un ángel desconsolado se hizo añicos convirtiéndose en una estela de polvo gris y lanzando sus alas en dos direcciones. Tardé un segundo en darme cuenta de que no estaba muerta, y entonces me lancé al lado de un obelisco cercano. Me aplasté contra el suelo, sintiendo el barro filtrándose en mi ropa ya empapada, mientras una descarga de tiros hacía saltar chispas del granito que había por encima de mí. Empecé a sospechar que quizá esto de hacer de Tomb Raider no era tan divertido como me esperaba.

Pero bueno, esa estaba siendo la historia de mi vida últimamente. Una cadena de eventos, que se podrían clasificar muy desinteresadamente como desastres, me habían dejado con el puesto de pitia, la principal vidente de la comunidad sobrenatural. El Círculo Plateado, un grupo de usuarios de la magia de la luz, había esperado que uno de sus dóciles acólitos heredara el cargo, ya que siempre había sido así desde hacía ya unos cuantos miles de años. La verdad es que no les había hecho mucha gracia que me entregaran el poder a mí en vez de a ellos: Cassie Palmer, clarividente inexperta, la protegida de un líder de una banda de vampiros y conocida cohorte de un mago de la guerra renegado.

Algunas personas no tienen ningún sentido de la ironía.

Los magos habían expresado su descontento y habían intentado enviarme a que explorara el gran misterio de lo que nos depara el futuro después de la muerte. Como a mí no me interesaba mucho la idea, había estado intentando permanecer bajo su radar, pero parecía que no lo estaba haciendo demasiado bien.

Decidí intentar cubrirme mejor al lado de una cripta, y fue a medio camino de allí, cuando algo que se parecía a un mazo me golpeó y me tiró al suelo. Un rayo cayó en un árbol cercano y llenó el aire de chasquidos eléctricos, haciendo salir serpientes azules y blancas que reptaban siseando sobre una maraña de raíces al aire. Dejó el árbol partido a la mitad y ennegrecido por el centro como si fuera leña antigua; el aire estaba inundado de ozono y mi cabeza a punto de estallar al ver de la que me había librado. Por encima de mí, un relámpago cruzó inquietantemente el cielo, una parte perfecta de efectos especiales que habría apreciado mucho más en una película.

Hablando de ironía, sería realmente divertido que la Madre Naturaleza consiguiera matarme antes de que el Círculo tuviera esa oportunidad. Me arrastré a tientas hacia la cripta, indefensa y cegada por la noche, intentando borrar las imágenes de lo ocurrido. Al menos descubrí por qué las culatas de las pistolas están forradas: para que cuando la palma de tu mano esté sudando por ese terror tan absoluto, aún te las puedas apañar para agarrarla.

Mi nueva nueve milímetros no encajaba tan bien en la mano como la anterior, pero me estaba familiarizando rápidamente con el peso. Al principio había decidido que estaba bien llevarla mientras disparara solo a los tipos malos sobrenaturales que ya me estuvieran disparando. Más tarde, había tenido que ampliar esa definición a cualquier momento en que mi vida estuviera en peligro. En ese momento me inclinaba hacia una postura más amplia, a una mezcla entre «defensa proactiva» y «los bastardos se lo tienen merecido»; y, si sobrevivía bastante tiempo, tenía la intención de culpar a mi compañero trastornado por pegarme su trastorno.

Encontré la cripta al rasparme la mejilla contra la áspera piedra calcárea del exterior del foso. Agudicé el oído, pero no había señal de mis atacantes. Una lluvia de disparos sonaba contra un sendero cercano, rebotaba en los adoquines y salía volando en todas las direcciones. Vale, no había otra señal aparte del hecho de que alguien seguía disparándome.

Me abracé a la pared y me dije a mí misma que no debía reaccionar de forma exagerada y desperdiciar balas. Ya había lobotomizado a un cupido después de que una ráfaga de viento lanzara algunas hojas por delante de él, dando la sensación fugaz de que se había movido; y eso había sido con el resplandor de una luna casi llena. Pero ahora era peor ya que el viento había traído nubes oscuras y la salpicadura de la lluvia hacía imposible escuchar los pasos silenciosos.

Por fin se detuvieron los disparos, pero todo mi cuerpo continuaba temblando, hasta el punto de que dejé caer el cargador de reserva que había sacado del bolsillo. Al antiguo aún le quedaban bastantes balas, pero no quería quedarme sin ellas en un momento crucial. Otro disparo golpeó al cupido que había decapitado, rozando una de sus pequeñas nalgas. Me estremecí y mi pie golpeó algo que salpicó en un charco. Me puse de rodillas, buscando a tientas en la hierba e intentando maldecir por lo bajo.

—Un poco a la izquierda. —Me giré, levanté la pistola, tenía el corazón acelerado, pero el hombre con el pelo oscuro que estaba apoyado en una fuente recubierta de musgo no parecía preocupado. A lo mejor porque ya no tenía un cuerpo por el que preocuparse.

Me relajé un poco. Fantasmas con los que podía tratar; los había estado esperando. Père Lachaise no es el cementerio más antiguo de París pero es enorme. Tuve que agudizar mi visión para ser capaz de ver algo detrás del resplandor verde de miles de huellas de fantasmas, entrecruzando el paisaje como una loca tela de araña. Había sido la razón principal por la que no había dejado venir a mi ayudante fantasmagórico. Billy Joe podía ser un pesado, pero la verdad es que no quería servírselo como aperitivo de mediodía a un montón de fantasmas hambrientos.

—Gracias.

—Eres estadounidense.

—Ah, ¡sí! —Una bala golpeó contra una reja de hierro que había al lado y me estremecí—. ¿Cómo lo sabes?

—Querida… —Miró con mordacidad mis vaqueros llenos de barro, las playeras que una vez habían sido blancas y mi camiseta gris empapada. Esto último había sido una compra impulsiva de hacía unos días, algo que ponerme para hacer prácticas de tiro para recordar a mi exigente entrenador que aún era una principiante en eso. Su ocurrencia de «No tengo licencia para matar, tengo un permiso para aprender» ahora me estaba empezando a parecer realmente irónica.

Lara Croft habría llevado algo un poco menos cubierto de barro y su pelo hubiera tenido un estilo sexi, estaría apartado y se le podría ver la cara. Mi propia mata de pelo rizada estaba en una fase en la que era muy larga para poder apartarla y demasiado corta para poder amarrarla en una cola de caballo. Como resultado, tenía pelos rubios húmedos cayéndome sobre los ojos y pegados a las mejillas, aparte de una falta total de estilo.

—Cuando los buenos estadounidenses mueren, van a París —dijo el fantasma, después de darle una calada a un cigarrillo—. Pero tú no estás muerta. Supongo que la pregunta debe de ser otra… ¿Estás bien?

Mi mano se cerró finalmente sobre el cargador y lo metí en la pistola de un golpe. Le inspeccioné disimuladamente, preguntándome qué respuesta sería la que probablemente me ayudaría más. Me llamó la atención la chaqueta larga de terciopelo, la corbata de seda y su sonrisa indolente.

—Depende de a quién preguntes.

—Prevaricación, ¡divino! Siempre me llevé mejor con los pecadores.

—Entonces, a lo mejor puedes decirme cuánta gente hay ahí fuera.

Otro fantasma apareció lentamente, llevando solo unos pantalones vaqueros azules de tiro bajo. Me resultaba vagamente familiar, con el pelo castaño a la altura de los hombros, rasgos clásicos y una leve expresión de mal humor.

—Sobre una docena. Acaban de disparar a mi horrible monumento conmemorativo.

El fantasma más mayor se sorbió la nariz.

—Seguro que tus legiones de admiradores levantan otro en menos de una semana…

—¿Qué le voy a hacer si soy popular?

—Y luego procederán a destrozarlo, y todo en las inmediaciones.

—¡Eh! ¡Tranquilo!

El fantasma más mayor se enfadó.

—No me hables de estar tranquilo, ¡pretendiente absurdo! ¡Yo era tranquilo! ¡Yo era la personificación de lo tranquilo! A efectos prácticos, ¡yo inventé la palabra tranquilo!

—¿Podéis los dos no hablar tan alto? —pregunté agudamente. El sudor me caía por un lado de la sien y se me metió en el ojo; quemaba. Pestañee para quitármelo y observé unas cuantas sombras moviéndose cada vez más cerca. Sólo existían al borde de mi visión, y parecía que desaparecían siempre que las miraba directamente. Luego un hechizo explotó por encima de mi cabeza, iluminando la zona como si fuera una bengala y ofreciéndome una vista clara. El arco gótico que había por encima resonó con tiros, haciendo que pedazos de mampostería se desmoronaran sobre mí mientras me ponía debajo.

—¡Esto es ridículo! Sois peores que los locos que Kardec atrae. —Los fantasmas me habían seguido, claro.

—¡Místico, ja! El hombre que ni siquiera ascendió, pero siempre hay alguien rezando o cantando o cubriéndole con flores.

—Él creía en la reencarnación, tío. A lo mejor ha vuelto.

Me abrí camino por una telaraña larga y conseguí no resbalar en las losas de piedra que estaban resbaladizas por la lluvia y por las hojas putrefactas.

—¡Callaos! —susurré enfadada.

El fantasma más mayor se sorbió la nariz.

—Por lo menos los místicos no son maleducados.

Miré hacia abajo a los borrosos garabatos que se suponían que eran un mapa e intenté ignorarlo. Hubiera sido más fácil si no hubiera estado empapada y mugrienta y si la cabeza no me hubiera estado latiendo con tanta intensidad. Realmente quería salir de allí. Pero gracias a cierto tortuoso líder vampiro, esa no era una opción.

Estaba merodeando un cementerio en plena noche, esquivando perros de seguridad, rayos y magos de la guerra enloquecidos por un hechizo conocido como el geis. El vampiro en cuestión, Mircea, me lo había lanzado hacía años, sin preocuparse de que yo le diera permiso o incluso sin recordar mencionar que lo había hecho. Los vampiros expertos son así, pero en este caso, podría haber sido más por su arrogancia habitual que por su olvido.

Por un lado, el hechizo me proporcionaba protección mientras crecía: me señaló como suya, lo que significaba que ningún vampiro sano me tocaría ni se acercaría a mí. Por otro lado, estaba diseñado para asegurar lealtad a una sola persona: lealtad exclusiva, completa y total. Ahora que los dos ya éramos adultos, el hechizo quería unirnos a Mircea y a mí juntos para siempre y no entendía que yo no colaborara. Ese era un problema, ya que había conocido a gente que se había vuelto loca por esto, incluso se había suicidado antes que vivir con el dolor constante y corroyente que era una de las trampas del hechizo cuando fallaba. Pero quedarme sentada disfrutando del paseo tampoco era una opción.

Si alguna vez el vínculo se formaba completamente, nuestras vidas estarían dirigidas por el compañero dominante, y no tenía duda de que ese sería Mircea, dejándome estancada como su pequeña esclava ansiosa. Y ya que él era un miembro acreditado del Senado vampiro, el organismo rector de todos los vampiros norteamericanos, sin duda yo también acabaría haciendo sus recados. El pensamiento de lo que podrían ser algunas de esas solicitudes era suficiente para que me entrara un sudor frío. Era lo que el Círculo temía: la pitia bajo el control de los vampiros. Y mientras yo no estuviera a favor de su método de evitarlo, les podría dar la razón de mala gana: sería un desastre.

Convertirme en pitia me había transformado en un objetivo para cualquiera de la comunidad sobrenatural a quien le atrajera el poder; en otras palabras, a casi todos, pero había ganado algo de tiempo siempre y cuando el hechizo estuviera involucrado. Cuánto, no lo sé. Significaba que realmente necesitaba ese contrahechizo. Y según los rumores, el único grimorio que contenía una copia estaba enterrado en algún lugar cerca de aquí.

Claro que ayudaría bastante si pudiera leer el maldito mapa. Lo miré fijamente, pero la única iluminación era la luz de la luna que se filtraba a través de los restos de la que una vez había sido una vidriera preciosa. La mitad de una Virgen sentada miraba hacia afuera, hacia un cielo gris marengo, en el que el resplandor de los relámpagos perfilaba las capas de las nubes de vez en cuando. Tenía una linterna, pero encenderla sólo me haría mucho más…

Algo arremetió contra mí.

—No dispares —susurró un hombre.

Olía a sudor, metal y suciedad; todo eso unido a un chisporroteo nervioso de energía estática que era prácticamente su firma. Encendí la linterna y vilo que esperaba: una descarga de pelo pálido que como siempre estaba haciendo gestos burlones ante la gravedad, una mandíbula cuadrada, una nariz ligeramente larga y unos ojos verdes furiosos. El renegado más famoso del Círculo y mi reacio compañero, John Pritkin.

Respiré aliviada y le puse el seguro a la pistola. Conocer a Pritkin era querer matarlo, pero hasta ahora me había resistido a esa tentación.

—¡No deberías acercarte a mí de esa forma tan sigilosa! —le susurré.

—¿Por qué no me disparaste? —me preguntó.

—Me dijiste que no lo hiciera.

—Yo… es que… —Pritkin parecía incoherente en ese momento, así que le puse la punta de la pistola ligeramente en el estómago. Mi intención era sólo demostrar que no estaba indefensa, pero en un segundo, estaba pegada contra el lateral de la cripta, el brazo en el que tenía la pistola estaba inmovilizado contra la pared, mi cuerpo estancado entre la dura superficie y había un mago de la guerra muy enfadado. De mala gana admití que podría haber tenido una o dos fantasías que empezaban con este escenario, pero dudaba de que la noche fuera a acabar de la misma forma.

—Sabía que eras tú —le dije antes de que le volviera su capacidad para hablar—. Hueles a pólvora y a magia. —Eso era más cierto que nunca, ya que su abrigo, un guardapolvo de piel gruesa que escondía su colección de armas tenía una mancha grande donde la piel estaba chamuscada y ondulada. Como si se hubiera librado de un hechizo por los pelos.

—¡Todos esos magos ahí fuera! —susurró salvajemente—. ¡Están ahí! ¿Y qué demonios haces aún aquí?

—Tengo el mapa —le recordé.

—¡Dámelo y vete!

—¿Y dejarte aquí solo? ¡Hay una docena!

—Si no te vas ahora mismo…

Levanté la barbilla, aunque había apagado la linterna, así que probablemente no pudo verlo.

—¿Qué? ¿Vas a dispararme?

Me agarró el hombro con la mano, casi me hacía daño. No tienes al loco mago de la guerra, me recordé justo cuando una bala atravesó la entrada abierta. Rebotó varias veces en las paredes de la cripta antes de que chocara con lo que quedaba de la Virgen.

—¡Si te quedas aquí mucho más tiempo, no tendré que hacerlo! —susurró furiosamente.

—Cojamos el maldito mapa y larguémonos los dos de aquí —le dije razonablemente.

—Por si no te has dado cuenta, ¡esto era una trampa!

—Maldita sea, ¡ya no se puede confiar en nadie! —El anciano mago francés que habíamos visitado en su linda casita pequeña en el campo parecía de fiar, con su encanto del Viejo Mundo y sus amables ojos, y su asqueroso mapa que nos había enviado a la caza del tesoro desde el infierno. No era justo; se suponía que los tipos malos no se parecían a los abuelos de nadie—. Y Manassier parecía tan…

—Si la siguiente palabra que sale de tu boca es «agradable», te haré la vida imposible cuando volvamos. Completamente imposible.

No me preocupé de empeorar eso con una respuesta. Pritkin era sólo… Pritkin. En algún momento había aprendido a adaptarme a eso. A menudo me había preguntado si le había dado al Círculo la mitad de los problemas que yo antes de que rompiera con ellos por su decisión de apoyarme. Si era así, pensarían que me habían dado las gracias por habérselo quitado de encima. A lo mejor planeaban enviar un bonito ramo al funeral.

—Mira, de lo único que estamos seguros es de que algunos magos llegaron aquí antes que nosotros. A lo mejor todos decidieron desvalijar el lugar la misma noche. —La verdad es que no me lo creía; nos habían atacado casi en cuanto llegamos y ni siquiera habíamos encontrado nada aún, pero odiaba abandonar ya nuestra mejor pista. Y dejar que Pritkin la persiguiera solo no era una opción. Tenía el mismo instinto de supervivencia que un bicho en un parabrisas luminoso.

Una mano fuerte me agarró del brazo.

—¡Ay! —señalé.

—¡Dame el maldito mapa!

—De ningún modo.

—¡Eh! —Levanté la vista para ver al fantasma más joven mirándonos fijamente—. En el caso de que lo perdieras, la gente está intentando matarte.

—La gente siempre está intentando matarme —dije irritada.

—De la única forma que vas a morir esta noche es si yo te mato —me dijo Pritkin.

—He tenido relaciones como esta —declaró el fantasma.

—Nosotros no tenemos ninguna relación —murmuré.

—¡Eres más terca que una mula! —Pritkin dejó de despotricar (aunque de todos modos yo no le estaba escuchando) y comenzó a mirar a su alrededor como un loco—. ¿Qué está pasando aquí?

—¿Quieres decir que le dejas que te hable así y a ti ni siquiera te toca nada? ¡Vaya estafa!

—Nada, sólo un par de espíritus —le dije, lanzándole una mirada al fantasma.

—¡Eh! Quédate justo ahí.

—Estoy ofendido por ese comentario —intervino su homólogo—. Somos los dos espíritus más activos de todo este…

—¿Activos? —Una mano bajó por mi brazo, un tacto un tanto dulce como tosco, encallado de sostener pistolas, hacer flexiones y de morder los cuellos de las personas—. ¡Ni se te ocurra! —le dije a Pritkin, luego volvía dirigirme al fantasma—. ¿Cómo de activo?

El fantasma más mayor se estaba acicalando un poco.

—Vemos todo lo que pasa por aquí. Las cosas que te podría contar…

—Así que si hubiera pasadizos escondidos, ¿tú lo sabrías? —pregunté, cuando Pritkin encontró mi muñeca. Un momento más tarde, me había arrebatado el mapa de la mano.

—Aún no me voy —le dije.

—¡Ah! Tú estás tras esta cosa, ¿verdad? —preguntó el fantasma más joven.

Decidí no forcejear con Pritkin para conseguir el mapa, pues no sería digno. Tampoco funcionaría.

—¿Qué cosa?

—La cosa con la cosa. —Meneó una mano negligente. Estaba empezando a sospechar que si uno se muriera borracho, su fantasma sería de esa forma.

—¿Podrías ser un poco más específico? —Antes de que pudiera contestar, llegó un extraño sonido de fuera, un quejido débil y agudo. Sentí una mano en la espalda que me empujó brutalmente hacia el suelo. Al segundo, Pritkin ya estaba encima de mí, aplastándome con una posición fetal mientras las cosas explotaban y llovía fuego a nuestro alrededor.

Durante largos momentos, puntos rojos y violetas bailaron detrás de mis párpados fuertemente cerrados. Había temblores cada minuto en el suelo, como los seísmos de un terremoto y mi piel pinchaba los restos de la energía. Cuando abrí los ojos precavidamente, vi la luz de las estrellas filtrándose desde un agujero enorme en el techo y nubes de piedra desintegrada en el aire.

Pritkin estaba de nuevo de rodillas, disparando a los magos que disparaban de vuelta, disparos que hacían eco en los monumentos altos y compactos como si fueran petardos. La mayor parte del tiempo pensaba que era demasiado rápido para optar por la solución de disparar a alguien y esperar a que se muriera. Otras veces, como cuando alguien estaba intentando hacer un escurridor de mi cabeza, me parecía que estaba bien.

—¡Allí! —ofreció el fantasma más joven, señalando a la derecha—. Venga.

Se puso derecho, ignorando un sendero tortuoso cercano a favor de un atajo a lo largo de los suelos cubiertos de lápidas.

—¡Uno de los fantasmas sabe dónde está el pasadizo! —le dije a Pritkin.

Miró sorprendido y yo fruncí el ceño. Solo porque no sabía cómo matar de siete maneras a un tipo con mi codo no quería decir que fuera una inútil. Parecía que estaba a punto de discutir acerca de la sabiduría de los espíritus confiados al azar o posiblemente acerca de mi sensatez, pero los magos me hicieron accidentalmente un favor enviando un hechizo que explotó con una grieta masiva contra un castaño cercano. El tronco en llamas se cayó, llevándose la mitad de la cripta con él. Por suerte, no era la mitad en la que estábamos nosotros.

—¡Vamos entonces! —gritó Pritkin, cogiéndome la mano y corriendo como si esta hubiera sido su idea todo el tiempo.

—¡Por aquí! —Lo arrastré detrás del fantasma cuando una neblina fresca de balas hacía vibrar los escombros que había detrás de nosotros.

Me resultaba difícil caminar: la tierra empapada se pegaba a mis zapatos a cada paso que daba y la lluvia hacía casi imposible mantener la imagen pálida y parpadeante que tenía delante. Pero Pritkin, ¡maldita sea!, evitaba el recorrido de obstáculos de granito como si él mismo los hubiera puesto allí.

—¿Cómo lo haces? —le pregunté la cuarta vez que golpeé una lápida muy dura.

—¿Hacer el qué?

—¡Ya lo ves! —le acusé.

—Aquí. —Sentí una mano en la barbilla por una décima de segundo y Pritkin farfulló algo. Parpadeé y de repente todo tenía un aspecto extraño, llano y borroso, como la mala recepción de una televisión. Sombras de hojas se movían por su cara cuando una ráfaga de viento agitó un árbol, salpicando gotas de lluvia sobre nosotros y podía distinguir los bordes de ese ceño familiar.

—¿Por qué no hiciste esto antes? —le pregunté.

—¡Pensaba que te ibas a ir antes!

—Vosotros dos, ¿queréis esto o no? —preguntó el fantasma con las manos puestas en sus caderas inconsistentes. Se había detenido enfrente de la imagen de una mujer con aspecto aburrido inclinada sobre una lápida. Ya había crecido bastante musgo sobre su vestido de granito y era prácticamente verde. Pude descubrir que era verde y viscoso después de que el fantasma me mandara darle tres golpecitos a su rodilla. No pasó nada.

—¿Y ahora qué?

—Tienes que decir la palabra mágica.

—Por favor.

Se rió.

—No, quiero decir, la palabra mágica de verdad para que la estatua se aparte del camino.

Un hechizo explotó en las ramas de un roble que sobresalía y un grupo de hojas en llamas cayó a mi alrededor, amenazando con prenderle fuego a mi pelo.

—¿Qué es esto?

—No lo sé. —El fantasma se encogió de hombros con negligencia—. No es precisamente lo que necesito.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Pritkin, enviando su completo arsenal de armas animadas a la línea de avance de las formas oscuras. Sus cuchillos se abatían y bailaban, lanzando chispas de sus protecciones con cada paso que daba, pero no parecía que estuvieran deteniendo demasiado a nuestros perseguidores.

—¡El fantasma no conoce la contraseña!

Pritkin me lanzó su mejor mirada de asesino y susurró una de sus extrañas palabrotas británicas. No creo que fuera el ábrete sésamo, pero el hechizo que él lanzó con su siguiente respiración funcionó casi igual de bien. La estatua se abrió a la mitad para descubrir una caverna enorme.

Dentro estaba tan oscuro como un agujero negro perfilado contra el cielo eléctrico. Saqué mi linterna y la encendí, pero apenas se veía nada en la oscuridad. Era incluso peor, no había peldaños, solo una escalera de aros de hierro que descendía hasta un túnel claustrofóbico esculpido en roca sólida.

—He visto a muchos cazadores de tesoros entrar aquí —comentó el fantasma más viejo, flotando a mi lado—, pero pocos vuelven a salir, y los que lo hacen salen con las manos vacías.

—Eso no nos pasará a nosotros.

—Eso es lo que todos ellos dicen —murmuró, justo cuando un hechizo explotó sobre su cabeza. Metí la pistola y la linterna en mi cinturón, agarré el primer aro oxidado y resbalé hacia abajo. Pritkin me seguía prácticamente por encima y tan pronto los dos estuvimos abajo, envío un hechizo de vuelta al túnel que causó un derrumbe.

Bloqueó a nuestros perseguidores, pero también cortó la poca luz que había. Una vez que el estruendo de la roca que se caía se detuvo, nos vimos en un silencio sepulcral y una oscuridad completa. Aparentemente incluso la visión mejorada necesita algo con lo que poder funcionar mejor, porque yo no podía ver nada en absoluto.

Encendí la linterna. Tardé un momento hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz, y cuando lo hicieron, aullé y di un paso atrás. La luz tenue no mostraba mucho: era como si la oscuridad de aquí abajo estuviera hambrienta y se comiera la luz tan pronto como encendía la bombilla. Pero no me hubiera importado haber visto incluso menos. A lo largo de cada lado de un pasillo largo había huesos colocados en pautas por todo el camino hasta el techo bajo. El agua se había filtrado de algún sitio y un montón de calaveras que allí había estaban llorando lágrimas verdes y les estaba creciendo barba verde enmarañada. No les hacía parecer menos espeluznantes.

—Las catacumbas —dijo Pritkin, antes de que yo pudiera preguntar.

—¿Las qué?

—Los parisinos comenzaron a utilizar antiguas canteras de caliza como cementerios subterráneos hace unos cuantos años. —Cogió la linterna y enfocó el mapa frunciendo el ceño—. No creo que se extendieran hasta aquí.

—¿Hasta dónde entonces?

—Si estos túneles conectan con esos en la ciudad, entonces son cientos de kilómetros. —Comenzó a dirigir la luz aquí y allí. Deseé que se detuviera; iluminó charcos de agua en las fosas vacías de modo que parecía como si las caras se movieran—. Siempre se han contado historias de las catacumbas bajo el Père Lachaise, pero pensaba que eran simples rumores.

Miré fijamente una calavera cercana. No tenía cuerpo, estaba sentada encima de un montón de lo que parecían fémures y estaba perdiendo el hueso de la mandíbula. Pero, de algún modo, parecía que aún estaba sonriendo.

—Me parecen muy reales.

La linterna distinguió un destello de oro, medio quemado en el mortero, manteniendo una línea de huesos en el lugar. Raspé el cemento con el dedo y era tan antiguo que las piezas se desconcharon. El círculo dorado que descubrí no se movía, pero pude verlo mucho mejor. Parecía estar formado de una serpiente que se estaba comiendo su propia cola.

—El uróburo —dijo Pritkin, acercándose detrás de mí.

—¿El qué?

—Un símbolo antiguo de la regeneración y la eternidad.

—¿Cómo una cruz?

—Más antiguo. —Movió la luz alrededor de él un poco más—. La asamblea de brujas de París tuvo que haber creado sus propias catacumbas, seguramente durante la Inquisición. A veces se desenterraban a las brujas y los magos y se mutilaban o se quemaban sus cuerpos. Esto habría sido una manera de prevenir eso.

—¿Quieres decir que esto es un cementerio de magos?

—Posiblemente. Los romanos cavaron las fosas de caliza. Estuvieron aquí durante siglos antes de que las autoridades parisinas decidieran utilizarlas. A lo mejor la comunidad mágica fue quien tuvo primero la idea. —Desde la parte de arriba de la escalera cayó una lluvia repentina de piedra y escombros. Sonaba como si nuestros perseguidores no se detuvieran—. ¿Puedes transportarnos allí? —me preguntó, señalando un vago garabato en el mapa.

Mi nuevo trabajo tenía más inconvenientes de los que pudiera contar, pero también tenía algunas ventajas. Bueno, al menos, una. El poder que vino con el cargo de pitia me permitía transportarme y también a una o dos personas más conmigo en el espacio y en el tiempo. Era un arma condenadamente útil, y hasta ahora, la única que tenía. Pero tenía sus limitaciones.

—No puedo hasta que no sepa adónde vamos.

—¡Tú ya te has transportado antes en el tiempo a sitios en los que nunca habías estado!

—Eso es distinto.

Hubo una avalancha repentina, y un hechizo se estrelló contra el suelo por detrás de nosotros, encendiendo una tormenta de violenta luz blanca. Golpeó las calaveras, haciendo que se agrietaran y se rompieran, luego rebotó en la pared de enfrente, lanzando fragmentos de piedra por todos los sitios como puñales voladores. Pritkin me protegió de lo peor de la explosión, luego me agarró la mano y me llevó hasta el final del pasillo.

Como ya no iba rebotando contra las paredes, supuse que él aún podía ver algo, pero para mí era una caída precipitada hacia la nada. Él había apagado la linterna, supongo que para que a nuestros perseguidores les resultara difícil seguirnos, pero sin la luz, los túneles estaban tan oscuros que no sabía si mis ojos estaban abiertos o cerrados.

—¿Cómo de distinto? —me preguntó.

—El poder me permite ver otros tiempos, otros sitios; no el presente —le expliqué, estremeciéndome.

Las imágenes de la explosión grabadas en mi retina hacían que formas rojizas saltaran ante mis ojos y seguía pensando que estaba a punto de estrellarme contra algo.

—Si quiero transportarme espacialmente aquí y ahora, tengo que ser capaz de visualizar adónde quiero ir. —Y una línea débil en un mapa no se acercaba ni remotamente a lo que yo necesitaba.

El pasillo se estrechó de repente, hasta el punto de que era imposible continuar uno al lado del otro. Pritkin iba primero, tirando de mí casi a ritmo de carrera. Hacía calor, el aire era bochornoso y el suelo debajo de nuestros pies no era llano. Era obvio por qué alguien pondría aquí un tesoro: sin ninguna dirección clara podrías estar deambulando por aquí durante meses y no encontrar nunca nada.

Pritkin se detuvo, tan bruscamente que choqué contra él. Extendió el mapa en la pared y me dio la linterna. La encendí y vi una escena mucho menos organizada que la anterior: los huesos se habían caído de las paredes y cubrían el suelo, y en algunos casos estaban amontonados en pilas sin el más mínimo intento de orden. A diferencia de los que estaban en el pasillo principal; estos parecían que los habían dejado tirados de cualquier manera. Normalmente no soy muy sentimental sobre la muerte; he visto muchas, pero aún parecía que algo no iba bien. Los amigos y los enemigos, los padres y los hijos, todos mezclados, sin nada que dar a la historia, sin una fecha de muerte, ni siquiera un nombre.

—Ayudaría si alumbraras el mapa con la linterna —comentó Pritkin mordazmente. Así lo hice y la luz también iluminó su cara. Su expresión no era tranquilizadora—. ¿Están tus fantasmas aquí? —preguntó.

—No. Dejaron de seguimos después de los límites del cementerio. —Y parecía como si los hubiéramos dejado detrás hacía un rato.

—¿Y qué me dices de los otros?

—¿Por qué quieres saberlo?

—¡Porque este mapa no es suficiente! Nos serían útiles algunas orientaciones.

Sacudí la cabeza.

—Estos cuerpos han sido perturbados. Creo que los trajeron aquí desde su lugar original de descanso.

—¿Qué significa eso?

—Que sus fantasmas podrían haber estado detrás. —Sin mencionar que si aquí se habían quemado magos, no habrían dejado fantasmas de todas formas. Que yo supiera, las criaturas sobrenaturales no acostumbraban a hacerlo.

—Pero sus huesos están aquí.

—No importa. Los espíritus pueden atormentar una casa, incluso cuando sus cuerpos no están allí. Todo tiene que ver con lo importante que sea para ellos en vida el lugar donde sienten una conexión. —Miré a mi alrededor y reprimí un escalofrío—. Yo tampoco creo que me sintiera realmente conectada a este lugar.

Pritkin por fin se decidió por una dirección y volvimos a irnos, deslizándonos por huecos en la roca que, a veces, apenas eran bastante grandes para mí. No sé cómo podía pasar él, pero deduje de los comentarios que murmuraba y que lograba escuchar desde atrás que no lo hacía sin perder algo de carne.

Finalmente llegamos a un pasillo ligeramente más ancho, lo que significaba que aún teníamos que ir en fila, pero que podíamos coger velocidad. Por un minuto pensé que habíamos logrado perder a nuestros perseguidores, pero como siempre, se cumplió la Ley de Murphy.

Llegamos a toda prisa a una esquina para toparnos casi directamente con un grupo de figuras oscuras. Había gritos, disparos y hechizos, y uno de estos últimos explotó contra las protecciones de Pritkin, reventándolas como las pompas de jabón al calentarlas.

—¡Corre! —me dijo gruñendo. Escuché ruidos sordos, como truenos distantes y luego el techo se vino abajo con un estruendo que consumió el mundo.